Se había ido.

Le había quitado un gran fragmento de su alma al hacerlo, ya que, aunque no lo quisiese admitir, había sido alguien importante en su vida.

Pero se había marchado. 

Había dejado una huella que no se podía borrar.

No era una de esas personas a las que todo el mundo apreciaba, sinceramente, sus amistades se podían contar con los dedos de una mano.

Pero en el fondo todos le admiraban, le querían, nunca nadie le hubiese deseado nunca ningún infortunio.

Pero el destino era caprichoso y las moiras habían decidido su ejecución.

Mientras su recuerdo se hacía más pequeño, cual barco en el horizonte, dejaba a su paso un rastro de dolor y soledad.

Las parcas habían deseado su muerte, y eso era algo de lo cual no se podía huir.

Después de todo, esa inesperada, aunque leve enfermedad habías ido un mal augurio.

La muerte era algo inevitable, y lo sabía.

Le había dejado un vacío, como un pozo sin fondo imposible de llenar.

Por que se había ido y no iba a regresar.