N u e v e

Desde pequeña, Violet tuvo la manía de contar cosas. Hablaba hasta por los codos —al menos sus padres solían decirle eso —, contaba las violetas que habían en el jardín frontal de su pequeña casa o contaba las grietas de las veredas cuando se trasladaba de un punto a otro de la ciudad.

Pero últimamente había estado contando los días de vida que le quedaban. Veía el estado de su cuenta y soportaba a diario las preguntas sobre su salud por parte de sus padres, y sentía que su vida se acabaría en cualquier minuto.

—¿Podemos hablar de otra cosa? —rogó a la hora de la cena, cuando estaban todos reunidos, hablando, como siempre, del VIH.

—No, hija. Tenemos que planear para ver cómo lo hacemos con tus medicamentos y los del abuelo —dijo su madre, poniendo la fuente de vidrio de judías verdes en el centro de la mesa y sentándose por fin.

Bajo una tenue luz que a veces parpadeaba, los ojos de Violet miraron a su abuelo, callado y con la cabeza hundida entre los hombros, mirando su plato vacío.

Tenía ese tipo de mirada de saber que eres una carga para el mundo. Le quebró tanto el corazón, que se levantó de un salto, asustando a todo el mundo.

—¡Se acabó! Postularé a cualquier trabajo y me los pagaré yo.

Su padre parpadeó.

—¿De qué hablas? Son carísimos.

—Bueno, trabajaré mucho —Miró al abuelo y se acercó a él, colocando su mano sobre su camisa de cuadros —. Y seguramente me alcancen para los tuyos, Boppa. ¿Qué te parece la idea?

Sus padres miraron la cercanía que se tenían y finalmente entendieron lo que pasaban. Pudieron ver los ojos cristalinos del abuelo y la sonrisa que se le formó en el rostro cuando su nieta le dijo aquello. Comenzó a asentir, justo cuando Violet decía:

—Y te prometo, que cuando te encuentres mejor, nos iremos a columpiar a tu casa. La pondré linda para ti. La pintaremos, cortaremos la hierba, podaremos los arbustos. ¡Pondré muebles! Tengo buen gusto —Le guiñó un ojo, intentando no llorar al escucharlo reír a duras penas —. Estará tan linda que querrás mudarte apenas la veas.

Su abuelo se colgó de los brazos de su nieta, llorando ya de alegría y acercándola como pudo a su cálido y trémulo cuerpo, dándole un abrazo.

—Vivi —lo escuchó susurrar.

Violet dejó caer unas lágrimas en su hombro.

—Boppa —le dijo a su vez.

Era como si se hubiesen dicho "te amo" a su propia manera.

-xxx-

—Así que... ¿le dijiste a tu abuelo que pintarías la casa tu sola?

Beth y ella se juntaron una vez más antes de que ella viajase de vuelta a Seattle a seguir con sus planes matrimoniales. Pasaron una semana saliendo como antiguamente lo hacían. Tomando helado, viéndole el trasero a chicos musculosos detrás de la ventanilla de un gimnasio local o persiguiendo palomas por la plaza central.

Violet creía que nunca se había divertido tanto en años, hasta que llegó el momento de la despedida y la realidad le cayó en la cabeza como una teja de greda.

Se juntaron a beber cerveza en una colina que daba con toda la vista de la ciudad. No hacía calor, les llegaba sombra de un árbol y la brisa era refrescante.

—Sí. Necesitaba decirle algo que lo animara, Beth —Se giró hacia ella —. Al menos hasta que se me ocurriese una idea de cómo pagar mis medicamentos sin tener que pedirle a mis padres.

Se rascó la nuca.

—Además que es un poco vergonzoso, tomando en cuenta que ya tengo veintiséis años.

—Sí, pero no estamos hablando de aspirinas o jarabe para la tos. Es la puta enfermedad del VIH, Vi. Todos te darían ayuda —Se lo pensó —. Incluso el puto Papa te ofrecería ayuda económica.

Violet sonrió, mientras ella se apuntaba el pecho.

—Yo también lo haría, pero me pillas con las manos atadas, Vi. Con suerte tengo dinero para consentir al último pene de mi vida.

—No necesito ayuda. Puedo arreglármelas —Se colocó de cuclillas sobre la banca, como cuando se interesaba en hablar de un tema en particular —. ¡Conseguí empleo en una florería!

Beth le alzó una de sus cejas oscuras.

—¿Una florería?

—Sí.

—¿En serio?

—Sí...

—¿Y funciona todo el año?

—¿Qué insinúas?

Se encogió de hombros.

—No sé. ¿Quién compra flores actualmente? Aparte de San Valentín —Entrecerró los ojos —. Estás contribuyendo a una industria que mata plantas.

—Oh, vamos, es temporal. Es solo para independizarme un poco. Sabes que con los cuadros no me alcanza.

—Deberías poner una galería como yo, querida.

—Claro, cuando mis padres sean millonarios como los tuyos —Se apuntó con su índice el pecho —. Soy la persona que se endeudó en la universidad. ¿Lo olvidas?

Beth le sonreía otra vez.

—Todos se endeudan en la universidad en este país de mierda —Giró la cabeza —. Todos menos yo, aparentemente.

Violet comenzó a reír. Beth había tenido la suerte de venir de una familia bien adinerada, donde ambos padres eran abogados y Beth era hija única. Según ella, había sido una gran decepción familiar cuando le dijo a sus padres que quería estudiar artes después de todas esas escuelas privadas y profesores particulares por los que habían pagado para que estudiara leyes como ellos.

Pero no la obligaron a estudiar algo que no le gustara. Incluso su padre la había ayudado a montar una galería de arte modesta en el centro de Seattle, donde podía trabajar libremente y vivir un poco el sueño que Violet siempre quiso tener, pero que nunca pudo ni estaba segura de que lo tendría. Menos con una salud tan deteriorada ya.

Beth entonces colocó su mano, con sus uñas pintadas de rojo y bien limadas, sobre las suyas, frías y con las uñas moradas ya por la baja temperatura.

—¿Sabes lo que veo en ti cuando te apareces de frente?

Un viento revolvió su cabello rubio esponjoso.

—¿Qué?

—Potencial.

—Hum, no —rio.

—¡De verdad! Veo mucho potencial en ti, amiga. Desde el primer día que te vi en clases. ¡Los maestros te lo decían siempre también! —Ya tenía esa mirada maternal cuando se ponía hablar cosas serias —. Vas a lograr todo lo que te propongas a su tiempo.

—Trabajando en una florería... para ni siquiera pagarme un piso, sino pagarme una medicación...

Beth aplanó los labios.

—Eres una chica de muchos sueños que no te das cuenta de los logros que ya has hecho hasta ahora.

—¿Cómo qué?

Los ojos de Beth mostraron desconcierto, como si fuera obvio.

—Te graduaste con honores. Ni siquiera yo lo logré. Has tenido un intercambio en Australia —Vio A Violet abrir la boca y la detuvo —. Sí, sí sé que yo también tuve un intercambio en Nueva Zelanda, pero no es el punto que nos comparemos.

Apuntó la ciudad con sus manos.

—¡Te deshiciste de Andrew! Eso lo veo como un gran logro —Violet puso cara de burla —. En serio lo digo. Era asqueroso. Tenía granos que parecía que iban a explotar en su frente.

—¡Agh! No me recuerdes eso.

Hizo una mueca de repugnancia como si fuese a vomitarlo todo.

—Pero sabes a lo que me refiero. Estoy tan agradecida que no lo tengo en mi lista de contactos.

—Lo agregaste como "Satán", ¿lo olvidas?

Beth hizo un mohín.

—Mierda... tendré que borrarlo.

La miró y ambas se largaron a reír.

—¡¿Lo ves?! Estás tan radiante sin él. Que hasta puedo ver brillo en tus ojitos grises —Le apretó una mejilla como si fuera un bebé —. Ese tóxico... pensé que te manipularía. ¡Y espero que no lo haga! Si lo hace, me llamas. ¿Te ha escrito?

—Solo dos veces... porque quería hablar, pero no le contesté.

—Excelente —Miró la hora en su brillante reloj de pulsera y se colocó de pie lentamente—. Ya me tengo que ir al hotel o perderé el vuelo. No he terminado de hacer mis maletas... pero espero que me mantengas notificada.

Se levantó tras ella, restregándose las manos contra su falda plisada.

—Lo haré.

—Te llamaré lo antes posible para ponernos de acuerdo con lo de tu vestido y... —Volcó los ojos —, si llegas a volver con Andrew...

La rubia alzó una ceja, esperando muerta de risa a que acabara.

—...puede venir.

—¡Oh, Dios mío! Nunca pensé escucharte decir eso. ¿Estás segura?

—No, la verdad la idea me repudia, pero si el jodido pelirrojo te hace feliz, pues dale.

—¿Te recuerdo que me insultó por tener VIH? Tengo algo de dignidad. No regresaré con ese pelotudo.

—¡Excelente! Esas sí que son buenas noticias. ¡No estaba de humor para lidiar con estúpidos! —Pegó un pequeño salto sobre su eje—. Me largo. Y tú deberías también. ¿No tienes que ir a trabajar a tu florería?

Violet revisó la hora en su teléfono.

—Oh, sí. Hoy trabajo hasta las siete.

—¡Entonces andando, pequeña Dorothy!

La florería pertenecía a una señora ya de edad, llamada Helga. Pasaba hablando durante horas sobre su niñez en un olvidado y escondido pueblo en el sur de Alemania, su tierra natal, y cómo fue migrar a los Estados Unidos con ya su difunto marido, Winston. Se conocieron durante la Segunda Guerra Mundial. Cada vez que ella hablaba sobre él, Violet refunfuñaba porque se sabía la historia de memoria. Sin embargo, la primera vez que la oyó, fue como una revelación. Que dos personas de bandos opuestos se hayan conocido en plena guerra cruenta y hayan sobrepasado todos los límites posibles con tal de estar juntos.

—Vaya historia de amor —recordó haberle comentado —. Cualquiera que la escuchara, apostaría a que es mentira.

"Es que ni Romeo y Julieta vivieron tanto drama", pensó dentro de su cabeza.

—Para el amor no hay ningún tipo de barrera que pueda detenerlo. La clave está en las ganas que ponga cada miembro.

Iba a reprocharle, dada su experiencia, pero no pudo. Aquello le dolió demasiado, porque Zack fue quien realmente había decidido cortar el vínculo con ella y no superarlo como Winston y Helga lo habían hecho con las bombas cayéndole en la puerta de su casa. Casi rebalsó un macetero después de escucharla, pensando que realmente, no es el destino quien te separa, sino las personas y cómo enfrentan las situaciones.

Pero tampoco podía culpar al chico al ciento por ciento. Vivía en un infierno. Quizá él pensó que era lo mejor. No podía culparlo.

Esa tarde, mientras pensaba en Beth y su ida, Helga siguió hablando de su querido Winston. El cómo la sacaba a pasear en una Vespa de la época por los prados de Alemania, una vez que la guerra acabó. Se reía de su maldad, pues decía que se sentía demasiado egoísta paseando con el enemigo, mientras Alemania estaba destruida y hambrienta.

—Pero bueno, éramos jóvenes. Tenía yo diecisiete y el veinte. Los jóvenes solo piensan en sí mismos. Cometen errores.

Se encogió de hombros, riéndose entre dientes.

—Pero de viejo uno se ríe al recordarlo todo.

Violet le sonrió, totalmente embelesada con las imágenes que creaba en su cabeza de aquella historia, que no se dio ni cuenta que, al girar la cabeza, chocó de frente con la vidriera principal de la tienda, asustando a un niño con su madre que justo iban cruzando de frente.

Sintió cómo todo el diseño de la ventana la golpeó con fuerza y se moldeó a su cara, haciéndola sentir hervida y adolorida en segundos.

Helga se acercó al instante.

—Oh, niña —La estudió. Tenía su mejilla roja y la nariz sangrándole —. Estás sangrando, déjame ayudarte.

Dio vuelta el cartel de abierto a cerrado y se la llevó a una pequeña salita que había detrás del mostrador, hecha exclusivamente para descansar y guardar cierta mercadería, como semillas, fertilizantes y elementos para el cuidado del jardín.

Ahí la sentó rápidamente en la camilla y la obligó a mirar hacia arriba con un pañuelo en sus fosas nasales.

—No me sangraba la nariz como desde los siete años.

—¡Y espero que no se te ponga morada, niña! ¿Te duele? ¿Crees que te la fracturaste?

El cabello perfectamente peinado de Helga, con ese estilo de abuela del siglo pasado, ya se había puesto mustio con tanta agitación. Iba y volvía, primero para limpiar el ventanal, luego el piso por las gotas de sangre que cayeron y luego sus manos para poder cambiar el pañuelo de Violet sin infectarla.

—Usted es realmente buena con esto de los cuidados.

—¿Para mi edad, dices?

Su voz era como la de una anciana adorable. Como esa de los cuentos que ofrecen dulces y galletas a niños desamparados.

—No, lo decía en general. Uno no se encuentra gente amable todos los días.

—Entonces no has buscado del todo bien —La miró a los ojos. Ella tenía unos hermosos ojos color esmeralda, decoradas por largas pestañas rubias —. Winston y yo nos conocimos porque él fue capturado por el bando alemán. Yo fui su enfermera.

Violet abrió la boca en forma de "O", como un pez que se ahoga.

—¿Fue voluntaria de cuidados con solo diecisiete?

—Y tenía quince en esa época. ¡Pero qué podía hacer! No había comida, no había agua, no había estudios. Era eso o morir sola con toda mi familia, abandonados en el frío y la hambruna.

Quince años. La misma edad que ella tenía cuando se fue al otro lado del mundo.

—¿No le dio miedo?

—Pues, claro. Pero trato de verle las cosas buenas. Conocí a Winston, nos enamoramos... Y gracias a Dios santísimo, no me lo mataron allí. Lo abandonaron cuando el territorio fue ocupado por los rusos. Solo allí, pudimos por fin darnos un abrazo de victoria sincero.

—Debió haber sido agonizante la espera. Pero muy romántico.

Quitó el papel desechable de su roja nariz, notando que ya no sangraba.

—Debo verme como Rodolfo El Reno ahora —farfulló, mirando el papel lleno de sangre entre sus manos.

—Estás guapa —Le quitó el papel de las manos y le pasó jabón líquido —. Incluso, me atrevo a decir que me recuerdas mucho a mí de joven.

—¿Sí?

Botó el papel y asintió.

—Eres muy risueña. Muy esforzada. Trabajas duro por tu familia. Son cosas que yo también hice —Se apuntó el cabello —. Y también me peinaba con trenzas como tú. Estaba muy de moda entre las chicas alemanas durante mi juventud.

Se encogió de hombros.

—No por las mejores razones, pero una se dejaba llevar. La inmadurez.

—Oh, Helga, lamento mucho tanto sufrimiento.

—Oh, no sigas con tanta sensiblera. Háblame de ti. ¿Qué hay de tu amor?

Violet se tocó la nariz con dos dedos y comenzó a negar sistemáticamente con la cabeza.

—Oh, no, yo y Andrew terminamos hace ya unos...

—No, no hablo de tus ex novios. Que yo también tuve muchos.

—Caramba —Se le escapó, para luego cubrirse la boca —. Lo siento, es que si conoció al amor de su vida a los quince, pues... ¿qué me espera a mí?

Apretó los puños mientras Helga reía para sus adentros.

—Joder. Debo ser alérgica al amor.

—No digas eso, niña traviesa. Que los tiempos han cambiado. Que ahora los chicos que ni se casan. Se van a vivir juntos y ya está.

Se acordó de Beth.

—Bueno, mi mejor amiga se va a casar llegando el otoño.

—¡No me digas! Qué lindo. Que bien por ella.

Violet sonrió y se miró las rodillas.

—Sí... aunque me asusta un poco, por mí. Porque yo no tengo a nadie estable. Y... sinceramente, me da un poco de miedo quedarme sola.

Helga posó su mano sobre las suyas.

—Eso es porque aún no te has encontrado a ti misma —La hizo sonreír con dulzura —. Prometo que cuando lo hagas, te van a llover los pretendientes y no sabrás ni a cual elegir.

Iba a contarle sobre Zack. De verdad que quería hacerlo. Una persona como ella la entendería, la aconsejaría, la abrazaría.

Pero al mismo tiempo pensó que era estúpido. Zack ni siquiera le había contestado su mensaje en ese Facebook ruso. ¿Por qué seguir recordando y hablando de un tipejo al que le valía mierda?

—Tienes razón, Helga. Comenzaré a trabajar en eso desde hoy mismo.

—¡Desde mañana, niñata! Ya vete a casa a descansar esa nariz.

—Pero aún me quedan dos horas de trabajo —dijo, saltando de la camilla y siguiéndola de vuelta a la tienda. Iba a cambiar el cartel a abierto de nuevo.

—Yo te las cubro. Vete a casa a descansar. ¡Nos vemos el sábado!

Salió a la calle un poco avergonzada. Se había cambiado en el camarín, volviéndose a colocar su falda plisada y acomodándose su cuello de tortuga de color rojo, dándose cuenta que combinaba con su nariz. No entendía cómo era tan torpe a veces. Con la edad pareciera que había empeorado.

Iba directo a convertirse en una abuela que se cae por las escaleras ante cualquier tropiezo.

Caminó por las calles heladas de Boise, viendo cómo el cielo iba cambiando de color de un gris a un amarillento y luego a un violeta, a medida que se acercaba el atardecer. Pasó a comprar en la tienda de un buen hombre algunas verduras y huevos que le servirían a sus padres para las cenas de los siguientes días, subiéndose después al autobús que la llevaría cerca de su casa, en un tramo que duraba al menos veinte minutos y que iba siempre lleno a esa hora, por lo que debía acostumbrarse a cargar las bolsas en una mano mientras era apretujada por gente con sobrepeso y con sus trajes malolientes después de la jornada laboral.

Bajó del autobús cuando todavía quedaba un poco de luz, aunque apostaba que cuando llegara a casa ya estaría casi oscuro en su totalidad. Cómo odiaba el horario de invierno.

El viento entre las hojas sopló con más fuerza, mientras ella daba un paso y otro, contando las grietas de las veredas como cuando era pequeña, subiendo por esa calle desolada, sin mirar a su alrededor, para no atraer las pesadillas de malos recuerdos.

Eran unos diez minutos de subida y siempre llegaba jadeando a la cima, donde estaba su calle sin salida, desteñida y solitaria como siempre, donde el único ruido era la naturaleza o los maullidos del gato de alguna anciana que vivía allí.

Miró la calle. Olía a humedad. El cielo estaba rosa. Sonrió.

Iba suspirando, caminando a duras penas con la muñeca ya tiesa de tanto sostener la bolsa con la misma mano. Saludó a una vecina que regaba con un gesto en la mano, hasta que por fin divisó su casa de ladridos descoloridos.

La casa estaba iluminada como siempre. Su padre ya había regado el pequeño jardín frontal y la ventana de su cuarto, en el segundo piso, seguía abierta.

Respiró agitadamente. Sabía lo que se le venía. Su familia estaría despierta, seguramente haciendo la cena y esperando el momento exacto para ponerse a discutir sobre algo.

Y así fue.

—Beth se fue —comenzó a decir Violet, mientras miraba su plato de lasaña que su padre había preparado. Se le habían quemado los bordes a la masa; no porque él fuese mal cocinero, sino porque el horno ya estaba muy viejo y necesitaba reparaciones.

—Espero que hayan tenido un tiempo agradable para ponerse al tanto. —dijo su madre.

—Sí, bueno, ella tenía muchas cosas que contar. Yo no tanto.

—¿Qué dices? Tú también.

—Cosas buenas, me refería.

Silencio. Los ojos de Violet no se despegaron de su plato. Miró de reojo al abuelo. Tampoco tocaba su cena.

—La señora para la cual trabajo... Helga... tuvo una historia de amor digna de telenovela.

A su madre pareció agradarle la idea de cambiar de tema.

—Ah, ¿sí? ¿Cuál?

Violet alzó la barbilla.

—Se conocieron en la Segunda Guerra Mundial. Ella era enfermera alemana y el un soldado con heridas graves.

—¡Vaya! Esa sí que es una historia.

"No como la tuya con papá... y después conmigo", pensó, apretando el tenedor entre sus dedos. No entendía porqué estaba tan malhumorada ese día. Quizás era el golpe o el hecho de pensar que una anciana que olía a atomizador fuese más interesante que ella, que tenía el triple de energía para gastar.

—Sí, supongo que hay gente que tiene un poco de suerte —Los miró a ambos y supo que querían decirle algo que la motivara, pero ella se levantó —. ¡No tengo hambre! Buenas noches.

—Violet—le llamó su madre.

Pero ella no se dio vuelta. Siguió caminando, subió las escaleras y cerró la puerta tras ella, para después tomar asiento junto a su ventana abierta, donde apoyó el antebrazo y observó la noche sin estrellas y algunas nubes. Seguro iba a llover.

Le recordó a la historia del 2013. Todo empezó un día de lluvia intensa, el día de su cumpleaños, 3 de febrero, donde, casualmente, al otro lado del mundo en esa misma fecha, un chico se habría intentado quitar la vida.

Nunca había creído en el destino y supersticiones, pero bastó una coincidencia así para que ella se preguntara si realmente ellos dos estaban destinados a estar juntos. Sobre todo porque después de esa lluvia, salió un sol brilloso con un arcoíris en Boise.

Y después ella coloreó la vida de Zack, como él mismo decía.

Era como si el clima de ese día les hubiese adelantado todo lo que iba a pasar. ¿Y qué si lo estaba haciendo de nuevo?

Despertó como cualquier otra mañana, con la cara neutra de siempre, lista para hacer sus monótonas rutinas. Se bañó, tomó un desayuno ridículamente pequeño, se lavó los dientes. Miró su armario sin saber qué ponerse. Afuera hacía buen tiempo, las aves cantaban y una brisa perfumada primaveral se había tomado las calles. Suspiró y decidió ponerse un vestido amarillo viejo que tenía, creyendo que aquello combinaría con el buen humor del clima de ese día.

Se peinó con dos trenzas, una a cada lado de su rubia cabeza, para luego por fin observar hacia su ventana abierta. Sus ojos grises brillaron al ver las copas de los arboles cerezos floreados, sin ningún tipo de sonido allí fuera que no fuese la naturaleza. Le hizo recordar la metáfora de anoche; esa que pensó después de no comer y sentirse un poco decaída.

Pero no iba a dejar que aquello consumiera su vida.

Se preparó para irse a trabajar a la florería. Tomó su medicación a la misma hora de siempre. Sabía que una parte de ella le rogaba esconderse para siempre, pero no podía. Como su abuelo siempre decía: Las respuestas correctas se encuentran sentadas en un columpio, no encerrada en tu cuarto.

—¿Te vas a trabajar ya?

Su padre estaba lavando los platos de la noche anterior. Parecía animado. Le había preparado un té a su abuelo, que miraba un sudoku sin hacer en el periódico de la mañana.

—Sí, es que ayer me vine antes. Creo que es mejor si hoy llego más temprano.

—Pero Helga dijo que te las pagaría, ¿no?

—Sí, pero —Se encogió de hombros —. No lo siento correcto.

Su padre sonrió, asintiendo.

—Bueno. Cuídate, ¿vale?

—Lo haré —Entrecerró sus ojos —. Y si mi raro ex novio viene a preguntar por mí otra vez, dile que me morí.

Su abuelo comenzó a reír para él mismo.

—Muy graciosa, Vi —dijo su padre, pero no pudo evitar sonreír cuando vio al abuelo riendo.

Ella apuntó al abuelo con su mano abierta.

—A Boppa le ha gustado —Utilizó la misma mano para despedirse —. Ya me largo.

Giró sobre su eje y se encontró de cara con su madre, que estaba seria y haciéndose un tomate. Venía vestida con uniforme.

—Hoy reemplazaré a alguien en la lavandería —le contó ante sus ojos interrogadores —. Buena paga para solo ser un reemplazo. Empiezo al medio día.

Ella asintió.

—No son ni las ocho de la mañana, mamá.

Su padre escuchó la conversación e hizo como que ayudaba al abuelo con el sudoku.

—Lo sé, pero no trabajo hace mucho. Estoy ansiosa. Si lo hago bien, capaz que me quede.

—Bueno, me parece... fabuloso.

La idea de que su mamá trabajara lavando ropa no le gustaba la verdad. Sentía que era un trabajo agotador, mal pagado y con un mal ambiente laboral. Su madre no merecía eso.

¿Pero qué podía hacer? Era la decisión de ella.

—Ya te dije que trabajaré yo por mi medicación.

—Oh, no. Guarda ese dinero para gastos futuros tuyos —Le sonreía, colocando su mano sobre la mejilla de su hija —. Tienes veintiséis años. No deberías estar preocupándote de gastos de viejos.

—Es mi salud.

—Pero somos tus padres. Es nuestra responsabilidad.

—Tal vez cuando era menor de edad. Ahora...

—No insistas. Tienes que dejar de ser tan buena con todos. A veces es bueno ponerte a ti como protagonista.

Le dio dos palmadas en el hombro, sabiendo que se habían puesto sentimentales. Su madre sabía que Violet había sido siempre más cercana a su padre y a su abuelo. Cuando era adolescente, Violet solía pelearse mucho con su madre por opiniones diferentes o por rebeldías de su hija que a ella le disgustaba.

Pero nunca sufrió tanto con ella como otras amigas le decían sobre sus hijos. Violet siempre fue una niña afectiva y humilde. Eso ni las hormonas de la adolescencia se lo quitaron.

—Ya, vete al trabajo, que se te va a hacer tarde.

—Gracias, mamá —le dijo, otorgándole un beso en la mejilla—. Te amo. Nos vemos a la noche.

—Y espero que ahora cenes, con o sin nariz hinchada.

Violet sonrió alegremente.

—¡Bien!

Tomó un abrigo oscuro que tenía colgado en los percheros junto a la puerta y se lo colocó, saliendo a la calle con una sonrisa que se le desvaneció en cuanto cerró la puerta de madera tras ella.

Había un hombre de negro al otro lado de la cerca, quizás tan anonadado como ella.

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