El peluche de la abuela Chola

Solía ver poco a mi abuela Chola porque vivía lejos y le gustaba bastante la soledad. La visitaba en su cumpleaños o en el Día de la Madre, y me la pasaba más tiempo admirando su casa que hablando con ella. 

Vivía en un monoambiente, pero a mis cuatro años se sentía como si fuera un castillo. Mi abuela siempre fue muy coqueta y exageraba en la decoración. Tenía una mesa de mármol, sillones con almohadones de leopardo, un gran ventilador en medio de la sala del cual colgaban angelitos de vidrio; colmillos de elefantes tallados, tapados de piel colgados y un gran velador que era una estatuilla de Buda.

También tenía dos muñecas negritas a las cuales les hacía vestidos y varios peluches con los que siempre pedía jugar. No sé por qué mi abuela solo me dejaba agarrar un leoncito empolvado que tenía sobre su teléfono de línea. Tantas veces lo tuve en mis manos que aún recuerdo mi dedo índice rozando el contraste entre la suavidad de su cuerpo y la maraña que tenía como melena. Lo mismo pasaba cuando rozaba su rabo y los pelos finales de él. Las patitas tenían pelotitas en su interior que crujían en cuando los apretaba y se volvían movedizos como la arena. Y en su cara había unos ojos curiosos y una sonrisa fingida. Quizá no estaba convencido de que yo jugara con él. 

La última vez que tuve al leoncito en mis manos, mi abuela ya no estaba para impedir que me lo lleve. Pero no lo hice porque en su cara de peluche había un dejo de pesadumbre, incluso de súplica, de que le devolviera a su dueña.

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