Relato Nº3 : Baño de sangre
Todos los baños pueden purificar. Todos tienen la particular destreza de llevarse la inmundicia que serpentea en la piel, el sudor acre que expelen los actos indebidos, las manchas que tatúan las manos de mil rojos distintos; bermejón, gránate, escarlata, púrpura, todos distintos pero con la misma fragancia. Es por todo esto que creo que este baño en el cual estamos todos inmersos es una buena señal para el futuro; un baño de sangre que equivale a un saneamiento. Ellos, que se retuercen en sus dolores que manan en fuentes irregulares, quizás no lo comprenden, pero lo harán; entenderán lo que ella está haciendo y porque lo hace, quizás más temprano que tarde, pero la comprensión llegará. Yo, que sujeto mis tripas con una fascinación morbosa, lo sé y la apoyo. Ella nos liberará de la impureza, redimirá nuestros actos.
Pensando en esto me arrastro hasta donde está la doctora Quinn. Sus ojos se ven grandes y asustados a la luz de las lámparas de baja intensidad, (pues si son intensas nos estimulan). Su boca fue abierta con una cuchilla filosa y ahora tiene una sonrisa mucha más bonita que la que tenía en el pasado, una mejor, pues no se borrará nunca.
—Katie...—balbucea mientras la sangre brota de sus comisuras y las palabras se le atragantan—Presi... presiona...el intercomu...nicador.
El intercomunicador es un botón grande y rojo que está en lo alto y a la izquierda. Con él la doctora suele llamar a los guardias cuando las cosas escapan del control; este momento claramente es uno de esos, pero ella tardó, esperó demasiado, Rebbeca fue más rápida, es más veloz que todos nosotros. Y también más compasiva.
Un cosquilleo me hace reír y un chorro de sangre más grande sale de mi vientre y se desliza por el piso. Estoy algo mareada pero no tanto como para no darme cuenta de que quién se mueve en mi sostén es Candice. Candice es mi ratona, mi única amiga en el mundo aparte de Rebbeca.
— ¿La loca lo hizo al fin?—chilla Candice asomando su cabecita amarronada por el escote de mi blusa.
Me enoja que le diga así.
—No está loca y es nuestra amiga. Esta mal hablar así de nuestros amigos. La critica a escondidas es igual a una puñalada en la espalda; lastima e hiere pero no puedes ver quién tiene el arma ni sus intenciones.
—Mira lo que le está haciendo a Isabel, Katie.
Le obedezco porque Candice suele mostrarme siempre el otro lado de las cosas, su percepción.
Rebbeca está de rodillas en el piso. Su cabello dorado está salpicado por una variedad de cosas diferentes entre las que atisbo, coágulos, mechones apelmazados de color negro y trozos orgánicos que no llego a descifrar. Debe oler bonito. No puedo ir hasta ella pero si pudiera lo haría para embeberme en el aromático perfume de un trabajo casi listo.
Una de las manos de Isabel, que yace moribunda, está desprendida del resto de su ser y reposa confusa entre su brazo y su torso.
—Una mano no puede estar confusa, Katie, ¿qué estás diciendo?—me dice Candice, y luego posa sus ojitos rosados en mí con una expresión molesta.
Detesto que lea mis pensamientos. Debería ir con esos poderes a un circo y hacerse famosa, no usarlos conmigo.
—Claro que puede—le respondo— ¿No ves que la pobre no sabe si pertenece al cuerpo o no? Y es lógico. Es Isabel pero sin estar en ella. Es obviamente confuso.
—Y ahí va la otra, ¿Tendrá acaso la misma crisis existencial o entenderá que es solo una mano muerta y en proceso de descomposición?
En efecto Rebecca corta la otra mano de Isabel, la que algunos llaman la monja, porque antes de estar en Reinwich lo era. Dicen que mató a tres religiosas y a un sacerdote antes de dejar los hábitos. Que estaba bien con sus crímenes, sin peso ni culpa, y que después ya no. Bendita Rebecca que limpia las huellas de su pasado sin titubear. Que corta por lo sano para que la mujer, que alguna vez fue de Dios, pueda hallar paz.
En mi caso me ha dado la purga justa que tanto anhelaba mi alma.
Rebbeca lanza un alarido estridente. Un grito de guerra en contra de los pecados de todos que están ahí juntos, revolcándose y mezclándose entre olores y colores; revoltijo de insanidad, temor y malas decisiones. Y después de hacer esto apuñala uno de los ojos de River. Él grita y cae sentado. Una de sus manos va a ese hueco que no para de derramarse y la otra trata, en vano y con poco esfuerzo, de evitar que Rebbeca acabe también con el otro, pero su inútil intento no salva el ojo restante. Este hace un sonido chisporreante al estallar y deja detrás de él una estela de silencio.
Ninguno pide piedad ni llora por lo perdido ni por lo que van a perder. Ninguno, ni siquiera la doctora, pues sabe ( y sabemos) que guarda sus trapos sucios debajo de la alfombra. Sus investigaciones, sus pruebas, sus juegos de rueda giratoria, sus medicinas nuevas, sus tratamientos alternos, su inhumanidad disfrazada de piel muerta. Por eso calla.
—Hoy es miércoles. Los miércoles es día de castigos—dice Rebbeca llevando su mirada de uno a otro—Los miércoles se paga la cuenta. Los miércoles se vencen los plazos y el deudor ya no tiene donde esconderse. Hoy es miércoles...
Rebbeca tiene una fijación intensa con el día miércoles. Creo que lo disimula pobremente.
—Ninguna herida es de muerte inminente—me dice Candice—La peor es la tuya. No tardarán en darse cuenta. Vendrán con sus jeringas y sus chalecos....
—Sí, vendrán pero tarde. El punto es la higienización de las conciencias a través del cuerpo.
—Hablas como la doctora, pero a diferencia de ella no suenas inteligente.
—Ya cállate, Candice.
Mi peluda amiga vuelve a acomodarse en el refugio de mi pecho. Por un momento trato de enfocar la vista en lo que está sucediendo y no puedo. Las caras y los cuerpos se vuelven borrosos y sus diálogos lejanos, como si vinieran desde algún punto en el pasado. Cierro los ojos para que esa sensación disminuya y es ahí cuando otras imágenes vienen a poblar mi cabeza como peregrinos de paso.
Veo mi vientre abierto y lánguido, pero esta vez las que lo profanan no son manos ajenas sino propias. Ellas son la que cumplen la faena cruda y necesaria, las que extirpan lo que crece en su interior como un tumor maligno y dejan al concluir solo vacío y pulcritud.
Un ruido de movimiento a mí alrededor me rescata de mis memorias y puedo verla allí, como a la protagonista de una gran obra en pleno debut. Rebbeca crea una danza hipnotizante. Va deslizándose con esos pasos bien ensayados de uno a otro de los concurrentes, corrigiendo pequeños detalles; un corte más, otra incisión, ¿una amputación? Mejor otra tajadura. Ellos, reciben sus retoques con gracia y admiración, se entregan a su baile, y danzan su pieza, anhelan con todo fervor ser parte.
Lágrimas de puro regocijo adornan mis ojos negros, y es cuando estoy tan inmersa en Rebbeca y en su extraordinaria actuación cuando oigo las palabras.
— ¿Hoy compartirás con el grupo, Katie?—dice la doctora Quinn, sentada a mi lado—Nos encantaría escucharte.
La miro con desgano. Odio compartir. Lo compartido se corrompe tan fácilmente y es menester para mí mantener la pureza.
—Candice no quiere que hable con ustedes—digo en respuesta.
Es mentira, Candice está profundamente dormida. Seguro la doctora lo sabe. Oye sus ronquidos.
—Te he dicho una y mil veces que no debes traer a Candice al grupo, Katie—me recuerda—Pero bien, ¿quisieras compartir algo con el resto? Lo que sea, un pensamiento, un sueño, un deseo.
Lo pienso bien. Rebbeca, con su belleza clásica y sus aires de estrella me sonríe dándome aliento. La monja bosteza y River solo se mece, con su vista fija en la nada.
—Pienso que están sucios, inmundos y manchados.
La doctora Quinn frunce el ceño y toda su atención se concentra en mis palabras.
—Creo que se contaminaron y que necesitan ser lavados. Yo quisiera ayudarlos pero no puedo, solo pude ayudarme a mí en su momento, no tengo la fuerza ni la voluntad suficiente para sanearlos, pero sé de alguien que sí.
— ¿Tu rata mugrosa?—dice la monja con claro fastidio.
— ¡Claro que no! Y Candice no es mugrosa, es pura, más que todos ustedes juntos. No, ella no.
Mis ojos se van a Rebbeca. Ella se pone de pie, sus increíbles ojos azules parecen trozos de hielo antiguo que comienza a resquebrajarse.
—Rebbeca...—la llamo.
La doctora Quinn mira a una y a la otra con sospecha.
—Creo que será mejor que finalicemos por el día de hoy...—dice.
— ¿Qué día es hoy?—le pregunto a Rebbeca.
Ella aspira profundamente antes de esbozar una sonrisa demasiado grande para su boca.
—Hoy es miércoles—declara.
—Hoy es miércoles—confirma River.
—Hoy es miércoles—afirma Isabel.
—Hoy es miércoles—le recuerdo, activando sus manos justicieras.
—Hoy es miércoles—repite Rebbeca—Y los miércoles es día de castigos.
—Día de limpieza—susurro.
Y Rebbeca inicia el último acto como la artista que es, con elegancia.
Somos deudores, espectadores de una función especial que no han pagado la entrada. No hay donde esconderse... Que corra la sangre.
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