Relato nº 2: De tres
Ficha de personajes:
Frank Cameron:
Edad: 32 años.
Profesión: Detective.
Estado civil: Casado.
Aspecto:
Caucásico. 1. 80 cm. Ojos verdes. Cabello rubio.
Isabel Alondra:
Edad: 29 años.
Profesión: Monja.
Estado civil: Soltera (Casada con Dios)
Aspecto:
Caucásica. 1. 68 cm. Ojos azules. Cabello pelirrojo intenso.
Prudence Maikova:
Edad: 22 años.
Profesión: Monja.
Estado civil: Soltera ( Casada con Dios)
Aspecto:
Caucásica. 1. 74 cm. Ojos marrones. Cabello castaño oscuro.
La vida es misterio; la luz ciega y la verdad inaccesible asombra (Rubén Darío)
Miércoles 12 de Octubre 1983.
Frank Cameron tenía la mirada rapaz y aguda de un águila, inquisitiva. Incomodaba a quienes la recibían, aceleraba corazones y pulsos, pero ese no era el caso de la Hermana Isabel. Ella enfrentaba sus ojos verdes con una tranquilidad que no cuadraba con las circunstancias.
—La hermana Prudence había tomado los votos apenas hace un año, ¿No es verdad?
Las comisuras de los labios de la monja se elevaron ligeramente en una sonrisa oculta, fuera de lugar.
—Si—confirmó—Y parecía tan feliz al servicio del Señor, detective. Había en ella una vocación tan profunda.
Frank volvió la vista hacia el cadáver. Estaba colgado de una viga del techo. Un ligero vaivén seguía impulsándolo suavemente. Él sabía que era por el viento que entraba por la ventana, por la forma en que colgaba y por la inclinación de la viga, pero dentro de sí le parecía que era Prudence quién se mecía, tal vez consolándose, quizás intentando bajar para seguir con su rutina eclesiástica.
El curso de sus pensamientos le resultó extraño.
— ¿A qué hora se van a dormir, Hermana? ¿Quién fue la última que vio a Prudence con vida?
Esta vez a la religiosa se le escapó una pequeña risa que no trató de ocultar.
—Lo siento—dijo, aunque era evidente que no—Es que... No importa. A las siete cenamos. Ella estuvo conversando un poco con la Hermana Esperanza en el pasillo.
— ¿Sobre qué?, ¿Lo sabe?
—Yo sé todo lo que sucede aquí, detective—dijo ella enderezando su postura.
Era el turno de Frank de sonreír.
—Pues parece que todo no, Hermana Isabel. Dos monjas han muerto en estos últimos quince días en circunstancias extrañas.
Ella negó con el dedo.
—Solo una, Valeria. Lo de Prudence es obviamente un suicidio.
—Eso aún debe ser comprobado—le recordó el detective—Y entonces, ¿De qué se trató la charla?
—De la fiesta del día del niño. Estaban a su cargo los preparativos. Será mañana domingo... No, no será, claro, hemos decidido cancelarla.
—Qué pena por los niños.
—Mayor pena la muerte sin sentido de un alma tan pura, ¿O no lo cree así, Frank?
Él se había presentado como el detective Cameron, entonces ¿Cómo sabía su nombre de pila? ¿Y por qué lo nombraba en aquel tono tan íntimo?
—En unos minutos vendrán a retirar el cuerpo. Volveré mañana para hablar con la Hermana Esperanza.
—Muy bien, detective—dijo la monja—Cuente con nosotras para lo que sea necesario.
Mientras caminaba hacia la puerta Frank pudo sentir la mirada de la Hermana Isabel sobre él. Sus ojos clavándose en su espalda como dardos envenenados. También creyó sentir otra, una imposible, que acusadora y exigente le pedía voltearse una vez más antes de marcharse de su cuarto.
Frank no lo hizo.
« Debió mirarme»
Sábado 16 de Agosto 1990
En una de las esquinas más pobres y deslucidas del estado se encontraba el que fue uno de los mejores detectives de Manhattan. Ahora, entre las sombras furtivas de la noche y el frío inclemente que golpeaba a los desamparados, era un indigente más. Sucio, adelgazado y en un leve estado de ebriedad; un despojo del hombre que fue, un ser creado de las ruinas del anterior, hecho de sus partes más rotas, lunáticas e indignas.
—Frank...
Quién lo llamó con una voz suave y persuasiva se acuclilló delante de él.
—Apesta, detective.
Hacía mucho que nadie le decía así, por eso ese nombre y no el suyo propio fue el que lo despertó de su letargo.
Alzó la cabeza y la miró.
—Hermana Isabel.
—Ya no. Solo Isabel ahora. Dejé los hábitos hace dos años. Pues el tiempo de vestirlos había acabado.
Él recorrió con sus ojos el rostro aún bello de la mujer. Su piel blanca, su cabello rojo, suelto y ondulado, sus ojos, azules y fríos como esa noche, quizás más, siempre tiranos.
— ¿Por qué?—le preguntó Frank.
Ella mostró una de sus sonrisas de predador, vacía y cruel como su alma.
— ¿Por qué, qué? ¿Por qué hable aquella noche? ¿Por qué quite el velo que te era necesario?
Él negó. No era eso; merecía ver y saber, enfrentarse. No, él preguntaba porque en primer lugar había callado.
—Ah—exclamó ella entendiendo— ¿Por qué me preste al juego?
Frank asintió y una lágrima cayó de sus ojos al piso de cemento.
—Porque quería ver hasta donde podías seguir engañándote.
Isabel se puso de pie y desde esa altura lo miró como miraría un juez al reo más despreciable.
— No querías ver, la luz de los hechos era tan intensa que te cegaba, te hacía daño y la oscuridad, tan despreciada, víctima de tanta infamia, era para ti un regalo, uno que aceptaste de mi mano, pues me compadecí por el afecto que te tenía, y que aún te guardo.
Frank asió la botella que tenía en una bolsa marchita y dio un largo trago.
—No fue piedad, Isabel. Fue ese sadismo del cual estás llena. Fue otro de tus juegos de perversión.
—Y tú inocente...
—No, yo pecador, pero no uno que disfrute de la agonía ajena.
Isabel se rio como se reiría la muerte de un condenado.
—Te busqué en vano entonces. Si eso crees, ya no hay más nada de qué hablar. Quédate con tu patético remordimiento. A ver si él levanta a Prudence y le trae justicia a Valeria.
« Nada va a levantarme. Ni arrepentimiento ni expiación»
—Adiós, detective Cameron.
Y mientras más se alejaba Isabel de él, Frank más se enajenaba.
—Adiós, Hermana... Al diablo, no a Dios, escuchó. ¡Al diablo!
Domingo 27 de Febrero 1984
Qué atractivo eres, Frank. Ese pensamiento en la mente de Isabel se volvió un murmullo que dejó escapar mientras se acercaba al detective. Había, en vano, tratado de enrollarlo y esconderlo cuando se presentaba, antes, al principio, pero ahora la madeja estaba libre y rodaba. Se liberó desde aquel primer beso, y ahora era un ovillo imparable.
«Fui testigo accidental de aquel acto profano. Del primero y del último»
Frank estaba sentado en uno de los primeros asientos de la iglesia. Peinando su cabello rubio con las manos, orando.
—Perdone la interrupción, detective.
Al verla él sonrió y con un ademán le pidió que se sentara a su lado.
—Temprano para la misa de las seis—Le dijo Isabel.
—Lo sé. Quería verla, tengo novedades de los casos.
Ella arrugó el entrecejo. Se mostró interesada.
—Se encontraron huellas en el cuerpo de Valeria. El asesino dejó su marca y ese descuido va a condenarlo.
— ¿Y Prudence? Ha dicho casos.
Él esperó tener toda su atención para darle la noticia.
—No fue un suicidio.
Isabel clavó sus ojos en él con una profundidad que pareció horadar los suyos, presionar las orbitas, desgarrar las iris, estallarlos en una lluvia de rojos coagulados.
¿Por qué lo miraba de esa manera?
—Lo siento, Frank, pero es hora de que despiertes. La verdad, querido mío, no es fácil ni es grata. Por eso Dios no quiso que tomáramos la fruta en el Huerto, ¿Cómo podríamos nosotros, débiles y pecadores, contemplar la verdad sin enloquecernos? ¿Qué haríamos con ella, cómo evitar que el conocimiento nos superara?
—No sé...
—No sabes, pero sabrás—sentenció la monja—El 11 de Octubre de 1983 era martes y tú estabas retozando conmigo en la cama.
El detective miró hacia su izquierda y hacía su derecha, asegurándose de que nadie hubiera escuchado semejantes palabras. Horrorizado.
—Hermana.
—Llámame Isabel, como lo hacías esas noches en las que te dejaba entrar a escondidas en mi cuarto. Esas noches como ese martes en el que ella nos vio por segunda vez, y ya no compartiendo solo un beso casto.
Frank empezó a negar con la cabeza, sentía que caían las murallas y que se hallaba desprotegido contra una verdad amarga.
—Ella dijo "Le diré a la Madre Superiora"—continuó—Y yo dije" Toma la cuerda y cállala" Y lo hiciste, porque me amas, porque sabías que yo no soportaría sufrir aquella vergüenza.
— ¿De qué está hablando?
—De lo que tu mente borró porque no pudo resistirlo. Y te entiendo, sus ojos, aunque insistía en cerrarlos, se abrían de nuevo. Nos miraban, nos culpaban. Aún guardo aquella imagen, pero no soy como tú Frank, yo no me volví loca.
—Eso no es...—musitó el detective, pero parecía rendido, petrificado.
—Lo es. ¿Y sabes que es lo más absurdo? Que al borrar esa noche también borraste nuestra historia juntos, toda.
Frank puso su cabeza entre las piernas y ya no le importó quién miraba.
— ¿Cómo pudimos?, ¿Cómo pude?
Isabel estuvo unos minutos a su lado pero él no parecía querer serenarse ni aceptarlo. Respiró hondo y poniéndose de pie lo dejó solo.
—Ya se calmará. Olvidará esa noche y volveremos a estar juntos.
«Pero yo no le permitiría olvidar. Ahora que todo lo veía y que ningún pensamiento o emoción me era inaccesible, contaría la historia. El que tenga oídos que oiga. »
Ahora escucha...
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