4.- Brechas culturales

Al abrir los ojos dos cosas atrajeron de inmediato la atención de André, la primera fue lo desordenada que se  encontraba la improvisada cama de Mariana. Había resuelto prestarle el sillón que se encontraba justo frente al suyo para que durmiera. Le había entregado algunas mantas y armado una improvisada almohada para que no pasara frío o incomodidad, y ella se mostró gustosa de aceptar cualquier cosa, después de dormir por cinco años en el bosque, un lugar junto al fuego sonaba como los aposentos de un rey.

Pero la chica ya no estaba ahí, solo estaban sus mantas regadas por el piso y la almohada tirada junto al sillón.

Lo segundo interesante de analizar era que, por entre las cortinas, apenas si entraba una gota de luz, supuso entonces André que debían ser altas horas de la mañana, las cinco o las seis. Le sorprendió encontrar alguien que se levantara más temprano que él.

Desde que recordaba siempre había tenido que madrugar, el trabajo de su madre—cuando aún vivía—se lo exigía. Tomar vuelos, hacer expediciones. Probablemente antes de conocerla, su padre no era muy asiduo a salir de la cama antes que amaneciera, pero luego de casarse tuvo que adquirir la manía, e incluso ahora, muchos años después, seguían siendo, tanto padre como hijo, unos madrugadores por excelencia.

Si daban las ocho y aun dormían solo podía significar una cosa, estaban enfermos, a punto de fallecer probablemente.

Se incorporó lentamente, estiró los músculos de su espalda y se refregó la cara. Pestañeó para comprobar que aun traía puestos los lentes de contacto, solo llevaba un par de semanas usando aquel nuevo modelo con el cual podías dormir sin necesidad de quitártelos, y descubrió que todo iba de maravilla con sus ojos. Los lentes seguían ahí y las cosas aun se veían nítidas.

El aroma de pan tostado y café caliente le llegó a la nariz, y las tripas se le revolvieron de inmediato. El hambre se hizo presente como un yunque cayendo en sus entrañas y sus piernas lo apremiaron para ir a la cocina.

Se peinó el cabello con los dedos y se lo amarró con una banda elástica que mantenía en su muñeca, de paso revisó la hora en su reloj. Cinco y media de la mañana.

Antes de llegar a la cocina notó que aun llovía, no tan dramáticamente como la noche anterior, pero lo hacía. Se preguntó si acaso ese pueblo conocería la luz del sol en alguna época del año.

Lo primero que encontró fue a Mariana, apenas si iba vestida, y parte importante de esa ropa no le pertenecía.

Para arriba solo llevaba una especie de sujetador deportivo. Realmente era delgada, aunque lo que más sorprendió a André era que la chica no tenía curvas, tenía músculos. Los bíceps se le marcaban en los brazos, la espalda parecía un delicado entramado fibroso, que con cada movimiento resaltaba de un lado y se relajaba del otro. La cintura se le moldeaba de manera extraña y por el área del abdomen los rectos sobresalían uno a uno enmarcando su ombligo. Eso explicaba que fuera tan ágil, ahí estaba el porqué de que no pudiese atraparla o neutralizarla aquella noche. La muchacha era fuerte y estaba preparada para cualquier cosa.

—¿No tienes frío?—preguntó André al darse cuenta que la miraba demasiado fijamente. Ella se sobresaltó y giró rápidamente sobre sus talones, relajó el cuerpo al notar que era él.

—No te oí venir ¿Desayuno?—señaló el tostador lleno con rodajas de pan—hace hambre.

Él asintió lentamente, extrañado por la actitud tan confianzuda que había adoptado la recién llegada. Lo atribuyó a sus circunstancias, el aislamiento en el bosque, aun así no pudo dejar de pensar que le habría faltado algo de buena enseñanza de pequeña.

—Creo que deberías abrigarte un poco—insistió él mientras se sentaba a la mesa—hacen como tres grados.

—Hacen diez la verdad, y eso para este pueblo es como un día de verano—André observó su propia vestimenta, compuesta por un polerón, un pantalón de buzo y calcetas de lana gruesa—Además no tengo más ropa, la mía aún no termina de secarse. Por cierto he tomado prestado uno de tus pantalones y un par de calcetines, espero no te moleste.

—Lo he notado…no te preocupes—ella sonrió y llevó un plato con varias rodajas de pan, un pote con mantequilla y café recién hecho.

Se movía por el lugar como si siempre hubiese sido su casa, probablemente había pasado los últimos años comiendo en aquella cocina, con las luces apagadas y completamente sola.

—Aun creo que deberías ponerte algo encima, puedo prestarte un chaleco si quieres—Mariana alzó una ceja, se sentó frente a él.

—Creo que tienes un complejo de hombre protector. Tranquilo, se apañármelas sola y si necesito algo te lo diré.

Quitó de inmediato la atención de su acompañante y cogió una tostada para untarla con mantequilla. André pestañeó un par de veces. No importa cuánto tiempo pases lejos de la humanidad, ser así de grosera toma muchísimo tiempo de descuido parental en formarse.

—Se nota que sabes apañártelas sola—respondió mordaz—más que nada porque necesitas de mi para poder ocultarte.

—No necesitaría de ti para ocultarme si no me hubieses delatado, pero tranquilo ya te disculpé por eso—André rechinó los dientes.

—Y pensar que es de mi pan del que comes ahora.

—Sí, está bueno. Aunque no encontré nada más que mantequilla para ponerle, nada de huevos o jamón.

—No como jamón, la verdad es que no como carne—ella le miró confundida—soy vegetariano, no como carne.

—¿Qué comes entonces? ¿Pasto?—«respira André, respira» pensó él—Espera, si no comes carne ¿Qué hiciste con el conejo?

—¿Qué conejo?—preguntó mientras una macabra imagen se le formaba en la cabeza.

—El que te dejé en la puerta.

Algo se quebró muy profundo en la cordura de André, algo que él supuso era su paciencia. Sintió como la ira le dominaba y estuvo seguro que perdería los estribos muy pronto. El conejo se mantenía fresco en sus recuerdos, incluso aun podía oler la sangre.

—Tú fuiste la hija de puta que torturó y asesinó a ese pobre animal—ella juntó las cejas en cuanto escuchó el insulto ¿Quién demonios se creía para venir a llamarla hija de puta?—¿Cómo fuiste capaz de hacer algo tan barbárico?

—¿Cómo me has llamado?

—¡Como te mereces ser llamada!

Ella se levantó se un solo golpe, dispuesta a dejar bien en claro que nadie jamás la ofendía, pero se detuvo. A pesar de lo mucho que le hubiese gustado volarle todos los dientes él llevaba la ventaja, no porque fuera hombre, se sabía capaz de derribar a un hombre, sino porque él conocía su ubicación y podía delatarla en cualquier momento. Tomó aire profundamente y luego botó.

Solo trataba de mostrarse agradecida con la única persona que había sido amable con ella en los últimos cinco años ¿Y qué recibía? Insultos.

—Ha estado muy bueno el desayuno, gracias por todo, puedes irte al puto infierno—ni siquiera fue en busca de sus zapatos, o de algo para cubrirse de la cintura para arriba, simplemente recogió su taza, la dejó en el mesón de la cocina y salió por la puerta de atrás.

A André le tomó algunos minutos calmarse, hizo circular el aire en sus pulmones decenas de veces antes de poder pararse y para cuando se sintió preparado su café ya estaba frío.

Siguió lloviendo con calma el resto de la mañana, mientras que él solo se dedicó a limpiar el pasillo de la entrada y gran parte de las alacenas de la cocina. Sintió rabia por un momento al enfrentarse a las mantas que Mariana había abandonado, pero lo suprimió casi por completo, no debía dejar que esa mujer le arruinara aun más su malogrado humor.

Luego de terminar de tallar hasta el último azulejo se dirigió al armario junto a la escalera. Se quedó unos minutos inmerso en su mundo, observando detenidamente la puerta, dilucidando los rasgos de aquel extraño de ojos azules que hacía solo veinticuatro horas lo había encerrado. No era su imaginación, nada de lo sucedido lo era. Había una niña, había un par de ojos azules, podía jurarlo.

Abrió entonces y sin dejar de espiar la puerta por el rabillo del ojo, sacó todos los abrigos y cajas de dentro del armario, lo vació. Las cosas lucían traídas directamente desde el siglo pasado, a pesar de eso su estado de conservación era sorprendente.

Se detuvo un momento en un precioso abrigo de mujer color rosado pálido. Era suave al tacto y por dentro el forro brillaba casi como si estuviera nuevo. No supo por qué pero sintió algo especial en aquel abrigo, algo tibio y reconfortante, como si la última persona que lo tomase le trasmitiera su calidez a varias décadas de distancia. Pensó repentinamente en su madre y entendió que le parecía tan familiar en el abrigo, era el olor, lavanda y naranja para ser exactos.

Se acercó e inspiró profundamente el perfume de la tela. Olía igual que su madre.

Un estrepito lo sacó de sus cavilaciones y le obligó a mirar hacia la ventana de la sala. Algo pesado había golpeado el vidrio. Se acercó, sin dejar de lado el abrigo, para observar a través de la ventana. No vio nada sospechoso en el vidrio, solo las ramas del manzano meciéndose con el viento, pero lo que si le llamó la atención fue algo en la acera de enfrente a la casa. Una persona miraba directamente.

Aun con los lentes de contacto puestos su vista no era de las mejores, y diferenciar entre un anciano o un joven, una mujer o un hombre le era extremadamente difícil a cierta distancia.

No supo entonces quien era el ente que observaba, iba cubierto de una chaqueta larga y negra con un paraguas sobre su cabeza. Por la altura intuyó que se trataba de un hombre, pero nada se lo aseguraba al cien por ciento.

Forzó la mirada para distinguir algo más que manchones pero no logró armar la figura nítida de la persona parada frente a la casa.

—¡Vas a tener que retirar lo que dijiste!—el alma se le escapó del cuerpo, subió hasta el segundo piso, pasó al tercero, tocó el techo y se devolvió de una sola tanda.

Se giró en ciento ochenta grados solo para encontrarse con la mojada y goteante figura de Mariana parada en medio de la sala. Como siempre el cabello lo traía empapado y embarrado, pegado al contorno de su cuerpo. Los ojos le brillaban amenazadores, cada uno de un color distinto, y la boca se le torcía hacia abajo.

—Me has asustado.

—Nadie ha dicho que no sea yo la hija de una puta, pero no tienes ningún derecho a tratarme de esa forma.

André ignoró su berrinche y regresó su atención a la ventana, ya no había nadie del otro lado de la calle, solo la lluvia, cayendo incesantemente sobre el cemento.

—Había alguien allá afuera.

—¿Estás siquiera escuchándome?—André resopló y se alejó de la ventana.

—Creí que te habías largado—gruñó sin mirarla a la cara—si no es así entérate que no eres bienvenida.

Ella se contrajo por completo, no era exactamente como se suponía que la situación debía desarrollarse.

—No puedes echarme, aun me buscan, el bosque está repleto, hay policías por todas partes.

—No es mi problema.

Se dirigió directamente al armario y retomó su tarea de reorganizar los abrigos. Ella lo siguió de cerca, con los brazos cruzados y una postura intransigente, goteando agua sucia y trozos de hierba.

—Fuiste muy mal educado conmigo, yo solo quería agradecerte la comida y tú me tratas como si yo fuera…

—¿Un monstruo? ¡Lo eres!—bramó él, volteándose completamente para fulminarla con la mirada. Mariana retrocedió dos pasos y se puso en posición de ataque, los ojos de André, tan negros y profundos, le causaban cierto resquemor—¿A quién en su sano juicio se le ocurriría dejar un conejo decapitado en una puerta?

—Lo decapité y lo colgué para que cuando despertaras ya se hubiera desangrado lo suficiente y solo tuvieras que meterlo al horno ¿Qué hiciste con él si no fue cocinarlo?

—Lo enterré, claramente—a Mariana se le deformó la cara y su rostro pasó de la molestia a la más terrible ira.

—¿Qué hiciste qué? ¿Sabes cuantos días de comida significan un conejo? ¡Tres días! ¿Sabes cuánto tiempo me tomó cazarlo? Una semana completa ¡Y tú lo has enterrado! ¿Eres estúpido acaso?

Las respiraciones apresuradas de ambos llenaron las paredes con más vida de la necesaria. Cada uno se encontraba en un lado del pasillo, con las manos apretadas y sendas expresiones bélicas, intentando entender a su contrincante lo suficiente como para no matarlo.

André pensó de inmediato en una tribu perdida en el amazonas, en la cual para celebrar la llegada de un visitante mataban una de sus gallinas.

A cualquiera le hubiese parecido un acto barbárico, pero la verdad era que para ellos las gallinas eran escasas y muy importantes para la subsistencia de la tribu, si se daban el lujo de matar una significaba que realmente apreciaban a la visita.

Mariana, por su lado, pensó en su hermano mayor. Ese llorón no podía ver una gota de sangre sin caer a piso, y siempre andaba defendiendo hasta a las hormigas que se robaban el azúcar de la cocina. Si ella le hubiese traído un conejo muerto lo más probable era que lo hubiese matado de la impresión.

Comprendieron casi al mismo tiempo que se encontraban inmersos en una molesta brecha cultural, ninguno tenía la intención de herir al otro pero sus costumbres y creencias les truncaban una comunicación expedita.

—Lo siento, me excedí—dijeron ambos al mismo tiempo, e hicieron silencio de inmediato.

—No sabía que era tan importante ese conejo para ti—se apresuró a agregar André.

—Ni yo sabía que te sentara mal la carne…

—Soy vegetarian…

—Lo que sea—batió su mano para restarle importancia a las palabras de André, y este entró nuevamente en cólera.

—¡Estás siendo desagradable nuevamente! ¿Qué nadie te enseñó modales?

—Pues no, resulta que sí soy una hija de puta y me crie como una fierecilla del bosque ¿Contento?

Y volvían a pelear. A André le resultó insólito, pero por alguna razón no pudo encontrar el valor para echarla. La chica estaba desamparada, vivía en un bosque hace cinco años, cazaba su propia comida y suponía que regalar un conejo muerto en forma de agradecimiento era algo normal, no podría llamarse ser humano si no le daba asilo. Apretó los dientes y conto hasta diez, ser paciente no era su fuerte, pero tampoco era un desalmado.

—¡Ya, ya!—dijo luego de un eterno intento de calmarse—Puedes quedarte. Pero te comportarás como una persona común…

—No necesito tu caridad…—masculló ella a la defensiva nuevamente.

—Solo cierra la boca, tú necesitas un lugar donde dormir y yo necesito que cierres la boca.

—Y luego soy yo la que no tiene modales

—¡Ya basta! Se acabó, nos estamos comportando como niños—remarcó él—Somos dos adultos inteligentes. Tú te quedaras acá todo el tiempo que dure la búsqueda y a cambio me ayudaras con la limpieza o algo por el estilo.

Ella arqueó una ceja y dio cuenta por primera vez que efectivamente todo en la casa estaba más limpio. El suelo brillaba, las paredes relucían y los muebles no estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo. Él hombre había dedicado su tiempo en asear la casa, hecho que la desconcertaba aún más de lo que ya estaba. «Los hombres no asean» pensó, pero se guardó el comentario.

—Gracias—dijo en cambio y se mantuvo a una distancia segura. Todo en André le parecía extrañísimo, Sus ojos, sus hábitos alimenticios y sus acciones.

—Pero antes necesito que me ayudes en algo—se apresuró él y se encaminó escaleras arriba.

Mariana le siguió sin poder dilucidar qué era lo que André quería, subió las escaleras de dos en dos, pisándole casi los talones, y por poco no se dio de bruces contra le espalda de él cuando se detuvo frente a una puerta.

Ambos miraron la madera pintada de blanco y esperaron.

—¿Qué quieres que haga?—dijo ella confundida ante las acciones del joven.

—Que la abras—respondió confundido.

—¿Y por qué supones que puedo?

—Porque hace dos días tocaste el piano. El mismo día en que abriste la casa por completo y botaste todos los libros ¿Recuerdas ahora?

La cara de Mariana se transformó varias veces antes de decidirse por la expresión a usar. La mayor parte del tiempo fue sorpresa, pero también hubo contrariedad y aturdimiento. André se sintió extrañamente preocupado, también inquieto. La nuca comenzó a escocerle como si alguien le observara y al cabo de segundos sintió la imperiosa necesidad de mirar atrás, pero no había nadie detrás de él, no habían más personas que él y Mariana en la casa, solo estaba el frio pasillo repleto de puertas que llevaban a la habitación del tercer piso, aquella con las pequeñas camas.

—Lo siento—dijo finalmente ella, y André retomó la atención en su acompañante—quería asustarte a ver si te marchabas.

—Lo que sea, lo olvidaré mientras abres la puerta.

—Pero ¿Para qué quieres abrirla?—titubeó ella incómoda.

Él también dudó ¿Para qué quería abrirla? No había nada que realmente le interesara dentro, aun no pensaba venderla y la verdad quedaba mucho que asear antes de llegar al segundo piso. Aun así algo en sus entrañas se lo exigía, quería ver por sus propios ojos que la habitación estaba tan vacía como el cerebro del cerrajero, quería demostrar mediante hechos que no había nada que temer.

¿Temer? ¿Cuándo se había formado esa palabra en su mente? Él no temía, nada le asustaba lo suficiente, podía impresionarse—como la gran mayoría de los seres humanos—pero no temía, nunca lo hacía.

—Pienso vender la casa y necesito abrirla por completo—mintió parcialmente. Era cierto, aunque no inmediato—Además soy yo acá quien pone los términos.

Ella pareció querer objetar, pero finalmente no lo hizo. Dio un giro sobre sus propios talones y tomó el pomo con increíble fuerza.

—Amm, el cerrojo es algo mañoso.

—Pero tú la abriste sin llaves.

—Me refiero a… esto… la perilla.

Él se cruzó de brazos y observó como ella hacía vanos intentos por abrirla. Algo iba mal, André casi podía tocar el presentimiento, la nuca le escocía nuevamente y trató de resistir el impulso de voltearse, el aire se volvía pesado y olía densamente a humedad. La inquietud se hizo más presente y sus piernas se esforzaron para avisarle que saliera corriendo, pero se quedó. No había nada que temer, todo estaba en su cabeza.

La casa lo estaba volviendo completamente loco.

Hubo un clic potente y luego la puerta se abrió por completo como jalando a Mariana dentro de la habitación. Una fuerte ráfaga sopló por toda la casa sacudiéndole los cabellos a André, deteniéndole el corazón por unos segundos y poniéndole la carne de gallina. La corriente se adentró en el cuarto como si este hubiese estado sellado al vacío y el presentimiento hizo temblar a André, como si algo maldito impregnara las paredes y lo rezumara en forma de humedad.

—Listo—dijo Mariana soltando por fin el pomo luego de lo que, según André, había sido una eternidad—¿Almuerzo?

Ella se voltio segura de sí misma y empezó a bajar la escalera. Al tercer escalón notó que no la seguían y al darse vuelta lo único que divisó fue el talón de André desapareciendo dentro del cuarto del piano.

Se devolvió a toda velocidad y quedó frente al umbral casi de inmediato.

Él estaba justo al centro de la habitación escrutándolo todo con ojo crítico.

Era un espacio grande, frío como los polos y profundamente aromatizado con el olor del encierro y el olvido. A su derecha vio un librero, desde el suelo hasta el techo la pared era cubierta de cientos de tomos que el supuso que eran partituras. La pared frente a él tenía tres ventanas—con las persianas abiertas—que iluminaban un precioso piano de cola negro. La tapa estaba arriba, exhibiendo orgulloso, sus tensas cuerdas cubiertas de una fina capa de polvo.

A su derecha, lo que André vio, lo dejó completamente mudo. Era un retrato gigantesco de un muchacho. No tendría más de dieciséis cuando lo retrataron, su piel era pálida como la cal y su cabello, corto y levemente rizado, brillaba rubio oscuro. La cara era huesuda y los pómulos muy altos. Parecía terriblemente enfermo, como si le hubieran pintado un poco antes de morir. El pensamiento le causó a André un escalofrío, pero lo que más le heló la sangre fueron los ojos del chico.

No solo era su mirada fría, vacía y muerta, que aunque estaba solo pintada, era capaz de traspasar la carne y apretar el corazón de manera desagradable, no, también había otra cosa que lograba robarle las palabras a André de los labios, algo que le gritaba que huyera rápido y lejos, y que nunca mirara atrás.

Los ojos del muchacho eran azules, intensos como el cielo despejado, y tormentosos como un tifón. Ese azul le era demasiado familiar.  

Sintió una mano en su hombro y la sorpresa le giró el cuerpo por inercia.

—Estoy hablándote, pareces sorprendido—dijo Mariana con ojos curiosos—¿Va todo bien?

—Sí, sí… solo—volvió a mira el cuadro, y el poderoso azul le hirió las corneas—me he concentrado mucho ¿Qué decías?

—Que si quieres que te ayude con la limpieza debes alimentarme ¿Te parece almorzar?

—Claro, vamos.

Hasta que salió del cuarto no pudo despegar la mirada del muchacho. No podía asegurar haberlo visto antes pero era incapaz de olvidar esos ojos, jamás podría hacerlo.

Comieron en silencio, cada uno metido en sus pensamientos. André esperó que ella se quejara por el menú, tan ausente de carne y sus derivados, pero no lo hizo, se portó amable, agradeció la comida de buenas maneras y secó los platos. Luego de terminado el almuerzo ella se dedicó a abrir todas las puertas del segundo piso, mostrándole a André que habían camas libres que podían ocupar.

Él hizo caso omiso a la recomendación. «No dormiré aquí hasta haber sacudido los colchones» pronunció tajante, acto seguido tomó todas las sabanas y dedicó el resto de la tarde a lavarlas, mientras que Mariana barría los cuartos y quitaba el polvo de los muebles maldiciendo el trastorno obsesivo-compulsivo de su compañero. No dormirían en los cuartos esa noche, ni tampoco la siguiente.

Aprovecharon los últimos minutos de la tarde colgando la ropa recién estrujada en un improvisado colgador que André había ubicado bajo el techo que protegía la puerta de la cocina, era útil mientras no lloviera con viento y por la noche tendrían que colocarlo junto a la chimenea, pero peor era nada.

Mariana notó con alegría que su ropa ya había terminado de secarse, aunque a pesar del lavado seguía pareciendo más un trapo con que limpiar el piso que las prendas de una persona.

Se colocó de cualquier manera su polera verde desteñida y su chaleco de lana negra y gruesa, al cual se le habían corrido varios puntos y en las mangas se convertía en miles de hilachas cortas y apelmazadas. André insistió que se quedara con sus pantalones de buzo, no iba a permitir que la chica se pusiera un par de vaqueros con más hoyos que tela, y aunque ella rezongó por un par de minutos, increpándolo de protector y obsesivo se quedó finalmente con ellos. No lo admitiría en voz alta pero le iban de maravilla y eran cómodos.

A la hora de cena tampoco hubo quejas sobre la carne y André pensó que ella podía ser amable cuando quería. Mariana por su parte ni siquiera notó la falta de proteína esencial, todo estaba sorprendentemente delicioso y la única cosa que lograba hacer era comer imparablemente, sin dejar su boca lo suficientemente vacía como para entablar una conversación. Solo había una cosa que podía explicar las exquisiteces sobre la mesa, la ropa lavada y los pisos lustrados: André era gay, no había otra explicación posible para Mariana. No tenía mayores problemas con eso, uno no elige a quien amar y donde manda el corazón no manda lo estipulado. Aun así sentía curiosidad por el afuerino, nadie en el pueblo era gay que ella supiera y conocer a uno era como observar a un ser de otro planeta. Un planeta donde se lavaba, se sacudía y se trapeaba con regularidad.

Más menos a las diez armaron sus respectivas camas-sillones. André organizó las brasas del fuego para que no se fuera a producir un incendio a mitad de la noche y luego se recostó frente a Mariana, quien se secaba el pelo con un toalla después de haber tomado un reparador baño.

Se quedó mirando el techo y apretujó el abrigo—que se había llevado con él a la cama—contra su nariz para sentir una vez más aquel aroma dulzón, mezcla entre naranjas y lavanda. Pudo armar a duras penas la cara de su madre, cada año le costaba más recordarla en movimiento, tenía fotos y algunos videos, pero estos no contenían todos los gestos y muecas que ella hacía. Quizás esa era la única cosa a la que le temía, olvidarla. Los años era implacables y con cada cumpleaños se daba cuenta que las anécdotas con su madre se volvían inespecíficas, borrosas e indistinguibles. Podía relatarlas con suma precisión pero no terminaba de imaginarlas del todo. A veces hasta se preguntaba si había sido como él las contaba o si las había contado tantas veces que había terminado por creerlas.

Inspiró la naranja y la lavanda nuevamente y pudo ver su sonrisa bordeada de unos delicados labios rosados.

—¿Pensando en tu novia?—dijo Mariana tanteando el terreno, estaba segura de la homosexualidad de André, solo quedaba comprobarlo.

—No—respondió seco, molesto de ser interrumpido.

—¿Entonces en quién?—se aventuró nuevamente, al tiempo que cepillaba su largo cabello oscuro.

—En mi madre—susurró André hundido en la nostalgia—este abrigo huele como ella.

—La extrañas mucho—acotó. «Si piensa en su madre, definitivamente es gay».

—Murió cuando yo tenía siete.

Mariana se quedó callada. No había tenido la intención de molestarlo, solo quería sacarle un poco de información, y ahora tenía la pata tan metida que no sabía cómo sacarla. Botó el aire de sus pulmones y desenredó el último nudo de su cabello.

—Lo siento, no era mi intención importunarte.

—No hay cuidado—respondió él.

—Si te sirve de consuelo yo tampoco tengo madre—agregó tratando de igualar la situación.

—¿Murió también?—se atrevió a preguntar André.

—No lo sé. Se fue del pueblo con el vecino cuando yo tenía nueve. Nunca más supimos de ella—la melancolía la invadió igual que a su acompañante.

Su mente divagó en el vacío de los pocos recuerdos de los cuales no se había podido librar. Su madre y su salvaje melena castaña, su interminable energía, su risa estridente. Se preguntó si algún día lograría olvidarla del todo, si el tiempo sería compasivo con ella y la dejaría libre de memorias. Se respondió sola la pregunta no formulada, no iba a olvidarla jamás, no cuándo había tanto de ella en sí misma.

André observó detenidamente su perfil, alumbrado únicamente por la luz emitida por las llamas de la chimenea. No supo que era pero se sintió abrumadoramente atraído a ella. De alguna manera original sus facciones armonizan perfectamente, sus ojos bicolores combinaban con la mancha en su rostro, con su nariz tosca y redonda, con sus labios abombados. El cabello—ahora limpio—se le ondulaba de manera graciosa, y le caía más allá de la cintura, mientras que la ropa—en su mayoría de André—jugaba a pegársele y separársele de las curvas leves y disimuladas.

No era hermosa ni seductora. Era otra cosa, algo menos tangible, una fuerza poderosa e indomable. Admirarla le recordó a los tigres de Borneo, a la majestuosidad de su movimiento, el poderío de sus patas, la elegancia de su piel.

Despegó la mirada, era segunda vez en el día que se quedaba hipnotizado mirándola y esperaba que fuera la última.

—Cáncer de piel, eso fue lo que se la llevó—agregó él para no sentirse tan incómodo.

—Habrá sido duro.

—Cuando la diagnosticaron dijeron que solo duraría unos meses, pero se quedó por dos años. Mi padre siempre me dice que lo hizo por mí.

—Es una linda historia. Mi madre no se quedó por nadie, odiaba este pueblo y a su gente así que se largó con el primero que encontró. Ni siquiera pensó en mí y en mi hermano. Solo pensó en ella misma—Mariana se recostó en el sillón, se arropó y puso los brazos detrás de su cabeza—mi padre fue más mi madre que ella.

—Parece que coincidimos en eso. Aunque a veces pienso que yo fui más la esposa de mi padre que mi propia madre.

Resopló pensando en Adrián ¿Dónde se encontraría ahora mismo? ¿En alguna tribu perdida? ¿En una cueva oculta? ¿Perdido en la sabana alimentándose de termitas, lagartijas y bebiendo su propia orina? Nunca podría dejar el hábito de preocuparse por él, mal que mal su padre tenía capacidades sobrehumanas para meterse en líos. Necesitaba de alguien constantemente atento, alguien que no estuviese completamente orate.

—Ha de ser lindo tener esa clase de recuerdos de tu madre, que se quedó solo por ti…—murmuró adormilada, sintiendo como el sueño la vencía.

—Ella era maravillosa, todos la querían, no importaba donde fuéramos, siempre éramos bien recibidos—él también sintió que los ojos se le cerraban y se acurrucó cansado entre sus frazadas y el abrigo.

—¿Viajaban mucho?

—Era arqueóloga de campo, nunca estaba quieta, le encantaba el antiguo Egipto, las culturas sumerias y tenía una obsesión con la biblioteca de—bostezó—Alejandría.

—Mmm—Mariana perdía de a poco la lucidez.

—Mmm…

Se durmieron casi al mismo tiempo, exhaustos por el largo día. Mariana soñó con su padre y su hermano, soñó con su casa, con su cama y con sus cosas.

André no tuvo tanta suerte y se le aparecieron dos ojos grises de un brillo intenso y calmado, una boca le sonrió afable y de repente se sintió en casa, aun sabiendo que no lo era.

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