T r e s

Capítulo 3

El día de partir llegó más rápido de lo que se esperaba. Violet pasó casi tres días mirando la maleta vacía, sin realmente saber qué llevarse. ¿Todo el cuarto o solo lo necesario? Al parecer terminó metiendo las cosas más innecesarias. Incluso olvidó el cepillo de dientes y tuvo que comprar uno en el camino.

—Pasaporte, ID, dinero...

En el aeropuerto, su padre comenzó a chequear que trajese todo lo importante con una lista que había hecho con la ayuda de su esposa, uno por uno. Violet tuvo que responder a todo antes de comenzar a despedirse.

—No sabes cuánto te voy a extrañar. ¿Estás segura de que todo va a estar bien?

Era como la quinta vez que su madre lo preguntaba.

—Estaré bien, mamá. Ya estoy grande.

—Solo para algunas cosas —le besó la frente —. Llámanos todas las veces que puedas, ¿sí? —su hija asintió y ella asintió con ella —. Que no se te olvide. Hazlo un hábito.

Violet se mordió la parte interna de su mejilla, echándole una mirada al aeropuerto, repleto de personas que andaban en todas las direcciones con prisa. Escuchaba los motores de avión al despegar o aterrizar a lo lejos. Era de noche, así que a través de los ventanales se podían ver sus luces. Agradecía que el vuelo no se hubiese retrasado o cancelado debido al frío, ya que anunciaban nieve para unos cuatro días más.

—¿Tienes chaqueta? Está helando.

Recordó la maleta llena de chucherías.

—Creo que... —si decía que la había olvidado, mamá estallaría de enojo —, la dejé en la maleta. No te preocupes. Hace calor en Australia.

Pareció convencerla. Hizo una mueca y prosiguió a abrazarla y darle sus últimos consejos. Luego, fue el turno de su padre, lo que hizo que su mamá quedara a un lado y comenzase a temblarle el mentón, conteniendo las lágrimas.

—Mi bebé está tan grande —soltó, escondiendo la nariz detrás de un pañuelo.

Violet sonrió y volvió a abrazarla, prometiendo que llamaría y que no haría nada estúpido que pudiese poner su vida en riesgo. Se separó al cabo de unos minutos, cuando sintió que comenzaba a asfixiarse contra su pecho, para luego despedirse de su padre, quien ya la esperaba de brazos abiertos. Con una sonrisa de oreja a oreja, pegó un brinco y se abalanzó a sus brazos, sabiendo que sería, sin duda alguna, a quien más extrañaría. Su eterno compañero.

—Te voy a extrañar, papá.

Su padre sonrió contra su cabello y la apretó contra sí.

—También yo —la escuchó entonces sollozar silenciosamente contra su camisa, por lo que se agachó a verla. Sus cejas se había torcido y el mentón le temblaba. Dos manchas rojas habían aparecido en sus mejillas y los ojos le brillaban.

—Oh, niña, no llores, eh —su tono de voz era dulce —. ¿Qué sucede?

—¿Y si he cometido un error, papá? —le susurró cuando le entró la duda —. Es un país muy lejano y no sé cómo vayan a resultar las cosas. No sé qué me espera allí.

Papá ya se había percatado que su hija andaba media extraña desde que mencionaron a Kiara durante esa escena. Había confirmado todo cuando se dio cuenta que la chica no había aparecido en el aeropuerto, cuando en otra ocasión, habría sido la primera en estar allí para despedirla.

—No es un error si tú no lo ves así —la tranquilizó, acariciando su mejilla —. No creo que nadie en el mundo podría haber conseguido lo que tú conseguiste, sabiendo todo lo que te ha costado.

Besó su frente.

—Llámanos todas las veces que quieras y, si de verdad sientes que no puedes dar más, dímelo... y yo iré por ti. ¿Está bien?

Los labios de Violet se tensaron, pero formaron una sonrisa y asintió con la cabeza. Comprendió que adoraba a su padre.

—Te amo, papá —fue capaz de decirle.

—Yo más a ti —y besó otra vez su frente, para luego darle dos palmadas en el hombro y motivarla a dirigirse ya a policía internacional.

Así, dándole un beso en la mejilla a ambos, se alejó con el corazón latiendo a todo trapo y con el nudo de la garganta más fuerte que nunca. No podía negar que estaba muy nerviosa y que no sabía qué cosas le deparaba el futuro al cruzar las mamparas de vidrio. Solo le quedó ser optimista y esperar lo mejor.

El viaje duró 33 horas, con una escala eterna en España y otra en Tailandia, ya que su padre quiso pagar por el boleto más barato, donde el avión se iba por el océano Atlántico hacia Europa. Violet no pudo casi dormir en el viaje. Había un niño pequeño llorando cada cierto tiempo, y su asiento quedaba junto al baño, por lo que los olores no eran muy gratos.

Ella nunca había salido de Boise, Idaho. Sí, la ciudad más perfectamente olvidada de los Estados Unidos de América. Y es que Violet se preguntaba: ¿Quién carajos conoce Boise? Era una ciudad con un poco más de 200.000 habitantes. Era un centro industrial, al pie de las Montañas Rocosas y cada vez que alguien preguntaba por éste, la gente se imaginaba tundras o praderas donde solo habían ganados y temperaturas bajas.

Violet ni siquiera conocía la capital estadounidense y estaba a punto de conocer la australiana; una ciudad con un clima seco y con una población de...

Frunció el ceño y volvió a echarle un ojo a los folletos que se le habían entregado.

—¡¿345.000 habitantes?!

La gente se dio vuelta a verla cuando chilló. Otros la hicieron callar, malhumorados tras despertarse de un incómodo sueño.

—Mierda. Solo voy a un lugar 10% mejor.

Comenzó a mirar a su alrededor. Podía alcanzar a ver a algunas de las diez chicas que venían en el viaje con ella. Algunas dormían y otras veían las películas que ofrecía el servicio de la línea aérea. Solo una de ellas también se quedaría a vivir en Canberra. Las demás iban a ciudades como Melbourne o Sídney. Y todas, por supuesto, traían brillo en sus ojos.

—Madre mía —se dijo para sus adentros —. No puede ser que la capital tenga menos habitantes que Alaska.

—¿Está todo bien?

Una azafata había escuchado los quejidos y se había detenido a verla con esas sonrisas que pasaban estudiando por horas frente a un espejo. Violet se limitó a negar con la cabeza, sonriéndole de la misma manera, esperando que se entendiesen.

—Llámeme si necesita algo.

Mientras se alejaba, Violet se cruzó de brazos, irritada. Se sentía engañada. ¿Cómo podría encontrar gente genial en un lugar tan pequeño? Sería una copia exacta a la aburrida vida que llevaba en Boise.

No es que odiase Boise. Bueno, sí, lo odiaba un poco. Es que la gente de allí le irritaba tanto, en especial Kiara Smith y todas sus secuaces. No podía quitarse de la mente el día de su discusión y los argumentos que le dio para no seguir siendo amiga suya.

"Rubia tonta".

Agitó la cabeza para sacarse esos pensamientos de la cabeza. Claramente Kiara le había dicho eso con el objetivo de dañarla, pero no lo lograría. Estaba dentro de un avión rumbo a la aventura más importante de su vida. No podía dejarse caer.

Se recostó en el asiento, adormilada y melancólica, extrañando solo a sus padres. Ellos estarían demasiado preocupados por ella, lo cual agradecía. Eso del viaje le tomó por tanta sorpresa que casi parecía un milagro. Las otras ganadoras no parecían tan sorprendidas como ella, tal vez porque estaban acostumbradas a que sus logros fuesen premiados constantemente. Incluso, cuando estaba en la cola del baño, se cruzó con una de ellas, que le preguntó qué hacía allí si era sabido que no le iba tan bien en la escuela. Solo fue capaz de sonreírle con hipocresía, pues le había arruinado completamente el humor.

Esperaba que algún día Kiara abriese los ojos y se diese cuenta de la valiosa amistad que había perdido. Tantos años, tantas anécdotas, y todo se había ido a la basura. Suponía que tenía derecho a sentirse un poco mal, aunque fuese durante el viaje en avión. Sin embargo, no dejaría que eso la detuviese. Le iba a demostrar a Kiara que ella valía más que Jenny y su grupo de amigos populares.

Al cabo de unas horas de vuelo y tras ver una película para pasar el rato, comprendió que ahí, sobre las nubes, con el asiento inclinado y los audífonos puestos, todas las personas eran iguales. Solía sentirse como un pez fuera del agua en la escuela, pero en ese avión, todos estaban posicionados igual, con la misma expresión aburrida en sus caras, atrapados frente a una pantalla, sin lugar adónde ir, sin nada qué hacer. Todos a más de diez mil metros de altura.

Cuando las azafatas comenzaron a repartir el almuerzo, Violet dejó las películas para mirar por la ventanilla, absorta en sus pensamientos tan indefinidos como aquellas nubes color acaramelado que sobrevolaban. Se preguntaba qué hacía realmente allí, qué le esperaba y qué significaría realmente ese viaje para ella. No estaban hablando de un viaje a Portland, una ciudad contigua a Boise, sino un viaje al otro extremo del mundo. Ella, Violet Henley, de dieciséis años cumplidos hace poco, iba a rumbo a la primera aventura real de su vida. Y, de repente, en medio de la falta de aire en esa cabina, se sintió emocionada, aunque aún le costaba creer que había llegado tan lejos por mérito propio.

Después de comer, volvió a prender la pantalla de enfrente hasta que los cielos se oscurecieron y lo único que brilló en la noche fueron las alas del avión. Despertó para cuando tuvieron que hacer escala en Tailandia casi llegando al medio día, cuando la gente por fin sintió que podría estirar los pies y descansar mejor. Algunas se bajaban allí y otros continuaban el viaje a Oceanía. Pasaron las horas y casi sintió que moriría del calor húmedo en el aeropuerto de Tailandia. Bebió dos litros de agua y corrió al baño al menos tres veces antes de tomar el siguiente vuelo, cuando ya era tarde, volviendo a sentirse rígida y mareada en el último avión por tantas horas de vuelo. El color del cielo comenzó a cambiar, pues a última hora había comenzado una lluvia tropical sobre Bangkok, tornando todo un poco gris. Sin embargo, a medida que se alejaban, los cielos azules comenzaron a aparecer y el mar brilló bajo sus pies, extenso y hermoso, mientras el sol reinaba en lo alto del cielo, impregnando el avión con su luz blanca y cegadora. No alcanzó ni a dormir la hora otra vez y el avión ya estaba aterrizando en Australia. El piloto anunció por altavoz que la temperatura era de 28 grados, y estaba parcialmente nublado. Violet agradeció haber olvidado la chaqueta en casa, puesto que apenas salió de la aeronave, una ola de calor seco le golpeó el cuerpo, abrazándola sin piedad como una serpiente que mata a un ratón por asfixia gracias a su cuerpo. Aguantando aquel ardor sobre su piel, caminó afirmando sus bolsos con fuerza, temiendo sufrir un robo o pérdida. Todos parecían calmos, pero ella no podía dejar de mirar en todas las direcciones como un cachorro recién adoptado. Creía que no sería capaz ni de encontrar la salida.

El grupo se juntó a la salida del túnel de cristal que conectaba al avión con la moderna edificación. Todas saltaban emocionadas porque harían una escala para dirigirse a sus destinos finales, menos Violet y una chica morena llamada Ruby, de primer año. Eran las dos únicas que se quedaban allí.

La cinta transportadora las trasladó rápidamente al lugar donde retirarían sus maletas. Violet intentaba ignorar con mucho esfuerzo sus conversaciones sobre todas las cosas geniales que podrían hacer en esas enormes ciudades de millones de habitantes. Se hizo la desentendida, releyendo el folleto de Canberra o pensando cómo lucirían los miembros de su próxima familia.

Después de una larga espera para recoger los equipajes, el grupo por fin se separó, dejando a Violet y Ruby en unos asientos, mirando la pantalla que anunciaba los vuelos que iban llegando a su destino o que habían sido cancelados. La rubia se concentraba en ver a la gente caminando en todas las direcciones, algunos llamando por teléfono, otros reencontrándose con sus familias y otros bien vestidos que seguramente venían a Australia por negocios.

Bufó con fuerza, justo cuando Ruby se animaba a romper el silencio que había entre ambas, como una pared de vidrio.

—¿No estás nerviosa?

Era la primera vez que Ruby le hablaba. Se notaba que era más pequeña, no solo de porte, sino de cara. Lucía como si aún tuviese catorce años. Además, llevaba dos maletas, como si se hubiese traído la casa entera dentro, mientras Violet llevaba solo una junto a la mochila de la escuela, todo lleno de chucherías.

—No realmente —contestó, mirándose los zapatos. Se le había desabrochado el zapato derecho.

—He leído las reglas unas tres veces —comenzó a contar Ruby, observando cómo una familia se reencontraba con un familiar, abrazándose como si no se hubiesen visto en años. Violet se preguntó si sus padres actuarían de esa manera en el momento del reencuentro —. Una de las reglas dice que no podemos quedarnos embarazadas o tendremos que volver inmediatamente.

Violet parpadeó, para luego fruncir el ceño, volviendo su cara hacia ella.

—¿Por qué me quedaría embarazada?

Ruby solo se encogió de hombros, sonrojada.

—Solo decía. A veces hay mucha tentación y a los jóvenes se les olvida cuidarse. Mi madre me ha dicho que soy muy pequeña para comenzar a tomar anticonceptivos.

Violet comenzó a negar con su cabeza, llevándose la pierna más cerca de sí para poder abrochar su zapato.

—Solo tenemos dieciséis años.

—Yo tengo quince, recién cumplidos hace dos días.

Violet solo pudo mirarla.

—¿Eres la mejor alumna de tu clase entonces?

Ruby asintió y le preguntó qué tal le había ido a ella.

—Tuve que pagarle al director para que me subiera las notas.

Lo había dicho a modo de broma y esperaba una risa de su parte, más al ser más pequeña, pero solo recibió una cara de póquer que la avergonzó de pies a cabeza. Quiso disculparse, pero sus palabras quedaron atrapadas en su boca, ya que una familia las interrumpió.

—¿Ruby?

Era una familia compuesta por una pareja y dos niños pequeños, que no superarían los diez años. Se acercaron a ellas, con precaución, seguramente porque intentaban adivinar quién era Ruby. No hubo necesidad de decir algo, puesto que Ruby se levantó con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Soy yo!

—Pero mira qué guapa —la halagaron, en vez de saludarla.

Mientras los veía abrazarse y presentarse con exagerada felicidad, Violet no podía dejar de pensar que a esas familias les pagaban una buena cantidad de dinero por mantener a estudiantes de intercambio en sus casas.

—¿Tienes hambre? Pensábamos llevarte a un lindo restaurante para celebrar tu llegada.

—¡Me encantaría!

Violet se fijó bien en el padre de la familia. Un imponente hombre muy mayor para su mujer e hijos. Vestía de terno y llevaba el cabello cubierto de gel. Parpadeó dos veces. Podía ser que Ruby había tenido suerte y le había tocado una familia ricachona que conducía un Lamborghini. ¡Vaya suerte!

Se alejaron, olvidándose completamente de su existencia. Esperó sentada, intentando no pensar en que alguien la podría estar observando a lo lejos y criticándola. Ya había tenido suficiente para tan poco tiempo, como para que todo comenzase a salir mal al otro lado del planeta también.

—¿Violet?

Arrugó la nariz y achinó los ojos en cuanto escuchó esa voz extremadamente aguda que le recordaba a la vocecita de Mickey Mouse. Alzó la vista y se sobresaltó ante la llegada de una mujer de mediana edad, que venía vestida como su fallecida abuela Theresa solía hacerlo, usando unos anteojos ridículamente grandes para su cara y un peinado mal hecho. Sus lentes se empañaban cada vez que respiraba con pesadez, dándole un aspecto tan gracioso que tuvo que aguantar la risa con mayor fuerza de voluntad de la que pensó.

—¡Hola! Mucho gusto, tú debes ser Violet Henley —saludó la señora, extendiendo su mano. Le recordaba a la madre de Kiara en quinto grado cuando anunció que estaba esperando un bebé. Había sido en una de las muchas barbacoas a las que asistía, invitada por la familia de Kiara, cuando solían ser amigas. Su madre estaba tan emocionada que casi había perdido el equilibrio hacia la piscina. Por suerte no sucedió, y aquella señora tampoco se desmayó.

—Violet —estrechó su mano de vuelta, tal como sus padres le dijeron que debía saludar en cuanto llegase, para dar la impresión de que era una muchacha muy educada. Sin embargo, la señora pareció consternada, puesto que se había acercado lo suficiente como para darle un beso en la cara. Violet no era de dar besos en la cara a todo el mundo, seguramente porque no tenía a muchas personas a quienes saludar con confianza, por lo que se quedó quieta y retiró su mano en cuanto le fue humanamente posible.

—No sé si te hablaron de mí —la joven negó con la cabeza, acalorada —. Me apellido Sanders, nombre de pila "Cecilie", aunque puedes llamarme tía.

—"Tía" estaría bien —dijo la chica, incómoda, agarrando con fuerza el asa de su equipaje. Ya estaba aburrida de escuchar el parloteo de la gente, sus pasos al correr sin rumbo por todo el lugar y los rugidos de los aviones que salían uno tras otro cada tres minutos. Quería salir de allí, antes de asfixiarse.

—Bueno, ¿qué esperamos? Vamos a casa que quiero presentarte a mi hijo. Se tuvo que quedar porque tenía que estudiar mucho y estaba algo enfermito.

A paso pausado, se dirigieron hacia las afueras del aeropuerto, mientras le iba haciendo preguntas sobre el viaje o sobre Estados Unidos. En aquella parte del mundo podían verse un poco mejor las estrellas, seguramente porque estaban algo aislados del resto de la ciudad. La diversidad de estrellas en el cielo le provocaron un cosquilleo familiar. Lo había sentido también cuando se sentaba con su abuelo en el columpio y buscaban estrellas fugaces para pedir sus deseos más anhelados, pensando que algún día, iban a hacerse realidad. Nunca había visto una imagen tan hermosa, que lograse desconectarla del mundo real por un momento. La vida le estaba dando la posibilidad de comenzar de nuevo. Todo sería nuevo. No podía estropearlo dos veces.

Camino al lugar donde se hospedaría, la tía le fue hablando de su casa, del barrio, los vecinos y de su hijo. Al parecer, su mayor defecto era no saber cuándo callarse, porque el taxista venía con una cara de querer lanzarse fuera del carro. Pronto, Violet terminó imitándolo inconscientemente, cada vez apegando su cuerpo más a la puerta.

—Liam estudia medicina. Está becado y es un muy buen alumno. Por eso pude darme el privilegio de ponerte en una escuela privada. Si no, no podríamos costear esto.

Violet pegó un respingo en el asiento al escuchar eso, recordando algo.

—Pensé que le pagaban por quedarme aquí.

La señora intentó sonreír, pero solo logró desdibujar una mueca nerviosa entre los labios.

—Sí, claro.

—¿Por qué accedió a cuidarme?

Sus cejas se fruncieron con la pregunta.

—¿Y por qué no? Esta es una experiencia inolvidable para todos. Ya verás lo mucho que quise tener una hija.

Violet sonrió casi por cortesía, volviéndose hacia la ventana para observar las luces de una ciudad desconocida para ella, pues todo era muy distinto, a pesar de que no tuviese tantos habitantes como Sídney o Melbourne, que eran ciudades imperiales, algo así como Nueva York o Boston. A lo lejos, podía ver los edificios, esplendorosos y esplendentes como si estuviesen hechos de plata, alzándose hacia el cielo nocturno como si pudiesen tocarlo. Eran tan altos, que algunas nubes no lograban pasar sus cúspides. A pesar de la velocidad con la que iba el auto, podía verlos como si no se movieran en absoluto y agradeció que aquella vista fuese parte de su historia por al menos un rato. Sus músculos estaban agotados y sus ojos enseñaban la melancolía de ver calles y edificios que no pertenecían al mundo en el que se había criado. Estaba tan lejos de casa. La añoranza nunca había sido tan fuerte. Había ignorado la posibilidad de sentirse así toda su vida.

Cecilie Sanders se mantuvo en silencio después de eso, observando por su ventana los edificios que iban sucediéndose, uno tras otro, a ras de la ventanilla, al menos por su lado. También iba con un rostro entre serio y nostálgico. Era madre soltera. Su hijo, Liam, ya era un muchacho de veintitrés años, muy inteligente según sus descripciones, y quien tenía una novia que estudiaba lo mismo que él. La tía le contó lo más que pudo hasta llegar a la casa, quizás para lograr que no se formase un ambiente incómodo al momento de hacer cosas juntos, como cenar o salir a recorrer la ciudad.

Sus ojos grises se fijaron en la tía un momento y sonrió al verla observando el paisaje a través de su ventana. Sentía un nudo en el estómago, pero no quiso hablar de ello, porque se conocía. Iba a ponerse a llorar si hablaba de su familia.

El carro disminuyó la velocidad considerablemente al entrar a una avenida principal que, seguramente, durante el día, se congestionaba bastante. Aparcó casi de inmediato, solo al pasar frente a algunas casas. Se detuvo frente a una que no llamaba mucho la atención a simple vista.

También era un adosado, como la casa en la que ella vivía, aunque un poco más amplia y pintada de blanco. Tenía un pequeño balcón en el segundo piso, que daba hacia la calle. Parecía ser una casa que había sobrevivido a varias décadas, incluso a una guerra.

—Hemos llegado —anunció el taxista, afirmando su temor.

El jardín delantero estaba descuidado como el de su abuelo, con la hierba alta, las plantas secas y desteñidas y los maceteros vacíos. Los faroles apenas iluminaban la calle y todo estaba cubierto de luciérnagas y grillos. Casi se le salió la mueca de la decepción. No estaba ni siquiera adentro y ya quería salir.

Bajó del carro y una poderosa ráfaga de viento le revolvió el cabello, haciendo resonar con fuerza las hojas de los árboles encima de ellos, que decoraban la calzada de punta a punta. Se asemejó a una fuerza sobrenatural venida del más allá, anunciándole que tal vez había cometido un error al venir.

Sin darse cuenta, Violet estaba tan embelesada que no pudo ni prestar su ayuda a la tía y al chofer, quienes sacaban a duras penas la maleta, preguntándose si había traído piedras en vez de ropa.

Entonces, después de pagar el taxi, la señora Sanders llegó a su lado, quejándose del dolor de espalda. La asustó cuando dijo:

—Bienvenida a casa. Si quieres llamar a tus padres, avísame. Las llamadas internacionales son muy caras.

Violet asintió, explicando que llamaría mañana ya que era de madrugada en su ciudad. Tras eso, arrastró la maleta hasta el umbral de la casa, sin dejar de estudiarla, mientras la mujer sacaba las llaves desde su bolsillo y abría la puerta, dejando ver un oscuro pasillo que daba la impresión de ser un nuevo portal a Narnia.

—Muy bien —empujó la puerta para que se abriese al máximo —. Adelante, señorita.

Violet entró despacio. El piso de madera sonaba como película de terror con cada paso que daba y la oscuridad le provocaba un hormigueo en toda su columna vertebral. La casa era pequeña y estrecha, pero bastante cálida. No pudo evitar dar una pequeña sonrisa, volviéndose a la tía que la había estado observando a su espalda.

—Es muy linda su casa.

—Gracias, pequeña. Nos las arreglamos —ambas rieron de puros nervios —. Oh, por cierto. Partes las clases el lunes. Te compré el uniforme y debe estar en tu cama. Liam me ayudó a plancharlo.

Violet agradeció el gesto, un poco más emocionada. Esperaba que su nuevo uniforme fuese algo más bonito e impecable que el anterior.

—Está en el segundo piso —apuntó las escaleras junto a la puerta de entrada —. Le pediré a Liam que te lleve tus cosas. Ve.

Violet sonrió radiantemente y subió los escalones de dos en dos con la mochila colgada al hombro izquierdo. Podía sentir la ansiedad subir desde sus pies hasta su cabeza, cubriéndola toda.

Supo que era su cuarto porque tenía un pequeño cartel con su nombre en la puerta, lo que le pareció un detalle adorable. Empujó la puerta y dio un paso al frente, temerosa. Prendió la luz. Se encontró con una cama de una plaza y algo baja en la esquina derecha del cuarto. Había un escritorio de madera pequeño al otro costado, con algunos libros viejos y variados sobre éste. Había repisas vacías, y la ventana daba hacia la casa del vecino. Vaciló.

—Hola.

Violet se giró, espantada al escuchar una voz que no fuese la de la señora Sanders. Ahí de pie, yacía un joven.

—Tú debes ser Violet.

El hombre era bastante alto y de cabello castaño claro. Tenía algunas espinillas surcándole las mejillas. También estaba despeinado y su nariz estaba bastante roja, lo que le hizo inferir que estaba resfriado. Tal vez por eso venía muy abrigado para el clima de Australia, donde apenas terminaba el verano.

—Soy yo.

Se estrecharon las manos con educación. Él sonrió, pero una tos lo sacó de su postura.

—Liam. Un gusto —puso mala cara, como si detestase toser —. Mi madre está encantada con la idea de tenerte en casa.

Violet sonrió, dándose cuenta de que a él se le formaban dos margaritas a cada lado cada vez que sonreía con ganas.

—Sí. Me lo repitió muchas veces en el taxi.

—Perdón por no ir a recogerte —se rascó la sien —. Tenía que estudiar y dependo de los pañuelos desechables.

Se apuntó la nariz y ella asintió, comprendiendo, a pesar de que le parecía extraño que alguien se resfriase en verano. Ella no era de resfriarse mucho, ni siquiera en invierno.

—Bueno, cualquier cosa que necesites, me dices. Duermo en el cuarto contiguo —apuntó el oscuro pasillo hacia la derecha.

—Claro —ella estaba algo nerviosa, aunque esperaba que él no lo notase —. Lo tendré en cuenta.

—¡Liam!

La señora había gritado desde el primer piso.

—Bueno, me necesitan —se disculpó, alzando sus brazos en señal de derrota —. Encantado.

—Igual...

No había terminado de hablar y el joven ya había salido de su pequeña recámara, corriendo escaleras abajo. Violet pegó un bufido y se acercó a la gran ventana. Por un lado, se podía ver la avenida principal, casi sin tránsito de autos por ser ya bien tarde. Se lamentó que si miraba al frente estaba el lado lateral de la casa del vecino, e intentó no mirar horrorizada hacia el patio trasero, que se asemejaba más a un tierral. Se sentó sobre la cama y esta rechinó, mientras la rubia admiraba el uniforme estirado sobre la colcha. Era una camisa, un suéter azul con detalles beige en el cuello en V, y una falda de ese mismo último color. Lanzó un suspiro y acarició la tela de la falda, que casi lograba deslizarse en sus dedos. Esperaba que el uniforme le quedase bien y no se hubiesen equivocado de talla. Había enviado las indicaciones por correo a su director meses antes. No había forma de que se hubiesen equivocado.

En medio de las dudas, decidió colocárselo en el baño, mientras Liam subía a duras penas con el equipaje en brazos, obligado por su madre. La camisa le quedaba algo grande, lo que ocultaría un poco sus curvas y la haría parecer menor, lo que la obligó a colocársela bajo la falda. Aun así, no quedaba completamente apegada a su cuerpo. El suéter también haría de las suyas y la corbata solo sería una molestia, en especial cuando se sintiese asfixiada en los exámenes de física. La falda no estaba ni muy larga, ni muy corta, y podría usar los mismos zapatos azules que usaba para su escuela en Boise. No podía negarlo, estaba mejor de lo que pensó.

Liam hizo ravioli y los tres se sentaron a la mesa aquella noche, casi por obligación. Fue una instancia perfecta para hablar y conocerse más con la nueva familia, a la que, tal vez, había juzgado de antemano de manera injusta. Liam resultaba ser una persona de lo más interesante, ya que se notaba que era muy inteligente y estaba muy al tanto de las contingencias nacionales. Su madre, a pesar de ser una señora de edad, se notaba que guardaba muchos chistes buenos e historias entretenidas que contar, lo que pronto la hizo olvidarse de los malos ratos o de la misma Kiara.

Pero el tema que más le interesó fue sobre su nueva escuela. En su ciudad natal, Jenny le había hecho la vida imposible desde el primer día. Había perdido la cuenta de cuantas veces le había dibujado un mostacho en su foto del anuario, o le había escondido el estuche y los cuadernos. Violet casi no la soportaba, pero prefería ignorarla antes que agarrarse por el cabello con ella, lo que era muy probable que ocurriese algún día.

Aun así, no podía quitar de su mente la cara de ella al enterarse que se alejaría de ese mundo por un año. Fue simplemente increíble. Pagaría por ver esa cara de nuevo.

—Por cierto —habló la señora Sanders, intercambiando una mirada dubitativa con su hijo, como si hubiesen mantenido un secreto hasta ese minuto —, las clases ya comenzaron en Southern Cross hace unas semanas.

Violet casi se atraganta con el jugo, mientras la mujer seguía explicando el dilema, mirando a la muchacha por sobre sus lentes empañados:

—...aunque no debería ser algo malo. Después de todo solo son unas dos semanas las que te habrás perdido y te salvaste de los exámenes de evaluación de contenidos del año anterior.

Violet yació ahí en la silla completamente pálida, pues la única materia que ella sabía era la de segundo año.

Liam advirtió su incomodidad. Ella había dejado de comer.

—No te estreses más pensándolo —los ojos de la chica se elevaron, preocupados —. Solo ve y enfrenta el lunes con la sonrisa que cualquier día merece.

Su madre asintió afirmativamente y Violet se vio forzada a hacer lo mismo, a pesar de no estar convencida del todo.

No pudo quejarse, pero estuvo todo el fin de semana con miedo, ya que la llegada del lunes sería una batalla interna bastante dificultosa. Ya en su alcoba, se dejó caer sobre la cama en medio de la penumbra, solo dejando que la luz mortecina de luna entrase a través de su ventana. Las sienes le palpitaban y el sudor bajaba desde su frente hacia su cuello debido a las altas temperaturas. No podía dormir, no solo por eso, sino porque tenía una telaraña de ideas en su cabeza que no le permitían pensar con cordura. Dentro de un rato, apretó los dientes y puños y se decidió por dejar de ser tan pesimista y comenzar a enfrentar esa vida con otros ojos. A nadie le gusta ser "el pajarito nuevo", lo sabía, pero no por eso iba a llegar a su primer día con la cara de derrota.

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