C i n c o

Como su trabajo solo consistía en la actualidad en hacer cuadros y vendérselo a abuelitos ingenuos en la calle, Violet tenía un montón de tiempo libre en el que podía simplemente quedarse encerrada con la computadora encendida, esperando a que algún anuncio milagroso de Google le cambiase los panoramas. Algo así como un virus.

Lo malo es que no había obtenido un virus de computadora, sino uno real, del que no tenía idea sobre. No sabía qué hacer.

Después de que Andrew la rechazara con asco y le terminara en medio de gritos e insultos, el pánico se adueñó de ella y no fue ni siquiera capaz de mencionárselo a sus padres. Ya había sido vergonzoso y hasta un poco humillante haber tenido que contarle a sus padres cuarenta y ocho horas después del episodio, más o menos lo que creía que había ocurrido. Y ella misma decía "creía" porque realmente recordaba poco o nada de lo sucedido en aquella fiesta. Recordaba que había sido en casa de uno de esos chicos populares del colegio de varones que se encontraba a pocas cuadras del suyo. Había vuelto de un intercambio a Sudáfrica y se había armado senda fiesta ya que sus padres no estaban. Y además todos mostraban interés en él por su vida en el continente africano y él, por supuesto, estaba disponible para contar todas sus anécdotas.

Ella, en cambio, no había gozado de esa popularidad cuando había regresado a Boise. El interés de sus compañeras duró unas dos semanas, hasta que volvieron a recordar lo aburrida y rara que les parecía la niña de trenzas rubias y cabellos desordenados.

Todo seguía igual en ese colegio a como era cuando se fue a Canberra. Jenny y Kiara seguían siendo amigas y para la fiesta del chico de intercambio, cuando ya estaban todos estudiando en la universidad (algo así como un reencuentro forzado), en un día de verano asquerosamente caluroso, ellas seguían juntas, auto llamándose 'mejores amigas', fuerte y claro, como si quisieran hacerle saber a Violet Henley a la fuerza que la amistad con su mejor amiga de infancia se había roto para siempre y que ahora la mejor amiga de la pelirroja de cabello corto, no era nadie más ni menos, que su enemistad de toda la vida: Jennifer.

Estaba enojada esa noche. Enojada porque todos habían logrado entrar a la universidad a estudiar cosas que les daría un buen sueldo y podrían salir de esa monótona ciudad apenas terminasen, no como ella, que había decepcionado a su madre enseguida cuando le dijo que estudiaría artes. Estaba también enojada porque no tenía amigos verdaderos y se la pasaba todo el verano leyendo libros mientras se balanceaba en la casa abandonada de su abuelo. Enojada porque él no había querido seguir en contacto. ¡Todo le salía mal! ¿Por qué mierda hasta él no quería tenerla cerca? ¿Acaso era ella el problema?

Bebió mucho. No era la única bebiendo, pero sí fue la única mujer en beber una sidra fuerte, que la dejó caminando a tropezones y risotadas en el parque oscuro y mal fumigado que quedaba cruzando la calle de la casa del chico sudafricano, en un momento de la madrugada en el que a todos les dio la gana de ir a tomar aire fresco.

Recordó que se apoyó contra un tronco de árbol, sin ver nada por la falta de iluminación de postes, mientras bebía y bebía sidra, escupía saliva a la tierra al sentir ganas de vomitar, y fumaba un porro que había traído un chico de cabello largo metalero, que no dejaba de mirarle las piernas y decirle que encontraba linda su falda. La verdad es que todos encontraron linda su falda escocesa verde.

Recordaba haberse sentido infinita mientras arqueaba el cuello hacia atrás para mirar las constelaciones, mientras el parque tambaleaba con dulzura y ella bailaba con los brazos abiertos de par en par, dando bandazos. Recordaba sentirse la dueña del universo. Incluso se quitó sus zapatos y los arrojó hacia unos matorrales. Los perdió esa misma noche.

Pasó quizás menos de veinte minutos antes de darse cuenta que estaba arrodillada en el piso, siendo la única chica allí, rodeada de hombres. Hasta Jenny se había marchado a casa.

Su padre la encontró a la mañana siguiente, una hora después del amanecer. Lo único que le dijo es que se sintió aliviado al ver que dormía acurrucada contra el césped. Él mismo le limpió con un pañuelo desechable sus mejillas, pues había llorado y el rímel se había corrido, pintándole la piel de negro acuarela.

No le gritó ni la culpó. La arropó y se la llevó en brazos a la casa que, extrañamente, no estaba muy lejos de allí. Les contó lo que recordaba dos días después, pero jamás hizo la denuncia porque no había a quien denunciar. No recordaba nada más.

Solo había aprendido a evadir esa calle hasta el día de hoy.

-xxx-

Zack recordaba a la perfección el día en que fue consciente de que le gustaba Violet Henley.

Comenzó de a poco y al principio no se daba cuenta o trataba de evitar pensamientos sobre ella pues sabía lo arduo que sería estrechar lazos afectivos con una persona sana, mientras él era un completo desastre. Tal vez Violet no lo entendía en ese entonces, y tal vez todavía no lo entendiese, pero el romper lazos con ella fue una decisión complicada que tomó con el único propósito de cuidarlos a ambos. En ese entonces ambos eran unos muchachos jóvenes e inmaduros y no quería que Violet pensase que tener una pareja enferma significaba que ella tenía que volverse su psicólogo.

No, ella no era su Lexapro, ni su psiquiatra, ni su familia. No tenía por qué convertirse en eso. Una pareja puede apoyarte, es cierto, pero él estaba tan mal, tan oscuro, que hubiese sido imposible no dañarla.

Así que después de llorar por horas, tomó la decisión más complicada de su vida: Perderla para sanarse.

Ya habían pasado diez años desde entonces y cuando se miraba al espejo, veía los cambios, pero también veía nuevos problemas. Porque, si se encontrase con ella, ¿la dejaría volver a estar con él ahora que sufría bipolaridad?

Comenzó a rascarse el brazo producto de la ansiedad que venía de la mano con su enfermedad y las consecuencias de su vida pasada. Comenzó a caminar de un lado a otro del apartamento, mordiéndose las uñas y castañeando los dientes, pensando y pensando.

Su vida en Rusia era algo solitaria y, a pesar de tener una novia y un trabajo estable y con buenas amistades, sentía que su día a día estaba siempre cubierta de una fina capa de tristeza, influyendo en todas sus acciones diarias.

Pegó la frente en la pared más cercana que encontró en la sala de estar, en un inútil intento de disminuir la sensación de fiebre. Recordaba que cuando era pequeño, sus padres nunca le dieron importancia a los sentimientos y la salud mental. Cuando su madre decía que se sentía mal o triste, su padre decía que era parte de su loquera, mientras que cuando su padre se sentía mal, su madre decía que buscaba llamar la atención.

Por eso, y muchas otras razones, comenzó a callar hasta volverse un ser inanimado que sufría internamente y se comía todas sus opiniones. Por eso le gustó Violet. Ella era tan radiante y feliz que era imposible no mirarla y preguntarse cómo lo había conseguido. Comenzó a mirarla tanto que de repente ya le gustaba. Se dio cuenta en una de sus tantas clases en Adellia's. Era perfecto. Ella era sol y él luna.

Pero la luna tiene un lado oscuro sin descubrir y cuando Violet comenzó a adentrarse en ese mundo sin investigar, él entró en pánico. La dañó y huyó.

Golpeó su cabeza contra la pared y luego su puño. Qué persona más mala era. ¡¿Por qué...?!

Entonces sonó la alarma de su celular. Bufó violentamente y caminó torpemente hasta la cocina. Las manos le temblaban y sudaban frío, pero pudo sacar dos pastillas y metérselas a su boca sedienta. Se las tragó con agua de la llave.

Con una expresión decidida y lúgubre, tomó su chaquetón marrón y salió a las frías calles de Moscú, primero sin rumbo alguno, y luego hacia el departamento de Ilya. Estaba con la cara reluciente de sudor y tenía unas ganas enormes de emborracharse hasta borrar todas sus memorias, pero sabía que por el tratamiento médico, no podía. Tenía que vencer esos pensamientos y dejar que el sentido común lo guiara. Podía hacerlo.

Llegó una hora más tarde después de usar el metro, algo que había evitado muchos años por sentirse sin aire cada vez que bajaba las escaleras. Pero se sintió orgulloso después de lograrlo. Incluso subió su ánimo y llegó un poco más despierto a la puerta blanca de Ilya con el número 23, la cual tocó con sus nudillos y un minuto después estaba dentro.

Ilya acababa de salir de la ducha y ya tenía la ropa de dormir puesta. Le ofreció té y se sentó frente a él en su pequeña sala de estar, aunque todo estaba mucho más ordenado e iluminado que su apartamento con Natascha.

—Luces fatal. ¿Puedo preguntar qué sucedió? —Lo estudió de pies a cabeza —. ¿Dónde está Natascha?

Preguntaba por ella como si fuese su enfermera personal. Odiaba eso.

—Es ella.

Y su mejor amigo supo enseguida a quien se refería.

—Oh. Ella. ¿La has visto?

Zack negó y comenzó a llorar de repente, enrabiado. Había tantas cosas que quería hacer, pero se sentía atrapado de pies y manos. ¿Qué podía hacer?

—No. Por supuesto que no.

—¿Ha llamado?

—¿Por qué llamaría? Debe odiarme. Y además no tiene mi número.

Ilya asintió, sacando conclusiones apresuradas como siempre:

—Sin olvidar que la comunicación entre Estados Unidos y Rusia es nula... literalmente te gusta alguien del territorio enemigo.

—Ilya.

—Es en serio. ¿Cuándo piensas contárselo a Natascha? No puedes seguir engañándola así, amigo. Y tú tienes que ser feliz.

Zack se levantó con una mano en la frente y comenzó a caminar de una esquina a otra, nervioso y agitado.

—¿Y qué puedo hacer? Tengo una lista de cosas que resolver primero. Mi padre, por ejemplo. No deja de llamarme desde que por fin lleva como un mes sobrio. Y mi mamá seguro me manda una carta de Navidad con la cara de mi medio hermano en primera plana. Y... Violet seguramente no quiere saber nada de mí. Tiene veintiséis años. Seguramente es una chica que maduró y se dio cuenta que yo fui un egoísta de mierda.

—No puedes culparte toda tu vida, Zack. Estabas mal psicológicamente. Pero no por eso te vas a culpar hasta la vejez. No eras tú.

Zack volvió a dejarse caer en el sillón como si fuera un saco de papas. Se mordía una uña.

—¿Y si ahora tampoco lo soy?

—Nunca lo sabrás. Tienes que ir a verla. Verla y que te diga en tu cara que no está ni ahí contigo.

Las lágrimas comenzaron a recorrerle sus pálidas mejillas sin cesar. Comenzó a negar y a negar y a respirar violentamente como si estuviera a puertas de sufrir un ataque de pánico.

—Yo... Yo... no podría... Dolería mucho... Ilya.

Su amigo aplanó los labios y rápidamente se hincó frente a él.

—Eh, respira. Toma aire, Zack —Éste lo hizo y cerró lentamente los ojos para tranquilizarse —. Eso.

Le sobó una pierna mientras decía:

—Nada en este mundo podrá responder esas preguntas más que ella y tú. Y si de verdad crees que amas a esa chica estadounidense, vas a tener que ser valiente y decirle a Natascha que esto se acabó y a tu padre que se vaya a la chingada. Obvio si es lo que quieres.

Zack sonrió, pasándose el dorso de la mano por debajo de los ojos.

—Pero Boise es muy grande, Ilya. ¿Cómo voy a encontrarla?

Ilya le dio dos palmadas en su hombro izquierdo, como si no fuese tan complicado como sonase.

—Podrás descubrir una forma.

-xxx-

Violet había estado bastante rato sentada junto al alfeizar de su ventana, mirando la calle sin salida y sintiendo las aves cantar desde el tendido eléctrico o los árboles frondosos. Respiró profundo y observó su cuarto, desordenado como de costumbre.

Había observado un video en YouTube hace unos días de un muchacho mexicano (que afortunadamente le había puesto subtítulos en inglés a su video), y que explicaba detalladamente como había sido su proceso de aceptación desde que le había salido positivo su examen de VIH. A diferencia de ella, él había sido engañado por su pareja y lo había contagiado, algo que le removió los intestinos por un momento porque recordó las amenazas de Andrew. No sabía nada del y de sus exámenes, pero por el bien de ambos, esperaba que arrojaran negativo.

Lo sorprendente del video, es que el chico explicaba cosas de las cuales ella era completamente ignorante. Podía llevar una vida normal y, dado que había comenzado su tratamiento temprano, ahora ni siquiera contagiaba a los demás. Era increíble.

Haberlo visto le dio el suficiente coraje para volver a la consulta del mismo médico al que dejó hablando solo el día que se enteró, pero esta vez más segura y con un solo propósito: Pedir tratamiento.

No era barato, así que tarde o temprano sus padres se darían cuenta de sus gastos millonarios, pero tenía que hacerlo si quería tener la suerte de ese chico. Quería vivir una vida lo más normal posible. No quería ser aislada por los demás como si tuviese una pandemia o algo parecido. La soledad no era una opción.

—Admiro tu valentía, Violet. Saldremos de esta juntos. Te lo prometo —Le había dicho el doctor, luego de darle un buen diagnóstico si es que era ordenada con su tratamiento, a lo que ella contestó que lo sería. No le quedaba de otra.

Cuando llegó a casa esa tarde, escondió las pastillas debajo de los almohadones de su cama, recordándose que haría la cama y ordenaría para que su madre no tuviese la necesidad de entrar, ordenar y encontrar el pote de casualidad. Eso no podía pasar por ningún motivo.

Así entonces, después de divagar con imágenes creadas en su cabeza de una Violet pequeña correteando en la calle como si la vida fuera realmente una sola, se levantó decidida, se colocó los auriculares, y comenzó a limpiar.

Caja por caja, fue ordenándolas para hacer donaciones de ropa y objetos que ya no utilizase. Sus padres, cuando se dieron cuenta, se miraron a los ojos y se encogieron de hombros, como si se preguntasen qué bicho le picó.

Pero no interfirieron. Nadie interfirió en toda la tarde. Solo una caja lo hizo.

Mientras ordenaba sus cajas de zapatos, abriéndolas para ver qué zapatos regalaría y cuales se quedaría, se percató, al abrir una de ellas, que no era una caja de zapatos convencional, sino que estaba llena de chucherías de Australia.

Se dejó caer en el piso después de prender la luz de su velador para darle una mejor visión y estudió el interior. Primero estaba sorprendida, luego comenzó a reír al ver cosas como su koala de juguete, algunas pruebas del colegio, pulseras de amistad con Diana Miller, entre otras cosas. Hasta que apareció una carta. Y no tuvo ni que abrirla para saber de quién era. La había dejado allí, un poco arrugada y húmeda por las lágrimas que derramó sobre ella cuando la leyó en el columpio que él construyó para ella en el patio trasero del colegio.

—Don't forget to fly —repitió en un susurro en voz alta, girándose entonces a su computadora.

La ventana seguía abierta y una brisa helada entraba a su cuarto. Afuera era de noche y los grillos tocaban baladas. Era la noche perfecta para pensar en el pasado.

Se levantó con la carta en la mano y se sentó frente a su escritorio, encendiendo la pantalla de su vieja computadora, sin saber muy bien qué estaba haciendo.

—¿Podría ser que...?

Tecleó rápidamente y se metió a Facebook. No usaba esa red social hace años, porque le había aburrido, pero sabía que era la aplicación perfecta para encontrar gente que uno no veía hace años. ¿Cómo no se le había ocurrido?

Escribió su nombre en el buscador entonces.

"Zack James Prawel".

Nada. Estuvo navegando por una hora a través de Facebook, Instagram y Twitter. Incluso ocupó LinkedIn. Era como si hubiese sido tragado por la Tierra. Casi ni habían resultados porque el apellido de él también era muy poco común.

Creyó que estaba perdida y que la carta tendría que volver a su caja llena de polvo cuando se acordó de algo.

—Rusia —dijo para ella misma.

Abrió aún más los ojos.

—¡Rusia!

Bajó las escaleras corriendo y buscó a su padre por todos lados hasta que dio rápidamente con él en el comedor.

—¡Papá! —Este se dio vuelta y se asustó un poco de verla agitada —. ¡Una vez dijiste que China tenía una interfaz distinta al mundo occidental! ¡¿Te acuerdas?!

Se quitó los lentes cuadrados que usaba para leer sus libros en la noche. Lucía confundido.

—Sí, así es. ¿Por qué?

—Entonces, allá no hay Facebook, ¿verdad?

—Técnicamente, no. Tienen aplicaciones parecidas pero que se utilizan allá no más. ¿Por qué tanta curiosidad, hija? Tu euforia me asusta a veces. Vas a despertar a tu abuelo.

Ella se acercó más a él.

—¡¿Puede que Rusia sea lo mismo?!

—¿Rusia?

—Dijiste que Rusia seguía siendo un país conservador y hermético. ¿Pueden tener sus propias redes sociales también?

—Sí. Efectivamente las tienen.

Ella entonces golpeó la mesa, asustándolo de golpe. Ella comenzó a chillar y a saltar en un pie. Su madre llegó al poco rato, totalmente histérica por la bulla.

—¿Por qué tanto...? —Se quedó un poco anonadada al ver que el origen de los gritos fuese su hija —. ¿Violet? ¿Qué pasa? Despertarás a tu abuelo con el alboroto.

—¡Oh, mamita! ¡Es que es fantástico! Papá... él... ¡Me ha salvado la vida!

Se acercó a su padre y le dio un fuerte beso en su mejilla. Luego pegó tres brincos y le dio uno igual a su madre, para acto seguido correr escaleras arriba a su pieza, sin notar que sus padres se miraron extrañados, susurrándose entre ellos que qué había pasado.

—Pensaba que estaba triste. ¿No había terminado con Andrew? —había preguntado su padre, hasta sin ganas de seguir leyendo.

Violet llegó arriba, agitada y totalmente desorbitada, casi pasando de largo cuando lanzó su trasero a la silla. Buscó en Google entonces "Facebook ruso", con la ansiedad a flor de piel. Tenía los vellos de sus brazos crispados ya. La respuesta salió en dos segundos: VKontakte.

Respiró por la boca con el corazón a mil por hora. Sus mejillas se enrojecieron y asintió con la cabeza, poniendo sus datos en el perfil, creándose una cuenta a la rápida y eligiendo cualquier foto actual para ponerla de perfil, para que él comprobara que era ella.

—Vamos, vamos. Esto tiene que salir bien, Violet. No todo es malo.

Tecleó y apretó el buscador. Sus manos temblaron contra las teclas y respiró profundo. Tenía que salir bien. Tenía que salir bien.

"Zack James Prawel".

Y ahí estaba. El primero en la lista. Con un perfil modesto con poca información. Era profesor de matemática en un colegio de nombre raro en Moscú. No estaba casado. Tenía veintisiete años.

Y estaba igual de lindo a como lo recordaba.

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