Time in a Bottle

Tan solo tenía dieciséis años cuando sucedió...

Aquella mañana del 31 de mayo de 1970, salí del colegio junto a mis amigos después de un arduo ensayo para la marcha de julio. Deambulamos por las calles de Yungay detrás de las muchachas de nuestro grado; algunas eran de quinto "A" y otras de quinto "B". A mí me gustaba una llamada Martina, brigadier general de toda la secundaria. Ella miraba hacia el cerro Huascarán como si su vida se fuera en ello. Se veía rara, pero también linda. Imitó tomarle una fotografía con los dedos morenos, y sonrió. Se despidió de nosotros para después correr cuesta arriba hacia su casa.

—Bien templao de la Martina, está este zonzo —farfulló uno de mis amigos.

El resto se rio a carcajadas, mientras yo sonreí un poco tímido.

—Nos vemos despuesito, cholos. —Comencé a correr hacia la huerta donde se encontraba mi padre cosechando papas.

La vida de un niño andino es casi siempre es similar. Ir a la escuela, trabajar la tierra, cuidar los animales, y también jugar. Las niñas la tienen más difícil, algunas ni siquiera tienen la oportunidad de ir al colegio porque así lo deciden sus padres; ayudan en los quehaceres del hogar, como también en la chacra. Por suerte, mis padres siempre se han preocupado por la educación de mis hermanas, primero el colegio, después las faenas.

—¿Qué has estao haciendo que te has tardao hartón? —cuestionó mi papá utilizando la picota para ablandar la tierra.

—Detrás de las chinas pue —contesté con picardía.

El hombre aplaudió mi hazaña, en tanto señaló el morral.

Me puse la chompa roja tejida por las desgastadas manos de mi madre. A pesar que era verano, el frío no nos dejaba atrás; a lo mejor por el nevado Huascarán que se podía ver desde mi querido pueblo. Su inmaculada cima se ceñía bajo el cielo celestino.

—Ahí ta tu fiambre también.

Con rapidez almorcé para ayudar a mi padre en el trabajo. Logramos recolectar seis arrobas de papa. Los subimos a la mula y bajamos al pueblo. Caminamos entre llanuras y frondosa hierba. Las pequeñas piedrecillas se resbalaban debajo de nuestros yanquis. El suave olor de los queñuales se impregnaba en nuestras narices.

—Cógelo un puñao de cogollos de zarza pa hervirlo pal José que está con los mocos —me indicó mi padre.

Mi incliné hacia las plantas y arranqué los cogollos más verdes para después guardarlos en mi morral. Nuevamente me uní a mi padre y retomamos la plática entre risas y comentarios graciosos. A él le gustaba mucho contarme sus historias de cuando era niño. Solía añadir leyendas y mágicos relatos de sus ancestros.

—Disque la laguna de Llanganuco es las lágrimas de una hija de un inca porque era princesa, y un soldado, y como el soldado no era de su clase, no podía estar con ella. Tonces escaparon, pero los encontraron, y los amarraron en la cordillera. Disque lloraban hartón y como hacía frío se congeló, ya después se formó la laguna, hembra y macho, ¿no pue?

—Achachay. Triste su historia, ¿di papá?

—Sí pue.

Amaba que me contara historias, no importaba que repitiera la misma una y otra vez, siempre añadía algo interesante.

Cada que nos acercábamos a casa, mi madre salía a recibirnos, era como si adivinara nuestra llegada, o tal vez escuchaba nuestros pasos y los de la mula. Corrió a nuestro alcance para ayudarnos a bajar la carga. Aun con mi hermanita en su rebozo, se desenvolvió con destreza.

Mi otro hermanito con pasos tambaleantes se acercó para que lo elevara en mis brazos. Le limpié el moco con la manga de la chompa, para luego intentar arreglar su pelo enmarañado.

Cuando me adentré en nuestra vivienda de adobe, se me hizo raro no ver a mi hermanita menor; ella siempre salía a mi encuentro para subir a mi espalda, o tal vez ofrecerme de su comida. Con tan solo diez años sabía cocinar, y ayudar a nuestra madre.

—¿Onde pue está la Olinda? —le pregunté a mamá.

—Se ha ido al circo. Ha estao to el rato molestando que quería ir, y le dejao. —Colocó a mi hermanita sobre la hamaca—. Han venido tus hermanos.

Me alegré por la llegada de mis hermanos mayores. Ellos vivían en Huaraz y, aunque, no estaba demasiado lejos de Yungay, no solían visitarnos a menudo.

—¿Onde están?

—Se han ido al mercado ya luego vienen. Te han comprao un par de zapatillas, en la caja está.

Presuroso revisé la caja de cartón. Mi sonrisa se engrandeció cuando encontré las zapatillas que le había pedido a mi hermano a través de una carta. Con la misma euforia me saqué los yanquis, y me calcé las zapatillas negras. A decir verdad, me quedaban un poco pequeñas, pero no me importaba.

—Tus patas tan muy grandes —se burló mi papá.

Aunque se rieron, las modelé de canto a canto.

—Voa enseñarles a los cholos, han de estar en la plaza molestando a las chinas.

Mi hermanito pequeño quiso ir conmigo, pero no lo dejé. Ojalá hubiese hecho caso a sus súplicas...

—Lo vas a buscar a la Olinda —pidió mi madre—. Voa a poner café pa tomar con tus hermanos.

Asentí sin mirar atrás.

Tal como lo había imaginado, mis amigos rondaban a las muchachas en la plaza mayor. Tenía la esperanza que Martina estuviese con ellos, pero me desilusioné al no verla. Raras veces sus padres la dejaban salir, si es que no era a la escuela, o a pastear sus ovejas.

Uno de mis amigos correteaba a mi compañera que intentaba esconderse detrás de alguna palmera. La plaza tenía aproximadamente dieciséis palmeras, enormes y vivaces. Jardines con diferentes tipos de rosas. En medio, una pileta de agua de infraestructura extranjera. Al frente tenía la refinada catedral de piedra que se elevaba fuerte y victoriosa. Por otro lado, estaba la municipalidad, la comisaría, y casas construidas a base de adobe y madera, con techos diseñados para que la lluvia se deslizara fácilmente; la mayoría de eternit. Casi todas casas eran de dos o tres plantas.

Pronto mis amigos se fijaron en mis zapatillas; les presté para que se probaran. También agregué que era obsequio de mis hermanos.

Miré hacia el celeste cielo, aunque el sol brillaba con esplendor ya eran las tres de la tarde; tenía que ir en busca de mi hermanita menor. Me despedí de los muchachos, y emprendí caminata hacia el estadio donde estaba instalado el circo.

La carpa era grande y espaciosa como para albergar a más de un centenar de niños. Busqué a Olinda en medio del tumulto, era difícil ubicarla entre tanto niño jaranero. Ella también era así, divertida y entusiasta. No había forma en que me dejase dormir mientras tenía mucha energía para gastar.

Después de tanto alboroto la hallé. Mi madre le había peinado dos trenzas, y de sus pequeñas orejas colgaban largos aretes, regalo de mis hermanos mayores también. Corrió a mi encuentro y me abrazó.

—¡Ernestito! ¡Estoy muy contenta! —chilló—. Me gustan hartón los payasitos.

—¿Qué tanto te gusta, pue?

Estuvo a punto de contarme, cuando de repente un horrible sonido nos alertó. La tierra empezó a moverse descontroladamente. Los niños empezaron a asustarse y, por ende, llorar. Yo también tuve miedo.

—Hermanito... —gimoteó Olinda; aunque no lloraba, también estaba asustada. Se aferró a mi cintura. Temblaba.

—Ya verás que va pasar —la consolé.

El brusco movimiento se detuvo formando una espesa capa de polvo que apenas nos dejaba ver. Aun así, se podía notar las casas caídas, las personas atrapadas entre escombros. Grietas gigantes en la tierra. Miedo e incertidumbre. Cuando pensamos que lo peor había pasado, un nuevo y horripilante ruido que no sabíamos de dónde provenía, nos alertó. Miré en todas las direcciones, cuando a lo lejos pude divisar una enorme ola oscura cargada de lodo, hielo y piedras que venía hacia nosotros a una rapidez espeluznante. El Huascarán se había desprendido. Los gritos horrorizados de las personas agudizaron mis oídos. Tuve miedo, mucho miedo. La muerte estaba pasando frente a mis ojos. Mi tierra, mis paisanos, mis amigos y mi familia estaba siendo sepultada.

Todo empezó a tornarse oscuro, tenebroso. Mi hermanita lloraba a gritos, la avalancha por poco y me la arrebata, pero la sostuve con todas mis fuerzas, mientras lágrimas entreveradas con polvo descendía por mis mejillas.

"El fin del mundo" "Ayúdanos Señor" "Auxilio..." Eran las peticiones que se escuchaban, que calaban los huesos y corroían el alma.

Aunque era tarde, parecía que la tétrica noche nos había alcanzado. Todo estaba oscuro, todo estaba hecho nada.

—Mi papá, mi mamá, mis hermanitos... —sollozó Olinda. Yo también los había tenido presente mientras la desgracia ocurría.

Aun se escuchaban los mortecinos gritos de auxilio de las personas que luchaban por su vida bajo el fango. Los sobrevivientes se llamaban esperando escuchar las voces de su familia. Yo tenía que encontrar a la mía.

Me incliné hacia mi hermanita y le sostuve de los hombros.

—Escúchame Olindita, voy a buscarlos, quédate aquí, y no te muevas hasta que vuelva.

Mi pobre hermanita negó con la cabeza, aterrorizada.

—No me dejes aquí hermanito, Ernestito llévame contigo, quiero abrazar a mi mamá.

—Quédate aquí hermanita —le supliqué con lágrimas en los ojos—. Te prometo que voy a volver.

Se asió con ímpetu de mi cuerpo trémulo y nos abrazamos con fuerza. Lloramos con arrebato para luego despedirnos.

Intenté rodear los escombros para buscar a mi familia, pero era peligroso y difícil debido a la oscuridad reinante. No había quedado nada de mi querido Yungay. Me caí muchas veces, perdí una de mis zapatillas nuevas, me levanté y seguí mi camino. Subí a una división alta donde se habían salvado unas cuantas personas. Gritaban los nombres de sus familiares para saber si aún estaban con vida.

—¡Algunos están en el cerro! —vociferó un paisano—. ¡Otros se han salvao porque han subido a lo alto del cementerio!

Teníamos un cementerio en la cumbre de la ciudad. Tenía la esperanza que mis padres y hermanitos estén refugiados allí, o en el cerro.

Me aclaré la garganta para gritar sus nombres. Sentí mucha desesperanza al no escuchar respuesta.

—¡Papito, mamita, soy el Ernesto, Ernesto Romero Alfaro! —grité con todas mis fuerzas.

Mis lágrimas continuaron cayendo por la desesperación de no escuchar sus voces.

Bajé a tropezones para intentar acercarme al cementerio. Era prácticamente imposible. Me caí sobre el lodo que te jalaba como si tuviera manos; me lastimé la pierna, pero no me detuve. Me caí una y otra vez, hasta que me golpeé con dureza. Me quedé inmóvil, triste y devastado. Cerré mis ojos, porque ya no quería ver la desolación que tenía frente a mí. Pensé en mi hermanita que me esperaba, quise levantarme, pero no pude. Todo se volvió negro.

El bullicio que se cernía a mi costado, me hizo abrir mis ojos. Ojalá todo hubiera sido una pesadilla, pero no lo fue. No tenía idea de cuánto había pasado desde la desgracia. Habían curado mis heridas, y me habían llevado junto al resto de refugiados.

Me levanté a duras penas e intenté caminar, aunque era difícil, mi pierna estaba herida.

Con el ultimo halo de esperanza busqué entre los sobrevivientes a mi familia, quería encontrar, aunque sea alguno, pero no estaban por ningún lado. Me desesperé al no encontrar sus rostros, lloré, grité y maldije. Busqué también a mi hermanita Olinda, y tampoco la hallaba, ninguno de los niños con los que me había salvado, se encontraba.

—¿Dónde están los niños que han estao en el circo? —le pregunté a una señora que cargaba a su bebé en su rebozo. La imagen de mi madre se me vino con mucho dolor a la mente.

—Ya no están —contestó con voz temblorosa—. Se los han llevao.

—¿A onde?

—Fuera de aquí, disque los han adoptao. Han venido de otros países a socorrernos, y a los huerfanitos se los han llevao.

Me quedé tieso. No podía ser cierto. Mi hermanita había sido adoptada. Me había quedado solo, sin familia, sin hogar... Me arrodillé porque mis piernas magulladas ya no podían soportar mi peso. Me dejé caer sobre el suelo frío y derramé mi alma a la desolación. Ya no tenía nada porqué vivir, quería morirme, quería cerrar mis ojos y no abrirlos jamás. Ojalá la muerte me hubiese alcanzado.

Relato inspirado en la canción "Time in a bottle", del cantante estadounidense, Jim Croce. Y en el aluvión de 1970 que sepultó a Yungay.

Después de un corto viaje al departamento de Ancash, y una visita inesperada a la desdichada ciudad de Yungay, sentí la necesidad de escribir este relato. Aun se aprecia la ciudad y a sus habitantes sepultados, parte de la catedral, cuatro palmeras de las dieciséis que había en la plaza, y escombros por todos lados. Se siente melancolía en el aire, se respira tristeza y desolación.

Un lamentable hecho para recordar.

Yungay antes del desastre.

Yungay después del desastre


Ahora forma parte del patrimonio histórico del Perú.

Glosario:

Yungay: Llamado Santo Domingo de Yungay, o actualmente antiguo Yungay; fue una ciudad peruana, localizada en el departamento de Ancash. Quedó sepultada tras el alud proveniente del nevado Huascarán, junto a más de veinte mil habitantes. Solo lograron salvarse un promedio de trescientas personas, en su mayoría niños que se encontraban en el estadio, debido al circo instalado en lo alto de la ciudad.

Huascarán: Montaña nevada de la cordillera blanca, ubicada en Perú.

Hartón: Palabra coloquial que significa: mucho, demasiado.

Chompa: Suéter hecho de lana.

Arroba: Equivale a doce kilos.

Yanquis: Sandalias fabricadas a base de neumáticos. Usados generalmente en la sierra.

Queñuales: Árboles y arbustos que crecen en su mayoría en Perú y Bolivia. 

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