T r e i n t a y s i e t e

Capítulo 37

Se encontraba apoyado contra la reja que separaba el jardín frontal de Diana con la vía pública. Su sorpresa fue tanta al verlo que no pudo preguntarle nada y ni siquiera pudo moverse. Se quedó quieta como una estatua de hielo, con una mano apoyada en la reja a medio cerrar y la otra cerca de los latidos rápidos de su corazón. Ni sus ojos ni su boca pudieron cerrarse.

—Sabía que saldrías tras de mí —dijo.

Ella se quedó allí un momento, pensando si ya era tiempo de moverse. Inclinó su cuerpo demasiado y casi tropieza, lo que lo hizo sonreír a medias.

—Hola —se atragantó con su propia voz cuando recuperó el equilibrio perdido —. Pensé... Pensé que te ibas a casa.

—Estaba esperando a que aparecieses —se acercó con una sonrisa burlona —. No hay día que no intentes entablar una conversación conmigo.

Estaba tan roja, tan desasosegada, que creyó que desfallecería allí mismo sobre el cemento.

—Hum... —tragó saliva, limpiando sus manos en la falda —. No..., tengo una vida, ¿sabes? No todo gira en torno a ti —intentó excusarse, pero le era imposible. Actuaba tan mal que las palabras le salían robóticas.

—Por supuesto —dijo, alejándose.

—De verdad, no iba a seguirte. Me iba a casa a estudiar para el examen de mañana —parloteó, nerviosa —. Ya sabes, física no es mi fuerte y quería estar completamente segura... segurísima... de que lo sé todo. Y tampoco estoy muy bien en francés. Quiero subir mi promedio y...

—¿Quieres ir a una parte conmigo?

Sus piernas detuvieron su andar y sus enormes ojos de asombro fueron a parar al serio rostro del muchacho que esperaba por su respuesta.

—Está bien.

La oscuridad ya se había adueñado de casi toda la ciudad y solo un poco de luz se exhibía desde detrás de las montañas; una estela que dejaba el sol detrás de sí.

Caminaban despacio por la desolada alameda, sin tantos vehículos ni transeúntes. Increíblemente, todo estaba como aquellos días de veraneo donde todos salían de la ciudad hacia localidades cerca de la costa, dejando la ciudad sumergida en el silencio.

Ella se miraba las manos y a veces miraba las piernas de él, moviéndose al mismo ritmo que las de ella. No podía levantar la cabeza. Estaba avergonzada. Quería pensar en otra cosa. Otra cosa que no fuese Zack y su imagen esperándola fuera de casa, con la cabeza reclinada hacia atrás, apoyada sobre la reja.

A pesar del frío de acero y la noche, era una avenida extraordinaria que daba la impresión de estar repleta de cosas inusuales, cosas que no imaginaba que vería en Boise. Había un montón de tiendas y los troncos de los árboles estaban decorados con luces blancas, que seguramente las habían colocado la Navidad pasada y habían encontrado que le daba un aspecto armonioso al paisaje.

—Este es un lugar muy bonito. No había estado por aquí.

Miró hacia atrás y se dio cuenta que cada vez se alejaba más de casa.

—¿Por aquí no se llega al barrio de Kris?

Esperó que la pregunta no sonase despectiva, pues su compañero siempre se quejaba de vivir en un barrio sin muchos sustentos económicos.

—No. Para llegar allí hay que seguir derecho varias cuadras y bajar. Nosotros no llegaremos tan lejos.

Ella oyó la sangre que palpitaba en sus oídos.

—Oh... —fue consciente de que había enrojecido —. ¿No llegaremos tan lejos?

Zack se acomodó el suéter e intentó cerrarse la chaqueta, a pesar de que no tenía cierre ni botones.

—Es que está helando. Nunca había hecho tanto frío como ahora en junio.

Ella se miró las piernas y volvió a retarse en su cabeza, pues podría haberse puesto las medias en un baño de la casa de Diana.

—No me gusta demasiado el invierno, en especial donde yo vivo. Siempre está lloviendo o nevando. Lo único bueno es cuando cancelan las clases por el mal clima.

—Qué perezosa —comenzó a reír con la boca casi cerrada.

—Es mejor que andar metro y tener que soportar a tanto pervertido.

Siguió riendo. Ella se detuvo.

—¿Te estás riendo?

Él se detuvo dos pasos más adelante y se volvió a verla. Se mostró divertido ante su súbita indignación.

—¿Qué?

—Oye, lo del metro no fue un chiste. ¡Estaba horrorizada! —chilló.

Zack la miró a los ojos.

—Lo sé. Te estaba viendo, por eso te ayudé.

Siguió caminando. Violet se quedó pensativa un momento, antes de correr hacia él y seguir andando por la calzada.

—¿Me estabas viendo?

Las mejillas de Zack se encendieron.

—Solo chequeaba dónde estabas. No habíamos entrado juntos al vagón.

Ella juntó sus manos tras su espalda.

—Entiendo.

Acto seguido, miró fijo al frente.

—¿Hacia dónde vamos exactamente?

Se encogió de hombros.

—Solo quería caminar en línea recta.

Ella hizo un mohín observando el paseo lleno de tiendas iluminadas que aún no cerraban. Había peluquerías, tiendas de ropa, cafeterías. Lucía como un lugar bastante turístico, porque todo estaba muy ordenado, con una fuente encendida con luces y árboles podados que no dejaban caer sus hojas en invierno. Cuando vio a una pareja de alemanes paseando, entendió que su teoría era correcta.

—Así que aquí vienen turistas... como yo.

—Así es.

Se sentía tan incómoda que no sabía si seguir mirando, juguetear con sus manos o decirle que estaba muerta de frío y quería volver a casa. Era un ser tan misterioso que no sabía realmente cómo llegar a él. Bromeaba más de la cuenta, parloteaba sobre cosas como el clima o lo que había cenado el día anterior y no lograba sentir esa clase de conexión que fácilmente podía haber sentido con cualquier otra persona. Era un poco frustrante.

Y entonces, una máquina atrapa-juguetes llamó su atención, pues estaba vacía y sus luces de colores y los kimonos chinos que decoraban su pintura llamaban la atención de quien sea. Embobada, se separó de Zack y apoyó la frente contra la vidriera. Observó hacia abajo y vio una cantidad diversa de peluches, la mayoría de los animales que eran solo característicos en Oceanía.

Y ahí, mirándola, había un koala con una camiseta que decía "Australia" extrañamente llamativo.

—Já, koala en celo —comenzó a reírse del apodo de un modo alegre. Los koalas eran adorables y definitivamente debía ver uno antes de partir.

—¿Qué miras?

Zack se acercó también a la máquina y miró hacia abajo.

—Miro ese koala. ¿No es tierno? —apoyó su dedo índice —. Si esta máquina no fuese imposible, definitivamente gastaría mi dinero para obtenerlo.

Zack alzó la mirada hacia el cartel que decía cuántas monedas costaba jugarlo.

—Hazte a un lado —le ordenó.

Violet dio un traspié. Curiosa, se colocó a su lado para ver lo que hacía. Sin siquiera pedírselo, él ya había metido dos monedas y estaba listo para jugar.

—Zack, es dinero perdido —intentó convencerlo, pero era demasiado tarde.

La ignoró. Su mirada siniestra se enfocó en el koala. Agarró la palanca y comenzó a balancear las garras metálicas. Ella jamás había visto una técnica como esa, por lo que volvió a apoyar la frente contra la vidriera, excitada.

—Vamos, vamos —repetía.

El joven parecía muy concentrado en lo que hacía.

—Más a la derecha —lo ayudó Violet —. Allí, allí.

Zack se mordió el labio inferior y apretó el botón para que el brazo mecánico se deslizara hacia abajo con ese movimiento de vaivén.

—¡¿Lo ha agarrado?! —Violet pegó un salto, emocionadísima al ver que la garra había tomado al muñeco —. ¡Lo agarró! ¡Lo agarró!

Con el balanceo, el muñeco se soltó del agarre y se deslizó hacia fuera.

—Oh, Dios mío... ¡no es posible! —gritó.

Comenzó a reír de un modo inesperado cuando lo sacó de la máquina. Achinó los ojos, le dio palmadas en el hombro a Zack y siguió chillando de alegría al ver que lo había logrado.

—¡Lo conseguiste! ¡Madre mía!

Zack soltó la palanca y dejó escapar un suspiro.

—No grites tanto. Todos nos miran.

Ella observó el juguete entre sus manos, todavía sin poder creerlo.

—¡Es que es ridículo! —Creía que nunca algo la había puesto tan contenta —. No sé cómo decirte lo feliz que estoy. ¡De verdad!

Zack sonrió, pasando de ver el ambiente a verla a ella. Daba vueltas en el mismo lugar abrazando al koala.

—¿Por qué estás tan emocionada?

Ella detuvo sus giros y le regaló la sonrisa más grande que había hecho en su vida.

—¡Porque nadie puede hacer esto! Conseguiste algo que el 90% de las personas no pueden conseguir.

—Es solo un koala —comentó, riendo.

—Ni más ni menos que el mejor koala en el mundo.

Sonrió al verle la cara peluda al animalito artificial y se lo llevó al pecho como lo solía hacer cuando pequeña con sus juguetes más preciados.

Fue consciente de que él seguía observándola desde la distancia.

—Este... —estiró el muñeco —. ¿Te lo quedarás tú?

—¿Por qué me lo quedaría yo?

—Bueno, tú lo sacaste.

—No lo saqué para quedármelo —negó con su cabeza como si fuese obvio y siguió caminando.

Violet se mordió el labio inferior y pegó un brinco más. Sentía tantas cosquillas propagadas por su cuerpo que no quería dejar de saltar. Había olvidado todo lo malo gracias a ello.

—Gracias —le dijo cuando lo alcanzó.

—No es nada.

Ella llevaba el koala pegado a su pecho.

—Es mucho —corrigió —. Ya he perdido la cuenta de cuantas veces te he agradecido por cosas que has hecho por mí.

Zack sonrió, observando las estrellas.

—Me alegra escuchar eso.

—¿En serio?

Bajó la mirada y le mostró una sonrisa sincera.

—En serio.

Ella miró el koala una vez más.

—Oh.

—¿Qué pasa?

—Nada —no sabía si sonreír o decir algo interesante—. Creo que no sentía una emoción como esta desde que aprendí a montar en bici.

Intentó pensar en algo más reciente.

—O desde que me gradué de la escuela media. Me dieron un diploma y todo. Bueno, a todas les dieron diplomas, yo solo...

Zack reía hacia adentro, aplanando los labios.

—Tú solo asististe —dijo entonces y le contagió la risa.

—Sí, algo así.

Respiró profundamente y también observó el cielo despejado que dejaba ver un montón de estrellas, más de lo habitual.

—Algo bueno está por venir.

—¿Cómo qué?

—Ah, no sé. Habrá que ver.

Hacía muchísimo frío fuera, pero se entretuvo ahí, matando el tiempo con el koala entre las manos, a veces lanzándolo hacia el cielo y jugando a agarrarlo sin que tocara el suelo. Intentaba calcular si era mejor perder algún dedo por congelación o volver a casa. Sin embargo, ya hacía demasiado frío a esas horas de la noche y su dedo índice, de la mano que usaba para escribir, fue el primero en ponerse azul. Tuvo que decirle a Zack que ya no podía aguantar más tiempo afuera.

Entonces, volvieron a casa a pie, pues la muchacha también se negó a tomar colectivo después de lo sucedido. Recorrieron las calles a paso lento, observando el vapor blanco que salía de sus bocas cuando exhalaban.

—¿Crees que Kris ya se fue a casa? —preguntó Zack de repente.

—Obviamente, hace un frío despiadado.

Se subió la cremallera de la chaqueta y metió sus manos en sus bolsillos en un inútil intento por entrar en calor. Ni siquiera podía escuchar los ladridos de algún perro. Seguramente también se habían refugiado en el interior de las casas de sus dueños o debajo de un cartón abandonado.

—Espero que la tía y Liam no estén preocupados por mí. Ahora se preocupan mucho... después del accidente.

La mirada de Zack emitía un desprecio distante, como si se hubiese puesto a pensar en otra cosa. Algo que le disgustaba.

—¿Cómo está tu padre?

—Todavía cree que lo vas a demandar.

Violet comenzó a reír.

—No lo haré. Gran parte de ese accidente fue mi culpa. Yo crucé la calle sin mirar y me había metido en problemas —bostezó, tiritando —. Dile que no se preocupe.

—En tu nombre.

Violet respiró profundamente.

—De seguro es un hombre con más problemas que resolver. Cuando una persona es importante acarrea muchas más consecuencias que solo pagar cuentas o mantener una familia. ¿No estás de acuerdo?

—No lo sé.

—Tu padre debe ser un magnífico empresario —comentó en forma de halago —. Debería serlo, si tú eres tan inteligente, ¿por qué él no?

Zack se quedó callado un momento.

—Bueno... —dijo al cabo de una pausa —, hoy iba a ir a la casa uno de sus colegas para hablar un tema de negocios.

—Parece que odias eso.

—¿Por qué lo dices?

—Por la forma en que lo dijiste. Se nota que odias ese tipo de cosas.

—¿Ese tipo de cosas?

—Los negocios, digo.

Zack ya tenía los ojos enrojecidos.

—Algo así. Me he creado una mala imagen de lo que sería mi vida si me dedicase a eso como mi familia lo ha hecho.

Violet parpadeó, incrédula. Ella nunca había tenido tanto dinero en su vida. No era de las que se quejaba siempre, pues podían vivir sin problemas. Nunca les había faltado la comida ni la felicidad, a pesar de que sí habían vivido momentos crudos en el pasado. Boise era una ciudad que a simple vista se veía genial para comenzar una nueva vida de recién casados. Había barrios muy bonitos, con esos jardines podados y fumigados durante todo el año, con las figuras de gnomos en las entradas de las casas y un perro fiel de raza pura que cuidaba fielmente cuando los dueños no estaban.

Muchas veces había pasado por allí y le encantaba imaginar que algún día iba a vivir en una casa así. Pero su realidad y la de sus compañeras de escuela era diferente. Casi todas vivían en las afueras de la ciudad, entre cerros y campos descuidados, allí donde los buitres sobrevolaban en los días de verano como si buscasen un animal muerto en algún jardín. No podía decir que disfrutaba completamente su vida en esos barrios olvidados, pero, entre su horario escolar cada vez más exigente y la soledad, no le quedaban más opciones que acostumbrarse a la rutina.

En cambio, con lo poco que llevaba viviendo en Canberra, podía notar ciertas diferencias. La capital de Australia era una ciudad pequeña, pero vigorosa, pues contemplaba las empresas más poderosas del país, además de los palacios del Gobierno, por lo que había mucha gente importante por esos lados. No había que ser ingeniosa para darse cuenta de las diferencias existentes entre quienes tienen todo y quienes tienen nada. Entre los miembros del club de los ricos, era una cuestión de honor vestir con ropa formal. Los hombres, delgados y fuertes, presumían prendas caras y deslumbrantes, de esas marcas que ella jamás hubiese oído hablar en toda su vida. Ropas de diseñador decían, de esos que vivían en Paris o Praga. Las mujeres llevaban siempre maquillaje y tenían la complexión delgada de una muñeca de porcelana. A veces sentía que miraban con un leve desprecio —o incluso incomprensión —a quien no pertenecía a esa clase social.

Mirando a Zack, sonreía, pues conociéndolo a él, sabía que no podía meter a todos en un mismo saco.

—¿Y qué quieres hacer con tu vida?

—¿Hum?

—¿Tienes alguna aspiración?

—No lo sé.

—Te va bien en todo. Puedes estudiar lo que sea... —intentó motivarlo.

—Gracias por tus frases motivacionales, pero ese es justamente el problema —cruzaron una calle a paso rápido —. Me va bien en todo y no sé lo que me gusta.

—Todos tienen aficiones.

—No sabía que fuera obligatorio tenerlas.

—Vale. Entonces, ¿qué haces, Zack Prawel, si no tienes aficiones?

Miró la calle vacía y tuvo un poco de miedo de que saliese algo de la nada de aquella fosa de oscuridad.

—¿Quieres saber qué hago cuando no estoy aquí contigo?

—Venga, háblame de ti, Zack. Quiero saber más de ti.

Intentó sonreírle, pero él se mostró desconfiado otra vez.

—¿Por qué? —preguntó —. ¿Por qué quieres saberlo, tan de repente?

—Oh, por favor, Zack, ni que fueras un asesino serial después de clases.

Zack sonrió e infló el pecho como el de una paloma.

—No lo sé... —dijo —. Voy a Adellia's de vez en cuando. Veo un poco la tele. Leo libros que ya he leído. Nada fuera de lo común.

—¿Ves un poco la tele?

—Sí.

—¿Y te gustan las películas?

—No soy un gran sabedor de películas.

Eso le hizo sonreír.

—¿Cuál es tu película favorita, Zack?

Frunció las cejas, pensándoselo. Los pómulos se le habían puesto azules.

—No sabría decirlo. Me gustan las películas de la Segunda Guerra Mundial o de cualquier guerra en realidad.

—Qué pedazo de esnob eres, Prawel —comentó riendo.

—Tú has preguntado —le frunció la frente —. Pero me gusta la historia, no los muertos. Es diferente.

—¿Cómo así?

—Me gusta el honor, la valentía, la esperanza. Todo lo que los personajes son capaces de dejar atrás con tal de enfrentar su destino. Eso es lo que me gusta.

Los vellos de su nuca se habían erizado porque el aire frío soplaba contra ellos.

—Una de las películas que más me gustan es de la Guerra Fría. "Good bye, Lenin".

—Nunca había escuchado sobre ella.

—Pues, deberías verla. Es fantástica y para nada aburrida.

Prometió que la vería. Tras un breve silencio, alzó la vista y, para su sorpresa, comprobó que él se había relajado.

—¿Y qué más?

—¿Cómo que qué más?

—¿Más aficiones? ¿Algún sueño por cumplir? ¿Lugares que te gustaría visitar?

Se reía internamente, porque imaginaba el caos mental que tendría Zack con tantas preguntas locas que le hacía.

—En realidad, no tengo más aficiones. Estudio, camino... me gusta la música.

—Espero que no sean de esas canciones caribeñas que hablan de culos en todas sus letras.

—No —Se detuvieron en un cruce y él comenzó a reír —. Eso no es música.

Zack la miró y cuando ella le devolvió la mirada, dijo:

—No hago gran cosa. Estudio y voy casa después, eso es todo.

Ella reía.

—No puedo culparte. Soy exactamente igual, aunque al menos sé dibujar.

Zack la miró perplejo y le sonrió antes de cruzar la calle. Sus cuerpos estaban separados por al menos dos centímetros.

—¿Has salido de vacaciones a alguna parte? —le preguntó ella, metiendo más las manos en sus bolsillos. Sentía que ya no podía mover los dedos.

—No he ido a ningún lado. He estado en otras ciudades de Australia. Melbourne, Sídney, Brisbane. Conocí Tasmania también. De niño salía más a menudo. Solíamos tener una casa de veraneo en Hervey Bay, pero mi padre la vendió cuando cumplí los diez o algo así.

Violet asintió. Zack sospechó que no sabía a qué lugar se refería.

—Hervey Bay es un balneario al norte.

Ella sonrió y se apegó un centímetro más a él, buscando calor.

—¿Y qué quieres? —volvió a preguntarle.

—¿Qué quiero?

—Sí. ¿Qué quieres hacer con tu vida?

Zack parpadeó.

—Supongo que mi respuesta quedó clara cuando te dije que no tenía aficiones.

—No me refiero a eso, me refiero a grandes rasgos. ¿Quieres casarte? ¿Tener hijos? ¿Viajar por el mundo? ¿Irte a vivir a una isla en medio de la nada? ¿Harvey Bay? ¿Qué?

—Hervey Bay.

—Bueno, eso —alzó ambas cejas —. ¿Y bien?

Zack se encogió de hombros, pensando que su respuesta la decepcionaría.

—No lo sé. No lo he pensado mucho.

—Oh.

—¿Tú sí?

Ella jadeó cuando cruzaron la calle con un trote, pues cruzaron con el semáforo en luz verde y una moto se acercaba directamente hacia ellos.

—Hum, siempre pensé que iba a terminar casada, tal vez con hijos y pintando cuadros, pero siento que es demasiado común aspirar a algo así —sintió el rugido del motor de la moto y la ráfaga de viento helado tras ellos —. Así que, supongo que estamos igual... otra vez.

Entonces, Zack gimió y se detuvo al borde de la calzada, una vez que llegaron al otro lado. Violet sonrió con ojos reflexivos.

—¿Te encuentras bien?

Asintió. Había sentido náuseas y se había colocado con las manos en sus rodillas, intentando serenarse. Violet tragó saliva, queriendo posar su mano en su espalda. Se arrepintió casi enseguida, escondiendo de nuevo su mano en el interior de su abrigo.

—Descuida. No tienes que pensar en tu futuro. Falta mucho —le dio una sonrisa cuando él se irguió —. Yo tampoco lo tengo claro.

Zack sonrió.

—Estoy bien.

—¿Puedes continuar?

Los músculos de sus mejillas se contrajeron.

—Sí. Puedo.

Continuaron su camino, ahora acelerando el paso. El frío era atormentador. Todo parecía haberse congelado de repente, como si la vida allí se hubiese detenido. Violet podía ver las nubes blancas que su respiración formaba, alejándose y perdiéndose en el cielo estrellado.

—Zack.

—¿Qué?

Sonrió hacia el cielo y luego hacia él.

—¿Cuándo fue la primera vez que me diste las gracias?

Se detuvieron a unos metros de llegar a la casa de ella.

—No ganaste la apuesta —se mostró irritado otra vez, lo que le causó risa.

—La curiosidad me mata.

Zack bufó.

—Enfermería.

—¿Enfermería?

—Solo diré eso.

Se alejó antes de que ella hiciese más preguntas.

—Ay, qué cascarrabias —lamentó hacia su interior, siguiéndolo.

El adosado estaba iluminado. Las luces parecían pálidas contra el frío de la noche oscura. La luna dejaba ver parte de su cuerpo, escondiendo la otra mitad detrás del techo. Parecía sacado de una fotografía en un famoso museo.

—¿Qué hora es?

Zack chequeó la hora en su reloj de pulsera.

—Las ocho y cuarto.

Dejó caer la cabeza hacia atrás con cansancio, intentando deshacerse de los nudos que se le formaban en la parte inferior de su cuello.

—Voy a entrar porque ya me duelen hasta los huesos —dijo Violet, obligándolo a abrir sus ojos de nuevo —. Gracias por el muñeco.

—De nada.

Se miraron un momento breve, escuchando los cantos de los grillos entre los arbustos.

—Adiós —ella le estrechó la mano. Él se la estrechó también. Dos manos congeladas se juntaron y dieron un apretón.

—Estás tan helado que quemas.

—Tú también.

Ella abrió la boca, pero fue incapaz de expresar lo que pensaba. A pesar del frío, sintió las mejillas coloradas.

—Bueno, adiós, Zack.

Él asintió, observándola.

Violet fue la primera en quitar su mano. Con cierta torpeza, caminó a la puerta y entró sin volver a mirar atrás. Una vez que logró sentir la calidez de su hogar, apoyó la espalda contra uno de los muros y observó el techo oscuro del pasillo.

—Enfermería...

Entonces lo recordó. Había sido cuando ella fue a verlo después de que él se desmayase saltando neumáticos. Ya había pasado tanto tiempo que lo había olvidado.

Sonrió.

—De nada —respondió en un susurro, porque nunca era demasiado tarde.

Por su parte, él esperó hasta que entrase a su casa para continuar hacia la suya. Estaba tan congelado que corrió para entrar en calor, pues ya llevaba un tiempo pensando que perdería las extremidades si pasaba más tiempo allí afuera.

Pasó junto a Adellia's y se detuvo en seco, sudando frío. Adentro la gente se mostraba cómoda y divertida. Compartían tazas de té e historias. No pudo evitar recordar las clases que tenía con Violet a menudo.

Se dio una vuelta y observó la calle en dirección a la casa de su compañera. Estaba todo tan oscuro y lúgubre que ya había desaparecido en la fosa nocturna.

Lanzó un suspiro y continuó el trote a su edificio, uno de los más iluminados en la zona. El moderno lugar tenía la calefacción encendida, lo que Zack agradeció al poner un pie adentro. Saludó al conserje que pareció feliz de verlo.

—Buenas noches, señor Prawel.

No le gustaba que el conserje lo llamase así. El conserje no conocía su nombre, pero sí a su padre. Detestaba que cada vez que la gente lo reconocía era por su padre.

—Buenas noches —contestó por educación y caminó cabizbajo hacia el elevador. Apretó el botón y esperó su venida desde el octavo piso.

Sus manos se habían puesto azules al igual que sus labios y pómulos. Esperaba que eso no significase el inicio de un resfrío. Detestaba quedarse en casa haciendo nada.

Cuando las puertas se abrieron, entró, y pudo ver su reflejo. Aun a pesar de estar azul por la baja temperatura, podía ver un rastro de rojo en sus mejillas. Sintiendo su corazón acelerado, cerró los ojos y apoyó su espalda en una de las paredes con espejos, esperando que el ascensor llegase cuanto antes a su piso.

Cuando se abrieron las puertas, la luz brillante del pasillo lo cegó un poco. El piso era blanco y estaba recién fregado, por lo que se podían reflejar las luces blancas en él. Caminando con precaución para no resbalar, llegó a la puerta de su apartamento, nervioso ante el inminente silencio, como si todos hubieran decidido irse a la cama temprano. Sacó las llaves de su mochila y abrió la puerta. Escuchó el eco de conversaciones y choque de copas llenas de champagne. No había que ser adivino para saber que el compañero de su padre seguía allí.

—Debe de ser mi hijo —escuchó pasos acercándose hacia la entrada —. ¡Zack!

Su padre estaba algo bebido.

—Qué bueno que llegas. Quiero presentarte a mi amigo, el señor Ambrose Glover.

—¿Glover? —preguntó, siendo llevado del brazo. Estaba seguro de que había oído ese apellido antes.

—Sí.

Se acercaron a la luz de la sala de estar, dejando ver a dos personas sentadas como en su casa. Ya se habían acabado la botella de champagne y habían abierto recién un vino del año 67'.

—Te presento a Ambrose Glover, compañero de trabajo, y a su hijo, Sam.

El corazón de Zack dejó de latir.

—Buenas noches, Zack. Hace mucho tiempo que no nos veíamos, pero parece que tu padre ha olvidado que ya nos conocíamos —comenzó a reír —. Aunque, la verdad, es como si nos estuviésemos conociendo por primera vez. Mira qué grande estás. La última vez que te vi no me llegabas ni al ombligo y ahora estás casi tan alto como yo.

El señor Glover le tendió la mano al chico, que había quedado petrificado. No pudo responderle.

—Este es mi hijo.

El joven sonrió de lado malévolamente. Era alto, con el cabello teñido de rojo. Le tendió su mano morena y pronunció con una voz gruesa:

—Un placer volver a verte después de tanto, Zack Prawel.

La pupila de Zack se achicó y retrocedió inmediatamente. Ese no era ningún Sam. Era Sean Glover.

—Zack, ¿qué te pasa? —preguntó su padre, sirviéndose otra copa de vino.

—Él... él...

El padre de Sean se alarmó.

—Mi hijo tiene tu misma edad. Ha decidido acompañarme porque se está familiarizando con todo esto de los negocios —mostró el lugar con sus manos —. Tener una casa así no se consigue ni con 100 años de trabajo siendo un simple obrero. Hay que aprender desde pequeño la importancia de esta profesión.

—Le damos de comer a mucha gente —dijo James y chocó su copa con la de Ambrose, ambos riendo.

Zack ya ni podía pensar en lo que los adultos decían. Sean no podía estar allí. Tenía orden de alejamiento con todos los alumnos de su clase. Había sido expulsado por violencia escolar y por haber sido una de las causas del atropello de Violet. Simplemente no podía estar cerca. El hecho de verlo sentado tan cómodamente en uno de los sofás de la sala le provocaba escalofríos.

—Yo...

—Oye, hijo, ¿por qué llegaste tarde? —su padre se llevó la copa a la boca y disfrutó el aroma embriagador de aquel fino vino —. ¿Estabas haciéndole clases a esa compañerita tuya?

Zack se quedó mudo, observando a Sean, atento a cualquiera de sus movimientos.

—¿Les hace clases a sus compañeros? —el señor Glover sonrió —. Vaya, te salió un hijo bastante inteligente y muy muy apuesto.

—Igual a su padre —dijo James Prawel, ya ebrio.

—Aunque tiene un aire a Susan —le apuntó con su dedo índice como si estuviesen hablando de una fotografía de Zack —. Tienen los mismos ojos.

James se encogió de hombros y sus labios se tensaron. Zack respiró hondo, contestando por su padre, pues sabía que aquel tema todavía le producía desazón.

—La mayoría me lo dice —habló en un volumen más bajo del deseado.

—Sí, James tiene los ojos más claros que los tuyos. Pero tienes bonitos ojos, Zack. Siempre le dije a tu madre que lo más atrayente que tenía era su mirada ­—contempló a su hijo —. Se... Sam también los tiene peculiares, ¿no crees? Tenerlos cafés no es muy común.

—Hum.

Sean se veía algo incómodo. Ya percibía que el cabello rojo y un padre obligado a mentir no habían impedido que Zack se diese cuenta de la mentira.

—Entonces, Zack, ¿le haces clases a compañeros?

—Solo a una persona —contestó en voz baja, dando un paso hacia atrás.

—Y... no vas a poder creerlo —la voz de James Prawel volvió a escucharse. Hablaba con la lengua patosa —. La niña a la que le hace clases fue la misma a la que atropellé.

—Papá —Zack hizo un último intento para que cerrase la boca.

—¡No me digas!

—Sí, su nombre es Violet Henley.

Una sonrisa ladeada se reflejó en el rostro de Sean.

—Vaya, qué coincidencia. El mundo es muy pequeño —dijo el padre de este último, casi riendo.

Mientras seguían haciendo burla del accidente y rellenando sus copas, Zack no pudo aguantar más y se atrevió a hablar con Sean a solas.

—¿Quieres que te enseñe la casa, Sam?

Recalcó mucho su nombre para incomodarlos. El moreno sonrió y aceptó, levantándose.

—Ya volvemos —anunció.

Zack caminó hacia el pasillo oscuro y lo esperó allí. Sintió mucho temor, pero necesitaba saber qué estaba sucediendo.

—Hola, Zack. Tanto tiempo.

—¿Crees que cambiar de nombre y teñirte el cabello iban a convertirte en otra persona? —miró hacia sus lados, bajando la voz —. ¿Qué haces aquí?

—Vine a escuchar sobre negocios. Tu padre es bueno para parlotear cuando está ebrio.

Zack lo fulminó con la mirada.

—Tienes una orden de alejamiento.

—Prawel, en serio, no tenía idea que venía a tu casa. De saberlo, habría sido el último lugar que hubiese pisado en la Tierra. Nadie quiere estar en tu cochina vivienda con tu familia loca.

Zack abrió aún más los ojos. Un poco de luz llegaba desde el salón y lograba iluminarles una parte del rostro a ambos.

—Ya sé lo que estás pensando. No cambié mi nombre de manera legal. Fue idea de mi padre hacerlo y teñirme el cabello de otro color por dos razones. La primera era para andar tranquilo por la ciudad sin policías detrás de mí o con el miedo que pudiese toparme con alguno de los mequetrefes de la escuela. Y segundo, él sabía que vendríamos para que yo aprendiese del rubro, ya que mi hermano no puede, por su historial peor al mío, por lo que debía acercarme sin levantar sospechas de tus padres... y obviamente tuyas.

Sean levantó los hombros y volvió a sonreír.

—Pero fue divertido venir y darme cuenta de que los rumores son ciertos. Tu madre no está en casa porque seguramente anda follando con otro. Y... tu padre... allí está... ebrio, sin enterarse de lo que sucedió conmigo y mi expulsión y sin preocuparse de que su hijito estaba afuera a altas horas de la noche con un frío del demonio.

Pasó su mano sobre su hombro para limpiarle restos de una hoja que había caído de algún árbol y se había posado sobre su abrigo. Un pequeño gesto que logró intimidar a Zack.

—Pobre niño. La verdad es que te compadezco, Prawel. Debe ser horrible sentirse solo en el mundo y más aún en tu propia casa —acercó la cara a él —. ¿En qué baño fue que te cortaste las venas...?

—Eres un imbécil —le escupió, acercando su cara también. Estaba furioso.

—¿Vas a decir que lo que yo diga es mentira? Puedes esconderles a todos tu pasado, pero yo ya me lo sé de memoria. Además, no tenía planes de volver a acercarme a Southern Cross, pero... lo que acabo de oír es muy interesante.

—¿Qué cosa?

Sonrió de lado. Olía a licor.

—Que le haces clases a Violetta. Eso es lo más interesante que he oído desde que dejé la secundaria.

—No lo es.

—Claro que sí —su sonrisa se ensanchó —. ¿Qué tipo de clases son, Prawel? ¿El Kama Sutra?

—Basta.

—Pobre bastarda. Debería haber muerto el día que tu bendito padre la atropelló.

Entonces, Zack lo agarró del cuello de su camisa y lo pegó con fuerza contra la muralla. Le dio lo mismo que Sean fuese más fuerte y alto que él y no mostrase ningún signo de debilidad.

—Me sorprendes, Zack. Tú jamás habías hecho esto.

Alzó sus manos, rendido, pero seguía riendo.

—No digas nada contra Violet ni mi padre. No nombres a ninguno de los dos.

—Vaya, otra nueva noticia.

—¿Eh?

Se acercó hacia su rostro con esa sonrisa picarona tan de él.

—Esto es todavía más interesante.

—¿De qué hablas?

—¿Me crees idiota, Prawel?

Iba a responder que sí, pero su padre se acercó al pasillo en donde estaban.

—¿Cómo están, chicos?

Zack se separó de inmediato y bajó la mirada, sumiso.

—Todo bien —contestó Sean por él, cerrándose la chaqueta —. Tiene una hermosa casa, señor Prawel.

El hombre sonrió y casi se le escapa un poco de saliva por el costado de su labio. Estaba muy ebrio.

—Muchas gracias, Sam.

James se volvió a su hijo y apoyó con cierta brusquedad la mano sobre su hombro.

—¿Cómo te fue en la escuela?

Ni siquiera lo miraba directamente a los ojos. Estaba tan borracho que tal vez ni siquiera sabía con quién estaba hablando. El olor que expedía era desagradable, entre alcohol y transpiración. Era putrefacto.

—Me fue bien, papá.

—Me alegro, me alegro —alzó la copa y comenzó a reír —. Tenemos al siguiente Stephen Hawking de la familia, ¿eh? Especialista en agujeros negros, ah.

Sean comenzó a reír ante el chiste verde, justo cuando llegaba el señor Ambrose, abotonándose la chaqueta, listo para partir.

—Ha sido una visita muy agradable, James. Ya es hora de irnos.

—Ay, mi buen amigo. ¡Gracias! Deberíamos vernos más seguido. Nunca pensé que pasarían años sin vernos físicamente solo por nuestras ocupadas agendas.

—Lo sé, Jamie, pero ambos sabemos que es por un bien común. Y... no hay de qué. Esos nuevos centros en Rusia serán la bomba. Espero que estén listos para principios de 2015 —le guiñó un ojo e invitó a su hijo a salir.

—Saludos a tu otro hijo —dijo su padre, tambaleándose hacia la puerta. Se estrecharon torpemente las manos sudorosas y salieron. Zack ni siquiera los quiso ver y tampoco se despidió. Caminó a la sala y se sentó donde ellos antes estaban, agitando su mano para dispersar un poco aquel olor tan agrio y el humo que habían dejado los cigarros, ahora apagados en el cenicero, algo que nunca sucedía, pues su padre no fumaba y su madre solía hacerlo fuera de casa.

Sintió una extraña satisfacción cuando oyó la puerta cerrarse al fin. No obstante, escuchó los desmañados pasos de su padre acercándose casi de inmediato. Arrastraba sus zapatos de charol contra el suelo e intentaba agarrarse de las paredes para mantener el equilibrio. Su cabello estaba mustio y algunos mechones que el gel ya no podía sostener se le habían caído sobre la frente, dándole un aspecto descompuesto, como alguien que acaba de sufrir una decepción amorosa o ha perdido su trabajo.

Escondió la cara entre sus manos y esperó a que le dijera algo, pues sabía que por eso se estaba acercando.

—Pequeño James —lo llamó —. Porque te pareces más a mí, ¿verdad? Es mejor.

Apenas lograba entender lo que estaba pronunciando. No dijo nada.

—Bueno, Susan también tiene el cabello negro —frunció el ceño, enojándose —. Pero tal vez se te ponga castaño como el mío con los años.

Zack levantó la cabeza.

—¿Dónde está mamá?

—¡Qué sé yo dónde está tu madre! De seguro con ese amiguito que tiene —comenzó a reír —. ¿Te conté que lo despedí?

Comenzó a servirse otra copa y se dejó caer en el sofá de en frente como saco de papas.

—No sé, papá, no me cuentas nunca nada.

—Por favor... —se llevó el contenido de la copa a la boca y derramó un poco del contenido en su camisa —. Lo despedí y lo dejé en la calle como el indigente que es. Espero que tu madre termine igual porque no merece nada de nada esa mujer. Lo único que merece es el infierno.

Por extraño que parezca, su actitud le afectó más que las groserías de Sean Glover.

—Papá, deja de beber —le rogó Zack. Eran deprimentes las condiciones en la que se encontraba.

—Hay que celebrar. Estoy comenzando un nuevo proyecto —hablaba con la lengua traposa —. Y partió como avión... tss.... No, no. Como cohete —se corrigió y alzó el brazo con la copa en mano, derramando un poco sobre su brazo.

—Volaré muy alto, Zack. ¿Sabes de qué se trata?

Su hijo parpadeó con los ojos llenos de lágrimas.

—Deja de beber, por favor —suplicó una vez más.

—No, no.

—Papá...

—Se trata de... —parpadeó, pensándoselo. Luego tartamudeó y lo olvidó por unos segundos, hasta que lo recordó y sonrió radiantemente: —Vamos a poner una clínica cosmetológica con Ambrose en Rusia. Como nos fue muy bien con la de aquí en Australia, lo haremos allá, enfocada en el público femenino adulto y adulto mayor. Estamos expandiendo el rubro, ¿te das cuenta? Ahora no solo nos enfocaremos en cosas comunes como maquillaje o cremas rejuvenecedoras, sino también en cirugía plástica. ¿No crees que es gran idea?

Zack alzó las cejas con ojos entristecidos, sintiendo pena por él.

—Las mujeres están obsesionadas con su apariencia física, por lo que creo que esto... estos proyectos... bueno, este gran proyecto, va a ser una revolución. ¿Qué piensas?

Se encogió de hombros y su padre insistió en conocer su opinión al respecto.

—No lo sé, papá —contestó casi sin ánimo —. La verdad es que no le veo la novedad. Existen muchos centros en el mundo avocados a la cirugía estética.

El hombre asintió con los ojos inyectados en sangre y se inclinó hacia adelante, dejando la copa sobre la mesa de vidrio para utilizar sus manos al explicarse mejor.

—No, no. Hemos estudiado la situación de la cirugía plástica en países como Japón o Corea del Sur. Son revolucionarias. Allá, todo lo que tenga que ver con belleza artificial es visto como un paraíso. Eso es lo que quiero lograr en este país y en Rusia: Amor por lo nuevo.

Zack parpadeó e hizo una mueca de decepción.

—Suena triste.

—¿Qué dices? —tomó la copa y le dio un sorbo largo al contenido.

—Eso. Estás vendiendo belleza artificial y condicionando a las mujeres a hacerse más retoques solo porque es "bonito".

James pestañeó, pensándoselo.

—Además, esas ideas propagandísticas ya se usan en esos países. ¿No sería plagio?

—Las buenas ideas siempre se copian —negó con la cabeza bruscamente, mareándose —. Y no es el punto. Este es mi trabajo. Me dedico a embellecer a las personas a base de productos. Además, les damos una felicidad. Las volvemos hermosas... hasta he pensando en expandir el campo y ayudar también a los hombres a hacerse cirugías.

Hizo una mirada pícara, que le salió algo más perturbadora que cómica.

—Dime, ¿no te quieres hacer algún retoque?

Comenzó a hacer muecas y payasadas mientras su hijo sentía los ojos cubiertos de lágrimas y la respiración acelerada.

—Papá, deja de beber.

No le hizo caso y se sirvió un poco más, bebiendo enseguida otro poco. Casi eructa.

—¿Por qué estás tan en contra de la cirugía plástica? Deberías estar orgulloso de que tu magnífico padre, a diferencia de tu madre, está intentando ser proactivo y emprendedor.

Zack se miró las manos y sintió el pecho oprimido. Escuchó a su padre insistirle, entre balbuceos, a que le dijese por qué no lo apoyaba como un hijo normal lo haría.

—Porque la mayoría de esos "retoques" se notan, papá. Vuelve a las personas artificiales, pues terminan todos con la misma cara plástica que pierde expresión y vida. Le quita identidad a las personas. Por eso no apoyo eso de pasar por un quirófano para... para ser aceptado.

Su padre comenzó a reír con ganas, con una sonrisa tan grande que lo ofendió y lo hizo sentir estúpido.

—¿Identidad, dices? ¿A qué te refieres con eso? Yo les estoy dando una identidad. Deberían estar agradecidos de que les estoy aumentando su autoestima.

—Pues les estás dando una identidad falsa, papá. El mismo eslogan de tu empresa dice "en búsqueda de tu perfección". ¿Qué significa eso exactamente? ¿Arruinar tu belleza natural para cumplir con los estúpidos estándares de belleza?

—Oh, vamos, no seas quisquilloso. Ese discurso tuyo siempre viene con doble moral. ¿Acaso tú te casarías con una fea?

—Ah, entonces tú te casaste con mamá porque es bonita solamente. ¿Verdad?

El hombre comenzó a exasperarse y a sudar. El borde del cuello de su camisa se había humedecido bastante y expedía un olor a fermentación poco agradable.

—No cambies el rumbo de mis preguntas. Contesta. Sí o no.

Zack apretó los puños y sintió impotencia en sus venas.

—Pienso que en las irregularidades está la verdadera belleza —apretó los labios —. Me gusta fijarme en las personas por cómo son, no por cómo se ven.

—¡Pura mierda! —habló con un tono agudo de voz. Intentó pararse, pero el tambaleo de sus piernas no se lo permitió —. Aquí y a donde vayas, te juzgan, ya sea por tu vestimenta, tu clase social, tu forma de hablar, tu cultura, tu belleza, tu cuerpo, tu religión, todo. Y no vas a negármelo.

Y no iba a negárselo. En eso tenía mucha razón. La sociedad estaba estereotipada de manual. Una sociedad que él consideraba patologizada, pues se dejaban llevar más por esos detalles que las verdaderas capacidades de las personas.

—Estoy de acuerdo —dijo al fin, llamando la atención del hombre, que intentaba controlar el ritmo de su respiración y latidos cardiacos, al encogerse un poco y relajar los músculos.

—¿De verdad? —preguntó como si no lo creyera.

Zack asintió en silencio.

—Entonces, si me encuentras tanta razón, ¿por qué me haces tantas críticas negativas?

Un costado del labio del muchacho se vino hacia abajo con pena.

—Pues porque está mal... y tú lo estás venerando.

Su padre respiró con fuerza y se terminó de beber el contenido con furia. Zack sintió una profunda compasión por él, pues sentía que había bebido más por no tener su apoyo en su idea laboral. Se sintió culpable de verlo así.

—Papá, no bebas más, por favor...

—Ya, vete a la cama. Mañana tienes escuela.

Se levantó y se fue a su cuarto, tambaleándose. Zack se quedó allí un momento más, iluminado por esa fuerte luz blanca que le hacía sentir como el acusado a la espera de una sentencia. Primero Sean, luego su padre. No sabía qué pensar de todo eso.

Quería pensar que solo se debía a que su padre amaba su empleo. Quería imaginar que, cuando veía a su hijo, veía al bebé que había tenido en brazos, embelesado y lloroso, incapaz de creer que había creado a un ser humano, uno indefenso y que necesitaba todo el amor y la protección en el mundo. Quería creer que aún veía al niño pequeño que estiraba la mano en busca de la suya, al colegial que llegaba a casa contento por obtener una buena calificación y ahora al adulto en el que se estaba convirtiendo poco a poco. Quería creer que veía la historia detrás, el amor que le tenía a pesar de todo. La vida que compartían.

Pero su padre se encerró en la habitación matrimonial, borracho e inconsecuente, y no volvió a salir. Zack cerró sus ojos sin evitar pensar en su niñez. Sus primeros años habían sido tan buenos. Su padre era una persona encantadora y risueña. Su hijo, a pesar de no ser planeado, era su todo. Solía presentarlo a sus amigos como el heredero al trono de Inglaterra.

—¡Qué niño más lindo! ¡Es igual a ti! —le decían. Él adoraba que le dijesen eso; lo hacía sentir orgulloso.

Después todo cambió. Comenzó a estar muy ocupado con el trabajo y se olvidó de todo; de su familia, de las vivencias, de los puntos vulnerables, de todo. Susan lloraba casi todas las noches antes de engañarlo. Se pasaba el día sola y cuando llegaba Zack de la escuela ya no tenía ganas de estar despierta o decir algo.

Hizo lo posible para que lo bueno no se perdiera. Estudiaba para sacarse buenas notas y darles una alegría, pero ya no les interesaba si lo hacía bien o mal. Les hablaba sobre sus días en la escuela o sobre algún amigo nuevo que había hecho, pero no lograba sacarlos de aquella rutina.

Después de lo ocurrido con su madre, la relación entre ellos dos se había roto, por lo que se enfrascó en no perder la que tenía con su padre, a quien adoraba.

Le tocaba la puerta. Lo hizo por años.

—Papá... ¿quieres...?

—¡Estoy ocupado! —gritaba desde adentro. A veces ni abría la puerta.

Entendía que trabajaba porque era ambicioso y quería una buena vida. Pero estaba tan solo, tan abandonado por su propia familia, que esa fue una de las principales razones de por qué atentó contra su vida durante el verano. Ni el bullying de la escuela le dolía tanto como ver a su padre en casa y que este no notase su existencia por estar en el computador o haciendo llamadas a Rusia.

Se levantó y apagó las luces al fin, sin darse cuenta de que los ojos le ardían. Arrastró los zapatos en dirección a su cuarto, desolado. Creyó estar llorando, pero no quiso darle importancia.

Cuando pasó por afuera de la recámara de sus padres, posó su mano sobre la puerta, siempre cerrada. Cerró sus ojos, sollozando en silencio, hasta que apretó el puño y golpeó la puerta tres veces. Firme.

Silencio.

—Papá, ¿quieres...? —se quedó sin aire —. ¿Me quieres hablar? —preguntó con la boca casi apoyada en la puerta.

Hubo un silencio rotundo. Una vez más se había quedado solo en aquel apartamento.
Con el corazón quebrado en dos, Zack apoyó su espalda contra la puerta y se dejó caer al suelo en medio de lágrimas y suspiros. Su respiración era entrecortada, sin poder creer que no hubiese día en que su padre no lo ignorase.

Lloraba, ahogado en sus propias lágrimas. No podía respirar adecuadamente y su temperatura corporal había bajado en consideración. Eso solo le estaba recordando a aquel verano donde todo se derrumbó para él. Escondió un rato su cabeza entre sus brazos, abrazando a su vez sus piernas. Escuchaba el maullido de su gato en algún rincón de la casa, pero ya no le importaba nada. Dejó salir la tensión de su cuerpo hasta que creyó que ya era suficiente. Quería gritar, entrar al cuarto matrimonial y pegarle una cachetada. Decirle que él seguía allí. Gritarle que por favor lo notase.

Pero no había caso. Lo había estado intentando casi toda su vida.

Levantó la cabeza y se pasó la fría palma de su mano bajo los ojos. Se levantó y se encerró en su cuarto, dejando a Phil entrar antes.

Apagó las luces, se desvistió y, tras colocarse la ropa de dormir, se acostó bajo las frazadas, tiritando de miedo o de frío. Tal vez ambas. Cerró los ojos e intentó dormir a pesar del inminente dolor de cabeza que el llanto le había provocado. Al cabo de unos minutos, se durmió profundamente.

No sintió cuando su padre abrió la puerta de su cuarto y le echó un vistazo al pasillo.

—¿Hijo?

Era pasada la medianoche cuando el hombre despertó de una pesadilla de la que ya no recordaba nada. Como si hubiese despertado de un coma, se paseó en paños menores por su alcoba y, al cabo de un rato de dudas, salió al corredor. Estaba oscuro, helado, no había un alma en el lugar y ni siquiera se lograba escuchar el motor de algún carro en las calles. Su mujer tampoco había llegado.

Qué extraño.

Bostezó y volvió a la cama, sin culpa.

-xxx-

Susan Prawel yacía en el aeropuerto, esperando la llegada del abogado que la ayudaría con su divorcio. Aun no lo había hablado del todo con James, pero presentía que así terminarían las cosas.

—Alban, mantén abierto el carro.

—Como ordene, señora —le contestó su chofer personal.

Los costosos autos encendieron sus luces, iluminando las pistas de aterrizaje. Un poco más allá, en alguna de ellas, aterrizaría el avión que le importaba a Susan. Pasaron unos minutos de incertidumbre, donde la noche era solitaria y silenciosa. Luego, comenzó a escucharse el ruido de un motor en el aire nocturno que comenzó a aumentar de intensidad a medida que se acercaba al Aeropuerto Internacional de Canberra. La mujer, vestida de traje blanco y maquillada como para una boda, dio dos pasos adelante en cuanto vio al jet privado aterrizar. Su abogado era tan bueno que tenía una firma en Inglaterra. Le había costado un montón contactarlo, pero lo había conseguido. Estaba ansiosa por trabajar con él. Sus objetivos eran dos: Quedarse con la mayor cantidad de propiedades y empresas y con la custodia de su único hijo.

Estaba segura de que su nuevo interés amoroso podría cuidar de él mucho mejor de lo que su actual marido lo hacía.

Mientras la gente en el aeropuerto se mantenía ajena a esa escena de otro mundo, la mujer caminó en sus tacos excesivamente altos hacia el jet que ya se estacionaba a varios metros de ella, de los guardaespaldas y de su chofer.

Un hombre cincuentón de traje azul marino bajó del transporte en cuanto se detuvo, primero sorprendido al volver a ver su tierra natal, y luego risueño como un campeón ante la mujer que le estaba pagando bastante para hacer su trabajo.

Ambos caminaron en cámara lenta hacia el otro, como sacado de una película de Hollywood. La mujer esbozó una sonrisa amable. El hombre enderezó su espalda, confidente.

—Te ves tan guapa como siempre, Susan —le dijo al reencuentro, dándole un beso en la mejilla —. Espero que saquemos algo bueno de este juicio.

Ella era un tanto más alta que él con esos tacones.

—Por supuesto que sí, Wladimir. Ya veremos quién gana el caso.

Sonrió de lado, sintiendo el ruido del jet encendiendo sus motores para partir de vuelta a Inglaterra.

—¿Tu marido sabe que estás acá?

—De seguro debe estar emborrachándose —le guiñó un ojo —. Créeme, tenemos mucho terreno ganado en esta guerra.

Wladimir Fury, nacido en Kazajistán, pero de padres adoptivos australianos, sonrió ante la valentía y las ganas de triunfar de la mujer poderosa que se encontraba frente a él. Algo en su interior crecía, como si realmente quisiese hacer de todo con tal de destruir el imperio de James Prawel.

—Estoy listo para enfrentar las tormentas.

La mujer sonrió de lado. Sus ojos, maquillados de negro, le daban un aspecto entre sensual y misterioso.

—¿Qué estamos esperando entonces? —le estrechó la mano —. Bienvenido a Canberra, señor Fury.

Él se la estrechó de vuelta.

—Que empiece la fiesta.

Caminaron riendo de vuelta a sus automóviles de lujo que los aguardaban. Los motores se encendieron, fusionándose con los rugidos de los aviones que despegaban uno tras otro a distintos destinos del Globo. La noche era oscura y fría.

La familia Prawel estaba en jaque.


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