O n c e
Capítulo 11
Ya eran casi las cinco y media cuando Violet salió de la enfermería con el buzo puesto y peinada otra vez. Los pasillos estaban llenos de estudiantes que transitaban o conversaban en grupos, ajenos a ella.
O eso creyó.
Algunos se la quedaron mirando, no por ser una chica popular, sino porque todos no podían dejar de hablar de lo que había pasado hace unas horas en el casino de la escuela. Nadie había hecho nunca lo que ella hizo porque todos entendían perfectamente que Sean no era una persona a la que se le pudiese atacar, así como así. Era un hombre muy alto, musculoso, intimidante. Nadie querría toparse con él en la noche.
Violet se pasó un mechón de cabello detrás de la oreja e intentó no escuchar esos murmullos sobre ella. Lo único que le preocupaba era toparse con Sean en el pasillo, por lo que, rápidamente, se trasladó al casillero de Diana para dejar el paraguas prestado allí.
La vio a lo lejos. La muchacha había abierto su taquilla para revisar que todo estuviese en orden. Luego, se acomodó la mochila al hombro y ladeó un poco su cuerpo, para por fin captar a Violet acercándose con pasos tímidos. La rubia iba a decir algo, pero la timidez le ganó. Sus mejillas se encendieron y solo fue capaz de estirar el paraguas y dar las gracias por debajo de su aliento. La castaña asintió, apegó el paraguas contra su pecho, y tras dar las gracias por su retorno, un tanto confundida, terminó yéndose hacia la salida. La rubia se quedó observando cómo su silueta comenzaba a perderse entre las masas. Pensó que iba a perder su oportunidad de hacerse una buena amiga, una que seguramente jamás la cambiaría por popularidad.
Al volver a escuchar cuchicheos sobre ella, se decidió. No podía seguir sintiéndose sola.
—¡Diana!
Apresuró el paso hasta alcanzarla y colocarse frente a ella.
—¿Qué harás el sábado?
Su cara era un signo de interrogación.
—¿Disculpa?
—Me gustaría que nos conociésemos mejor. Creo que podríamos tener mucho en común y... —titubeó, colorada —. Quiero tener una buena amiga, para variar.
Ella abrió los labios para reprochar, pero no pudo. Pareció que la propuesta había vuelco un caos en su cabeza.
—No... —tosió, aclarando su garganta —. Estoy libre el sábado. ¿Qué quieres hacer?
Violet se encogió de hombros, indecisa.
—Incluso solo caminar y hablar me vendría bien.
Diana alzó la barbilla, con una mueca media infantil. Violet influyó que la invitación le había agradado.
—Hay un parque a unas cuadras de la escuela. No el más grande, sino uno que se encuentra en una rotonda si caminas al oeste, ¿lo has visto?
—Sí —mintió ella, pensando que llegaría a preguntárselo a Liam.
—Encontrémonos cerca de allí después del almuerzo. Mientras más tarde mejor, pues tengo mucho que ayudar en casa —miró la hora en su reloj de pulsera y abrió más los ojos —. Salgo pitando, debo hacerle la cena a mi hermana menor.
—Entonces, sábado después del almuerzo, mientras más tarde mejor —repitió Violet, asintiendo con la cabeza. Diana le regaló una sonrisa aún más grande.
—Sí. Te veo entonces.
Le dio la espalda moviendo su cola alta en un pequeño vaivén, alejándose hacia la salida del establecimiento con una sonrisa por delante. Violet sonrió también, dando una vuelta para volver a su taquilla.
Efectivamente, Liam después le explicó que el parquecito quedaba en el centro de una rotonda y que era bastante visible. Cuando el sábado llegó, Violet y Diana se encontraron de camino a la plaza. Todo estaba bastante tranquilo y silencioso, dejando que los ruidos de la naturaleza se mezclaran con mayor intensidad con la vida urbana. Diana venía diciendo que por allí casi nunca pasaban vehículos porque había muchos barrios residenciales. Aun así, cruzaron la calle corriendo y gritando.
El parque no era tan grande, seguramente por estar rodeado de calles. Tenía juegos recreativos en el centro, entre columpios luciendo lleno de vida gracias a los niños que usualmente iban allí con sus familias. Había un rastro de frío en el césped, anunciando que ya estaban a mediados de otoño y que pronto el invierno se haría presente. Los ancianos leían el diario en las bancas y a veces alimentaban a las aves que bajaban desde el cielo gris a hacerles compañía. Violet no podía dejar de sonreír, observando a los niños que tropezaban al pillarse unos a otros o hacían pasteles de tierra.
—El parque es realmente un lugar divertido sin importar nuestra edad —comentó, mirando al frente.
—También pueden ser lugares deprimentes cuando todo está solitario y mal cuidado —refutó la castaña, sentándose en el húmedo césped. A pesar de que las temperaturas eran más bajas que antes, Diana venía usando una playera y unos vaqueros, mientras que la rubia venía usando botines y un suéter de lana de oveja. Era tan friolenta que sentía que un gorro tejido por su madre le hubiese venido bien.
—¿Segura que no tienes calor? —preguntó Diana de repente, divertida.
—Siempre he sido friolenta —dijo y dejó caer sus manos sobre sus rodillas.
—Hacen 18 grados —le contestó, reprimiendo una sonrisa burlona.
Violet se limitó a sonreír, sonrojada. Después de pensarlo por tres minutos, decidió sacarse el abrigo y dejarlo sobre sus piernas. Agradecía haberse puesto una sudadera de mangas cortas; así no parecía tan loca.
Los árboles que adornaban la calle estaban vestidos de colores rojos, dorados y anaranjados. Era una vista realmente encantadora. No quería que el otoño se fuese, era su estación favorita del año, a pesar de que nunca fue tan deslumbrante en Boise.
—¿Aquí cae nieve?
Diana intentó aguantar la risa.
—No...
—¿No?
—Es un país seco, ¿qué esperabas?
Violet se lo pensó un momento, recordando vagamente algo.
—Yo leí en un folleto que las estaciones del año estaban muy bien definidas en esta ciudad de Australia.
Diana balanceó su cabeza de un lado a otro.
—Es verdad, pero no cae nieve. Las temperaturas en invierno van desde los cero a los doce grados —apoyó sus manos sobre la hierba —. Donde sí cae nieve es en los Alpes Australianos, pero eso es lejos de aquí.
—¡Oh! Le diré a la tía que me lleve allí. Extraño la nieve.
Diana pasó de estar atenta a extrañada.
—¿Tu tía?
—Ah, así le digo a la señora que me cuida durante estos meses.
Diana sonrió y desvió su cabeza hacia los juegos donde los niños gritaban y reían sin ninguna preocupación. Las comisuras de los labios de Diana se elevaron levemente, pero sus ojos enseñaban tristeza. Después de todo, Violet recordaba que Diana tenía una hermana menor a la que cuidar y, según lo que había escuchado, había perdido hace poco a su madre y no de una forma común.
—¿Estás bien?
Asintió con la mirada perdida en un niño que corrió junto a su madre, chillando por haberse hecho un raspón en una de sus pantorrillas. Violet no quiso interrumpirla, por lo que se dedicó a quitar la maleza a puñados, esperando que ella rompiese el silencio otra vez.
—Violet... —finalmente lo hizo, regresando la mirada hacia ella con una pizca de descubrimiento —. ¿Por qué te hiciste amiga de Fanny, Alice y Rosie en un principio?
Esa pregunta la avergonzó. Se sintió como si volviese al lugar de un crimen después de mucho tiempo intentando evitarlo.
—En mi escuela antigua no solía tener muchos amigos —mantuvo la frase en el aire y luego la miró —. Mi mejor amiga decidió hacerse amiga de mi peor enemiga.
Casi se le salió el odio por los poros al acordarse de ambas.
—¿De verdad hizo eso? —preguntó Diana, entreabriendo sus labios, atónita.
—Sí, Kiara. Prefirió la popularidad antes que a una sola amiga.
Se fijó en los ojos de Diana y supo que la estaba juzgando también a ella, pues había actuado parecido en Canberra.
—Sé lo que estás pensando, pero actué por temor. Actué como una cobarde y me junté con gente diferente a mí con tal de no ser menospreciada. Temía quedarme sola otra vez —permaneció silenciosa unos segundos, inmóvil —. ¿Y qué conseguí? Quizás algo peor.
Evitó la mirada de su compañera. Para algunas personas era tal vez comprensible lo que estaba sucediendo. Por miedo, había dejado que otros decidieran por ella, que le cambiasen su rutina sin hacerle preguntas y que ni siquiera considerasen sus deseos o ideas. Todo para ser parte de un grupo de personas que, muy en el fondo, sabía que no eran sus amigos y nunca lo serían. Su madre siempre le decía: "Dime con quién andas y te diré quién eres". Al menos le consolaba el hecho de saber que de los errores uno aprende.
—Es complicado de entender, supongo. Tuve muchas esperanzas de que mi vida social aquí sería distinta y creo que elegí el camino incorrecto —tomó entre sus dedos un trébol de tres hojas y lo arrancó, acercándolo a su visual —, pero todo es tan difícil.
—Te mintieron si te dijeron que era fácil.
Su abuelo también solía decir que, por miedo a lo nuevo, dejamos de actuar como nosotros mismos.
Violet se fijó en los ojos nostálgicos de Diana.
—¿Tan complicado es? —se atrevió a preguntarle, esperando que no saliese a flote el tema de su difunta madre, pues no sabía cómo enfrentarlo.
—Para la mayoría, sí, pero... —inspiró hondo —, ¿sabes algo? Creo que puede ayudarte si te recuerdo que la vida es un ciclo. Es sencillo cuando te lo enseñan de pequeño: Naces, creces, te reproduces y mueres. ¿Lo recuerdas?
Violet movió la cabeza en afirmación, recordando que en la primaria también se lo enseñaron así.
—La vida es más que solo cuatro simples etapas. La vida es complicada, es verdad, pero eso es lo que la hace entretenida. Dime, si solo fueran esas cuatro fases, ¿no te habrías aburrido ya?
Violet sonrió, pero luego frunció el entrecejo.
—Es lindo cuando lo dices así. Pero no puedo dejar de pensar en lo tonta que fui en este tiempo.
—Si hablas de Fanny, es una etapa de la vida. Somos adolescentes después de todo. Nos equivocamos.
—Pues, me equivoqué bien feo —admitió.
—No te preocupes más. Lo de Fanny fue un error que no volverás a cometer.
La muchacha posó una mano en su hombro.
—Y ese error hizo que lográramos conocernos.
Las comisuras de sus labios se elevaron hasta formar una enorme sonrisa que le fue contagiada a Diana, quien, algo sonrojada, tocó otro tema de interés.
—Ahora parece que Alice se alejó de ellas. ¿Te has dado cuenta?
Violet recordó haberla visto juntándose con hombres, a pesar de no verla tan cómoda. Stephanie Hall la miraba mal cada vez que se le daba la oportunidad.
—¿Sabes lo que pasó?
—No. Lo más seguro es que una discusión.
Violet quiso reírse.
—Creo que la única que la soporta es Rosie.
Diana carcajeó con ganas, alzando su mirada al cielo nublado que comenzaba a cambiar de colores debido al atardecer.
—Te voy a contar algo.
Violet se acomodó con interés.
—Aunque no lo creas, yo también fui amiga de Fanny —ignoró la asombrada mirada de su compañera que le hacía reír —. Antes que Alice y Rosie apareciesen, por supuesto. Fue durante la primaria.
—Oh vaya. ¿Es eso posible?
—Sí. Había otras personas que conozco desde la primaria, ya que no es una ciudad muy grande como Sídney o Melbourne, que son monstruosamente grandes y turísticas. En fin, Fanny era mi mejor amiga en esos años.
Unas mariposas de colores amarillentos revolotearon alrededor de ellas bajo un cielo rojizo y cálido.
—Fanny siempre fue... mandona, eso sí. Le gustaba que todo se hiciese a su manera. Sus padres la complacían, pero..., ya sabes, en la escuela no ocurre lo mismo.
Violet asentía con la cabeza, incrédula.
—Uno de mis mayores defectos es quedarme callada y no decir lo que realmente opino. Soy una persona fácil de pasar a llevar, lo admito —exhaló un ligero suspiro —. Me ha costado más trabajarlo desde lo de mi madre.
Notó que Violet se inclinó un poco hacia atrás por la incomodidad.
—En fin, ese defecto mío me jugó muy en contra con Fanny. Tuve que darle muchas de mis cosas, incluida una muñeca de porcelana que mi madre me había traído de un viaje a Alemania que hizo con mi papá. Mi familia paterna es de allá, así que significaba mucho para mí.
Violet no pudo esconder su mueca de horror.
—¿Se la diste?
—¿Qué más iba a hacer? Hizo un berrinche, me tiró de los cabellos y me insistió hasta que se quedó sin saliva.
—¿Todavía la tiene?
Se encogió de hombros.
—Espero que lo haga. Nunca realmente me importó hasta que mi madre se nos fue. En ese momento, hasta lo más mínimo tomó un sentido para mí.
La chica parecía más melancólica que cualquier otro día. A pesar de tener un rostro angelical y un cabello de envidiar, pasaba triste y ojerosa la mayor parte del día.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Puedes.
—¿Qué fue lo que pasó?
—¿Sobre mi madre? ¿No te ha contado alguien más ya? Es la historia favorita de todos cuando hablan sobre mí.
—Me dijeron algo sobre un accidente automovilístico, pero...
La castaña hizo una mueca.
—Ya ni recuerdo a dónde íbamos. Si a comprar o a visitar a alguien. La cosa es que íbamos ella y yo en el auto...
Le contó que iban discutiendo de algo sin sentido, suponía, porque era algo que tampoco recordaba. Lo que sí recordaba, era sus cejas fruncidas, su boca moviéndose porque venía reprochándole algo y a ella de brazos cruzados por sentirse enfadada. Pasaron un disco pare sin mirar con atención, cuando fue que una camioneta las embistió, arrastrando el auto varios metros hasta provocar que se volcaran y volviera a su posición original, con los vidrios rotos, la sangre esparcida por todos lados y el miedo recorriéndole cada vertebra. Sus ojos abiertos al máximo no podían despegarse del frente, viendo la capota del vehículo destruida, el humo saliendo y gritos a lo lejos. Entonces, con temor y pánico, por fin se giró a ver a su madre y ahí la vio, con los ojos abiertos, sin pulso. Un vidrio le había cortado parte de su cuello. Había fallecido al instante. Era una imagen que no quería recordar, pero que se mantenía viva en su memoria en contra de su voluntad. Desde ahí se amarraba el cabello en una coleta alta, porque era una forma de subirse el ánimo, como si automáticamente tuviese que mostrar la cara y enderezar la espalda hacia la vida. Su psicólogo decía que era mental y ella no podía estar más de acuerdo.
—¿No se activaron las bolsas de aire?
—Era una camioneta vieja. Solo tenía una que se supone que salía desde el manubrio, pero, por alguna razón, no se activó.
Violet frunció las cejas y agachó la cabeza.
—Oh, lo siento. Creo que he preguntado de más... nuevamente.
—No. No te preocupes. Creo que eres la primera persona a la que le cuento la historia completa. Ni siquiera le conté los detalles a mi psicólogo.
—Dios. Es que yo... solo... lo lamento. Lo único que puedo decirte es que la vida sigue y... vendrán cosas mejores...¿verdad?
Diana formó una sonrisa ladeada en su rostro.
—Mi mamá era la que usaba esas frases, seguramente porque sabía que algún día ella no iba a estar para recordárnoslo.
Los ojos grises de Violet se desviaron con desidia hacia las mariposas, ahora posadas en unas margaritas cercanas.
—A veces creo que la felicidad viene con fecha de vencimiento.
—También pensé lo mismo cuando vi a mi madre morir. Me culpé por muchos meses. Yo y ella éramos como mejores amigas y... siempre me consideré una buena persona y a ella también. ¿Por qué entonces me sucedió eso?
El rostro de la rubia se desencajó de tristeza porque no quería imaginar un mundo sin los seres que amaba.
—Luego, comencé a pasar tiempo con mi papá. Sé que aún le cuesta superarlo, pero hace todo lo posible para hacer de cada día uno digno de recordar. Trabaja hasta tarde, pasa tiempo con nosotras y no deja que nada nos moleste. Cuando noté ese nuevo esfuerzo por ser el mejor padre del mundo, supe que la felicidad no tiene fecha de vencimiento, sino que sigue haciendo presencia de otras formas.
Hizo una pausa y sonrió a la brisa.
—Mi padre y yo nunca fuimos muy cercanos, pero después del fallecimiento de mamá, él también comenzó a ver la vida con otros ojos —la contempló —. Una semana después del suceso, recuerdo que me dijo que la vida es como un árbol. Siempre va a venir gente mala a cortarlo, pero este volverá a crecer, incluso sabiendo que corre peligro de ser talado otra vez.
-xxx-
De camino a casa, cuando la noche ya había caído, Violet venía pensando en lo que Diana dijo. ¿Qué hubiese pasado si le hubiese sucedido a ella? Perder a un familiar es mucho peor que perder a un amigo. Perder a un padre o a una madre era algo completamente diferente. Ella no podría ni siquiera vivir con la idea en su cabeza.
Pasó a un teléfono público y llamó a Estados Unidos por cobro, solo para oír la voz de su madre. Se metió dentro de la cabina y tiritó de frío esperando a que le hicieran el contacto con su país natal.
Entonces, su mamá atendió, sorprendiéndose de escuchar la voz de su hija del otro lado.
—¡Violet! Hija, llamas de madrugada.
—Disculpa, mamá, no tenía otro momento para llamarte, he estado ocupada con la escuela —se excusó, intentando sonar casual.
Mamá le contó acerca de cómo el calor estaba arribando al hemisferio norte y también cómo la gente se esforzaba laboralmente en los últimos meses antes de la llegada de las ansiadas vacaciones de verano. Según ella, papá no tenía planes de salir a veranear. No sin su hija.
—Quizás solo iremos a la costa unos días. Ya sabes, para cambiar de aires. Queremos ahorrar porque queremos conocer lugares mejores contigo —su madre hizo una pausa incómoda —, y con el abuelo, por supuesto.
—Gracias, mamá —podía percibir el desaliento en sus palabras —, ya no puedo esperar a volver.
Dio paso a contarle sobre Canberra. A pesar de la inigualable belleza que lo desconocido siempre tiene, Canberra se le hacía parecida a Boise, con esos edificios históricos y pintorescos, las carreteras silenciosas durante la noche, los bosques que rodeaban la ciudad y las veredas cubiertas de luciérnagas durante la noche, pero sin personas. En ocasiones, lograba sentirse como en casa, por muy anticuada que resultase esa idea. Le contó también sobre los residentes y su nueva amiga, Diana. Eso de tener amigos fieles se había vuelto en una especie de obsesión después de lo de Kiara, aunque sus padres jamás se habían enterado del quiebre y seguramente no lo entenderían, aunque se los explicara. Sus padres siempre habían sido esa clase de padres optimistas que siempre piensa que las cosas malas suceden porque algo mejor está por venir. Un ejemplo perfecto de aquello era su padre, siempre cesante, pero siempre feliz y, sin lugar a dudas, valiente. A Violet a veces le resultaba extraño entenderlo, ya que sabía que vivía en una sociedad competitiva, donde lo más importante era el éxito, aunque la moral dijese otra cosa.
Su actitud hacia la vida también le hacía sentido cuando recordaba que sus padres le habían colocado "Violet" no solo por las flores del antejardín de su casa, sino porque sabían lo que una flor significaba: Optimismo.
No importa cuán crudo sea el invierno, los nuevos brotes de la flor siempre volverán a surgir hacia el cielo.
—Me alegro de que hayas conocido a Diana. Suena como una fantástica amiga.
Lo había pronunciado en inglés.
—Su nombre se pronuncia como en alemán, mamá. "Diana" —corrigió.
—Eso suena a español.
—También.
Su madre sonrió junto al teléfono.
—Bueno, hija, sea como sea que se pronuncie, estoy feliz de que tengas a alguien en quien confiar y... ¡estudiar! ¿Cómo van las calificaciones?
La pregunta le resultó un incordio. Era justo algo de lo que no quería hablar en ese minuto. Además, Diana precisamente no iba a ser su compañera de estudios o su tutora personal, pues la chica no tenía tiempo ni para respirar y tampoco tenía calificaciones brillantes.
—Van... bien.
No hay nada más incómodo que mentirles a los padres, ella lo sabía.
—Me alegro. Cuando termine el semestre me envías una copia de tus notas, ¿sí?
Violet musitó algo ilegible entre dientes, escuchando los pitos que anunciaban el corte de la llamada a larga distancia.
—Mamá, se va a cortar la llamada —respiró profundo —. Les echo de menos a todos y los quiero.
Su madre comenzó a reír por la alegría que sentía en su corazón.
—¡Nosotros a ti! Disfruta mucho. Y recuerda llamarnos más seguido. Tu padre ya debe pensar que lo estás pasando tan bien que te olvidas de nuestra existencia.
—Claro que no —Violet intentó sonreír, embelesada —. Cuídate, mamá. Te quiero.
—Yo también te quiero mucho. Cuídate. ¡Adiós!
Y se cortó.
Violet resopló con fastidio y salió de la cabina, colocándose su suéter de lana porque ya estaba helando. Las calles estaban vacías y algo terroríficas, pues las farolas no iluminaban tan bien como hubiese esperado. Corría una brisa fresca y un aroma a césped mojado en el ambiente. No había autos en las pistas y los semáforos cambiaban sus colores para nadie. Absolutamente nadie.
—Dame mi dinero, estúpido.
El cuerpo de Violet se paralizó. Las voces venían desde un callejón oscuro y sin salida. Antes de dárselas de curiosa, acercarse y charlar amigablemente con los dueños de esas horribles voces, prefirió esconderse tras un árbol, justo cuando un grupo de hombres salían de su escondite. Había un fuerte olor a marihuana, el que ya había sentido más de alguna vez en Boise, ya que los jóvenes solían detenerse en los parques cercanos a su escuela o su casa a fumar por horas y horas.
Se asomó un poco y pudo reconocer a Sean en el grupo, por primera vez viéndose intimidado por esos hombres mayores que le pedían dinero.
—Ya te di dos semanas —lo intimidó uno de cabello rubio platinado y cuerpo de físico culturista —. Me debes cincuenta. Me los das o te mato.
Los ojos de Sean suplicaban piedad. Nunca lo vio tan acobardado.
—Lo siento mucho, pero no los tengo ahora.
La boca de Violet comenzó a abrirse. Estaba totalmente sorprendida. Había olvidado el frío y la tristeza que sentía al ver una escena que no estaba acostumbrada a ver, aun sabiendo que esos delitos existían.
—No soy un hombre paciente y lo sabes. ¿Dónde está mi dinero? —comenzó a caminar hacia él, acorralándolo contra una muralla —. Quiero mi dinero. Me darás tu televisor si es necesario.
—Es que ya te di casi todas mis pertenencias. Si comienzo a sacar cosas de la casa, mi padre me matará.
—Tu padre es millonario. Podría darte dinero —dijo otro, también cortándole el paso, pero por uno de sus costados.
—Trabaja demasiado.
Eso enfureció al rubio, quien, con sus fuertes brazos, lo tomó de la camisa de la escuela y lo golpeó contra la pared de ladrillos, lastimándolo.
—Nos pagarás con tu vida, entonces.
Todos aplaudieron, de acuerdo.
—¡No! Se los suplico —le agarró de las muñecas —. Denme una semana más.
Ellos se miraron las caras con incertidumbre.
—¿Una semana?
—Sí, una semana y nada más. Se los suplico.
Violet tragó saliva dificultosamente, sintiendo un dolor quemante que crecía en su garganta. Ni siquiera se atrevía a respirar, deseando que el árbol fuese lo suficientemente ancho como para esconderse bien.
—Está bien. Una semana.
—¡Gracias! ¡Gracias!
El hombre musculoso lo agarró de la nuca, atrayéndolo hacia su boca.
—Pero si intentas arrancar —le susurró amenazante —, te mataré.
Lo soltaron. A gritos y risas se alejaron en grupo, dejando a Sean en la calle, pasadas las diez de la noche, solo y alarmado. Se levantó a duras penas, respirando con dificultad. Tosía y tosía, hasta que pudo ponerse contra la muralla, cerrar los ojos y relajarse. Violet decidió que era momento de irse disimuladamente.
—¿Te diviertes?
Con huesos robóticos, se giró hacia el moreno que se acercaba cojeando hacia ella, con un comportamiento frío e intimidante, logrando hacerle temblar como siempre.
—Podría golpearte ahora por lo que me hiciste en el casino.
—¿Qué? —Violet palideció al recordar —. No, por favor.
Recordó al árbol de Diana. Tenía que ser fuerte como un árbol.
—O bien, podría golpearte por andar husmeando en mi vida privada. O colgarte de una farola... eso suena más divertido.
Solo pudo tragar saliva, quedándose sin aire.
—¿Vas a contar lo que viste? —volvió a hablar el moreno.
Violet miró a sus lados y al encontrarse sola en aquella calle, decidió negar con la cabeza.
—Más te vale, o si no te obligaré a ti a pagar la deuda que tengo con esos tipos.
Sintió el olor a marihuana impregnado en su ropa y supuso que eran los hombres que le daban sus gramos diarios, pues ya lo había visto fumar cigarros fuera de la escuela. Perfectamente él podía hacerles cupo a las drogas también.
—No tengo nada de dinero —tartamudeó.
—Entonces, cierra la boca, o te haré compensármelo.
Giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia su casa. Sin embargo, después de haber dado cinco pasos, volvió a girarse hacia ella y sonrió ante el susto que surcaba su rostro.
—Después de todo, todavía no olvido lo del jugo. Así que anda con cuidado.
Ella se quedó inmóvil, lo que lo irritó.
—Vete a casa, microbio. Y no digas nada o te daré una paliza, ¿escuchaste? —sacudió su mano frente a su cara —. ¡Adiós!
No le quedó nada más que hacer, más que aceptar su destino. Se dio media vuelta y corrió a casa, desapareciendo en medio de la oscuridad. Sus piernas temblaban y su mente no respondía.
En blanco, llegó a su destino en silencio, subiendo las escaleras y cerrando la puerta de su alcoba tras de sí. Estaba hambrienta cuando llamó a su madre, pero ahora se le había quitado el apetito. Todavía asustada, se metió bajo las sábanas y se acurrucó, para dar paso a un sollozo. No podía imaginarse de nuevo esa horrible escena en la que casi muere asfixiada con la cabeza dentro de un usado váter del baño de chicos. No quería imaginarse sola y desamparada de nuevo, en un mundo donde ni los adultos pueden hacer algo por ti. Se sentía pequeñita e indefensa como una hormiga en un mundo donde todo es demasiado grande. Monstruosamente grande.
Se sentía engañada, traicionada.
Y no podía negarlo. Fue el momento más martirizante de su vida.
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