Q u i n c e

Capítulo 15

Cuando Zack le dijo a Rosie que no le gustaban las niñas tontas, ella había llorado toda una tarde en casa de Fanny. No había logrado liberar la tensión que la respuesta del muchacho que le gustaba le había causado, por lo que, cuando Fanny la invitó a su casa durante la semana y se habían puesto a ver películas románticas melosas, no pudo evitar llorar arrimada a Stephanie, quien ya no podía aguantarla ni un minuto más. Se enfurruñó dentro del baño de su cuarto, esperando que las paredes y la puerta amortiguaran los incesantes alaridos de pena que Rosie soltaba. Había gastado dos paquetes de pañoletas en una hora. No la veía llorar así desde séptimo grado, cuando la profesora la pilló copiándose en un examen de filosofía. Había anotado los torpedos en la calculadora, creyendo que eso no levantaría sospechas. Fanny también copiaba en algunos exámenes, pero al menos intentaba ser discreta. Nadie necesita calculadoras en un examen de filosofía.

A la media hora de haberse encerrado en el baño, escuchó que su compañera se calmaba. Salió de su escondite y enseguida empezó a dar su discurso anti-Zack Prawel. A Fanny no le quedó más alternativa que llamar a su novio para pedirle un pequeño favor.

—¿Quieres que le pegue? —Kevin rio por el teléfono —. No es por nada, cariño, pero yo y Sean nos tenemos que cuidar un tiempo.

—¿Cuidar? —le lanzó una mirada sentenciosa a pesar de que no podía verla.

—Sí, verás... desde lo que sucedió con Henley en el casino, los profesores y el director tienen un ojo puesto en ambos. Tenemos que evitar que Zack llegue con todos esos moretones o las sospechas aumentarán.

—¡No me importa! ¿Sabes cuántas horas tuve que aguantar el llanto de Rosie?

Kevin abrió la boca, dubitativo. No sabía si seguir discutiéndole.

—Fanny, amor, no es por defender a Zack, pero... ¿quién se fijaría en ella?

—Oye... —Fanny respiró profundamente —. Te estás pasando.

—No hablo solo por su físico. Es irritante y algo hueca. Tú la haces callar todo el tiempo.

—Pero yo soy su amiga, no tú. Es por su bien —protestó, alejándose un poco de Rosie —. ¿Me vas a ayudar o no?

Kevin se lo pensó, pasándose una mano por su cabello rubio que ahora estaba sudoroso. No quería meterse en problemas realmente, pero tampoco quería que Fanny ardiese en llamas.

—Está bien, pero solo si la ocasión se da. Eso significa que nada dentro de la escuela, por ahora.

Fanny gruñó como un perro rabioso, pero no dijo nada. Prefería eso a seguir escuchando a Rosie llorar frente a la telenovela con un tarro de Nutella.

—Hecho.

Colgó antes de recibir otra respuesta de su parte. Negando fervientemente con la cabeza, se acercó a Rosie y se arrodilló frente a ella. Sus mejillas estaban todas húmedas y el mentón le temblaba.

—Lo odio, lo odio.

—Tranquila, Rosie. Ahora todo está bajo control.

—¿Cómo podría estarlo?

—Porque Prawel es el que tiene peor suerte de todos en este mundo cruel —dijo.

No era algo que solo ella creía. Muchos lo hacían. Hasta el mismo Zack consideraba que tenía algo de mala suerte. La vida que llevaba era la última que hubiese elegido, si hubiese tenido posibilidad de elección.

Había nacido en una familia de buenos ingresos capitales. Su padre era un hombre de negocios, siempre educado, siempre atento, siempre trabajando. Le daba una buena vida, viviendo en un apartamento de lujo en el centro de la ciudad, no tan alejado de los barrios residenciales. A pesar de que sonaba como una vida que promete mucho, él nunca se sintió parte de ello. Era un niño rico que caminaba por las calles cabizbajo, pensativo y melancólico. Y es que el dinero nunca pudo comprar su felicidad. Y nunca lo haría.

Adoraba a su padre. Mentía, a veces lo detestaba. Su padre nunca estaba en casa. Y si lo estaba, se encontraba de mal humor, durmiendo o trabajando también. Fue así desde que él tenía memoria y, a pesar de que siempre mantenía la esperanza de que eso cambiase, nunca lo había hecho.

Zack se volvió muy introvertido desde antes de cumplir diez años. No le gustaba platicar, a pesar de que, muy en el fondo, sabía que habría sido un joven inquieto y alegre, si no hubiese sido por esos momentos que atormentaban sus recuerdos.

Su madre era otro cuento. Muy conocida también en su escuela, siendo protagonista de varios rumores que, a veces, resultaban ser ciertos. Una mujer bañada en dinero, que apestaba a perfume de marca, y bebía café para no dormir en el mismo horario que su marido, dado que ella hablaba dormida cuando estaba estresada. Podía escupir el más grande de sus secretos.

Zack lo sabía. Todo el mundo lo sabía.

Mientras caminaba por las heladas calles de Canberra, de vuelta a su casa, después de haberse estresado con una compañera de clase, pensaba que incluso su padre podía saber el secreto de su madre, pero estaba tan ocupado con su exitosa vida, que olvidaba las cosas a menudo y, si le insistían, se enojaba. No había caso.

"Zack, hijo, no es lo que piensas".

Claramente fue lo que pensaba. Su cuerpo se estremecía cada vez que recordaba esa situación, adherida a su memoria como si tuviese un maldito pegamento. Había sido tan íntimo, tan incorrecto. Si pudiese borrarlo, lo haría. Todo había cambiado desde el momento que vio los ojos avellana de ese hombre a los siete años.

"No puedes decirle a tu padre".

¿Y qué iba a decirle? Si él nunca se sentaba a escucharlo. Con su madre no tenía nada en común. No sabía ni qué pensar sobre eso.

"Si se lo dices, pagarás tú las consecuencias".

¿Él? ¿Cuál había sido su error? ¿Sorprender a su madre con las manos en la masa? ¿Por eso tenía que pagar el costo de aparentar la familia feliz frente a todos y de callar hasta la tumba?

"No te gustaría vivir en la calle, ¿o sí? Aquí lo tienes todo".

La voz de su madre en su cabeza le recordaba lo malvada que ella era. El rostro se le bañaba en lágrimas porque estaba asustado. A veces ni siquiera sabía si aceptar el hecho de que... quizás... ya no la amaba como antes.

—¡Pero miren quien está aquí!

Y es que esa voz ya no era mental, ni menos de su madre. Mientras caminaba de vuelta a casa, a solo unas cuadras de llegar al barrio de lujos y mentiras, se encontró cara a cara con los dos seres más ruines de la Tierra: Kevin Kobrinsky y Sean Glover.

—Mi novia se alegrará cuando le cuente que te encontré justo hoy en la calle —agregó el rubio, sonriéndole a Sean.

Kevin era el típico chico que estaba hecho para salir en una película juvenil como protagonista. Era tan armonioso físicamente hablando que merecía música de fondo cada vez que daba un paso. Las chicas se volvían locas con sus atributos y presencia cálida, y envidiaban a Stephanie Hall cada segundo del día por tener un novio como él. Aun así, Zack sabía que, como persona, no tenía nada que envidiarle.

Sean Glover era otro estilo de muchacho. Más alto, de piel oscura, voz grave y espalda ancha con sus músculos bien marcados, gracias a las largas horas que asistía a un gimnasio durante los fines de semana. Caminaba con mucha seguridad, siempre estrenando ropa nueva, pero nunca perdiendo su estilo de rapero o basquetbolista. Se arremangaba siempre la camisa de la escuela, creyendo que se veía genial con ese estilo medio desordenado.

Cuando comenzaron la secundaria, hace tres años, no tardaron mucho en hacerse populares y tener el mundo a sus pies. Personas como Zack solo llegaron a la secundaria para intentar pasar desapercibidos de ese selecto grupo de personas.

Tampoco tardaron en darse cuenta de que Zack y Kris eran los mejores alumnos de su promoción, mientras que a ellos les iba fatal. Kobrinsky había sido un gran alumno durante la escuela media. Siempre le fue bien en ciencias y, a pesar de sus malas amistades, podía mantener unas calificaciones estables durante el año en esos ramos, especialmente en biología y química. Aun así, nunca sacaba sobresalientes, y más de una vez se quedó atrás con un ramo. Pero a él no le importaba mientras tuviese panoramas con sus amigos, muchas fiestas y alcohol y una guapa novia con la que ligar.

—¿Qué? ¿No vas a decir nada? —Comenzaron a acorralarlo —. ¿Quieres que te deje otra cicatriz en tu cara? La de tu sien se está borrando.

El labio inferior de Zack tembló. Les tenía miedo, por eso no podía articular nada.

—¿Qué quieren ahora? —Logró decir en voz baja. No pudo siquiera mirarlos a los ojos.

—¿Que qué queremos? —habló por fin Sean —. ¿Es que acaso olvidas lo que le dijiste a Rosie?

Zack los miró de golpe.

—¿A Rosie?

En ese momento no lo recordó, por lo que le llegó el primer bofetón en el pómulo por parte del moreno, haciéndole perder el equilibrio. Su cara se estrelló de lado contra el pavimento, lo que hizo que se mordiese la lengua en el acto. El sabor familiar de la sangre se hizo presente.

—Levántate —le ordenó el mismo.

Lo intentó, de veras que lo intentó, pero no pudo. Sus escuálidos brazos flaquearon, escupió sangre y temió que se hubiese hecho más daño. ¿Y si perdía una pieza dental? No quería que todo se saliese de control.

Intentó otra vez ponerse de pie, pero se dejó caer sobre sus rasmillados antebrazos, débil. Entonces, Sean lo agarró por la camisa de la escuela y lo puso de pie a la fuerza, obligando a que el chico lo mirase a los ojos. En ese momento se arrepintió de haberse quedado estudiando con Violet Henley. Si hubiese salido antes del colegio, no se habría topado con ellos.

A pesar del miedo, se obligó a no pensar en los "y si...".

—No eres quien para decirle eso a la amiga de la novia de mi amigo —le gritó Sean, zamarreándolo.

El golpe lo había aturdido y no pudo entender tampoco ese juego de palabras. Su rostro de confusión lo colmó otra vez. La sangre comenzó a hervir en las venas del fuerte joven, quien con un gran empujón hizo que Zack trastabillara hacia atrás, cayendo sentado sobre el asfalto. Gimió de dolor, exhalando todo el aire retenido en sus pulmones hasta ese momento.

Sean volvió a amenazarlo y éste se cubrió la cara con ambas manos, haciéndolo reír con ganas. Lanzó unas bromas y contempló a Kevin, dándose cuenta al fin que se había mantenido reacio a golpearlo. Y es que Kobrinsky sabía que estaba mal pegarle después de lo sucedido con Violet Henley. Si alguna autoridad de la secundaria los pillaba, serían expulsados sin ningún derecho a protestar.

Incluso, durante uno de los recesos de la mañana, el director lo había llamado para pedirle explicaciones tanto a él como a su mejor amigo sobre el hecho del jugo. Carpenter no había sido testigo de eso, pero los rumores fueron tan fuertes que ambos se imaginaron que los llamarían durante el transcurso de la semana. Les preguntó si acaso la estaban acosando, y quedó dudoso ante su declaración.

—Nosotros ni siquiera hablamos con ella —le había dicho —. Tal vez tiene problemas para controlar sus impulsos. Usted sabe cómo son los estadounidenses... con las guerras...

En cuanto Kevin dijo eso, Sean bajó la mirada a sus muslos. Recordaba lo que le había hecho a la niña en el baño de varones, pero Kevin no estaba muy al tanto de eso. A pesar de conocer las razones de la chica —además porque la había llamado "puta" frente a una gran cantidad de alumnos —, no iba a entregarse.

—¿Y por qué no ha acudido a la psicóloga de la escuela?

Kevin se encogió de hombros.

—Ya sabe cómo son las niñas.

A pesar de sonar seguro con lo que decía, el principal no se tragó del todo la mentira. Dijo que les tendría un ojo, dado que, después de que Diana Miller y Violet Henley les confesasen que Sean había golpeado a Prawel y Bailey, ya no confiaba en nadie.

—¿Mi padre es consciente de esto? —había preguntado Sean esa vez, hablando con Carpenter como si fuese una junta de negocios.

El hombre, por primera vez en su vida, lo miró con desaprobación.

—Usted es un hombre grande. No será necesario que su padre se entere de cada vez que viene a mi oficina, ¿o sí? Puede usted darle las razones.

Esa situación fue tétrica para ambos. Entonces, Sean decidió descargar su molestia con los chicos, como siempre, pero fuera del recinto. Ese fue su día de suerte.

Los ojos claros de Kevin dieron a parar en la imagen de Zack cayendo con violencia de rodillas al suelo, obligándolo a dejar de lado sus recuerdos de aquella mañana.

Zack levantó la cabeza hacia él de repente. Jadeaba y se agarraba el costado, dado que Sean le había dado un puntapié en una de sus costillas. Veía la sangre recorrer desde su coronilla hasta su barbilla, mezclándose con sus lágrimas a la altura de las mejillas. Los gritos e insultos por parte de Glover no cesaban y el dolor era intenso. Lo levantaba agarrándolo de la camisa del colegio, para luego volver a pegarle y dejarlo caer sobre la acera. Aquello se repitió al menos tres veces.

—Ya... detente.

Sean se giró a su amigo. No había nadie en aquel sector de la calle lo que lamentó, pues si hubiese sido así, Sean se habría detenido.

—¿Qué dices? Lo tenemos como carne fresca y, ¿quieres parar?

Kevin observó a Zack. Tenía un ojo en tinta. Los labios cubiertos de sangre, su mirada más lóbrega y recia, dadas las manchas color violeta que se le habían formado bajo los ojos.

—Es suficiente. Ni siquiera se puede levantar.

Los dos lo miraron desde arriba. El chico se estaba intentando parar, aguantando la respiración por la fuerza que su cuerpo estaba haciendo. Apenas logró levantarse, bastante encorvado, se llevó su mano al hombro derecho, agarrando la camisa y haciendo una mueca de dolor imborrable. Al parecer estaba algo dislocado.

—Bueno, aún no.

El pasmo atrapó de improviso a Kevin cuando Sean le pegó al muchacho otra patada directo en el pecho. El impacto de la patada le hizo sentir dolor incluso a él. Su cuerpo cayó en cámara lenta como peso muerto sobre la húmeda vereda. Sus ojos se cerraron y su rostro se ladeó contra el suelo, dejando que sus lágrimas y la sangre se paseasen serenamente por su cara rumbo al cemento.

Sean se aterrorizó al notar que ya no se movía ni abría los ojos.

—¿Lo has matado? —preguntó Kevin, apretando el antebrazo de su amigo —. ¿Es que te has vuelto loco? Te dije que ya era suficiente.

Sean negó, sin entender nada.

—Nunca se había puesto así.

Kevin lo apuntó con sus dos manos, alterado.

—¿Así? ¡Por supuesto! Tenemos un límite, ¿no? —no podía creer lo que estaba sucediendo —. ¡Te dije que te detuvieras!

—¡Pero no lo hice!

Una fina capa de sudor comenzó a cubrir la frente de ambos. Pronto alguien pasaría caminando por la calle y los delataría. No iba a estar solitaria para siempre.

—Vámonos —ordenó el moreno, retrocediendo.

—¿Qué?

—Vámonos te he dicho.

—Pero... —se quedó de piedra. Sean le sacudió el brazo con mayor intensidad.

—Antes de que nos vea un policía. ¡Corre!

Aquella fue la palabra que lo obligó a, cobardemente, salir corriendo tras él calle arriba.

El sol se había escondido tras las colinas, dejando ver una última delgada línea anaranjada en el cielo, despidiendo las horas de luz y dándole la bienvenida a una noche oscura y despejada, dejando ver una que otra estrella en el cielo. La oscuridad comenzó a posarse en las calles, avanzando por cada esquina, haciéndose presente. Los rascacielos se iluminaron y las personas comenzaron a irse a sus casas. El tráfico llenó las autopistas y los colores de las luces de los carros destellaban con gran intensidad. Una ambulancia se abrió paso con su fuerte bocina, formando un caos en la avenida. Pasó a todo trapo, agitando los árboles y levantando algunas faldas, todo para salvar la vida de un desconocido. Su claxon logró despertar de un salto a Zack.

El joven se incorporó en posición de alerta. Recordaba lo que había sucedido y se sorprendió al verse solo, sentado en la acera, abandonado. Sus ojos dieron a parar a la ambulancia que pasó contra el tránsito, siguiendo de largo, asustándolo. Afortunadamente, no se detuvo a auxiliarlo a él.

Se llevó la mano al hombro con impotencia. El rostro le palpitaba como si tuviese vida propia. No pudo atreverse a tocar sus labios o pómulos. Sabía que le dolería demasiado.

Caminar a casa, el único lugar al que podía ir, le pareció una eternidad. Nunca había cojeado tanto ni había gemido por dar una pisada. La gente solo miraba con espanto al ver el rostro del chico y el cómo se agarraba la costilla izquierda o el hombro derecho con fuerza. Nadie se le acercó ni siquiera a preguntar.

No pudo tampoco saludar al conserje, ese amigo que siempre estaba ahí para decirle buenos días o buenas noches. Las palabras se quedaron atrapadas en la boca del hombre cuando el muchacho pasó frente a su mesón, sin mirarlo, ni detenerse. La extrañeza fue tan grande que no pudo detenerlo.

Ese hombre sabía la apretada libreta que tenía el Señor Prawel, aquel hombre de negocios, popular y respetado, cuyas palabras favoritas eran «oficina» y «dinero». Disciplinado, ordenado y viciado con su trabajo. Todos sabían qué tipo de vida llevaba; no había que ser adivino para darse cuenta. Sabía también que tenía una hermosa mujer que usaba tacones hasta para dormir, y tenía un hijo que heredaría su fortuna y que tenía el mismo aire de elegancia y superioridad de su padre. Aunque Zack no quisiese aparentar eso, estaba en su ADN. Por eso, a veces temía acercársele. Creía que no le diría nada o se enojaría porque no estaba dentro de su trabajo meterse en la vida de los residentes de ese edificio. Por eso, lo dejó ir.

Zack mientras subía en el ascensor comenzó a llorar, porque estaba solo y necesitaba hacerlo. No pudo evitarlo. Le dolía demasiado, no solo los golpes, sino la vida. No podía más. Lo intentaba, pero no podía más.

La mano le temblaba cuando intentó meter la llave en la cerradura. Tuvo que afirmarla con la otra para hacerla encajar y entrar en casa. Todo estaba a oscuras. Había un acuario enorme en el salón que tenía luces y le daba un encanto submarino a ese apartamento de lujo. Cuando la luz entraba a través de los limpios ventanales, todo parecía blanco y aséptico.

Su madre estaba en la habitación. Veía una telenovela mientras comía cerezas y reía. Todavía estaba maquillada y usaba esa bata de seda blanca. Tenía varias iguales, pero de distintos colores. No se dio cuenta de la llegada de su hijo tampoco.

Su gato, Phil, llegó a recibirlo como cada día. Ronroneaba junto a su pierna mientras él cerraba la puerta con mucho cuidado y silencio. Phil era un gato algo pequeño, a pesar de que ya estaba en su edad adulta. Era gris con una mancha blanca en su frente. Sus ojos eran azules como los mares del Caribe.

—Hola —Se hincó a saludarlo. Le acariciaba la cabeza y el lomo.

El gato alzó su cola y se retiró caminado hacia el cuarto del chico, al final del pasillo. Phil había sido un regalo de su padre para un cumpleaños. Zack siempre quiso un gato y, ese año, debido al estrés del trabajo, su padre había olvidado por completo su cumpleaños. Lo recordó dos días después y, para pagar su terrible error, le regaló el gato que siempre quiso. Zack nunca se recuperó de aquella vez, pero al menos podía cubrir el hecho con Phil, a quien le tenía mucho cariño.

Zack caminó de puntillas hacia el salón principal. Su padre se encontraba en la sala de estar. Hablaba por teléfono en ruso. Tenía varios clientes y socios de allá, por lo que había aprendido ruso con clases intensivas para hacer todo más "familiar y serio", como él decía. También vivían sus abuelos paternos en la capital de ese país, desde que su padre decidió donarles una pequeña empresa para que viviesen sus últimos años tranquilos. Dado el estrés que eso generaba y el estar recibiendo llamadas todos los días, sus abuelos decidieron irse a vivir a Moscú, cuando Zack tenía unos diez años. Nunca más los volvió a ver. Se limitaban a llamar de vez en cuando, casi siempre para días festivos o cumpleaños.

Podía entender algo de lo que su padre decía por teléfono. Lo había escuchado hablar en ese idioma por varios años. Al parecer tenía problemas con la economía, dada la crisis financiera que azotaba a los privados y a los bancos desde el 2008. Se apoyó en la pared con dificultad y los ojos bien abiertos hacia donde su padre se encontraba. Este se pasaba la mano una y otra vez por el cabello y la nuca. Traía el ceño fruncido y caminaba de una esquina a otra de la sala. A veces alzaba la voz, pero eso no preocupaba a su madre, quien seguía riendo en la alcoba.

—Bien, llamaré a Vladimir mañana por la mañana —titubeó en ruso, malhumorado —. Sí, a las ocho de la mañana allá. Hay que fomentar la confianza y el consumo como sea.

Colgó. Zack admiraba la habilidad que su padre tenía para hablar con fluidez en cuatro idiomas: inglés, francés, ruso y alemán; estos dos últimos aprendidos por gusto. También admiraba que pudiese enfadarse hablando en cualquiera de ellos.

—Papá...

—¡Zack! —notó su presencia y caminó hacia él, disgustado —. ¿Qué son estas horas de llegar? Tus clases terminan a las cinco y media. ¡Mira el cielo! Ya anocheció.

Zack abrió la boca para contestarle, pero su teléfono sonó de nuevo. Debido a la oscuridad de la sala, tampoco pudo verle las marcas en su cara.

—¿Diga? —ahora hablaba en inglés —. Sí, soy yo, pero estoy ocupado. ¿No ve la hora?

Zack se lo quedó mirando. ¿Por qué su padre vivía en otro planeta? A veces deseaba nacer de nuevo con la oportunidad de tener otra familia.

—Mire, buen hombre, la crisis financiera sigue golpeándonos y este año es nuestra chance por ver números verdes otra vez. Las crisis económicas aumentan las muertes por suicidio y ya me he enterado que dos trabajadores en mi compañía de Rusia se quitaron la vida esta semana. ¡Ni hablar de aquí en Australia, que ya van tres en los últimos dos meses. El desempleo se asocia al suicidio y eso no me lo va a negar.

Zack tembló en su sitio, queriendo esfumarse.

—Señor —su padre colocó su mano entre sus cejas, muy fastidiado —. Podemos evitar tener más suicidios de nuestros trabajadores si comenzamos a rechazar las políticas que hacen caer al sistema de previsión social, educación, sanidad, entre muchos otros. Le puedo mandar un informe por adelantado si quiere, pero no tengo tiempo para ir a firmar esos papeles que ni siquiera son de urgencia, ¿está bien? —volvió a pasarse una mano por la cabeza, blanqueando los ojos —. Señor, ya no estoy en la oficina. Tendrá que ser otro día. Un día en que mi gente no esté en peligro de extinción, ¿está bien?

El hombre, al otro lado de la línea, comenzó a alterarse y a poner de los nervios a su padre. Zack podía oír su voz desde el otro lado de la sala.

—Deje de gritarme. Le oigo perfectamente.

—Papá, yo...

—Ahora no, Zack. No tengo tiempo —le contestó en seco, para luego caminar rápidamente hacia la cocina. Se encerró a conversar allí.

Zack resopló y se fue a enclaustrar a su habitación. Apenas estuvo allí, en la oscuridad de su alcoba, comenzó a sollozar silenciosamente. Se deslizó contra la pared más cercana hasta caer en la alfombra. Abrazó sus piernas, sintiéndose más solo que nunca, aun cuando podía escuchar la lejana voz de su padre alzando la voz a través del teléfono. No cenó ni tampoco abrió la puerta más. Solo esperó a que amaneciese y empezase toda la rutina otra vez, como ya siempre lo hacía.

-xxx-

Violet llegó a casa, lanzado un gruñido de agotamiento. Se quitó los zapatos porque ya sentía los pies hinchados, para posteriormente llamar a sus padres cuando allá era de madrugada. Milagrosamente sus padres le contestaron. Habló con papá especialmente, con el que no había podido dialogar hace tiempo. Le contó sobre la escuela, sus estudios, su nueva amiga y lo bien que la trataba su familia postiza. Papá estaba muy feliz de escucharla, volviendo a decirle lo orgulloso que estaba por ella y lo bien que le serviría esa experiencia para el futuro.

—¡Todos darían lo que fuese por ser tú! —le había dicho. Ella no estaba muy segura de eso.

Cuando colgó, se fue a dormir, sin antes preguntarle a Liam:

—Liam, ¿qué haces cuando le tienes que explicar a alguien una materia que no entiende?

—¿A qué te refieres? —preguntó él, que comía cereales con yogurt en un bol, sentado en la posición de loto sobre su cama, hojeando un libro que, a simple viste, parecía mucho más complicado que ecuaciones con dos incógnitas.

—Digo, ¿te enojas si él o ella no comprenden lo que tú...? —hizo un ademán con la cabeza, ya que creía que se entendía su punto.

—¿Por qué me enojaría? —habló con la boca llena —. Se supone que, si tu accedes a explicarle, tienes que ser paciente.

Violet abrió y cerró la boca como un pez.

—A menos que sea demasiado tonto o tonta. Ahí sí que te sacan de quicio. Pero, por respeto, uno no lo dice, solo se lo piensa.

Le guiñó un ojo y volvió a su libro, dejándola a ella ahí, petrificada. ¿Tonta? ¿Sería que Zack no la soportaba porque era muy tonta?

Se encerró en su cuarto y se arrodilló sobre la cama con un dedo en la boca. Se quitó las trenzas sin dejar de cuestionarse sus habilidades y aptitudes. Estaba pensando seriamente en plantearle a Carpenter que la cambiase al curso inferior.

Aunque, tendría que ver cómo funcionaban las cosas con Zack Prawel. Debido a que no quería fallarle ni a él ni a ella misma, decidió que era mejor prender la luz del escritorio y comenzar a hacer las tareas pendientes, a pesar del cansancio que sentía. Nunca se había quedado hasta las dos de la mañana para hacer tareas, estudiar o lo que fuese, solo para mejorar unas notas. Solo lo había hecho para ganar la beca, que era un premio mayor comparado con gustarle a los maestros.

Para cuando despertó por el sonido del despertador, maldijo las pocas horas de sueño, mas era lo mejor para ella, era algo que debía admitir.

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