C u a t r o

Cuando Zack despertaba cada mañana, a veces, se quedaba mirando el techo por horas antes del amanecer, recapitulando sus sueños y visiones de la noche anterior.

Siempre tenía la misma pesadilla desde que era adolescente. Estaba de pie sobre la cornisa del edificio donde vivía en Canberra. Todos abajo observaban cómo el chico amenazaba con lanzarse, con las piernas frágiles y la tierra dando vueltas.

La caída era de lo más realista. Podía sentir cada centímetro de cielo mientras se derrumbaba hacia de cemento con todos de testigos, aunque a nadie realmente le importaba. Y cuando tocaba suelo con la cabeza, todo se volvía oscuro y en menos de un segundo, despertaba y se quedaba en posición rígida, apenas pestañeando.

—¿A qué le temes realmente, Zack?

Giró su cabeza lentamente hacia su derecha y ahí en la cama estaba Natascha, con sus ojos lagrimosos. Se veía hermosa, con su cabello rubio platinado a medio amarrar y enmarañado, sus ojos somnolientos y sus labios sin pintar. Y al verla así tan triste, le daba rabia consigo mismo. Porque sabía que esa tristeza se debía a él y no podría perdonárselo nunca.

—¿Por qué estás conmigo? —preguntó él a su voz, con la típica voz ronca que uno tiene al despertar.

Ella se encogió de hombros.

—Te quiero. Ya está. —Respiró con fuerza —. Pero quiero saber a qué le tienes tanto miedo para que actúes tan a la defensiva siempre. ¿Qué ocurre?

Zack bufó. Se tomó un momento de silencio y para cuando volvió a hablar, ya tenía los ojos vidriosos.

—Tengo miedo de convertirme en mi padre —Se acercó a ella y le besó la frente con desesperación —. Perdóname por lo que te hice ayer, por favor.

Ella cerró sus ojos e hizo una mueca.

—No eres como tu padre, Zack. Tampoco como tu madre.

—No los conoces en persona.

—Pero sé que no son iguales a ti por lo que me has contado. Y a ti sí que te conozco —Le tomó sus manos, notando que estaba mucho más frío que de costumbre. Su piel casi dolía —. Ojalá pudiera cambiar la forma en la que te ves a ti mismo.

Se sentó entonces sobre la cama, escuchando el tráfico de la mañana y viendo como un poco de luz celestina entraba tímidamente a través de las persianas grises de la amplia, aunque vieja, habitación principal. La cegó un poco.

—Tengo que ir a trabajar —Lo miró y le alzó las cejas —. Y tú también.

Ambos trabajaban los sábados, aunque Zack solo hasta medio día, ya que solo se hacían reforzamientos los sábados a los alumnos que llevaban mal ciertas materias. Ella tenía jornada completa.

—Capaz almuerce con mi padre —Se colocó las zapatillas de dormir y se soltó el cabello —, luego cenaré con unas amigas. ¿Está bien?

Lo vio desorbitado. Todavía pensaba en eso.

—¿Zack?

No contestó. Estaba muy pálido.

Entonces, ella se recostó a horcajadas sobre él y le dio un tierno beso sobre los labios.

—Mientras yo esté aquí, nada puede hacerte daño. Ni siquiera una pesadilla.

Dicho esto, le sonrió y se levantó hacia el baño del pasillo, el único del piso, pero que tenía una ducha amplia y limpia. Cuando Zack escuchó que el agua corría, se acercó a la contestadora que descansaba sobre su velador de caoba y apretó un solo botón que dejaba escuchar todos los mensajes recibidos durante el día anterior y la noche.

«Hijo, hola, soy yo de nuevo. Espero que hayas tenido un buen día y... y... no sé, que te esté yendo bien en el trabajo. Sé que es lo mismo que te dije ayer, pero nunca recibo respuestas tuyas y tu abuelo poco me cuenta, por lo que solo puedo ser optimista. Eh... bueno, considera llamarme, ¿sí? Llevo 30 días sobrio ya. No sé si te importa, pero te lo digo de todas formas porque...».

Le pegó un puñetazo a la contestadora y ésta dejó de transmitir el mensaje. Estaba enrabiado y ni se fijó si lo había roto o no. No le importaba.

Abrió las cortinas y las ventanas. Comenzó a ventilar todo el departamento como si quisiera liberarlo de espíritus malignos. No quería pensar en James Prawel. Tampoco quería pensar en su madre, el novio mexicano de ésta y el hijo en común que tenían, Samuel, quien ya tenía unos nueve años y que no conocía en persona. Solo podía verlo en las patéticas y coloridas tarjetas que su madre le enviaba, prometiéndole una y otra vez que los visitaría, cuando eso jamás había ocurrido.

De una cosa estaba seguro. Su vida familiar seguía siendo una completa mierda y, aunque su terapista se lo repitiese mil veces, siempre pensaba que se convertiría como ellos. Después de todo, había sido criado por ellos. Había vivido por diecisiete años observando sus infidelidades, sus problemas con el alcohol, sus adicciones al dinero y el poder. ¿Por qué él tendría que ser diferente?

—Ya está listo el baño, para que te duches.

Se dio vuelta hacia ella cuando ya estaba en la cocina, sirviendo café y tostadas. Natascha solía vestirse y maquillarse encerrada en el baño justo después de ducharse, por lo que cuando se dio vuelta, ya venía trajeada con una americana café, el pelo amarrado en un tomate alto y sin cabellos rebeldes y el maquillaje colocado a la perfección. Conocía muy bien su rostro; angular y recto.

—¿Qué? —preguntó cuando notó que él se la había quedado mirando.

—Nada. Estás linda.

Ella sonrió, llevándose la taza el café a la boca.

—Siempre lo estoy. Incluso cuando visto pijama, ¿no?

Él frunció el entrecejo. Natascha era demasiado perfecta. No le gustaba compararla, porque después de todo, todos eran únicos en su clase, pero cuando comenzaba a temer por su futuro, podía ver a Natascha convertida en una copia de su madre. Era tan sencillo hacerlo, que le daba miedo.

Susan Prawel (o el apellido que usase ahora) era así, perfecta. Cuando a su padre le preguntaban qué le gustó de ella la primera vez que la vio, siempre respondía "¿no la estás viendo?". O al menos respondía eso cuando estaba enamorado. Su madre vestía las mejores prendas, llevaba peinados caros y se maquillaba como si fuese a una pasarela aunque solo fuese al supermercado.

Y Natascha era así, no solo porque le gustaba, sino porque podía darse esos lujos. Su padre era empresario también y trabajaba con el abuelo Prawel en Rusia. Ganaba mucho dinero. Y Natascha era hija única y no tenía madre. Había fallecido en un accidente de helicóptero cuando ella era niña. Nunca hablaba de eso.

—¿Y? ¿Te vas a duchar o no? —La rubia ya comía una manzana —. Pensé que querías que nos fuéramos juntos.

—No. Iré en la bicicleta a la escuela. Necesito aire fresco.

A ella no le resultó sospechoso y solo se encogió de hombros, caminando hacia la puerta.

—Bien. Llámame cuando salgas. ¡Y recuerda que hoy llegaré tarde porque cenaré con unas amigas del teatro!

Agarró su chaqueta y cuando abrió la puerta, se acordó.

—¡Oh! —Corrió hacia él y le pegó sus labios rojos a los suyos. Comenzó a reír cuando vio que había dejado huella —. Ups. Besos.

Y por fin se fue, haciendo resonar sus tacones contra el piso de cerámica hasta el ascensor. Zack suspiró.

No sabía si estaba siendo demasiado paranoico o quisquilloso, pero pequeñas cosas como esas, le hacían sugestionarse la cabeza. Si ya se le estaba casi olvidando darle un beso de despedida, ¿qué le esperaba en veinte años más?

Por eso no podía casarse con ella. No estaba seguro.

-xxx-

Pasaron tres días en los que Violet no comió, no se miró al espejo y ni siquiera estaba segura si había ido al baño. Se quedó en cama, en posición fetal, asegurándole a su madre que había terminado con Andrew y por eso se sentía fatal. No quería contarle a nadie que era VIH positivo, no porque fuese una enfermedad mortal, sino porque ni ella podía creérselo.

Entonces, en la tarde del tercer día, su madre irrumpió en su cuarto con cara de compungida, pero cariñosa. La última vez que la había visto así de mal fue cuando regresó a casa en el 2013, después del intercambio. No había entendido su comportamiento, hasta que su marido le habló de un chico. Una relación más o menos seria que se hizo pedazos por la distancia.

Nunca había sido buena conectándose en lo emocional con Violet, pero siempre iba a intentarlo.

—Vi, Andrew llamó. Quiere conversar contigo.

Violet, con los ojos hinchados y rojos de pena, hizo un puchero y se cubrió la cara con la almohada más cercana que tenía.

—No quiero verlo.

—Sé que no quieres, pero la forma más sana de terminar con un novio es hablando las cosas a la cara. Te sentirás más tranquila. Te lo digo por experiencia.

Entonces, su hija se sentó de golpe en la cama.

—¿Por qué me pasan estas cosas a mí? —lloriqueó —. Antes de irme a Australia pensé que Kiara era lo peor que me había podido pasar en la vida, pero ahora tengo una lista enorme de cosas que hacen mi vida miserable. ¿Por qué?

Su madre aplanó los labios y acercó su mano a una de las mejillas empapadas de su hija.

—Porque así es la vida. Pero tú eres una chiquilla fuerte, hermosa y valiente. Sabes enfrentar todas las adversidades que te depara el destino, y sabrás enfrentar ésta. Te lo prometo.

—Soy un manojo de problemas, mamá. Qué va.

Ella sonrió.

—Eres un manojo de risas y trenzas —Logró hacer sonreír a su hija —. Y volverás a sonreír como si fuera el fin del mundo cuando le pongas fin a lo que te hace daño. Y si Andrew te está haciendo daño ahora, lo mejor es cortar con él de la forma más sana y respetuosa que existe: A los ojos.

Se miraron una a la otra cuando Margaret Henley pronunció estas últimas palabras. Como su hija no fue capaz de decir nada, a ella se le ocurrió una brillante idea.

—Mira. Ve al mercado que queda a cinco cuadras y cómprame una lechuga, apio, tomates y limones. Sé que Andrew está allí. Así se encuentran de una forma casual y no se tensan tanto, ¿te parece?

—¿Por qué Andrew está allí?

Sabía que Andrew vivía con su madre soltera en silla de ruedas (debido a una artrosis severa a sus ya sesenta años) y que él se encargaba de todas las compras, pero vivía lejos y era a veces demasiado pudiente como para ir a su barrio en Boise a comprar legumbres en un mercado feo al aire libre.

—Porque él me lo ha dicho. Andaba por el barrio con el propósito de encontrarse casualmente contigo.

Besó su mejilla después de que ella asintiera.

—Y arréglate un poquito. Que él vea lo que se está perdiendo.

Violet sonrió cuando su mamá rio para sí misma y le guiñó un ojo. Sin embargo, cuando salió al corredor y cerró la puerta tras ella, nuevas lágrimas cayeron por su rostro. Se sentía pésimo y además estaba siendo una mentirosa descarada con sus propios padres y novio. Pero simplemente no se sentía capaz de decirles. Sentía que nunca más la mirarían de la misma forma. Pasaría de ser una chica sencilla de Boise a ser la chica con VIH del barrio. Las madres alejarían a sus hijos de ella y seguramente las mafias la buscarían para pegarle. Oh, qué mundo cruel y ruin la rodeaba.

Salió a eso de las siete de la tarde cuando ya casi no había sol. Aun así, el mercadillo al aire libre que se encontraba a cinco cuadras de su casa estaba repleto de familias que no solo iban a comprar suplementos para su cocina. También había espectáculos acrobáticos, música, bailes, entre muchas otras cosas que llamaban la atención de cualquier transeúnte.

Pensó que se toparía con Andrew enseguida, pero ya había comprado todo lo que su madre le había ordenado llevar y todavía no lo veía.

Se paró de puntillas sobre el barro y dio vueltas como estúpida, quedándose innecesariamente mirando a un terrible mimo que los niños aplaudían, hasta que ya comenzaron a encenderse las farolas y se aburrió de esperar.

Iba saliendo de la muchedumbre sin esperanzas, cuando entonces un pelirrojo se bajó de un viejo auto del siglo pasado y la llamó.

—¡Violet!

Ella se petrificó al sentir la puerta de mental chirrear. Su auto fantasma daba más miedo que todas sus pesadillas juntas. Y su cara de pocos amigos al acercarse también.

—¿Me vas a explicar?

Ella intentó hacerse la graciosa. Intentó volver a ser como ella era. Por ello, apuntó la lechuga:

—Vine por lechuga. Para hacer una ensalada... de lechuga.

Arrugó la nariz, sintiéndose patética.

—¿Me crees tonto o qué?

—¿Qué? ¡No!

—¿Te estás burlando de mí?

—No. En realidad me estaba burlando de mí misma para no sentirme tan tensa.

La explicación no valió la pena. Él seguía malhumorado.

—¿Qué clase de juego estás jugando, eh? —Estaba muy molesto —. Hace semanas que estás rara y ahora en estos tres días me has ignorado completamente sin razón alguna. ¿Qué te pasa? Tuve que llamar a tu madre para comprobar que no te estuvieses pegado un tiro.

Ella apretó entre sus manos la lechuga, la única verdura que no llevaba dentro de la bolsa que colgaba de su muñeca.

Ante su silencio, Andrew se mostró desesperado.

—Tú... ¿qué? ¿Ya no confías en mí?

—No es eso...

—¿Ya no me amas?

Los ojos grises de Violet se posaron en los de él. Quiso decirle que lo amaba, pero sus labios resecos temblaron y solo fue capaz de suspirar.

—Quería conversar contigo, Andy.

—Ah, ¿así que es eso? ¿Quieres terminar? —Se llevó las manos a su cabello rizado y pateó el piso —. ¡Vamos, Violet! Te conozco desde que teníamos trece años. Fuiste mi primer beso, mi primera novia. Eres la persona que me hizo creer que yo no soy solo un chico que vive en un callejón sin salida con una madre enferma y...

Comenzó a llorar.

—¡Yo te amo!

Violet miró a su alrededor y sintió las lágrimas caer por su rostro.

—No llevamos mucho siendo novios formales, ¿qué hice...?

—¡No es eso, Andrew! —Lo calló cuando él volvió a quejarse —. ¿Podemos hablar en tu auto? Por favor. La gente está mirando y sabes que odio las miradas psicópatas.

La mirada de Andrew tembló. Ella se veía igual de desesperada por hablar y la gente ya estaba con ojos saltones llenos de curiosidad hacia ellos, por lo que asintió torpemente y, con el andar de un pingüino, caminó hacia su auto desgastado de pintura y chirriante, lo abrió, y ambos entraron, justo cuando el cielo se nublaba y se oscurecía por completo.

Dentro del carro, el ambiente no cambió. Se escuchaban sus respiraciones agitadas mientras ambos miraban al frente. No fue hasta que comenzó a llover débilmente, que Andrew se giró hacia ella, remojó sus labios con la lengua y trató de que le hablase.

—Ya, dime. Estoy desesperado. Necesito saber qué te pasa y qué puedo hacer para solucionarlo.

Ella trató de no ponerse nerviosa.

—No es sobre ti.

—¿Y qué quieres que piense? Si toda nuestra relación ha sido sobre ti. Tus ideales, tus sueños rotos, tu pasado, tu salud. Todo. ¿Cuándo hemos hablado sobre mí?

Sintió rabia en ese minuto. Estuvo a punto de decirle que quizá su vida era más interesante que la suya, pero se contuvo.

—¿Podemos dejar de pelear? Tengo algo que decirte.

Tragó saliva cuando un flashback se apoderó de su cabeza. Unas voces nerviosas, una escalera oscura y un beso. Sacudió su cabeza y se afirmó una trenza.

—Es serio...

—Mira, si vas a empezar a hablar del columpio de tu abuelo y qué tan importante es para ti otra vez, juro que me iré volando a...

—Soy positivo.

Había alzado la voz, pero no lo había mirado. Solo lo dijo. Si Andrew realmente la amaba, lo iba a entender. Sería el primero en no juzgarla.

—¿Qué?

Violet volvió a sollozar como lo había hecho durante tres días. Sentía tanto dolor que creía que le daría un ataque. Había llorado tanto que se estaba quedando seca de lágrimas.

—Lo que te dije. Fui a recoger los exámenes del otro día. Soy VIH positivo —Posó sus manos con fuerza sobre sus muslos —. Creo que me contagié... cuando estuve en la fiesta esa... donde me reencontré con Kiara.

Apretó los ojos.

—Bebí mucho y yo... no recuerdo qué pasó.

Sus padres ya sabían sobre ese episodio y también Andrew, aunque habían hecho una especie de pacto invisible de no volver a mencionarlo por lo doloroso que era.

—Es la única ocasión... No puede ser otra. Tendré que... hablar con el médico, no sé.

—¿Me contagiaste de VIH?

Entonces, por fin lo miró a los ojos, anonadada. Estaba entre furioso y asqueado y ella no hallaba qué hacer con las manos.

—No, no. ¡No! Nosotros nunca... ¡Yo no sabía!

—El VIH es contagioso hasta por saliva, Violet.

—Eso no lo sabes.

—Creo que sé más que tú.

—No te las des de médico.

—Y tú no te las des de lista. ¡Sabes que es una enfermedad sin cura! Es repudiable.

—¿Disculpa? No sabré de tantas cosas, pero sé que esto tiene un tratamiento. No sabes de lo que hablas.

—¡Lo que sí sé es que eres una maldita irresponsable!

Ella tembló en el asiento agujereado cuando él le gritó. Nunca le había gritado antes.

—¿Qué...?

Él le pegó al manubrio y apretó los dientes.

—¡Lo sabes bien! ¡Estas son solo las consecuencias de los actos de una pendeja malcriada y depresiva que se emborrachó en una fiesta llorando por un tipo del otro lado del mundo al que le vales mierda!

Ella apretó la lechuga entre sus manos sudadas y frías.

—Andrew, yo...

—Voy a ir a hacerme los exámenes. Voy a ir mañana mismo —Giró otra vez su cara pecosa hacia ella, sin un ápice de comprensión —. Y te juro que si sale positivo para mí... te buscaré hasta el fin del mundo si es necesario y te destruiré.

—¡¿Qué?! —Enderezó la espalda y apretó los puños —. ¡No puedes amenazarme así! ¿Quién mierda te crees?

—Bájate del auto.

—No lo haré hasta que...

—¡BÁJATE DEL AUTO, MIERDA!

Ella se quedó congelada. Comenzó a llorar sin darse cuenta.

—Bájate antes de que haga algo de lo que me arrepienta —La miró a su lado de pies a cabeza; cómo no se movía —. ¡Bájate!

Entonces sintió una electricidad a través de su venas y asintió. Con sus manos trémulas, abrió la puerta y se bajó temblando del auto, apenas acordándose que llevaba bolsas de comida. Se le cayó la lechuga al barro y ella solo pudo arrodillarse y quedarse así en el camino. No tenía fuerzas.

—¡Espera sentada a mis resultados, perra sucia! —le gritó cuando se hincó para cerrar su puerta y acelerar a toda velocidad por la calle adoquinada, dejándola abandonada junto a un mercadillo ya cerrado.

-xxx-

Zack estaba hincado junto a uno de sus alumnos que llevaba mal matemática. Hacía clases de reforzamiento los sábados para chicos de quinto año de primaria y Anton era uno de ellos.

—Cuando dos fracciones con el mismo denominador se suman... ¿qué pasa, Anton?

El niño rubio de pecas se agarraba la cabeza como si le fuera a explotar.

—No sé, ¿qué es el denominador?

Zack apuntó el número de debajo de la fracción.

—Mira, son iguales. ¿Qué pasa allí?

Se encogió de hombros.

—Vamos, yo sé que puedes —Buscó su mirada —. Tienes que aprender fracciones para saber cortar tu pastel de cumpleaños en partes iguales.

El niño frunció las cejas hacia él.

—Y tu cumpleaños es en dos semanas, ¿verdad?

—¿Cómo sabe usted eso, señor Prawel?

—Porque gracias a la matemática puedo calcular qué edad tienes y cuándo es tu próximo cumpleaños —le mintió, ya que sabía su cumpleaños gracias al libro de clases. Sin embargo, lo había maravillado y eso era lo que esperaba —. Eso lo aprenderás cuando seas más grande. Pero nunca lo entenderás si no aprendes fracciones, verdad?

El niño asintió. Zack se sonrió, se levantó y revolvió su cabello.

—Tú puedes, Anton.

Iba a seguir paseándose para ver cómo iban los otros alumnos, pero el director apareció en la puerta.

—Zack —Cuando levantó la mirada hacia él le hizo una seña con las manos como si llamara un perro —. Tienes una llamada.

Frunció el ceño y se acercó a la puerta para hablar en voz baja.

—¿Quién es?

—Dice llamarse James Prawel, ¿lo conoces?

A Zack se le vino el mundo encima. Palideció y abrió los ojos como platos. ¿Cómo había logrado averiguar donde trabajaba otra vez? Había cambiado ya cinco veces de escuela con tal de arrancar de sus llamados.

—Dile que no trabajo aquí ya.

—Pero...

—Hágame el favor —le rogó, caminando devuelta al centro del aula y haciendo como que ayudaba a otro de sus alumnos a entender fracciones.

Cuando volvió a levantar la vista, el director ya se había ido con el recado.

No entendía por qué su padre lo buscaba así. Llevaba diez años dejándole claro que no quería ningún tipo de contacto con nadie que hubiese conocido en Canberra. Así lo hizo con todos los llamados de ex compañeros, familiares, docentes de Southern Cross, etcétera. No quería saber nada sobre su vida allá. Incluso evitaba usar el inglés.

Cuando llegó a casa y se acordó que Natascha no estaría, se tomó tiempo de arreglar él mismo la contestadora, limpiarla y dejarla tal como estaba para que ella no empezara con sus preguntas.

A la hora, sonó la alarma y se tomó las últimas pastillas del día para el tratamiento de bipolaridad. Cumplía solo porque tenía la esperanza de que todo iba a ser perfecto a futuro.

Se duchó y trató de pensar en mil cosas, solo para no dejarse llevar por el silencio y lo sombrío que era el departamento de noche, para así no terminar como la última vez que le dio un episodio. No había sido hace mucho y Natascha fue quien sufrió más las consecuencias. Zack se había vuelto histérico a raíz de un mal día laboral y terminó rompiendo cosas y casi perdiendo la conciencia tras un ataque de pánico.

Solo fue posible calmarlo después de que Natascha se le ocurriera abrazarlo con fuerza y meterlo con todas sus fuerzas a una tina de agua tibia, donde él se abrazó a sí mismo y repitió por horas la misma frase: "¿qué hice mal?".

Fue la única vez que Natascha lo vio teniendo un episodio. Creyó que arrancaría, pero ella prometió que solo sería una piedra en el camino y que estaría allí para él, aunque a veces dudaba de la veracidad de ello. Natascha era actriz después de todo. Podía poner una sonrisa a pesar de que todo fuese un desastre y le saldría natural.

Y también a veces llegaba a sentir que ella solo se quedaba con él para vivir un romance de película. De esas donde el amor triunfa sobre todo, incluso la salud mental.

Pero él sabía que esos eran cuentos y que esto era la vida real. Y también sabía que le gustaba estar solo en ese departamento viejo y agrietado, no soo porque podía profundizar en esos sentimientos confusos, sino porque también podía sacar una foto que tenía doblada cuidadosamente al interior de una cruz de plata que llevaba siempre al pecho.

No sabía si era tan creyente como antes, pero sabía que prefería llevarla puesta antes de todo, no solo porque así se sentía acompañado por Dios, sino porque la foto doblada en forma de cilindro que la cruz guardaba en su interior, significaba todo para él.

Era una foto que él y Violet se habían sacado cuando estaban de novios en Australia. Estaban en un parque, en una de sus tantas citas. Ella peinada con trenzas y riendo. Él al lado, patéticamente serio y con unos ojos deprimentes que le dieron ganas de romper la foto en mil pedazos, acordándose de lo egoísta que fue con ella. Ella no merecía tal tristeza en su vida.

Pero era demasiado buena para el mundo y sin ella, sabía que él no estaría contando la misma historia dos veces.

Guardó la foto con cuidado y se colgó cuidadosamente la cruz al cuello de nuevo. Miró el techo oscuro. Adentro estaba silencioso y oscuro. Afuera había tráfico y los postes destellaban. La nieve dorada caía.

A veces se preguntaba si, de alguna forma, sus caminos se volviesen a encontrar... ¿cómo respondería él?

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