Capítulo 1
Cuentan las leyendas que hace mucho tiempo existió toda una estirpe de demonios que vagó por los reinos aterrorizando y masacrando. Cuentan, también, que estos tenían un líder: END, un rey demonio hecho de fuego negro y ojos rojos como rubíes. Pocos escritos quedan de esa época, pero las leyendas todavía perduran en el tiempo y en la memoria de la noche; susurran su historia y pueblan las pesadillas.
Sin embargo, las leyendas también cuentan la historia de la magia, y la de la humanidad que aprendió a usarla. Con la magia, llegó la fuerza y la esperanza; se fundaron naciones y asentaron dinastías. Cuatrocientos años atrás, el reino de Fiore se trazó por primera vez en el mapa, abrazando bajo su corona la seguridad de un pueblo y protegiéndolo de las estirpes malditas, de los demonios. De los etherias.
Pero han pasado cuatro siglos, y lo único que quedan de ellos son monstruos menores, criaturas sin valor y maldiciones. Ahora la magia puebla el mundo, y el nombre de END solo se susurra de vez en cuando, cada vez más y más olvidado en el tiempo.
Excepto que el rey no ha muerto, no del todo, y aún a día de hoy, END vaga por el mundo, escondido y a la espera, para cumplir su voto. Juró vengarse, y no descansará hasta lograrlo.
¿Que si me lo creo? Por supuesto que sí.
Al fin y al cabo, END es mi padre.
Diario anónimo. Año 800.
Año 784
Mirajane solo sabía que tenían que correr. Lejos, muy lejos. Tan lejos que nadie pudiera darles alcance nunca. Había luna llena y las lágrimas se le acumulaban en los ojos de pura frustración e ira. En sus oídos todavía resonaban los gritos y los insultos de las personas, y en su mejilla palpitaba con fuerza la marca reciente de un golpe. Por detrás de ella, sus hermanos la seguían a trompicones.
Había intentado dejarlos atrás varias veces, ofreciéndoles la oportunidad de vivir una vida digna y en condiciones, pero ellos no dejaban de seguirla de pueblo en pueblo y de camino en camino. Mirajane no sabía si amarlos u odiarlos por ello. Porque ella estaba maldita, y solo era cuestión de tiempo que la maldición se extendiera también sobre ellos si se quedaban cerca.
Pero en esos momentos eso tenía que esperar. Ahora, lo prioritario era correr. Correr y no detenerse hasta que sus perseguidores se cansaran, y todavía seguir corriendo incluso después. No podían detenerse. No ella, al menos.
En realidad, aquella situación era culpa suya. Había sido una estúpida. Se había confiado, se había dejado ver más de la cuenta, y ahora tanto ella como sus hermanos pagaban las consecuencias.
Escuchaba a los aldeanos abrirse paso por el bosque en su busca, y también los jadeos y lloriqueos de Lisanna y Elfman; los dos tan asustados que corrían sin mirar por dónde estaban yendo.
Entre los árboles todo estaba oscuro. El denso techo de ramas y hojas ocultaba cualquier rayo de luna que pudiera alumbrarles el camino. Avanzaban a oscuras, sus hermanos presos del terror, ella presa de la ira. También se sentía triste, pero había aprendido por las malas que ese sentimiento no era útil en absoluto. La ira, al menos, era lo suficientemente poderosa como para impulsar a que sus piernas se siguieran moviendo.
Esquivó por los pelos una raíz traicionera y bajó por una pendiente cubierta por helechos tropezando y derrapando. El terreno se hundió y deslizó con el movimiento, y Lisanna llegó abajo cayéndose y raspándose las rodillas. Soltó un quejido de dolor, pero Mirajane tiró de ella con urgencia. No podían detenerse; el resplandor de las antorchas todavía estaba demasiado cerca para el gusto de nadie.
De modo que la obligó a ponerse en pie, la chistó a que guardara silencio, y la arrastró de nuevo en su carrera ciega entre los árboles, con el torpe Elfman pisándoles los talones y el salir del bosque como único objetivo. No sabían a dónde estaban yendo, pero cualquier lugar era mejor que ese frondoso bosque en el que apenas podían moverse.
¿Por qué?, se preguntó entonces. ¿Por qué había tenido que ir a ayudar en ese incendio? ¿Qué más daba que la iglesia donde se estaban quedando estuviera consumiéndose bajo las llamas? ¿Qué más daba que se hubiese esforzado tanto como cualquiera para intentar apagarlo?
Nada, esa era la respuesta. No significaba nada. Porque en el mismo momento en el que su capa se abrió y sus brazos quedaron a la vista, nada de lo que había hecho hasta entonces importaba en absoluto. De pronto, lo único que sabían decirle era que era un monstruo, y apenas tardaron un par de horas en salir en su busca, en su caza.
En contra de su voluntad, Mirajane sintió cómo las lágrimas volvían a aparecer en sus ojos. Se las secó con violencia, negándose a llorar. Aun así, estiró la capucha de la capa mugrienta que la cubría para que ocultara todavía más sus rasgos y su pelo blanco. Un mechón se enredó en las escamas de su brazo, pero se deshizo de él tirando sin miramientos. Odiaba tanto una cosa como la otra.
En realidad, se odiaba a sí misma. Al completo. De pies a cabeza.
Era una criatura repugnante.
A su lado, Elfman aguantaba los sollozos como podía, con Lis de pronto a su espalda sin que Mirajane recordara cuándo había ocurrido eso. Todo era confuso en su cabeza. Estaba agotada, y perdida, por mucho que quisiera negarse aquella verdad a sí misma. Estaban perdidos y los aldeanos se acercaban siguiendo el desastre de sus pasos; había llovido hacía menos de un día y la tierra era poco más que barro traicionero.
Atravesaron un claro a toda prisa, jadeando y casi arrastrándose del agotamiento. Necesitaban un sitio donde poder esconderse y pasar la noche. O, al menos, un lugar donde poder pasar desapercibidos el tiempo suficiente para que sus perseguidores se alejaran o desistieran. ¿Por qué no podían simplemente dejarlos en paz? ¡No habían hecho nada malo!
Entonces, de la nada, como un fantasma que se materializa de las pesadillas más oscuras, una mano la atrapó sin previo aviso. El pánico se aferró a ella como tenazas, pero antes de que pudiera gritar, la mano subió hasta su boca y ahogó cualquier sonido. Sus hermanos, que iban por delante de ella por tan solo unos pasos, no se percataron de nada y continuaron corriendo, ciegos en su deseo de alejarse de ahí cuanto antes.
Mirajane quiso gritarles que se detuvieran, que no la dejaran sola. Pateó, intentando liberarse, pero quienquiera que la hubiese atrapado era fuerte y no pudo hacer nada por evitar ser arrastrada entre los árboles, lejos de la luz de la luna. Con lágrimas en los ojos, clavó sus odiadas garras en el brazo de su captor, hundiéndolas en la carne, sin éxito. Solo obtuvo un leve gruñido de dolor antes de que la estamparan con fuerza contra el suelo. Intentó morder, pero obtuvo el mismo resultado.
—Silencio —chistó el desconocido sobre su oído, tan cerca que notó su aliento sobre la curvatura de su oreja. La voz era claramente masculina, y a ella el terror la paralizó al completo.
Perdió todo sentido de la razón. Llena de pánico, comenzó a retorcerse en el suelo, sollozando y pidiendo a duras penas que la liberaran. Su morbosa imaginación ya le estaba advirtiendo de qué sucedería a continuación y prefería morir antes de tener que verse sometida también a eso. ¿Es que acaso no había sufrido ya suficiente? ¿Cuánto más tenía que pagar por el pecado de nacer con su aspecto? Al menos sus hermanos todavía podían salvarse...
—Deja de moverte —la reprendió el hombre, colocándose sobre ella y sujetándola contra el suelo con firmeza. Mirajane negó, con lágrimas en los ojos y sollozos incontrolables en los labios. Sus hipidos quedaban ahogados por los dedos del hombre—. Intento ayudarte, maldita sea. Cállate ya. Nos van a descubrir.
El siseo había salido furioso, pero fueron los gritos de los aldeanos, de pronto demasiado cerca que nunca, los que consiguieron que se callara. Por instinto, contuvo el aliento y reprimió cualquier sonido. Se quedó inmóvil, una estatua en medio de la noche, y el hombre empujó su cabeza todavía más abajo, tras unos matorrales.
Las voces se acercaron, bramando por ella, maldiciéndola y responsabilizándola de todas sus desgracias. Debatían entre sí la dirección que había podido o no tomar, tan cerca que, de atreverse, Mirajane podría tocarlos. Pero permaneció inmóvil, con el desconocido a horcajadas sobre ella, su mano todavía sobre su boca y su constante respiración rozándole la oreja. Él, al contrario que ella, estaba tranquilo; su corazón emitiendo un tamborileo marcado y regular contra su espalda. El de ella, por otro lado, temblaba como el de un colibrí asustado y las lágrimas le picaban en los ojos.
Tardaron una eternidad en quedarse solos, y otra más en que el desconocido decidiera por fin moverse y liberarla. En cuanto la soltó, Mirajane se apartó de él a toda velocidad, poniendo distancia entre ambos por su propia seguridad. Indecisa sobre si debía quedarse o salir corriendo otra vez, se puso de rodillas en el suelo y se llevó las manos al pecho, ocultándolas bajo la capa y dispuesta a levantarse y echar a correr una vez más ante cualquier señal de peligro. Su acompañante, por el contrario, se sentó en la tierra como si nada y soltó un profundo suspiro.
Él también llevaba una capa con capucha, la misma que dejó caer para revolverse el pelo con los dedos y masajearse el cuello. Fue entonces cuando sus rasgos quedaron a la vista, y Mirajane descubrió que el hombre era en realidad un joven de cabellos rosados y mirada penetrante que la contemplaba sin miedo aún después de haber visto lo que ella escondía.
—¿Quién eres? —exigió saber, sin atreverse todavía a bajar la guardia pero sintiéndose incómoda bajo su escrutinio. No estaba acostumbrada a que la miraran de esa manera, a que la viesen a ella y no al monstruo.
—Mi nombre es Natsu —dijo, y su voz, de alguna manera, pareció retumbar en el bosque. En la noche, su rostro envuelto en sombras reflejaba misterios—. Te vi huyendo de los aldeanos. De no haberte ayudado, te habrían atrapado.
Mirajane lo estudió de arriba abajo, sin fiarse. El bosque susurraba a su alrededor, con sus hermanos perdidos en él y seguramente preguntándose dónde se había metido, si le había pasado algo. Tenía que regresar con ellos, encontrarlos e irse los tres a otro sitio nuevo donde no los conociera nadie. Sin embargo, pese a saber qué era lo que tenía que hacer, su cuerpo no respondía, inmóvil ante la atención de aquel joven que no aparentaba más edad que la suya.
Él la observaba en silencio, sereno, relajado y paciente. Mirajane estaba segura de que quería algo de ella, pero era incapaz de adivinar el qué. Uno no salva así porque sí a una chica como ella, que parece una abominación y causa desgracias allí por donde pasa.
—¿Y por qué debería confiar en ti? —preguntó suspicaz, empeñandose en encontrar el engaño que ocultaba ese desconcertante buen trato.
—No deberías. —La rapidez y veracidad de la respuesta la dejó descolocada y con la boca abierta—. Pero te he salvado la vida, así que creo que podrías darme el beneficio de la duda, ¿no crees? No pretendo hacerte daño. De hecho, como dije antes, quiero ayudarte.
—¿Por qué? —espetó, tal vez con más violencia de la necesaria—. ¿Qué ganas ayudando a alguien como yo?
El joven, Natsu, se encogió de hombros y se puso en pie con la fluidez y el sigilo de una pantera.
—Considéralo un trueque, si quieres. Un favor a cambio de otro favor.
Con su nueva posición, los pocos rayos de luz de luna que conseguían atravesar el follaje le iluminaron el rostro. Gracias a, o por culpa de sus mutaciones mejor dicho, Mirajane descubrió aún en la oscuridad que sus ojos eran de un penetrante color verde, del mismo tono que el musgo de los árboles. Su intensidad la sacudió; se hundió en ella como magia antigua, más poderosa que la que transformaba su cuerpo, más poderosa incluso que el tiempo. El instinto le decía que accediera sin más, sin preguntar cómo ni por qué. Pero ya se había decepcionado demasiadas veces, y había sido traicionada otras tantas. Por eso, preguntó a media voz:
—¿Qué tipo de favor?
Y con ello, Natsu sonrió, desvelando unos colmillos que no eran humanos y que a ella le cortaron la respiración. Había picardía en sus labios, pero fiereza en sus ojos.
—Eso lo descubrirás cuando te lo pida.
Estaba declarando intenciones, aunque Mirajane no conseguía comprender su contenido. Aun así, esas palabras sonaban a promesa, a juramento grabado en sangre. A maldición y magia.
—¿Qué eres? —se descubrió susurrando, incapaz de apartar la mirada de esos colmillos que tanto se parecían a los suyos y que tanto recordaban al resto de sus mutaciones.
—Soy como tú, más o menos. —Entonces su gesto se suavizó en una expresión que Mirajane siempre había anhelado pero que nunca había recibido; un gesto amable, sincero y libre de segundas intenciones o miedos. Natsu se agachó, acuclillado frente a ella esbozando una pequeña sonrisa—. Sé que tienes preguntas, y te contestaré a las que pueda. Pero tienes que venir conmigo. Aquí no es seguro, pueden regresar en cualquier momento.
Le tendió la mano, y Mirajane la alcanzó sin pararse a pensar en qué estaba haciendo y permitiendo que tirara de ella hasta ponerla de nuevo en pie.
—Mis hermanos... —farfulló. Por mucho que ansiara respuestas a qué era lo que pasaba con ella, no iba a irse a ninguna parte sin Elfman o Lisanna.
—Te ayudaré a encontrarlos —prometió él, y ella se descubrió creyendo en él sin dudar.
Comenzaron a caminar con Natsu liderando la marcha, de alguna manera sabiendo cómo orientarse en un bosque tan denso como ese y en medio de la noche. ¿Sería un lugareño, quizá? ¿O tal vez era como ella, que huía de la gente y había acabado viviendo en ese bosque? Tal vez por eso se había encontrado con ella, porque había llevado el peligro de ser descubierto hasta las puertas de su casa.
—Mirajane —murmuró ella entonces, haciendo que él se detuviera y la mirara por encima del hombro, confundido.
—¿Qué?
—Mi nombre —explicó—. No me había presentado. Soy Mirajane Strauss, y mis hermanos se llaman Elfman y Lisanna. Gracias por salvarme ahí atrás.
Se habían detenido al borde de un pequeño claro, salpicado por arbustos y cubierto de helechos. La brisa mecía sus hojas de un lado a otro, susurrando en su propio idioma las verdades del mundo. Natsu la observó unos instantes, en busca de algo que solo él parecía conocer. Después, reanudó sus pasos y Mirajane no tuvo más remedio que seguirlo.
—No tienes que agradecerme nada —contestó en cuanto volvieron a ponerse al refugio de la penumbra que creaban las copas de los árboles. Se abrían paso por un sendero apenas perceptible, marcado por hojas caídas revueltas y musgo arrancado de los troncos—. No cuando mi acción es algo que podría hacer cualquiera.
—Sí, bueno... —Inconscientemente, Mirajane se refugió en la cobertura que le ofrecía su capa, ocultando una vez más sus rasgos no humanos. Las lágrimas querían acudir a ella con solo recordar todo lo que le habían hecho las personas, pero se negó a soltar una sola—. Eres el primero que me ofrece ayuda tras ver mi aspecto.
Natsu, que se había detenido a la altura de una pendiente rocosa para examinar el suelo y los alrededores, resopló con desdén, poco impresionado. A Mirajane le sorprendió no percibir ni un atisbo de lástima en él, ni siquiera cuando la miró por encima del hombro con una camaradería de la que desconocía su origen.
—Cualquiera con un mínimo de decencia, quiero decir —matizó.
Se incorporó sin esfuerzo y le hizo un gesto para que le siguiera pendiente arriba. Mirajane, intrigada por toda su persona, le siguió sin pararse a pensar siquiera si era buena idea confiar tanto en alguien a quien acababa de conocer.
—A veces —continuó él, sin alteración alguna en su respiración pese a lo empinado que era el terreno—, la magia afecta a las personas en un nivel mucho más profundo que a la mayoría. —Hizo un alto y la ayudó a solventar una zona resbaladiza e inestable. Después, continuó el ascenso, así como su explicación—: Esas garras que tú detestas, son señal de que la magia que corre por tus venas es mucho mayor que la de alguien promedio. En lo que a mí respecta, no tienes por qué avergonzarte de ellas. Hemos llegado.
Hasta el momento, Mirajane había estado alternando su atención entre las palabras de Natsu y el procurar no perder pie en su torpe escalada, por lo que la declaración del que se había convertido en su guía la tomó por sorpresa. Confundida, se detuvo junto a un árbol de tronco retorcido, jadeante y sin aliento, y miró al frente.
Tenía ante sí una pared rocosa oculta por enredaderas, con salientes y recovecos traicioneros cubiertos por hiedra y espinas. Y ahí, acurrucados y abrazados en una pequeña caverna, estaban sus hermanos. Se olvidó del cansancio, del miedo, y también de preguntarle a Natsu cómo había conseguido encontrarlos tan rápido. Lo único que le importaba era que por fin volvían a estar juntos.
Sin pensar, con fuerzas renovadas y con el alivio aligerando su pecho, salió corriendo en su dirección gritando sus nombres.
—¡Elfman! ¡Lisanna! —Los abrazó antes de que ellos supieran qué estaba pasando. Volvía a tener lágrimas en los ojos, pero esta vez no hizo nada por evitar que se derramaran y se aferró a sus hermanos con fuerza, jurándose que nunca más volvería a perderlos de vista—. Me alegra tanto que estéis bien...
—Nee-san... —farfulló su hermano, aturdido y todavía procesando qué estaba sucediendo.
Lisanna, en cambio, comenzó a sollozar, hipando y farfullando una explicación poco coherente de cómo habían llegado hasta ahí, de cómo la habían perdido de vista de pronto y de cómo no sabían qué hacer y de lo muy muy pero que muy asustada estaba. Mirajane la tranquilizó como pudo, susurrándole que ya había pasado todo, que ya volvían a estar juntos y que no volverían a separarse más.
Unos pasos se escucharon por encima del llanto de su hermana pequeña, y solo entonces Mirajane recordó que no había llegado hasta ahí sola. Natsu se acercó hasta ellos despacio y, sin decir palabra, se desabrochó la capa que le cubrían los hombros y la dejó caer sobre el bulto enredado que conformaban ellos tres.
—Hay una ciudad a unos dos días a pie de aquí —dijo—. Pasaremos aquí la noche y partiremos al amanecer. Sé de un sitio, un gremio, donde podéis quedaros. Os llevaré hasta ahí.
Mirajane dudaba bastante de que existiera un lugar donde pudieran permanecer más de una semana, pero...
—¿Un gremio? —El término le sonaba, de escucharlo de vez en cuando en conversaciones ajenas, pero seguía sin saber qué implicaba la palabra.
—De magos. —Y para su eterna sorpresa, entre los dedos de Natsu surgió el fuego. Las repentinas llamas le iluminaron la sonrisa; los colmillos le confirieron un aire de depredador—. Iremos a Fairy Tail.
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