Capítulo 5

Existen pecados que respiran entre nosotros, criaturas viles, que fueron procreadas por los demonios con el fin de infiltrarse entre los humanos.

Nos engañan con artimañas, con trucos y palabras que han aprendido a nuestra costa. Hay quien por sus venas corre sangre negra. Hay quien dice ser humano, pero la realidad es que solo esperan a que bajemos la guardia para aniquilarnos.

Pero, ¿sabéis lo que os digo? ¡Nosotros los aniquilaremos primero!

¡Alzaos a las armas, compañeros, y que ni un solo demonio quede vivo en esta tierra!

Discurso del General del Ejército de Fiore, año 680.
Registro Militar de Fiore. Volumen I. Guerra Pura.
Biblioteca pública de Fiore.


No era la primera vez que Mirajane dormía al raso. Sin embargo, por algún motivo, en aquella ocasión no era capaz de conciliar el sueño. El cielo estaba despejado, plagado de constelaciones, y las ascuas de la hoguera todavía chisporroteaban con la brisa. El aire se respiraba frío, un preludio de la nieve que les aguardaba en la cordillera.

Echa un ovillo bajo el saco de dormir, Mira contemplaba los restos de la fogata pensando en todo y en nada en absoluto. Habían salido de Fiore a primera hora de la mañana teniendo como destino las montañas. El viaje hasta el momento había sido en su mayor parte silencioso, roto de vez en cuando por las indicaciones que daba Natsu sobre el rumbo a seguir.

Mantener su paso resultaba sencillo; Mira había recorrido bosques suficiente cantidad de veces como para moverse con soltura entre árboles y terreno inestable. Almorzaron mientras caminaban, y llegaron a la base de la montaña antes de lo previsto. Esto permitió que Natsu fuese a cazar una cena más digna que unas simples galletas saladas con queso.

Atrapó dos conejos, y él mismo se encargó de despellejarlos y limpiarlos. Como agradecimiento, Mira recolectó un par de bayas silvestres y piñones que encontró por la zona. Cenaron en silencio y a la luz del atardecer. Antes de dormir, Natsu le regaló una corta pero instructiva clase de cómo hacer reaparecer sus escamas.

—Nunca sabes cuándo necesitarás protegerte —argumentó, y Mirajane, pese al desagrado que le suponía volver a tener garras, no era tan ingenua como para no saber que llevaba razón. Sin embargo, no estaba preparada para lo que eso supondría.

Ver su piel cubrirse de nuevo por escamas granates de monstruo, de demonio, le provocó arcadas, más cuando se dio cuenta de lo sencillo que había sido volver a invocarlas. Solo tuvo que pensar en ellas y puf, las tenía de vuelta. Fue tan sencillo, tan instintivo, que no pudo evitar vomitar ahí mismo.

Las lágrimas acudieron en tropel y apenas fue consciente de la mano cálida y callosa que apareció para sujetarle la cabeza. Dedos amables le retiraron el pelo de la cara y se lo recogieron en la nuca. Cuando ella sufrió otra arcada, sus nudillos le frotaron el cuello para tranquilizarla.

—Soy un monstruo —farfulló, con la bilis adherida a su lengua y su magia maldita aferrada a sus huesos. Sus garras se hundieron en la tierra, marcando profundos surcos de animal en el suelo.

—No, no lo eres. —La voz de Natsu se abrió paso en su caótico cerebro casi a la fuerza. Tenía la vista nublada, pero aún así él se arrodilló junto a ella y la miró a los ojos—. Eres Mirajane.

—¿Y qué más da cómo me llame? —sollozó, el pánico apresándole los pulmones como tenazas. Las lágrimas surgían sin control alguno y respirar resultaba cada vez más complicado. El pulso le palpitaba en los oídos—. ¡Mírame! No he tenido ni que pensarlo y me he vuelto a convertir en esto. —Alzó sus brazos con asco—. ¡No entiendes lo fácil que ha sido! ¡¿Cómo puedes decir que no soy un monstruo?! ¡¿Que no estoy maldita?!

Volvió a ahogar un sollozo, y quiso esconder su rostro pero Natsu se lo impidió. Con tacto tanto gentil como firme, hizo que lo mirara a los ojos. No parecía importarle su desastroso aspecto, y mucho menos que sus brazos ya no fuesen humanos. Tenía los ojos, verdes, oscuros, sabios, anclados en ella y cuando habló, su voz calmada y clara consiguió, de alguna manera, abrirse paso a través de la tormenta de sus emociones.

—Eres Mirajane —repitió—. Y no es solo tu nombre, es quién eres. Tu aspecto no importa, el cómo se vean tus manos no importa, y el origen de tu magia tampoco. Preocúpate por cómo eres, a quién amas y a quién quieres proteger. Preocúpate por hacerte fuerte, no por cómo te ves. Haz que tu nombre te defina, no tu imagen. Hazlo, y todo lo demás dejará de importar.

Aquellas palabras sonaban tan tentadoras, tan idílicas, que Mira se resistía a creerlas posibles. ¿Cómo podía hacerse fuerte? ¿Cómo podía volverse alguien, si lo único que sabía era vivir escondida? Más allá de sus hermanos (y de Natsu), el mundo la temía. Ni siquiera confiaba del todo en Fairy Tail como para pasearse entre sus miembros sin su capa. ¿Cómo, entonces, podía dejar todo atrás y hacer que no importara?

—Lo haces sonar tan fácil... —masculló, incapaz de apartarse de su tacto. Se sentía atrapada bajo la profundidad de su mirada.

—No lo será. —Al menos, Natsu tuvo la decencia de no mentir ni de maquillar la verdad—. Pero es posible, y no estarás sola. Te prometí que te ayudaría, y siempre cumplo mi palabra.

A Mira le dio la sensación de que la declaración se grababa a fuego no solo en su piel, sino en la esencia del mismo universo y de la magia que lo habitaba. Calmarse fue complicado, pero Natsu permaneció paciente en todo momento y, tras largos minutos donde ella se dedicó a sollozar, consiguió tranquilizarse lo suficiente como para que él viese prudente apartarse. Se fueron a dormir o, al menos, ella lo intentó.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se metió en su saco, pero era incapaz de sucumbir al sueño. Hacía frío, se sentía agotada, tanto física como emocionalmente, y sabía que necesitaba descansar. No obstante, su cerebro no dejaba de dar vueltas.

Se sentía tanto avergonzada por su ataque de pánico como agradecida con Natsu por estar ahí con ella, por no apartarse y permanecer a su lado con palabras de aliento y gestos tranquilizadores. Nunca antes se había sentido tan niña pequeña como en aquel momento, asustada e indefensa de todo lo que tenía el mundo guardado para ella. Ni siquiera cuando solo estaban sus hermanos y ella, huérfanos y abandonados a su suerte y sin nadie a quien poder acudir. Hasta ahora.

Cuidándose de no hacer ruido, cambió de postura para poder observar a Natsu. Aunque sabía que estaba dormido de cara a ella, al otro lado de la hoguera, la oscuridad le impedía ver algo más que su mera silueta. Aún así, su silenciosa presencia le transmitía más seguridad que cualquier otra persona que hubiese conocido antes.

De nuevo, la idea de que tuviera tan solo catorce años la sorprendía demasiado. Si bien era cierto que las circunstancias habían hecho que ella madurara mucho más rápido de lo que hubiese querido, se sentía a años luz de Natsu. Se suponía que le sacaba un año —o puede que casi dos si tenía en cuenta que iba a cumplir dieciséis a finales de otoño—, pero en ningún momento se había sentido mayor que él. Puede que su aspecto fuese el de un adolescente, pero había algo en su forma de ser, en cómo hablaba, que le impedía pensar en él como tal. Su mirada, de un verde oscuro, profundo e infinito, escondía experiencias que Mira no alcanzaba a comprender.

—Llevas más de una hora dando vueltas. —La repentina voz de Natsu le hizo dar un respingo—. ¿Qué te preocupa?

—¿Cómo...? —La sorpresa, y el repentino sentimiento de culpabilidad y vergüenza por haberlo estado mirando a escondidas, le impedían pensar con claridad—. ¿Cómo sabías que estaba despierta?

—Se te puede escuchar pensar. —No se burlaba de ella, pero el tono divertido que había escondido en sus palabras la hicieron enrojecer. Le escuchó moverse, y su silueta pasó de estar tumbada, a sentada—. ¿Y bien?

Buena pregunta. Ni la propia Mira tenía muy claro por dónde bailaban sus preocupaciones. Le habían pasado tantas cosas en la última temporada que todavía le costaba creer que todo era real.

—Demasiadas emociones en poco tiempo, supongo. —Decidió ser sincera. Una repentina brisa helada la estremeció—. Me cuesta aclarar las ideas.

De nuevo, escuchó movimiento y Natsu se acercó a los resquicios de la hoguera. Removió las ascuas que todavía ardían y lanzó una madera que había sobrado. Un repentino estallido de fuego prendió cuando el tronco tocó las brasas. A Mira le dolieron los ojos por la luz, pero agradeció la nueva presencia del calor.

—¿Te encuentras bien?

Su sincera preocupación la calentó por dentro más que las llamas que ahora ardían en medio de ambos. Lo vio sentado cerca de ellas, sin temor a quemarse y con la mirada puesta en su rostro. Mira, sin atreverse a salir del saco de dormir, asintió y apretó la tela con los dedos, de nuevo celosamente humanos. Tras recuperarse del ataque de pánico no perdió el tiempo en ocultar esas horrendas escamas rojas.

—Sí —susurró, aunque sabía que no era respuesta suficiente. Natsu aguardaba una explicación a su inquietud—. Me preguntaba de dónde venía mi... magia. —Todavía no tenía muy claro si era justo llamar así a su condena existencial—. Porque tiene que proceder de alguna parte, ¿no? ¿O es que simplemente estoy siendo castigada por algún dios maligno?

Pretendía bromear de su propia desgracia para aligerar el ambiente, pero algo de lo que acababa de decir le ensombreció los rasgos a Natsu. Se le erizó la piel. No sabía qué había mal, pero la oscuridad y la ira que cruzó sus rasgos le congeló la sangre.

La madera se partió, chasqueó en decenas de ascuas lanzadas al viento. El gesto de Natsu volvió a ser la calma personificada de siempre. Mira se preguntó si se lo había imaginado o si había sido un efecto de las llamas en su rostro.

—Ningún dios te está castigando —La voz de Natsu no reflejaba sentimiento alguno—. Hace tiempo, y me refiero a hace cientos de años, las poblaciones de demonios eran frecuentes. Ahora están prácticamente extintos, al menos por lo que se sabe, pero algunos de ellos tenían rasgos lo bastante humanos como para pasar desapercibidos entre la gente y relacionarse con ella. Como podrás imaginar, de algunas de esas relaciones surgieron descendientes.

Hablaba como si aquello fuese algo obvio, de sentido común y, se atrevería a decir, hasta normal. Excepto que no lo era. Mira intento imaginárselo, pero su cordura le impedía visualizar a un humano y a un demonio siendo algo que no fuesen enemigos naturales. Al mismo tiempo, la lógica le dictaba que, si de verdad existía algún demonio con apariencia idéntica a la de un humano, lo que decía Natsu no era tan descabellado. Sus olvidadas náuseas regresaron solo de pensarlo.

—Entonces... ¿soy descendiente de demonios?

Su murmullo apenas fue audible bajo el repiqueteo de las llamas, pero Natsu pudo escucharlo porque, tras meditarlo unos instantes, asintió. El estómago de Mira dio un vuelco violento.

—Algún antepasado tuyo pudo haberlo sido, sí. Y antes de que me lo preguntes, sí, un porcentaje muy pequeño de tu sangre es sangre de demonio.

Mira sintió físicamente cómo se ponía verde.

—Creo que voy a vomitar...

Agobiada de pronto por el peso del saco de dormir, se revolvió casi con violencia hasta que fue capaz de salir de él. El mundo a su alrededor daba vueltas y un sudor frío le helaba la columna. Con una mano apretándose la tripa, se obligó a mirar las llamas en un intento de distraerse del repentino mareo. Escuchó a Natsu a duras penas:

—Si te ayuda a sentirte mejor, adelante.

Mirajane lo contempló de reojo y le tuvo una envidia indescriptible a su entereza y tranquilidad.

—¿Cómo puede no afectarte? —preguntó, con la lengua pastosa y el cerebro licuado—. Dijiste que te parecías a mí... ¿No te importa ser un monstruo?

Para su perplejidad, Natsu se encogió de hombros.

—Hay humanos que también lo son —contestó, serio—. ¿Por qué tendría que importarme el tipo de sangre que corre por mis venas? Soy yo el que toma las decisiones, no mi ascendencia o mi especie.

Mira no tuvo respuesta para aquella declaración, pero por fin creyó entender por qué Natsu decía que su nombre era importante. Aplicarlo, por otro lado, era mucho más complicado.










Al final consiguió no volver a vomitar y hasta pudo conciliar el sueño un par de horas, aunque estas fueron inquietas y plagadas de pesadillas. Reanudaron la marcha sin apenas hablar, enlentecidos por el ascenso y por la nieve que poco a poco iban encontrando en el camino. El frío le quitó el sueño a Mira casi a la fuerza, congelándole las lágrimas de sus bostezos antes incluso de que tuvieran oportunidad de rodar por sus mejillas. Su piel se puso todavía más pálida, si cabe, y estaba segura de que si sacaba las manos de los bolsillos del abrigo, estos se le pondrían azules.

Natsu, por otro lado, lucía su misma ropa de viaje de siempre: botas, pantalones negros de algodón y un abrigo hasta las rodillas también del mismo color y que llevaba sin abrochar. Lo único que le daba color a su conjunto era una blusa blanca y su característico color de pelo.

—¿No tienes frío? —preguntó cuando hicieron un alto. Tenían por delante la base de un estrecho desfiladero que había que atravesar y a Mirajane le castañeaban los dientes. Sus respiraciones creaban densas nubes de vaho.

—Mi magia me impide sentirlo —contestó él, y Mira recordó la rapidez con la que volvió a encender el fuego por la noche. Supuso que estaría relacionado. Ahora que lo pensaba, nunca lo había visto usar magia de verdad. Se preguntó cuál sería, pero no se atrevió a expresarlo en voz alta. No quería dar pie a una nueva conversación sobre sus orígenes ni nada parecido.

—Se está alzando una ventisca... —murmuró ella entonces, dándose cuenta de que el viento adquiría cada vez más fuerza y que estaba cargado de nieve—. ¿Cómo vamos a encontrar a los vulcan?

La respuesta de Natsu fue señalar unas grietas que atravesaban el desfiladero en cuestión. No parecía perturbado por la nieve en absoluto.

—Les gusta asentarse en grutas como esas. Con este tiempo, estarán con toda seguridad en alguna de ellas.

—¿Y el miembro del gremio desaparecido? —Hizo memoria del nombre que le habían dicho—. ¿Macao?

—Esperemos que también se haya refugiado en alguna. —Algo en su tono le susurró a Mira que bien podrían no encontrarlo—. Vamos.

Reemprendieron el camino con pasos lentos y casi a ciegas. En cuestión de dos minutos, la ventisca dio paso a una auténtica tormenta de nieve que les cortaba la piel y les impedía avanzar.

Mirajane no veía por dónde caminaba; todo era blanco a su alrededor y Natsu una silueta desdibujada al frente. El frío la entumecía. Tenía los dedos de los pies congelados dentro de sus zapatos y no había manera de mantener la capucha en su sitio. Se había recogido el pelo en una coleta alta, y los mechones sueltos se sacudían con violencia, confundiéndose con la nieve y enredándose con el viento. Las altas paredes de piedra que los rodeaban no servían de refugio alguno.

De pronto, perdió pie. El equilibrio se le esfumó en el acto y la nieve se deslizó por debajo de ella de forma amenazante. Un repentino agarre en su codo impidió que cayera por una profunda grieta que partía la ya peligrosa garganta.

Contempló a Natsu con lágrimas en los ojos de puro e instintivo miedo. Se había quedado paralizada, y era incapaz incluso de decir gracias por haberle salvado la vida.

—No te separes —advirtió él, y tiró de ella hasta que pudo volver a ponerse en pie.

La alejó del agujero sujetándola por el brazo, y regresó al camino sin soltarla. Su mano se deslizó hasta su muñeca y permaneció ahí, con su tacto áspero por los callos y de una calidez inesperada. Orientándose por los arañazos que se distinguían en las paredes de roca, la guió por el traicionero barranco sin desprenderse de ella, sin abandonarla a su suerte ni impacientarse con sus tropiezos y pisadas cortas.

Por fin, tras lo que pareció una eternidad en la que Mira se sintió una criatura torpe y más inútil que un conejo de las nieves, Natsu se decantó por una gruta y abandonaron la ventisca a favor de un techo sobre sus cabezas. El cambio fue un alivio instantáneo y el silbido del viento se convirtió en algo fácil de ignorar ahora que estaban resguardados.

Solo entonces Natsu soltó su mano y ella, sin saber por qué se sentía avergonzada, se apresuró a apartarla de su alcance. Echó en falta el calor de su piel casi al instante.

—¿Es aquí? —susurró.

A su alrededor solo había roca y hielo. Con la penumbra de la gruta, las estalactitas y estalagmitas creaban un laberinto de columnas y picos traicioneros. Vio que Natsu le pedía que guardara silencio llevándose un dedo a los labios para, justo después, tocarse la oreja. Quería que escuchara.

Era evidente que no se refería a la ventisca de la que acababan de salir, así que hizo un esfuerzo y agudizó el oído. Al fondo de la gruta, un ruido casi imperceptible, se percibían gruñidos.

Con el sigilo de un cazador, Natsu se adentró todavía más en la cueva y Mira no tuvo más remedio que seguirlo en la oscuridad. No veía dónde colocaba los pies y el suelo era más resbaladizo de lo que parecía. Sin pensar, se apoyó en el hombro de Natsu y él acompasó sus pisadas a las de ella sin que tuviera que pedírselo. Atravesaron un punto estrecho de la gruta que a Mirajane le resultó claustrofóbico. Solo la firme presencia de Natsu bajo sus dedos le dieron valor para continuar avanzando.

Desembocaron en una amplia galería, con un estrecho tragaluz natural por el que entraba nieve como único punto luminoso. El lugar olía a húmedo, a sudor, a animal y a orín.

Agazapados tras unas rocas caídas, observaron cómo un grupo de vulcan se relacionaban entre sí. Eran grandes, de pelaje blanco con manchas negras y caminaban a dos patas. Mira se sorprendió al escuchar palabras sueltas, dichas de forma basta y casi sin sentido. Parecían inteligentes pero a la vez eran... primitivos. Hablaban, pero también se comunicaban con sonidos guturales y fuertes golpes de pecho, sin mencionar puños y mordiscos violentos hacia sus propios compañeros. Contó unos quince, y se preguntó cómo iban a conseguir tratar con todos ellos.

Entonces, antes de que a Mira se le ocurriera una manera de preguntar, una corriente de aire atravesó la grieta por la que ellos habían pasado hacia la galería. Sintió cómo Natsu se tensaba de inmediato y, casi al mismo tiempo, todos los vulcan se quedaron quietos y alzaron el rostro para olfatear. Acto seguido, se volvieron en su dirección con expresiones de auténtico deleite.

—¡Mujer!

La palabra resonó en un grito de caza, tan lleno de éxtasis y placer que escucharlo fue repulsivo. El miedo se le instaló a Mira en el pecho, más aún cuando Natsu se volvió con urgencia hacia ella.

—Regresa. ¡Ya!

No tuvo que repetirlo.

A lo largo de su vida Mirajane había huido la suficiente cantidad de veces para saber reaccionar con rapidez. Saltó de su sitio como un resorte y, veloz y escurridizo como un ratón, retrocedió hasta el estrecho pasadizo que los había conducido hasta ahí. A su espalda se desató el caos.

Gruñidos y sorbidos de saliva se entremezclaron con el ruido de decenas de pisadas corriendo en tropel en su dirección. Los vulcan no dejaban de repetir aquella palabra como en trance, como si ella fuera un premio que tuvieran que conseguir a toda costa. La lujuria que se escuchaba en sus gritos le erizó la piel de puro asco y sirvió como incentivo para conseguir mantener el equilibrio y no resbalar en el suelo helado.

Mira regresó a la antesala de la caverna como una exhalación, con el miedo corriendo por sus venas y la necesidad de abandonar cuanto antes aquel sitio primando sobre todo lo demás. Jadeante, volvió la vista hacia atrás esperando encontrar a Natsu a pocos pasos de ella. Lo que encontró, en cambio, fue un vulcan que surgía de la grieta segundos antes de que una repentina oleada de calor inundara todo.

Hubo un destello anaranjado procedente de la galería, pero Mira no pudo pensar demasiado en ello pues el vulcan se abalanzó sobre ella casi al segundo siguiente. El aire asfixiaba con un olor a carne quemada y pelo carbonizado, y los gritos lejanos de otros vulcan sobresalieron por encima de los jadeos y gruñidos del que tenía delante. Aun así, no fue suficiente para evitar escuchar sus balbuceos:

—¡Mujer! ¡Mía! ¡Mi mujer!

Esas eran dos palabras que no necesitaban traducción alguna, estuvieran en la época en la que estuvieran. Había tanta lujuria en la mirada de aquella criatura que Mirajane casi prefirió ser vista como un apetecible aperitivo de carne.

—¡Aléjate! —gritó mientras retrocedía, aunque supiera que no serviría de nada.

Su pánico pareció extasiar todavía más al vulcan.

—¡Mujer! ¡Mujer! ¡Mujer! ¡Mía! ¡Mía! ¡Míiiiiiaaaa!

Definitivamente ser comida era mil veces mejor, pensó, instantes antes de que su instinto de supervivencia tomara el control y la apartara del embiste del vulcan justo a tiempo.

El pánico le zumbaba en los oídos y el miedo de verse sola ante algo así le entorpecía las extremidades. Sentía que temblaba en toda su complexión y, por mucho que lo intentara, no conseguía recordar ninguno de los consejos de defensa que le había dado Natsu.

Se suponía que iba a ser una misión sencilla, donde él actuaría y ella aprendería. No se suponía que tenían que separarse, y mucho menos que ella tuviera que luchar por sobrevivir, sola, como siempre lo había estado.

Al final, siempre se reducía a eso. ¿No?

El vulcan se abalanzó sobre ella con la saliva goteando de una grotesca sonrisa. Mira tropezó a un lado, pero fue un segundo demasiado lenta. Un agudo dolor en la cabeza la retuvo en el sitio y le arrancó las lágrimas. La bestia había conseguido agarrarla del pelo y tiraba de ella como si fuese poco más que una marioneta.

Mira, desesperada, se revolvió en el sitio sin importarle arrancarse mechones en el proceso. Solo quería escapar, ser libre.

El vulcan se acercó lo suficiente para agarrarla del brazo. La sacudió como una muñeca de trapo y sintió cómo se le dislocaba el hombro. El dolor le estalló tras los párpados y emitió un agudo grito de dolor. Las lágrimas descendían sin control por su rostro, y su sufrimiento solo deleitaba todavía más a aquella vil criatura. Acercó la nariz a su rostro para olfatearla y sonrió.

—Mi mujer.

—Por favor... —sollozó, incapaz de hacer nada más que resignarse a su suerte.

Pese al dolor que le nublaba el juicio, no pudo evitar pensar que, al menos, no moriría a manos de un aldeano. Su muerte no convertiría a nadie en ningún asesino y eso, para ella, suponía un enorme alivio.

Entonces, un nuevo grito resonó por toda la cueva:

—¡Mirajane! —La voz de Natsu estaba cargada de ansiedad, y también de ira. Mucha, mucha ira—. ¡Defiéndete!

Sonaba como una orden, y Mira la sintió como tal.

Abrió los ojos de golpe. Natsu no se veía por ninguna parte, tal vez todavía atrapado en su propia pelea en la otra sala. Sin embargo, su mandato había sonado alto y claro. Un bramido furioso con el mundo, con los vulcan, y también con ella.

Furioso por su pasividad, por su resignación y por no luchar. Furioso por limitarse a correr y no a defenderse, por sucumbir al oscuro deseo de querer acabar con todo de una vez, por no darse importancia, por no apreciarse. Furioso por rendirse.

No había pasado mucho tiempo desde que se vieron por primera vez, aquella noche en el bosque, pero Natsu ya había conseguido comprender sus miedos. Conocía su forma de ser y había adivinado lo que estaba sucediendo. De ahí el grito. De ahí la furia.

Muévete. Lucha, sobrevive.

Ese era el mensaje, esa era la orden, y Mira sucumbió a un instinto que no sabía que poseía e hizo precisamente eso.

Una vez más, invocar las escamas fue sumamente sencillo y, por primera vez en toda su vida, tenerlas resultó satisfactorio. El vulcan se cortó con su brazo, y la dejó caer de la sorpresa y el dolor.

Mirajane cayó mal, un golpe sordo en las rodillas y el coxis que le sacudió todo el esqueleto. Aún así, se obligó a moverse y se apartó antes de que la bestia, ahora furiosa, arremetiera contra ella con un puñetazo.

Uno de los brazos lo tenía inmóvil, con la palma de la mano en carne viva y con un corte grotesco que goteaba sangre. Mira la observó maravillada. Se contempló las escamas, sangre escarlata contra escamas granates. Mismo color, dos tonos. Mismo brazo maldito de siempre, de pronto útil por encima de lo grotesco.

Volvió a contemplar al vulcan y descubrió que este la estudiaba con la guardia en alto. Ya no se fiaba. Tocarla ya no era seguro. De pronto, Mirajane había dejado de ser una presa débil.

Cierto placer se apoderó de ella. Aquella sensación, aquella falta de vulnerabilidad constante, era nueva y embriagadora. El instinto, movido por el grito de Natsu, le gritaba que no se detuviera ahí, que diera un paso adelante y devolviera todo lo que esa bestia le había hecho.

O tal vez no fuese el instinto sino su deseo de venganza, su rabia apaga y sometida, su deseo de hacerles pagar a todos los aldeanos que la habían perseguido, pegado y amenazado con la muerte. Quería justicia, quería poder, quería libertad de poder decidir dónde estar y cómo vivir.

Haciendo por una vez caso omiso a su dolor, avanzó hacia el vulcan con pasos temblorosos pero mirada firme.

—Mujer...

—Mirajane —corrigió ella.

El vulcan gruñó, irritado por la herida y por no conseguir a su ansiada presa. Se agazapó como el animal que era en verdad, y se lanzó corriendo hacia ella. Mira consiguió esquivar su primer embiste, y también bloquear su siguiente intento de captura. El movimiento fue torpe y nada entrenado, pero sus escamas y garras afiladas hicieron de nuevo el trabajo sucio y cortaron músculo como si fuesen mantequilla.

Esta vez fue el turno de la criatura de soltar un alarido de dolor y Mira lo recibió como música para los oídos. Impulsada por el resentimiento, le asestó un puñetazo en el hombro que rasgó piel, arrancó sangre y le hizo tropezar hacia atrás.

Entonces, surgido de la absoluta nada, Natsu apareció por detrás con un salto. Sin piedad, le propinó una poderosa patada al vulcan y lo mandó volando por los aires hasta chocar con el techo de la cueva. Hubo un derrumbe de estalactitas a causa del impacto y Mira contempló perpleja cómo la bestia aterrizaba inconsciente al suelo con la gracia de un simple golpe. Un par de segundos después, el cuerpo se iluminó y la corpulenta figura desapareció para dejar paso a un hombre maltrecho y de pelo morado, también inconsciente.

—¿Qué...?

No pudo terminar la pregunta. Como un globo pinchado, la adrenalina la abandonó de un suspiro y cayó al suelo sin fuerzas para sostenerse de pie por más tiempo. Sin habla, miró a Natsu. Tenía algunos rasguños y la ropa algo chamuscada, pero por lo demás se le veía ileso y sin heridas. El alivio la inundó y las lágrimas volvieron a acudir.

—¿Se acabó?

—Se acabó. —Natsu se acercó a ella, con la mirada puesta en su hombro dislocado. Su expresión era seria, pero cuando habló, sus palabras fueron suaves—: Lo has hecho bien, aunque hay que mejorar ese puñetazo.

Pese al dolor del hombro, el cansancio y las secuelas del miedo que había pasado, Mirajane no pudo evitarlo: se echó a reír.

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