Gadea & Gadriel
Las hojas de nuestra vida se caen a medida que envejecemos. El roble ante mí, imponente y viejo, se ondea a la par con el viento haciendo que las hojas secas caigan como fina garúa.
Hago una venia y procedo a sentarme a los pies del árbol. Suspiro sonoramente pensando en aquella historia que me contó mi tío. La valiente chica que sabía leer, escribir y pelear cuando eso no era lo que dictaba el Señor.
Gadea a los veintiún años de edad decidió partir hacia Arcova "Ciudad de frutos" y junto a ella iba su hermano, Valerik. Ambos habían huido de casa por el sueño común de ayudar al Papa a liberar las ciudades de los musulmanes y herejes; a pecadores e infieles.
En una noche de vientos crudos y despiadados, se desató una llovizna infernal: la ocasión perfecta para que los desterrados por la iglesia ataquen a todo aquel cristiano. Ellos salieron de todos lados tomando de sorpresa a los hermanos. Asustados, y por la poca visibilidad que tenían, se separaron sin siquiera acordarlo. Gadea se escondió detrás de un tronco grueso, creyendo haberlos perdido, pero detrás de ella alguien la golpeó dejándola inconsciente.
Aún con los ojos cerrados, siente el calor del fuego y voces al fondo de la habitación donde se encuentra. Los pasos se alejan, mientras que la respiración de alguien se siente aún más cerca. El tacto de una mano recorre con cautela por su pecho y se detiene al sentir un colgante de madera que reza palabras en latín. El hombre, estando a punto de arrebatárselo, es detenido por la mano de Gadea.
—Por favor, no me haga daño —imploró Gadea—. No sé qué le haya hecho la iglesia por su ideología, pero déjeme partir. No soy más que una mujer que huye de su hogar.
—Para tener un simple colgante con palabras en latín, debes saber algo —hace observación el hombre.
—¡Yo no sé nada! —mintió Gadea.
—Mientes. ¿Quién te enseñó a leer? ¿Sabes qué harán los demás si se enteran?
Así fue como Gadea le contó a Percival, quien era el hombre, que su hermano fue su primer maestro. Al no tener madre, ella desde pequeña era menospreciada por su padre, el sacerdote del pueblo. Recibía insultos de todas las maneras posibles, pero su deseo de aprender más sobre Dios seguía latente. Valerik le enseñó a pelear y cómo usar la espada, hasta que un día al pequeño pueblo llegaron los soldados cruzados de paso para descansar y seguir con su camino a Roma.
—Dominus regit me, et nihil mihi deerit.
—El Señor es mi pastor, nada me faltará —traduce Percival—. Mi doctrina sólo cree que Jesús está presente en la naturaleza divina y no en la humana.
—¿Y luchas contra los cristianos? —pregunta Gadea acercándose más a él.
—Nos defendemos de los cruzados. ¿Qué más puedes hacer cuando naces para morir?
Gadea pensó en las palabras de Percival y se puso a reflexionar. Estaba concentrada en pelear por Dios, pero... ¿Esa era la manera correcta? Debía orar y pidió al buen Percival un lugar fuera de la masía para hacerlo.
—"Yo no permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que permanezca callada" —comenta a sus espaldas Percival. Gadea guarda unos minutos de silencio, se levanta con dificultad y lo mira fijamente—. Eso dice Pablo sobre las mujeres. Hasta ahora, eres la única mujer que conozco que sabe leer y escribir.
La noche pasó lenta y ante la expectante luna, Gadea y Percival intercambiaron opiniones e ideologías sobre sus creencias. Aunque ella no quería decirle a él que quería convertirse en un cruzado porque significaría su muerte.
Horas antes de la llegada del alba, ambos se fundieron en un beso y sintieron un danzar de emociones sobre sus vientres. A la orilla del río se unieron con la luna despidiéndose y las estrellas dejando de brillar para dejarlos solos.
Los rayos del sol posaron sobre el rostro de Gadea haciéndola levantar y alistar sus cosas para partir del lugar, pero antes de alejarse de Percival tomó su cuchillo y cortó su cabellera pelirroja para tomar la apariencia de un hombre. Corrió al establo y tomó un caballo para luego irse sin decir adiós.
Gadea lo tenía claro, había cometido un pecado al enamorarse de un monofisita y debía ir lo más pronto posible a recibir el perdón poniéndose a luchar por Dios. Después de cinco días montando, tomando solo agua y algunos frutos que le servía el camino, pudo llegar a la gran ciudad. Cautivó con su sabiduría al general y comenzó sus entrenamientos para formar parte del ejército cristiano.
—¡Gadriel, ven! —Anastacio, el general al mando posado en su cama mandó a llamar a Gadea, quien ahora se hacía llamar Gadriel—. Mi muchacho de tan sólo veintisiete años. Tendrás una gran vida de la mano de Dios.
—Mi Señor, no se esfuerce por hablar. Recuerde lo que dijo el doctor —se posó de rodillas frente a su general.
—Toma esa carta de la mesa, ve por tu caballo y dirígete a Roma. Dásela al Papa y obedece sus órdenes —el general tose con dureza e inclinándose, se agacha para escupir la sangre en una vasija que le entrega Gadriel—. Para cuando eso ocurra, hijo mío, yo ya estaré junto a Dios.
Gadriel se despidió del general Anastasio y tal como se lo había mandado, fue a Roma sin obstáculos en su camino. Pasaron dos semanas, y Roma le dio la bienvenida asombrada de la llegada de un solitario cruzado. El Papa lo recibió sorprendido, recibió la carta de parte del general y al leerlo no pudo ocultar su entusiasmo. Ante él estaba el cruzado más joven que ahora se convertiría en el sucesor de Anastacio.
Aún más grande fue la sorpresa de Gadriel, que sin saberlo, llevaba en él un gran futuro en sus manos. Se realizó una ceremonia, otorgándole un nuevo rango en el ejército cristiano, un anillo por el Papa y la bendición de Dios.
La primera misión que tenía, era ir a liberar a una aldea considerada sagrada por los religiosos, pero que estaba siendo infestada por herejes e incluso, se rumoreaba que hasta de brujas. Nuestro valiente Gadriel se reunió con su ejército y dándoles unas palabras de aliento, entrenaron una última vez antes de partir a dicha aldea.
—Siento que lo conozco, general Gadriel —se le acerca un joven de barba y con el rostro sucio por el entrenamiento—. Sus ojos me recuerdan a alguien.
Gadriel da media vuelta para analizar a su compañero, pero se da cuenta que él también lo conoce.
—¿Valerik? —toma de su brazo y lo lleva a otra carpa para que nadie los escuche. El reencuentro de los hermanos se hace muy emotivo, pero no tienen mucho tiempo para hablar sobre qué les pasó. El mensajero interrumpe recordándoles que ya es hora de partir a la aldea.
El sendero es estrecho y la luna no alumbra. Las estrellas desaparecen y se escuchan silbidos al soplar el viento. Gadriel manda a callar a su pequeño ejército para poder escuchar de dónde provienen aquellos murmullos.—¡Fuego! —alguien grita—. ¡Allá está la aldea!Movidos por la sed de justicia, todos cabalgan llegando a la aldea que está siendo atacada por los normandos. Gadriel saca su espada y junto a Valerik luchan contra ellos.
Se oyen unos gritos provenientes de una choza que alertan a Gadriel y va corriendo hacia ella. Dentro, ve que una niña está siendo golpeada por un normando, ésta le golpea con su escudo y le corta la cabeza con movimientos ágiles. Da unos pasos hacia la pequeña que está asustada, pero recibe un golpe detrás de su cabeza.
—Maldito cruzado, váyanse de aquí —grita el hombre.
—Pudiste ser salvado, pero luchas contra Dios —Gadriel clava la espada en el vientre del aldeano y deja que éste vea su colgante de madera.
—Sólo conozco a una persona que tenga ese colgante... ¿Gadea? —de sus ojos se escapan unas lágrimas y la mirada de ira se suaviza. Aquel hombre era Persival—. Doliente espada, cual viviente, que mi amor quitaste y mi corazón arrancaste.
Pero Gadea ya no puede admitir sus sentimientos, pues un normando la ataca y penetra su espada en su espalda. Aquellos amantes, que un día se conocieron, ahora yacen unidos por la muerte.
Soy Catalina, aquella niña que presenció sus muertes y que recuerda su historia como un cuento al que podemos sacarle varias enseñanzas. Fui adoptada por Valerik, quien me enseña con paciencia como si fuese su pequeña Gadea. Ahora tengo veintiún años, la misma edad que ella tuvo para seguir su sueño y el mío es ejercer el papado.
Me despido del árbol con una venia y dejo en sus raíces el colgante de madera que lleva en él escrito "Santa Catalina de Alejandría".
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