Parte II

Otra vez, el maldito cielo al revés, en tonos pastel. Esta vez no daría vueltas como un estúpido, estaba más que enterado de que no habría nadie en las calles, ni nadie en los almacenes, ni mucho menos encontraría persona de su familia en su hogar o en la esquina de su cuadra. Los únicos habitantes de aquellas oníricas tierras eran la niebla morada que cubría sus pies y los cuatro Pablo Aimar que esperaban en su cuarto.

Confundido, pero también muy emocionado, corrió las calles que los separaban de aquella copia abandonada de su domicilio en Santa Fe. Las escaleras esperaban por él. Excitado, ascendió por ellas con el hambre a flor de piel. Desabrochó los primeros botones de su camisa y no se planteó la desilusión de que todo aquello no fuera más que un sueño. Había cuatro Payasitos al otro lado de la puerta, cada uno más lujurioso que el anterior, clamando por su tacto. ¿Por qué cuestionarse las decepciones de la realidad cuando el mismo Morfeo era quien le regalaba un instante de paraíso, un instante de eternidad?

Dejando para después aquel pequeño conflicto existencial, atravesó el umbral de la puerta con una sonrisa ancha y expresiva sobre sus labios. Pero dicha mueca se le esfumó muy pronto ya que, donde debían estar cuatro Pablitos excitados esperando con piernas abiertas la intromisión de su erección, encontró cuatro cunas perfectamente alineadas unas al lado de otras. Aturdido, abrochó rápidamente los botones superiores de su camisa. Luego pasó ambas manos por su cabello visiblemente nervioso, y dio algunos pasos en círculos tratando de dilucidar la situación. Sin embargo, la curiosidad lo acercó a uno de los lechos infantiles.

«¿De quiénes son estos pibes? ¿Por qué están en mi pieza?». Se cuestionó viendo a los retoños de pequeños rizos castaños que dormían plácidamente en sus cunas de pino barnizado. Uno de ellos abrió sus ojos lentamente hasta dejar ver unos iris claros y de un color almendrado que reconoció de inmediato. Eran los mismos ojos de Pablo Aimar, los que siempre le parecieron demasiado transparentes, demasiado acordes con su rostro angelical y risueño. Aunque, obviamente, jamás se lo dijo (ni planeaba hacerlo).

—¡Al fin se te pintó aparecer, eh! —espetó alguien a sus espaldas.

Se dió la vuelta, y allí estaban al cuarteto que tanto deseaba ver hacía tan solo un momento, pero que ahora le producían cierto escalofrío. Los cuatro estaban de brazos cruzados y le reprochaban con la mirada.

—¿Pero yo qué hice? ¿Qué les debo? —inquirió desconcertado.

—¿Qué nos debes? ¡¿No te das cuenta o sos pelotudo?! —respondió enojado un Pablo Aimar parado a la derecha del que había hablado antes.

—En serio, che, yo...

—¡Mira atrás tuyo, culiado! —gritaron los cuatro al unísono antes de que Lionel pudiera explicarse adecuadamente. Los niños a sus espaldas rompieron en escandalosos llantos. Por instinto, fue hacia uno de ellos y trató de cargarlo en brazos, pero no sabía cómo. Los otros cuatro continuaban enfurecidos dejando que los infantes se pusieran rojos de tanto llorar.

—Che, les juro que no tengo idea de lo que está pasando, pero los pibes... Por favor, ¿me pueden ayudar?

Consternados, los cuatro rodaron sus ojos, pero se arrimaron a cargar a sus hijos. Cada uno sabía cuál tomar, ya que los bebés no eran todos iguales. Algunos eran más rubios o más castaños, ojos más claros o más oscuros. El que tenía Lionel en brazos, era de un Pablo Aimar de camiseta roja de rayas blancas en sus hombros. La camiseta alternativa de River, pensó mientras le entregaba al pequeño que se tranquilizó apenas Pablo lo acercó a su pecho. Otro llevaba la camiseta oficial del mismo equipo, mientras un tercero vestía la camiseta de la selección argentina sub-20. Por último, el que ya había hecho calmar a su niño, era un Pablo Aimar vestido con ropas de calle, llevaba una de esas camisetas de rock internacional que tanto le gustaban.

—Los pibes son tuyos —le informó ese último Pablo Aimar, casi apiadándose de él.

—¡¿Qué?! —exclamó casi al borde de la carcajada, debía ser el sueño más raro que había tenido nunca. Ahora era padre de cuatro niños nacidos de cuatro cordobeses exactamente iguales. Si, estaba en la cúspide de la esquizofrenia. La estabilidad de su subconsciente dejaba mucho que desear.

—Les dije, es un pelotudo que no se va hacer cargo de lo que hace su pija —espetó el de la camiseta oficial volviendo a dejar a su retoño dentro de su cuna—. Así son todos —agregó con desdén ayudando a otro de los Aimar a arropar a su infante.

—No, no, no digas eso. No entiendo nada. Yo ni siquiera...

—¡¿Ni siquiera qué?!

—Ni siquiera les metí la pija... A ninguno. Además de que son tipos, cómo puede ser posible que ellos sean míos —dijo señalando a los niños que uno a uno volvían a su siesta.

—Dale, hace preguntas para zafar, ¿no? Sos un hijo de puta —escupió el de la selección argentina.

—¡No! ¡Eso si que no! —se quejó ofendido—. ¿Qué quieren qué haga? ¿Me caso con ustedes? ¿Les paso la manutención?

De pronto, los cuatro sonrieron con cierta malicia, Lionel volvió a sentir escalofríos. Estaba seguro de que algo se traían entre manos y, antes de poder siquiera pensar en qué podría ser, todo a su alrededor cambió de un instante a otro. Ya no se encontraba en el interior de su habitación, sino que ahora se hallaban justo en frente de la casa.

Varias mesas redondas con inmaculados manteles blancos ocupaban el ancho del asfalto, y un arco de rosas se levantaba delante de ellos, en donde esperaban los cuatro Pablo Aimar con hermosos trajes rojos y blancos. Llevando en sus manos ramos exageradamente vistosos de rosas y claveles. Lionel sintió palidecer ante semejante acto que supuso que pretendía que fuera suceder, el cual confirmó al observar su cuerpo y encontrarse vistiendo un elegante traje negro con una rosa roja y blanca en su bolsillo izquierdo.

Antes de siquiera objetar algo, salió corriendo por entre las mesas vacías. Los cuatro Aimar lo siguieron por detrás gritando un sin fin de insultos hacia su persona, su origen y su familia. Pero nada de eso iba detenerlo, aunque si la niebla morada que parecía hacerse cada vez más espesa y ascender hasta casi cubrir la totalidad de su cuerpo. A razón de ello, terminó por chocar contra un pasaje sin salida. Aturdido, trató de volver sobre sus pasos y tomar otro camino, pero al retroceder tan solo unos metros, fue atrapado por cuatro pares manos que comenzaron a tirar de sus ropas.

Desesperado, trató de huir de ellas, pero era imposible. Los cuatro Pablo Aimar lo arrastraban hacia el arco de rosas como cuatro bestias que no estaban dispuestas a renunciar a su presa. Llorando, intentó zafarse nuevamente, pero obtuvo el mismo resultado. Creyó que estaba condenado a continuar con aquella pesadilla, pero solo de pensarlo intentó una vez más. Cerró los ojos con fuerza y comenzó a retorcerse como una babosa siendo lentamente quemada por un puñado de sal.

—¡No me quiero casar!—gritó cayendo de la cama, mientras continuaba retorciendo su cuerpo de un lado a otro.

Sus lamentos habían sido tan escandalosos que despertó tanto a su compañero de cuarto como a los otros dos que dormían en la pieza contigua. Walter Samuel, alarmado, salió de entre sus sábanas para ver cómo estaba el santafecino, el cual lo encontró sudando frío revisando su cuerpo como si tuviera sanguijuelas encima de él.

—¡¿Y ahora qué te pasó?! —preguntó su amigo tratando de calmarlo.

—Ellos... Me tenían atrapado y, y, y... Me querían. El arco. La niebla. Los bebés. Yo... —Lionel solo decía incoherencias inconexas a las que su compañero no podía darle ningún tipo de sentido. Suspiró cansado y lo ayudó a levantarse. Todavía seguían muy lejos de casa, en aquel país asiático tan extraño para sus culturas de origen.

Después de aquel despertar tan caótico, Lionel se dio una ducha fría y se unió al equipo para entrenar de cara al último partido de la Copa Mundial Sub-20 de 1997. Ya en la cancha auxiliar del estadio, saludó a sus amigos más cercanos, pero cuando se encontró a unos cuantos pasos de Pablo Aimar, se dio la vuelta y fue a trotar al ritmo del silbato del entrenador de turno, Pékerman. El joven cordobés llegó a notar el amague, por lo que fue detrás de él y le saltó encima apenas tuvo la oportunidad.

Lionel gritó horrorizado recordando a los cuatro Payos secuestradores. Pablo, asustado, se bajó de él y trató de disculparse. Pero Lionel, volviendo a sus cabales, trató de sonreír y fingir que todo había sido una broma. Aunque su corazón latía tan fuerte que parecía estar atravesando una taquicardia. De allí en más, el entrenamiento siguió relativamente normal. No obstante, el santafecino escapó más de una vez de la presencia de Pablo poniendo cualquier excusa poco convincente para el riocuartense.

Finalmente, el anochecer llegó hasta ellos. Los veintidós jugadores, tras otra oportuna ducha fría, enfilaron hacia el comedor del hotel. Lionel se sentó junto a Walter Samuel, Esteban Cambiasso, Martín Perezlindo y Sebastián Romero. Este último, tras comer rápidamente su comida, mencionó algo peculiarmente interesante que hizo a los tres guardar silencio y escuchar muy atentos lo que contaba a continuación:

«Desde que llegamos, conocí a una malaya que sabe español y me contó algo muy loco. ¿Sabían que ellos creen en un dios llamado Sangkalaan? Es un dios muy travieso que le gusta exponer los más íntimos y oscuros secretos de la gente. Me dijo que para ello se mete en tus sueños y te hace ver una y otras vez aquello de lo que te niegas hablar, hasta que pierdes la cordura y no te queda otra que contarle a todo el mundo tu gran secreto. Y que es por esto que prenden esos sahumerios rojos antes de dormir, esos que vimos en la entrada del hotel, es para calmar a este dios loco que tienen...»

Los tres muchachos abrieron grandes sus ojos, sus rostros eran una mezcla entre la incredulidad absoluta y una terrible fascinación. Cambiasso fue el primero en continuar con aquella excepcional charla:

«Boludo, vos sabes que me parece que viví algo así. Desde que llegamos no dejé de soñar con el hamster de mi hermano, el Cuchu. Pero los sueños al principio eran tranquis, pero los últimos eran cada vez más violentos; hasta soñé que el bicho me comía un pedazo del brazo. ¡Me re cagué, no sabes! Así que anteayer llamé a mi casa, me salió un fangote de guita la llamada, pero después de decirle que el hamster no se había perdido y que me lo olvidé en el patio bajo el sol, no volví a soñar con esa cosa... Fue re loco.»

Lionel Scaloni se levantó de su asiento completamente horrorizado. Los demás se sintieron incómodos. Un testimonio demasiado verídico para algo que en principio parecía pura superstición asiática. Walter cortó con el tema, era demasiado tétrico para hablarlo antes de la final. Lionel pidió disculpas y se retiró con la mitad de su plato sin tocar.

Salió del comedor, y caminó solo por el largo pasillo que llevaban hacia las escaleras del edificio. En todo el trayecto no dejó de mirar la alfombra del piso, la cual tenía un extraño patrón de lunas medias menguantes junto a flores de cuatro pétalos. Casi inconscientemente, comenzó a contar las lunas. Pero justo antes de llegar a las escaleras, vio como cuatro de ellas crecían de media menguante a tres cuartos. Se detuvo en seco y parpadeó un par de veces antes de volver a fijarse.

Pero al observar de nuevo, las lunas eran exactamente iguales a las demás; no había nada extraño o peculiar en ellas. Supuso que su cansada vista lo había engañado. Se sonrió para tranquilizar sus nervios y bajó por las escaleras hasta la planta baja del hotel. Allí, justo en la entrada, encontró los inciensos rojos que Sebastián Romero había mencionado. Miró a ambos lados del vestíbulo y, antes de ser visto por alguien, tomó uno de ellos y subió las escaleras de regreso a su habitación, que se encontraba un piso más arriba que el comedor. Estaba tan concentrado en el hilo gris y transparente que ascendía hacia el techo mientras el polvo rojo y espeso se consumía, que no se dio cuenta de que los cuadros del pasillo, que antes representaban a cuatro personas distintas relacionadas con la historia del país, ahora mostraban a cuatro Pablo Aimar luciendo la corona típica de los trajes folclóricos de Negeri Sembilan.

Aunque, lo que no pudo pasar por alto al entrar a su habitación, fue la risilla perturbadora de algo o alguien a sus espaldas. Sus manos temblaron, pero logró seguir sosteniendo el porta sahumerios forjado en cobre con la forma de un Borong rugiente. Se dio la vuelta tan rápido como pudo, pero se encontró tan solo como antes. «Estoy sugestionado, estoy sin dormir y nervioso por la final», se dijo a sí mismo tratando de mantener la calma, o bien, tratando de obtenerla. Su respiración comenzaba a agitarse y su pecho cada vez dolía más, no era momento para un ataque pánico, él ni siquiera era de creer en cosas semejantes.

—Che, boludo —lo llamó Pablo entrando de pronto a su habitación. Nunca fue tan feliz de verlo—. Escuchame una cosita. ¿Yo te hice algo? ¿Por qué mierda te andas escondiendo de mí? Pensé que éramos amigos —se quejó con justa razón notablemente dolido.

Lionel abrió la boca para gesticular alguna respuesta, pero sabía que cualquiera cosa que dijera sería mentira, nada remotamente cerca a lo que realmente le pasaba por su cabeza. Volvió a recordar el relato de Cambiasso y se preguntó sobre lo qué podría soñar aquella noche si el dios malayo era real. ¿Lo obligarían a cosas peores que casarse y ser padre de cuatro hijos? ¿Y si quería tomar su virginidad trasera? ¡Qué horror! Pensó más asustado de lo que nunca estuvo en su vida, no quería volver a ver esos cuatro caprichosos.

Pablo seguía exigiendo una respuesta. Lionel lo miró a los ojos, y luego dejó el porta sahumerios sobre una mesa de la habitación. Respiró hondo, dio los dos pasos que lo separaban de Aimar y, tomando con ambas manos su rostro, estampó un casto beso sobre sus labios. Al separarse, Pablo estaba boquiabierto tratando de entender que había acabado de pasar.

—Tus ojos son muy lindos, tu cabello es hermoso y tu sonrisa me hace feliz —logró confesarse sin mirarlo a la cara.

El sahumerio sobre la mesa se apagó y una brisa con rumores extraños se coló por el balcón. Lionel ya no podía soportarlo más, apretó los ojos con fuerza y esperó a que sucediera cualquier cosa: que Pablo lo golpeara en la cara por ser un «mariposón degenerado» o que un ente diabólico se apareciera justo frente a él. Sin embargo, para su suerte, ninguna de las dos cosas ocurrió. Sino que, al contrario, sintió cómo la cálida y pequeña mano del cordobés tomaba la suya lentamente. Alzó sus párpados y se encontró con un Pablo Aimar muy avergonzado, mordiéndose el labio inferior con gran emoción. ¿Qué significaba eso?

—Sos un pelotudo —le dijo esbozando la enorme sonrisa que había estado conteniendo hacía unos segundos.

Luego se abalanzó sobre él y sus labios ahora se encontraron en un beso más profundo y prolongado. En ese momento, Lionel sintió que finalmente estaba viviendo el verdadero sueño y que todo lo anterior había sido una desagradable pesadilla urdida por algún ser absurdo que no tenía nada mejor que hacer que molestar a un grupo de veintidós argentinos alojados en cualquier hotel de Kuala Lumpur.

...

Por la noche, Lionel, Walter, Estebán, Martín y Sebastián decidieron dormir juntos, a pesar de que el entrenador les indicó que lo hicieran por separado. Habían quedado tan sugestionados por el mito de Sangkalaan que no podían conciliar el sueño estando solos. Aimar, por su parte, durmió con su compañero Diego Placente, como lo había hecho todas las noches desde que se habían hospedado en ese hotel.

—Hoy será la última vez —le susurró uno de los Lionel Scaloni mientras repartía besos por su níveo cuello. Pablo Aimar abultó sus labios bastante decepcionado de escuchar aquello. Había disfrutado en gran manera de las atenciones de esos cuatro santafesinos que solo se preocupan por satisfacerlo en gran manera.

—Espero que nos extrañes —dijo el Lionel que estaba con su erección en mano rozando la entrada a su interior.

—Metela... —murmuró antes de fundirse en un hambriento beso con otro de los santafesinos.

Un cuarto se encargaba de lamer y succionar sus pezones hasta dejarlos rojos y mercados. Aquello le robaba pesados gemidos que ahogaba en la boca del otro Lionel. El que mantenía sus piernas abiertas, lentamente se iba deslizando en su interior. Casi no había dolor, tal vez a razón de ser todo aquello un mundo de fantasía dentro de sus sueños. Deducía que en la realidad no sería todo tan fácil, pero le hacía ilusión tener su primera vez real con el verdadero Lionel Scaloni que, finalmente, respondía a los sentimientos que nunca se ánimo a expresar en voz alta. Aunque aquellas penetraciones constantes del primer Lionel se sentía lo suficientemente auténticas como para gritar de placer cada vez que golpeaba su próstata.

Los otros tres se masturbaban observando el rostro angelical del cordobés siendo deformado por la lujuria y la excitación de aquel acto pecaminoso, pero que en el fondo guardaba cierto tono ceremonioso. Poco a poco, una espesa niebla morada cubrió a los cinco que se amaban bajo un cielo abierto de colores rosados y anaranjados. De ellos tan solo quedó sus gemidos y gruñidos lascivos retumbando a los lejos.

...

A las afueras del hotel, un grupo callejero de Gamelan tocaba el tradicional Tarian Ngajat para los turistas que transitaban por allí. Dos hombres y una mujer, vestidos con las ropas típicas de los isleños de Borneo, bailaban al compás rítmico de la melodía. El sonido del saron (un instrumento metalofónico) tenía una cualidad misteriosa y espiritual. La gente alrededor quedaba hipnotizada al escuchar las primeras notas en coro. No obstante, quedaron aún más embelesados cuando, de la nada misma, un cuarto bailarín se unió a la danza luciendo una máscara grotesca de algún dios regional que poseía una amplia sonrisa y grandes ojos que parecían escudriñar el alma de quienes se cruzaran en su camino. 

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Aclaración importante: El dios mencionado aquí es inventado. Todo lo demás descripto si son datos reales de la cultura malaya. 


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