2.- La loca del bosque

André le dio un último sorbo a su café observando directamente el bosque, al cual daba su patio trasero, a través de sus lentes oscuros. El clima se comportaba como siempre después de la lluvia, luminoso y frío. No tenía mayores problemas con el frío, pero la luz era otra historia.

Su padre solía contarle historias de niño, historias donde Adrián San Martín visitaba Rumania y era mordido por una clase extraña de mujeres vampiro las cuales condenaban a toda su descendencia a odiar la luz, pero Adrián, quien conocía personas en todas las partes del globo, había viajado hasta un lugar oculto entre los Apeninos donde una bruja le habría regalado unos lentes mágicos para proteger a todos sus hijos de las calamidades de la tribu de las mujeres vampiro.

La verdad distaba mucho de las historias de su padre, y era bastante menos rebuscada, André sufría un extraño mal llamado aniridia, nació sin iris y por lo tanto no podía regular la cantidad de luz absorbida por sus ojos, así era como en días luminosos la visión se le volvía borrosa y dolorosa y lo obligaba a usar gafas oscuras. La historia de su padre era años luz más entretenida que la aburrida explicación biológica, pero para facilidades de su oculista era siempre mejor conocer el nombre técnico de su enfermedad.

La brisa fresca de la mañana le desordenó los dorados cabellos desenfrascándolo de sus pensamientos. Chasqueó la lengua molesto, odiaba que le vieran la cara, más aun que se la vieran y se rieran ahí mismo. Iba a atrapar a la chica, pero antes compraría algo de detergente para lavar la ropa que ayer había quedado llena de barro y algunos utensilios básicos para limpiar la casona. Regresó a la cocina con la taza vacía en la mano y la dejó dentro del lavaplatos.

Subió hasta el baño y se dio una larga ducha tranquilizadora de nervios. En un principio la casa le daba lo mismo pero luego de veinticuatro horas comenzaba a odiarla un poco, más después de pasarse dos horas bajo la lluvia tratando de volver a entrar. Se sentía intranquilo y lo único que le haría sentir mejor sería vender el lugar cuanto antes.

Salió de la tina y notó algo extraño, en el espejo, un mensaje claro se escribía con el vapor.

»VETE«

Arrugó la frente. La chica estaba en la casa, sintió pasos a su espalda y salió en toalla al pasillo. Siguió el sonido hasta el primer piso pero no vio a nadie. Risas provinentes del comedor lo guiaron y en cuanto entró cerró tras del él para evitar que ella escapara. Le dio la vuelta a la mesa pero ahí no había nadie. Nuevamente una brisa helada le recorrió la espalda, se sintió observado pero al voltearse el único que lo observaba era el bigotón del cuadro y sus niños. Chasqueó la lengua nuevamente y salió del comedor. Un extraño presentimiento lo llamó hasta la sala donde encontró todos los libros del librero regados por el suelo. Tragó saliva sonoramente y maldijo. Esa chica se estaba pasando por varios kilómetros.

Trató encontrar su bolso entre el regadero de cosas y en cuanto lo ubicó se calzó lo primero que encontró. Arregló su chaleco con cuello de tortuga, se colocó un par de pantalones oscuros de tela y puso la gabardina negra sobre sus hombros. Antes de dejar la casa para ir en busca de la tienda de abarrotes más cercana escucho un piano, la tonada era triste y lenta, si su oído no le engañaba se trataba de Chopin.

Ni siquiera estaba al tanto de la existencia de un piano. Endureció el rostro, y enfadado descargó su ira gritando.

—Escúchame bien mujer, toca todo lo que quieras pero antes de que me vaya dejaré con llave así que si no quieres quedarte encerrada hasta que vuelva baja ahora mismo.

No recibió respuesta, en cambio la música se escuchó más fuerte y más y más rápida. Gruñó, detestaba que lo desafiaran.

Tomó las llaves y cerró todas las puertas, aseguró las ventanas una a una, bloqueó la entrada del sótano y antes de irse le echó llave al cerrojo de la entrada principal. Mientras tanto a la tonada seguían sin importarle las amenazas de André como si se estuviese tocando en un mundo aparte.

El hombre caminó calle arriba desde su nueva casa y dio rápidamente con el centro del pueblo. No era un lugar muy animado y abastecido pero aparentemente contaba con la cobertura a necesidades básicas. Entró a una tienda de abastos frente a la plaza principal. Se sorprendió de entrada al encontrar su marca de detergente habitual. Tomó una canasta y metió una caja pequeña de este.

Se paseó por los pasillos con parsimonia seleccionando productos que le pudiesen ser útiles, limpia vidrios, lavaplatos, cera para pisos de madera, veneno para ratas, insecticida, trapos, escobas, una pala, cloro, antigrasa, esponjas, entre otros muchos productos de limpieza. Se acercó a la caja finalmente con más cosas de las que creyó que necesitaría.

Frente a la registradora lo esperaba una chiquilla extremadamente delgada con ojos saltones color cielo, traía poca ropa para el clima que estaba haciendo afuera y el pelo cobrizo y crespo parecía cobrar vida propia rodeando su cara.

—Hola—dijo coqueta jugando con uno de sus rizos—¿Nuevo por acá?

—Sí—respondió incómodo. No es que le molestara que coquetearan con él, más bien era todo un tema de edad, ella se veía de dieciséis y el pronto cumpliría veintiséis.

—¿De paso o te has mudado?—preguntó nuevamente con una sonrisa en los labios mientras se inclinaba sobre el aparador mostrando sus no despreciables atributos.

—Me mudé…—no pudo evitar espiar a la chiquilla para luego sentirse como un profanador de menores—me mudé al 767 de Bicentenario.

Ella se levantó de improviso con los ojos como platos a la boca un poco abierta. André botó aire cansado, ahí íbamos de nuevo con el chiste de la casa embrujada.

—¿Te refieres a la casa embrujada?

—Sí, la misma, pero…—la chiquilla soltó un chillido agudo capaz de oírse solo por algunas razas de perros y el tímpano cansado de un molesto André.

—¿Estás de broma? Esa casa es terrorífica—soltó mostrando el chicle azulino dentro de su boca—ahí murieron como treinta personas.

—Bueno, están muertos así que…—la chica  se persignó una siete u ocho veces antes de juntar las manos y pedirle a la virgen del Carmen que se apiadara de su alma. André volvió a botar aire, esta vez bastante sobrepasado por la situación.

—Ya, ya… ¿Puedes cobrarme esto?

Ella salió de su rezo y comprendió que aquellas eran horas de trabajo. Partió marcando todos los códigos de barra en el lector mientras que en la caja se sumaban uno a uno los precios.

Fuera el viento empezaba a correr con fuerza, las hojas de los árboles se esparcieron por las vacías calles y si había una sola persona en la acera era mucho decir.

—¿Siempre es tan poblado por acá?

—No, no, es que se acerca una tormenta. Lo de ayer fue un juego de niños—respondió sonriente—¿Te asustan las tormentas?—agregó misteriosa.

—Tengo veintiséis ¿Qué crees tú?—ella cerró la boca avergonzada.

A André nunca se le dieron bien las chicas, no era feo, no era antipático, no tenía un tercer brazo, pero su nivel de tolerancia era cercano al menos diez. Si la muchacha en cuestión decía o hacía una sola cosa que no le gustase, bueno pues hasta ahí llegaba. Si la relación duraba más de tres citas no llegaría a terminar la cuarta, así de simple.

Ella terminó de empacar todo en completo silencio, le dio el total de la compra y él sacó un billete de su cartera.

—¿Puedo ayudarte en algo más?—se pronunció la chica tratando de general algo de conversación con el hombre.

—No… bueno, hay algo. Ayer alguien se escabulló dentro de mi propiedad.

—¿Alguien? Es extraño, todo es muy calmado por acá, no hay ladrones ni nada por el estilo.

—No creo que sea un ladrón, me parecía más como un habitante regular de la casa—agregó el sacando conclusiones de lo vivido la última noche—. Como si la chica ocupara la casa antes de que yo llegara.

—¿La chica? ¡Oh! ¡Te refieres a la loca del bosque! ¡Jesús, María y José! ¡Creímos que había muerto!

—¿La loca de qué?

—¡Maaaa!—gritó la muchacha en dirección a las trastienda.

De una de las puertas salió una mujer tan flaca y pálida como la chica tras el mostrador, una copia más vieja, mismos ojos azules saltones, mismo cabello cobrizo y crespo, mismos atributos. Debía rondar los cincuenta años pero se vestía con la misma cantidad—o menos—ropa que su retoño.

La mujer lo miró interesada, no se veían muchas caras nuevas por Santa Teresa, menos aun muchachos apuestos en ropa cara.

—¡Por dios niña! ¿Dónde quedaron tus modales? ¡Andar gritando como si fueras una bestia!—regañó a la chica sin compasión y de inmediato cambio el tonó a uno más meloso—hola, soy Claudia, y esta es mi hija Silvia ¿Nuevo por aquí?

—Sí, bueno, me mudé hace poco…—respondió, incómodo nuevamente, no estaba acostumbrado a tanta atención, menos de mujeres tan obviamente… interesadas.

—Mamá, él vive en la mansión embrujada—por detrás del mostrador la señora pisoteó a su hija, quien sin saber por qué fue físicamente maltratada cerró la boca de inmediato.

—No hables sandeces, nos haces parecer pueblerinas tontas—masculló entre dientes en dirección a la muchacha—¡Casa embrujada! Las cosas que se les ocurren a estos chicos de hoy ¿No lo crees…?

—André, André San Martín, y sí, muy ocurrentes.

—Vio a la loca del bosque, en su casa, ayer—agregó la menor en tono tímido mientras miraba su magullado pie.

—¿La loca del bosque? ¿Es eso cierto?

—Me encantaría poder definirlo pero no se de quien hablamos.

—Silvi ve por la foto en la que sale tu padre con el capitán Rodríguez—la chica no se movió solo se quedó mirando al joven con ojos soñadores—Vamos niña bájate de la nube y ve por la fotografía.

A regañadientes Silvia recorrió todo el tramo desde la tienda hasta la oficina y descolgó la fotografía de la pared mientras que su madre intercambiaba algunas palabras con el recién llegado.

—La verdad no la vi lo suficiente como para reconocerla.

—No hay que mirarla mucho para reconocerla chico, esa muchacha es completamente inconfundible.

—Estaba muy oscuro anoche, además llovía y…

—Aquí tienes—la adolescente le entregó un viejo retrato enmarcado pulcramente en un marco dorado. Ella se lo entregó a André y no hubo necesidad de que le mostrara a la tal “Loca del bosque”, ella tenía razón, era inconfundible.

Habían siente personas en esa foto, dos hombres estrechándose las manos, junto al más joven estaba Claudia con su inflado cabello cobre, junto a ella una chica muy parecida a Silvia pero mayor y Silvia. Del otro lado había un joven de bigote que apoyaba su mano sobre el hombro del más viejo de los que se estrechaban la mano, y junto a este, en la esquina izquierda de la fotografía había una chiquilla. Su cabello era ondulado, de color chocolate y esponjado, su piel trigueña, su cara era ovalada, labios gruesos, nariz algo tosca, lo que llamaba la atención sin duda eran sus ojos y su frente. El izquierdo era dorado, amarillo como el de un lobo, mientras que el derecho era azul intenso, igual que el océano. Justo a la mitad de su frente nacía una mancha café con leche que dividía su cara a la mitad, era lo suficientemente grande para abarcar su ojo derecho y terminar como pequeños manchones y pecas cerca de su boca. Sí, definitivamente nadie podría confundirla, no con esa cantidad de referencias en su cara.

—Ella…

—Ella es Mariana Rodríguez—explicó Claudia—desapareció hace cinco años, en esta foto tiene algo más de dieciocho pero ahora debería estar rondando los veinticuatro ¿Es ella?

André hizo el esfuerzo, pero no le sonaba la cara para nada, apenas si pudo dibujar su silueta con la poca luz que la tormenta eléctrica le ofrecía ni pensar en analizar tanto detalle, además con todo el barro sobre su cuerpo era imposible precisar ningún detalle. Si era la tal Mariana la que estaba en su casa ayer o no era difícil de decir, podría haber sido ella como podría haber sido el monstruo del fango o pie grande.

—No lo sé, iba muy sucia y era de noche, solo la vi un momento

—¿Quién más podría ser que la loca del bosque mamá?

—Que no la llames así, Silvia—le regañó su madre.

—¿La loca del bosque?—preguntó André totalmente perdido.

—Sí, bueno, hace más menos cinco años en las vísperas de su boda Mariana desapareció, trataron de rastrearla por semanas, meses, un año completo pero nada, la chica se esfumó, la creyeron muerta, inculparon a la mitad del pueblo, no quedó casa sin revisar, nada, ni la más mínima pista—la cara de Claudia pasó el enojo a la tristeza más profunda—su padre quedó destrozado, ni hablar del pobre Manuel, faltaba solo una semana para que se casaran y ella solo desaparece. Casi todo el pueblo la da por muerta. Hay quienes dicen haberla visto en el bosque, viviendo entre los árboles, pero nada seguro. Ese bosque ha sido revisado cientos de veces, hasta la última rama, nunca se ha visto ni el menor signo de que ella lo habite.

Guardaron silencio, la mujer miró la foto con ternura y acarició el rostro de la muchacha como si fuese una persona real y no solo un retrato.

—Lo lamento, realmente no se si es ella a quien vi.

—Tranquilo—respondió ella—lo más probable es que no, Mariana debe haber pasado a mejor vida hace años. Es el misterio del pueblo y creo que mantenerlo como misterio aviva la esperanza de que algún día regrese sana y salva.

La mujer se limpió rápidamente la solitaria lágrima que se resbaló tímida por su mejilla y André sintió algo de lástima. No recordaba haber visto un ojo de ese azul y otro así de dorado ni una mancha café con leche.

—Voy a denunciarlo igual, solo por si las moscas, estaba muy oscuro y yo no veo muy bien.

La mujer le sonrió con amabilidad y le señaló el camino hasta la estación de policía.

Antes de marchar compró además de lo que ya tenía, tarros de conserva de distintos vegetales, frutas y pescados, algo de carne deshidratada y pan. Claudia le regaló una linterna.

Antes de llegar a la comisaría pasó por la tienda del único cerrajero del lugar. Salió completamente enfurecido, no solo había tenido que soportar quince minutos de sandeces sobre los espíritus, el demonio y la puerta al más allá, sino que también tuvo que pagar extra solo para que aquel hombre regordete y mal educado se pasara a su casa par evaluar si podía abrir las puertas. Cada minuto que pasaba en aquel lugar dejado de la mano de dios se convencía más y más de vender el armatoste aunque fuese por el valor del terreno. La sacaría mucho menos dinero del que realmente costaba pero por lo menos podría arrancar de aquel pueblo repleto de subnormales.

Entró a la pequeña casa de color blanco cuya placa rezaba: Primera comisaría de Santa Teresa. Traía dos bolsas en una mano y una escoba, un trapero y una pala en la otra. Miró a su alrededor y todo los presentes lo miraron de vuelta con una sonrisa en los labios.

—Parece que cambiaron a la chica de la limpieza—comentó uno sentado en un escritorio al fondo a su compañero dos escritorios a la derecha. El otro rió.

Máximo, en aquel cuarto de aire viciado por los cigarrillos, había seis personas, la mitad jóvenes la mitad viejos, solo una mujer y parecía que no la tomaban mucho en cuenta, sentada sola en la esquina más lejana del cuarto, ajena a lo que los demás hacían.

André se acercó al tipo más desocupado. Viejo, panzón y con los pies puestos sobre el escritorio, resolvía el crucigrama con una tranquilidad desesperante. Se aclaró la garganta y carraspeó para llamar su atención pero no logró ni la más mínima reacción de su parte.

—Hola, quería denunciar un…

—Causas menores, con la mujer—respondió él tosco, sin quitarle los ojos a su periódico.

André bufó desagradado, realmente comenzaba a detestar aquel pueblo. Con todas sus cosas a cuestas avanzó hasta el escritorio más retirado del cuarto.

La mujer en cuestión era bastante mayor que él, debía rondar los cuarenta años, su cabello era oscuro y se lo amarraba en un moño alto y apretado que le daba un aspecto casi militar. Su piel era trigueña y se le arrugaba un poco junto a los ojos y en las comisuras de los labios, sus ojos, verdes claro, eran pequeños y rasgados  y justo sobre estos las cejas se le juntaban en una expresión de eterno enojo.

—Hola, quisiera denunciar una intromisión a mi propiedad.

—Siéntate—respondió ella sin mirarlo a los ojos, completamente absorbida por la lectura de un par de archivos. Sacó unos cuantos papeles del primer cajón de su escritorio y llenó otros con garabatos ilegibles a los que ella solía llamar caligrafía, mientras su acompañante dejaba las bolsas y utensilios en el suelo para finalmente tomar asiento—¿Nombre?

—San Martín, André—ella anotó veloz y descuidada.

—¿Dirección?

—Bicentenario número 767—la mujer deformó la boca en una mueca mezcla entre sarcasmo e incredulidad que para André no pasó desapercibida.

—¿Cuál es tu denuncia?—preguntó seca, volviendo a poner su atención a los papeles que leía antes de que André llegara.

—Ayer, como a las once o doce una persona extraña ingresó a mi casa.

—¿Forzó alguna cerradura? ¿Ocupó la fuerza? ¿Tenía un arma?

—No, entró por la puerta del sótano, no la aseguré bien—ella soltó una risilla sardónica pero no hizo mayor alarde de lo que, según ella, era irresponsabilidad por parte de André—no estaba armada, traté de atraparle pero se me escapó.

—¿Hombre?

—Mujer, iba muy sucia, casi no la vi.

—¿Algún detalle que recuerde?

—No del todo, se cortó la luz. Puede que midiera un metro y sesenta o uno setenta, bastante rápida, me golpeó y huyó a la lluvia para luego perderse en el bosque.

La mujer de inmediato dejó la lectura y lo miró por primera vez con cierto impacto.

—Una chica dices—él asintió—¿Tenía alguna característica especial, ojos, piel?

—No pude verla bien, estaba oscuro.

—¿Estaba descalza?—él hizo memoria.

—Sí

—¿Dejó alguna huella?

—Un par en la escalera y en mi cocina.

—¿De que tamaño?

—Eso es difícil de decir, yo solo las limpié no me tomé el tiempo de medirlas.

—Mírame a la cara chico, esto es importante—levantó la mano frente a la nariz del susodicho—¿Era su pie tres centímetros más grande que mi mano?

Él ladeó su cuerpo un par de centímetros para poder evadir la mano y mirar directamente a los ojos a la mujer.

—Realmente no lo sé—respondió confundido ¿Enserio esa mujer esperaba que hubiese medido las pisadas?

Ella botó aire más relajada, hizo un par de preguntas más y archivó la denuncia. Le dio su teléfono personal y le recomendó contactarse con ella si volvía a verla y más importante que nada, la próxima vez que alguien se metiera a su casa lo primero que debía hacer era llamar a la estación, y luego, después de estar todas las pruebas tomadas, limpiar.

Él se abstuvo de decirle que cabía la posibilidad de que la chica estuviera en estos momentos encerrada en su casa, no porque le cayera como una patada en el estomago la policía—y la gente de ese pueblo en general—, sino porque si la muchacha había escapado y se había mantenido oculta por cinco años en el bosque, debía haber una razón, ella no quería ser descubierta y él no era nadie para entrometerse en sus planes. Lo único que quería era amedrentarla y si para eso hacía falta denunciarla pues lo haría.

Se retiró de mal humor, la gente en aquel lugar o era completamente acida y mezquina o extremadamente melosa e interesada.

Debía vender rápido la casa, aunque fuera solo como terreno.

André hablaba nueve idiomas, suahili, mandarín, español, francés, ingles, árabe, mongol, latín y hebreo. Maldijo en todos esos idiomas. La casa, que había dejado herméticamente cerrada, estaba en estos momentos completamente abierta. La puerta principal dejaba el pasó listo para cualquiera que quisiera meterse, todas las ventanas abiertas de par en par, con las cortinas saliéndose por ellas y revoloteando a juego con el viento.

—La que la parió—apresuró el paso y se metió a la casa indignado. Dejó las bolsas en la cocina junto a sus lentes oscuros y se dispuso a cerrar todo, las ventanas, la puerta el sótano, todo.

Bajó nuevamente al primer piso y dedicó buena parte de lo que quedaba de la mañana en reorganizar los libros de la sala, el ejercicio lo calmó bastante. Aprovechó para quitarle el polvo al librero gigante que los contenía y a las cosas a su alrededor. Los clasificó por tema solo para poder pasar un rato más en la relajante situación y fue cuando encontró entre ellos uno distinto a los demás, su tapa era de cuero, el empastado no era muy profesional y no tenía ningún titulo. Lo abrió. Estaba escrito a mano con tinta, las hojas eran de papel de arroz y el borde contenía mínimas cantidades de oro que hacían brillar los costados.

Leyó.

 

26 de Abril 1946

 

            Detesto admitir mi derrota, pero he sido superado por esta casa maldita. No estoy solo, eso es seguro, constantemente me observan, lo que sea que ellos sean. Están en todas partes, no puedo dormir, me observan al hacerlo, no puedo comer porque se esconden detrás de las puertas. Y el piano ¡Ese maldito piano! Debo quemarlo, he de hacerlo en cuanto encuentre la llave de aquella habitación.

 

Un crujido lo sacó de a lectura, provenía de la cocina. Sin hacer el menor ruido se acercó dispuesto a pillar a la intrusa esta vez. Abrió la puerta rápido y ahí estaba.

Un ojo color dorado y el otro azul, escrutándolo envuelta en una atmosfera de pánico y miedo, con el cabello suelto y furioso alrededor de su cara, adornado de hojas, ramas y tierra.

Iba mucho más limpia que el día anterior, sucia igual, pero no tanto como ayer. No estaba seguro pero su ropa era la misma, no llevaba zapatos en los pies y costras de sangre le rodeaban la pierna izquierda.

Observó a su derecha, la puerta trasera de la cocina estaba abierta, no sabía como lo había logrado sin forzar la cerradura pero ahí estaba, dentro de su casa, metiendo sus manos entre sus bolsas.

Relajó su cuerpo y bajó las manos.

—Tranquila, no voy a hacerte daño. Tu debes ser Mariana—ella contrajo todo su cuerpo con la mención de su nombre de pila. Y retrocedió un paso hacia la salida—No, no, no huyas, soy André y viviré acá por un tiempo ¿Vienes frecuentemente? Me contaron que vives en el bosque.

Ella no habló, solo le quedó mirando, con posición de ataque y hasta el más recóndito de sus músculos tensó.

Lo observó detenidamente, de pies a cabeza, era un tipo alto de contextura media, debía pesar entre ochenta y ochenta y cinco kilos. Cabello rubio, facciones duras y angulosas, nariz recta y grande. Se quedó pegada en sus ojos, hipnotizada y temerosa. Eran negros como la noche, malditamente negros. Nunca había visto un par tan oscuro en su vida. Los de él aterraban de inmediato e impedían quitar la vista de aquellas orbes negras como la boca de un lobo.

—¿Ves esa bolsa de allí?—ella giró la cabeza un milisegundo para observar la bolsa que hacía unos segundos hurgueteaba—es para ti. Puedes tomarla.

Se acercó con la gracia, lentitud y cautela de un cervatillo. Abrazó la bolsa sin dejar de mirarlo y regresó a su lugar junto a la puerta.

—Espera, también…—pero no logró terminar la frase, tocaron a la puerta súbitamente. La mujer emprendió veloz la retirada y sin menor esfuerzo, y con la bolsa en las manos, saltó la verja para perderse en el bosque. André la persiguió solo por un par de pasos, no salió más allá del umbral de la cocina y se quedó parado observando—… tengo pan.

Botó el aire contenido en los pulmones por la tensión y se volteó resignado a abrir la puerta.

El cerrajero silbó de asombro al entrar. Era un hombre muy gordo que no le llegaba ni siquiera al hombro a André, labios delgados, barba de tres días, nariz chata y ojos pequeños, se estaba quedando medio calvo en la coronilla y apestaba a grasa de motor y encierro.

—Bastante lujoso el lugar, los fantasmas se la han de pasar bien por acá—bromeó mientras jugaba con una ramita en la boca. André rodó los ojos. Si no fuera porque necesitaba explorar la casa para poder venderla se hubiera quedado con todas las puertas cerradas por el resto de la eternidad antes que soportar al hombrecillo.

—Es arriba—respondió seco, y sin mayor tour lo guió hasta el segundo piso procurando dejar en claro que no tenía ganas de hacerse el simpático—ninguna abre. Excepto por esta.

Señaló la primera puerta a izquierda, que era el cuarto de baño. El hombre dejó su caja de herramientas frente a la segunda puerta a la  izquierda. Se sentó sobre ella, movió la manija y se quedó observándola con la posición del pensador de Rodin. Luego le pidió las llaves a André y trató de hacerla girar con todas ellas sin mayores resultados.

—¿Y?—preguntó el más joven inquieto.

—Esta cerrada.

—¿No me diga? ¿Lo descubrió usted solito o se lo soplaron los fantasmas?

—¡Hey! ¡Hey! ¡Hey! Muchacho, deja al artesano trabajar—se levantó y sacó varias herramientas de su caja—¿Podrías traerme un vaso de agua?

Arqueó la ceja incrédulo, aquella incompetente masa estaba pasando el límite de sus nervios. Decidió no torturarse más y desaparecer de la escena, aun le quedaban libros que organizar y cosas que limpiar.

Bajó hasta el primer piso y de pasada revisó la cocina, solo en caso que la tal Mariana hubiese decidido pasarse de nuevo para, no sé, agradecer la comida por ejemplo.

Todo vacío, como siempre.

Regresó a la sala y halló el diario que había estado leyendo antes la chica le interrumpiera. Lo tomó nuevamente y abrió la misma página en donde se había quedado antes.

            No es solo la música, que suena sin parar, noche, tras noche, tras noche, también son los pasos incontrolables, pisadas desesperadas de quien sea que esté atrapado ahí.

 

La madera del segundo piso crujió y André observó sobre su cabeza. Sintió un par de pasos pero luego todo quedó en silencio. Si que era ruidoso aquel hombre.

Continuó.

            He tratado de comunicarme con él, ella o eso, pero no responde, algunas veces solo respira cerca de la puerta, gime como si no fuera capaz de hablar y rasca con las uñas como si tratase de escapar, y otras, otras simplemente me mira con sus iris azules a través de ojo de la cerradura.

 

—¡AHHHHHH!—un grito desesperado lo sacó de su lectura y le obligó a correr hasta la escalera.

Vio al hombre regordete bajar pálido, tropezar, rodar por la escalera, levantarse y asirse a él agarrando su chaleco con cuello de tortuga.

—¿Qué pasa hombre?

—Hay alguien ahí—dijo con la respiración entrecortada, sudando frió y temblando, mientras zamarreaba al joven enérgicamente—me ha mirado por la cerradura ¡Su ojo azul me ha mirado! Esta puta casa está maldita ¡Maldita!

Soltó a André y arrancó como alma que lleva el diablo por la puerta, sin sus herramientas y con el pantalón empapado en orina.

André mantuvo la mirada en él mientras corría gritando enajenado por la calle. Se sintió observado y se giró de inmediato pero no había nadie a  sus espaldas, solo la escalera y los ángeles apuntado sus flechas hacia la puerta.

Tomó una bocanada grande de aire y lo soltó tranquilo. De acuerdo, algo raro estaba pasando aquí, pero eso no significaba que hubiesen fantasmas, demonios o lo que fuera, él lo había visto todo, había recorrido desde Alcatraz a Auschwitz, participado de los ritos mortuorios de tribus tan perdidas en el amazonas que tomaba más de seis días a pie encontrarlos, incluso estuvo en una invocación demoníaca y dos exorcismos, y nunca,  pero nunca vio algo fuera de lo común, sobre natural, perturbante, o fuera de este mundo. Las probabilidades de que una casita simplona en la mitad de un pueblo desconocido estuviera realmente embrujada eran tan mínimas que sonaba hasta a mal chiste.

Se armó de valor como siempre y subió hasta el segundo piso. Ahí estaban aun las herramientas y la caja del cerrajero. Colocó su cuerpo frente a la puerta e hincó una rodilla para quedar a la altura del ojo de la cerradura. Tragó saliva jurándose a si mismo que no estaba asustado y echó un vistazo.

El piano fue lo primero que vio, era negro de cola, cargó su cuerpo hacia la derecha pero no vio nada, luego hacia la izquierda, nada tampoco. Se alejó.

Como él suponía, no había ningún ojo azul espiando. Solo para probar completamente su teoría hizo un último intento.

—¿Hay alguien ahí?—preguntó con confianza a la puerta, para luego acercarse nuevamente hasta la cerradura y mirar.

Ahí estaba, solo, el piano.

Bajó maldiciendo en los nueve idiomas nuevamente, había pagado por adelantado al cerrajero. Por lo menos tenía requisadas las herramientas, en el mejor de los casos valían lo mismo que lo que pagó, en el peor aquel estafador había arrancado con su dinero. Supo desde el primer momento que ese hombre no era de fiar, pero inventarse toda esa estupidez del ojo en la mirilla era demasiado montaje. Lo que hace la gente hoy en día para quedarse con tu dinero.

Regresó a la sala para terminar de leer el “supuesto diario” que había encontrado en el librero—ahora, con todo lo sucedido parecía más una gran estafa que un cuaderno antiguo—pero no lo encontró por ninguna parte. Revisó los tomos que ya había organizado, bajo los sillones, entre su ropa, sobre la chimenea y dentro de esta. Nada. El diario había desaparecido por completo.

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