●Capítulo 17●

"Oh, Rayos"

Nadia

La escena se repite en mi cabeza una y otra vez: mis manos escribiendo apresuradas la carta, el corazón bombeando miedo a cada letra escrita y la esperanza de ser comprendida al borde de la inexistencia.

Me dije unas mil veces en el transcurso del viaje que mi decisión es la correcta. Cuando le conté a Christina mis sospechas y mi decisión final me miró decepcionada; sus palabras quedaron grabadas en mi mente:

«—¿Sabes?, Aunque tus sospechas sean correctas, aunque Jace estuviese arruinando sus planes por ti y todo terminara siendo un desastre, debiste haberte quedado. Las personas enamoradas luchan contra todo pronóstico. Él lo ha estado haciendo desde que os conocisteis. ¿Por qué no lo has hecho tú, Nadia?»

Mi mejor amiga arruinó mi convicción al segundo siguiente que me dijo aquello. ¿Lo peor? Es que tuvo y aún tiene toda la razón.

No quise irme, odio haberlo hecho, sobre todo, porque siento que estoy repitiendo los mismos pasos. Solo… aguarda un tiempo más, Jace, llevamos años esperando, pero solo será un poco más…

Sé fuerte, Nadia.

Ahora debo ponerme mis pantalones de niña grande. En este momento sigo pareciendo una chiquilla de diez años o menos, consecuencia de encontrarme en casa de mi nana.

Christina me había dejado en la boca del lobo sabiéndolo, aunque, en realidad, fui yo quien se lo pidió. Además, mi amiga parecía bien dispuesta a colaborar con mi muerte. Solo suspiró y me pidió que reflexionara durante el mes que estaría allí.

Lo siento, Chris, en el mes que he estado aquí no he llegado a ninguna solución. Y con nana atormentándome para que le cuente lo que me sucedió no tenía mucho tiempo para estar despejada.

Leah Ahmad. La típica señora mayor de la que, si la ves por la calle, sales corriendo por el mal carácter que siempre despide. De unos setenta y tantos años —a petición de ella, nunca se supo su edad, pero debe rondar cerca—, cabello castaño, una barbilla siempre elevada que desborda altanería y superioridad, y unos ojos idénticos a los míos. Claramente, el color de nuestros ojos es un rasgo muy dominante en nuestra familia. Oh, sí, también es mi abuela.

Mi nana no determinó el rasgo de cariñosa cuando me vio parada en la entrada de su casa —una hermosa hacienda, por cierto—, su recibimiento fue, más bien, un doloroso guantazo en la nuca y un ¨entra de una vez¨ de su parte. Ni siquiera sabe lo que hice y ya da por sentado que fue una estupidez.

Es que lo es. Me parece estar oyendo a mi amiga y viéndola rodar los ojos en mi cabeza.

El plazo de descanso se cumple dentro de dos días. He pasado dos semanas de más en la granja de mi abuela, en un intento de alcanzar el consuelo en el paisaje blanquecino y presuntuoso. No lo he encontrado, ni siquiera en el relinchar de los caballos y ni en el cacareo puntual del gallo, ave miedosa que se esconde en el gallinero por el frío.

Sentada en una mecedora en el rellano de la entrada de la casa, soplo la taza de té y me recuesto al espaldar del asiento.

Un señor pasa en un remolcador recogiendo los restos de nieve y me saluda como si llevase años haciéndolo cada mañana. El deshielo ha comenzado y rastros de viva hierba verde ha empezado a notarse.

—Parece que la anciana aquí eres tú —dice mi abuela. Escucho sus pasos, y en breve, la sacudida de la mecedora a mi lado.

—Que me guste tomar té no me hace mayor.

—No, pero la cara de lerda que estás poniendo sí —critica con tono de desaprobación—. En ese viejo flacucho no vas a encontrar las respuestas que buscas.

—¿Y en dónde las voy a encontrar? —suspiro resignada. Sé lo que viene ahora.

—A eso quería llegar —se jacta—, en tu querida nana, ¿en dónde más? Llevo semanas esperando a que sueltes la lengua y nada de nada.

Tomo una inhalación profunda. Nana siempre ha estado ahí cada vez que hago alguna sandez, y aunque sus comentarios pueden ser muy cortantes, nunca me ha dado la espalda o abandonado a mi suerte.

—Me enamoré.

—Ja, lo sabía, tienes la misma cara de frustración amorosa que tu madre cuando se enamoró del idiota de tu padre.

Giro mi cabeza hacia ella y le dirijo una mirada irritada. Mi abuela tiene una sonrisa torcida, de nuevo orgullosa por haber hecho suposiciones correctas. ¿Y así quiere que le cuente algo? Qué exasperante llega a ser.

—¿Me vas a dejar hablar?

—Claro, claro, continúa, niña.

—Me enamoré de un imposible, aunque en realidad no lo es tanto, solo que las circunstancias parecen complicarlo todo a cada paso que damos. No sé qué hacer, nana, quedarme no parece que vaya a hacer bien ninguno, solo cumpliría nuestros deseos egoístas. Yo lo quiero, lo amo, pero no puedo quedarme si solo voy a ser el motivo por el que va a arruinarlo todo.

—Sí, sí, dejemos el drama para después —Se levanta de la mecedora, su cuerpo robusto y pequeño se irgue con firmeza y camina unos pasos hasta detenerse delante de mí, colocando los brazos en jarra—. Parece que no te di suficientes sopapos cuando llegaste.

—Abuela… —Ahí viene de nuevo.

—Jesús, es que creo que eres peor que tu madre. ¿No sé a quién salieron? Tiene que haber sido al atontado de tu abuelo, es que no encuentro otra explicación.

 —Abuela…

—¿Desde cuándo el amor requiere sufrimiento? Eso es de tontos.

—¡Abuela!

Por fin, logro captar su atención. Aprieto los labios cuando su mirada me reta a que vuelva a interrumpirla, presiento que si lo hago no me irá nada bien. Cierra los ojos y toma una profunda respiración, como si estuviese pensándose lo que dirá a continuación. Cuando los vuelve a abrir, me sorprendo ante la ternura repentina en su expresión.

—Mi nieta tonta, sea cual sea la razón por la que te hayas ido, no justifica tu huida, aunque presiento que ya lo sabes. Las personas cometen muchos errores estúpidos por tan solo suponer las cosas y no arreglarlas, muchos matrimonios, familias y amistades se quiebran por eso.

Aparto mis ojos de la suyos y me quedo mirando mi reflejo en el té; un rostro pálido y culpable me devuelve la mirada.

—Levanta la mirada, niña, no he terminado de hablar contigo —me reprende. Hago lo que me dice y veo que su semblante vuelve a ser tan severo como siempre—. Hazme el favor y busca a ese idiota antes de que pierdas la oportunidad de estar juntos ¿Que hay obstáculos? Pues los superan juntos. ¿Que todo parece imposible? Excusas, lo imposible lo crea el hombre cuando se ve incapaz de lograr lo que quiere.

Mi nana ni siquiera me deja hablar —al parecer no espera comentarios de mi parte— cuando se encamina al interior de la casa. Justo cuando va a entrar, se detiene en la puerta y me mira de soslayo.

—Mañana te quiero fuera de aquí, creo recordar que aún estás estudiando, no quiere verte perdiendo más el tiempo. —Abro la boca para protestar, pero ella pone un dedo en sus labios exigiéndome silencio. Entra a la casa a pesar de que continúa hablando: — Y deja de ignorar a tu madre, más comprensiva que ella no encontrarás a nadie. Es que ni siquiera sé qué haces aquí…

Su voz se hace más opaca a medio que se aleja hasta solo ser un murmullo ilegible de palabrotas.

Leah es una mujer que nunca busca consolar o decir lo que se quiere oír, tan solo dice lo que piensa y en cada frase insulta a alguien como código suyo. Por eso la vine a buscar, porque soy consciente de su habilidad para decir la verdad, aunque duela.

Y ahora me está lastimando, mucho. Cualquier mínimo pensamiento de que había hecho bien en alejarme se evapora. Estúpida, he sido tan tonta durante todo este tiempo. Debo remediar lo que causé.

Es hora de enfrentar el problema de frente. Es hora de volver. Una vez más.

●●●●●●

Mi nana me echó casi a patadas de casa. Al día siguiente de haber hablado conmigo, en cuanto desperté por la mañana, lo primero que vi fue a ella en el umbral del cuarto donde me estaba quedando con mi maleta al lado. Se despidió de mí aún enfadada.

No es para menos. Ni yo estoy orgullosa de lo que hice. A eso hay que agregarle que he estado ignorando a mi madre deliberadamente, sin sentirme capaz de enfrentarla.

El uber se detiene a las afueras de la ciudad, en una gasolinera.

—Será solo un momento, señorita —me dice.

Asiento en entendimiento, y apoyo el codo en el borde de la ventana. Le doy vueltas al celular en mi mano, la indecisión hace relamerme los labios.

Al final me decido a llamar y pongo el teléfono a en mi oreja derecha. El timbre se escucha una, dos veces, hasta que la línea queda en silencio.

—¿Nadia? —La voz de mi madre se oye entrecortada; mi corazón se hunde ante el desespero en ella.

—Má, yo… —balbuceo—. Lo siento mucho, mamá, yo no quería que las cosas terminaran así. Lo siento, siento tanto haberte ignorado, no sabía cómo enfrentarte…

—Solecito, mi solecito —me llama, escucho un sollozo irregular—. Ya lo sabía.

—¿Qué? —Mis ojos se agrandan ante su declaración.

—En el fondo lo sospechaba —dice—. Desde el momento en que se conocieron ambos girabais alrededor del otro, buscándose, preocupándose, siendo conscientes de sus sentimientos, pero sin atreverse a declararlos. Conozco bien esa sensación.

—Yo-yo no tenía valor de contártelo, Má. —Tapo con la mano libre mis ojos— Me sentía tan avergonzada, como si fuese a fastidiarlo todo si dijera en voz alta lo que sentía.

—No pasa nada, solecito, me gustaría que me lo hubieses dicho, pero ya no importa. —Se queda en silencio, como teniendo cuidado de sus palabras. — ¿Dónde estás?

—Yo me fui, he estado en casa de nana todo este tiempo. Estoy regresando a mi departamento ahora.

—Qué bueno, cariño. —Vuelve a hacer una pausa. — ¿Jace está contigo?

—No… yo m-me fui sin él. —Evito deliberadamente todo el asunto. — ¿Por qué?, ¿No está allí con ustedes?

—Se fue. Ni siquiera habló con Arthur, recogió sus cosas y a Lúa y desapareció. Pensé que os fuisteis juntos —relata mi mamá. Me vendría bien que me diera más información—. ¿Pasó algo entre ustedes?

—A todo esto, ¿cómo está Arthur? Sé que no se tomó nada bien lo nuestro. —Esquivo su pregunta.

—Está enfadado. Mucho. —Escucho un ruido extraño en el fondo. — No te preocupes por él, Nady, intentaré calmarlo, sé que pronto será capaz de entender lo que sucedió.

—Vale, Má, cuídate mucho —le pido—. Y gracias, por comprenderlo mejor de lo que lo he hecho yo, por apoyarme a pesar de que me distancié de ti.

—Eres mi hija única, cómo no voy a entender tus sentimientos, estoy para apoyarte cuando me necesites. Hablamos después, solecito. —Cuelga.

Miro extrañada mi celular por la repentina prisa de cortar la llamada. Levanto la mirada y veo al taxista acercarse al carro.

Aprieto el teléfono en mis manos, dándome valor como puedo. Entonces busco su nombre en sus contactos y presiono para llamar. Se escuchan más de cinco pitidos, seis, siete…  no responde. Aprieto mis ojos, siento la opresión en mi pecho. Lo vuelvo a intentar, esta vez me manda directamente a buzón.

No quiere hablar conmigo. Mal indicio. Necesito saber dónde está, pero Jace no va a querer hablar conmigo o decírmelo tan simplemente.

Comprensible.

El chofer entra y pone en marcha el auto: —Ya podemos seguir sin problemas.

—Qué bien.

Pero mi atención sigue puesta en el nombre del contacto, sin apenas apreciar el desfile de altos edificios y calles abarrotadas por el gentío cuando entramos a la ciudad.




Giro la llave en la cerradura varias veces. No se ve nada por la oscuridad, el viaje se extendió más de lo que me hubiese gustado y llegamos entrando el atardecer. Justo cuando voy a encender la linterna del teléfono para poder abrir la puerta, está se abre repentinamente.

Una Chris, con la peor cara de pánico que he visto en mi vida, me recibe. Me sorprendo ante su aspecto, demasiado descuidado para ser ella misma. Los rulos de su cabellera negra están despeinados y enredados, principalmente los de la coronilla de su cabeza, como si hubiese tocado demasiado su pelo. De las ojeras ni hablar, son las más enormes y profundas que he visto en mi vida.

—Chris, ¿estás bien?

—Eso iba a preguntarte yo —me dice en vez de responder—. ¿Era necesario que estuvieses fuera un mes entero?

—Uff, baja esos humos —le digo—. Reformulo mi pregunta: ¿pasó algo?

—Vamos, entra, nena.

Agarro el asa de mi maleta mientras miro confundida a Christina ingresando al apartamento. Entro y veo el salón, por completo, desordenado. Extrañada, miro las sábanas revueltas en el sofá y los pañuelos desechables utilizados encima de la mesita de café. Traslado mi vista hacia la izquierda, a la cocina, y noto todos los platos sucios en el fregadero.

Vale, sí paso algo. Esto no encaja con el espíritu obsesivo por el orden de mi amiga.

—Yo voy a recoger esto pronto, lo prometo, solo no he tenido cabeza para ordenar nada —explica Chris, mientras da vueltas sin parar alrededor de la sala.

Cierro la puerta y dejo la maleta a un lado del diván. Me acerco a mi amiga, y cuando llega a mí, la detengo, sosteniéndole ambas mejillas con mis manos para que se centre en mí. Sus ojos me miran desorbitados, y caigo en cuenta de que tiene una expresión de terror plasmada en la cara.

—Relájate, Chris, dime qué coño pasa y lo solucionaremos —le pido.

Aparta mis manos y se sienta en el sofá, agarrando y apretando su pelo.

—Tengo dos semanas de retraso.

—¿Ahora te das cuenta? —digo en broma, pero mi sonrisa sale como una mueca ante lo que está insinuando.

—No, nena, no, mierda, mierda, ojalá fuera eso —Me arrodillo frente a ella y le aparto las manos de la cara. Levanta la cabeza y me mira horrorizada y con los ojos empañados—. Creo que estoy embarazada.

—Dime por favor que es una jodida broma —Vale, ahora soy quien está entrando en pánico—. ¿Pero tú no estás tomando las píldoras anticonceptivas?

—Joder, pues claro que sí, joder. ¡Siempre los tomo! Debí haberle dicho que usara el puto condón, así habría cero posibilidades, pero no, —Alarga la última palabra. — No se lo podía poner, y es que hasta se sentía muy bien, fui una tonta, ¡Nunca dejo que un hombre se corra dentro de mí!

—Cálmate, Chris, hey, hey —Vuelvo a tomarla por las mejillas. Las lágrimas en sus ojos se desbordan, y parece un desastre total en comparación a la chica que siempre ha sido—. ¿Ya te hiciste las pruebas?, ¿fuiste al médico o compraste los test de embarazo?

—No, no he tenido valor —responde.

—¿Desde cuando eres una cobarde?

—¡Desde que descubrí que puede que tenga un jodido bebé en mi vientre! —exclama, y corren más agua salada de sus ojos—. Además, no eres quién para hablar de cobardía.

—Auch, un poco más suave, pero tienes razón. —Me levanto de mis rodillas y me cruzo de brazos, intentando de, al menos yo, conservar la calma. —Haremos esto: te vas a dar una ducha, ordenarás el departamento y durante ese tiempo voy a comprar varias pruebas de embarazo para traértelas y que te las haga.

Chris me regala un asentimiento de cabeza y se pasa el dorso de la mano enjuagándose el rostro húmedo.

—Gracias, nena, de verdad no sé qué haría sin ti. —Se irgue y se acerca a mí. Me da un apretado abrazo que correspondo de inmediato, sintiéndola frágil en mis brazos.

—Ni yo sin ti —exhalo—. Vamos, pongámonos en acción, tenemos que salir de esta duda ya.

Chris vuelve a asentir y se aleja. La veo recoger la manta del sofá y envolverla a su alrededor mientras se acerca al pasillo, hasta que desaparece en su interior.

Recorro las calles hasta encontrar la farmacia más cercana a tres manzanas del apartamento. Mis hombros decaen cuando, entrando al establecimiento, miro la fila de seis personas que hay por delante de mí. Veo los test de embarazo en la vidriera detrás del mostrador y la vendedora. Me encamino hacia allí y espero mi turno.

Un minuto después, escucho detrás de mí un silbido con un extraño ritmo, debe ser la imitación de alguna canción. Miro de reojo sobre mi hombro y unos pícaros ojos pardos me devuelven la mirada. La alejo rápidamente y camino un paso cuando la cola avanza.

—Una de dos: o vienes a comprar la pastilla del día después o una prueba de embarazo —dicen detrás de mí.

Me vuelvo de nuevo, esta vez el cuerpo entero y observo al alto y fornido chico que está frente a mí. Un cabello del mismo color que sus ojos rozan su cuello, con un par de mechones acariciando la sonrisa cándida que me está dirigiendo, aunque sus intenciones no corresponden a esta.

—¿He acertado? —pregunta.

—No creo que te importe —digo, regresando a mi posición. La fila avanza y camino otro paso.

—Si soy sincero, espero que sea la primera, pareces demasiado joven para estar preocupándote por un embarazo —sigue hablando como si nada. Siento una vena irritada palpitar en mi frente—. Seguro que ni siquiera has salido de la uni.

—Deberías ir a medirte el serio síndrome de metiche.

—Nah, mi médico de familia está más preocupado por mi síndrome de pervertido sexual.

—¿por qué no me sorprende? —susurro para mí misma.

Por fin, las personas que están delante de mí cogen su comprobante y se van. La vendedora —una muchacha menuda que aparenta estar en el instituto todavía— me dirige una cálida sonrisa, que se vuelve algo tonta cuando dirige su mirada al entrometido que espera a mi lado. Veo sus cachetes ponerse de todos los colores rojizos antes de devolver su atención.

—¿Qué necesita, señorita? —me pregunta la avergonzada joven.

Miro de reojo al desconocido chico a mi lado, quien tiene toda su atención puesta sobre mí.

—Deme cinco pruebas de embarazo —le pido.

—Enseguida —La chica parpadea sorprendida y en pasos torpes se va a la vidriera.

—Oh, rayos, me hubiese gustado que fuese mi primera suposición.

Dirijo mi atención hacia el indiscreto, quien tiene una mueca decepcionada de niño pequeño. Sus expresiones infantiles contrastan demasiado con su imponente presencia de hombre maduro, debe oscilar los treinta años.

—No todo es color de rosa. —Al menos no para mi amiga, quien debe estar al borde del pánico en estos momentos.

—Dígale al padre que tiene muy buena puntería si todas dan positivas.

—Seguro —mascullo.

Lyam sabrá lo que es el infierno cuando le den la noticia. Esperemos que salgan negativas, su porte desinteresado y perezoso sufrirá un enorme cambio.

—Aquí tiene. —Regresa la chica, quien pone los test sobre el mostrador. Apenas levanta la mirada; al parecer alguien ha quedado impresionada. — Serán sesenta y dos con cuarenta y cinco.

—Gracias. —Dejo el dinero sobre la mesa y recojo las pruebas, las meto en mi bolso.

Cuando me dispongo a irme, la voz ronca del chico vuelve a escucharse:

—Por cierto, me llamo Sven —dice casi gritando.

Me vuelvo y alzo las cejas: — ¿Para qué me dices tu nombre? Dudo que volvamos a vernos otra vez, ni que te llegue a recordar.

—¿Quién sabe? Este mundo es muy pequeño. Rezaré por ti para que esas pruebas den negativas.

—Idiota —digo sin poder evitar que una sonrisa estira mis labios y me giro hacia las puertas.

Salgo de la farmacia, con la misión final de Christina en mi poder.


●●●●●

Ahora soy yo quien da vueltas de un lado para el otro por toda la sala. He intentado tomar agua y sentarme, pero no me puedo quedar quieta por los nervios. Escucho la puerta del baño abrirse y me detengo abruptamente, siento los latidos de mi corazón aumentar a cinco por segundo.

Christina se acerca y me mira, tiene una de las pruebas sujetándolas con fuerza en un puño.

—¿Qué dieron? —pregunto con el miedo calando mi tono.

—Positivas —dice en apenas un hilito de voz. Se recuesta a la pared y comienza a caer hasta terminar en el suelo, mirando a la nada.

—¿Las cinco?

—Las cinco —afirma con un débil cabeceo—. Mierda, estoy embarazada.

◇◇◇◇◇

N/A: ¡Hola, solecitos! Espero que hayan tenido un feliz domingo. Aquí les traigo otro capítulo más de la novela, espero que les haya gustado.

Pobre, Chris, ¿qué será de ella ahora?

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