Capítulo 2
El mar: caprichoso, dador de vida y muerte, infinito. Siempre lo pensó a través de sus esmeraldas magníficas. El implacable viento movía sus añiles hebras sin interrumpir su visibilidad. Relajaba su sentimiento de recuerdos dolorosos por separarse de su familia y, aún así, los recordaba provocando una terrible sensación de soledad. Si tan sólo no hubiera pasado aquél accidente... seguramente le hubiera dicho a la persona más importante de su vida que no podría vivir sin ella...
Sentado entre la escarpada sima, notaba que él no era nada sin esa persona. Su pasado estaba lleno de incertidumbre y miedo. Había sido rescatado por la Fundación Solo cuando su cuerpo yacía en la playa de la institución en Cabo Sunión. Pasó los años en compañía de su mejor amigo, Sorrento mientras que la familia encargada buscaba el paradero de su gemelo. A pesar de haber cumplido los dieciocho años de edad, le dejaron quedarse y trabajar para los Solo como guardaespaldas. Pronto, el líder de la familia murió dejando como cabeza a Julián Solo, el único hijo del que estuvo al pendiente de su protección...
Una blanca mano lo alejó de sus pensamientos causando que el dueño del hombro volteara con creciente curiosidad. Al toparse con dos brillantes amatistas por orbes, sonrió y fijó su vista en las profundas aguas saladas. El nuevo acompañante permitió que el silencio se apoderara de los dos y sentándose junto al peliazul, llevó sus largos dedos al bolsillo del pantalón. De él, extrajo una pequeña flauta para tocarla suave y dulce con el aire de sus pulmones.
―Deja eso y dilo rápido. ―El fastidio se hizo presente en su timbre de voz. Tenía ese mal hábito de retrasar una noticia y ya no podía esperar a que su amigo terminara la melodía. Éste, asombrado por la clara exasperación del otro, se detuvo en seco y bajó lentamente el instrumento para suspirar hondo.
―El señor Julián acaba de recibir información sobre el paradero de tu hermano. Está en Atenas. ―Le tendió una pequeña nota que el gemelo tomó con desgano. ―Aquí está la dirección que solicitaste.
―Bien. ―contestó tajante guardando la hoja de papel en la bolsa de su abierta camisa que mostraba su esculpido, cicatrizado y moreno abdomen.
― ¿Por qué no dejas que te acompañe? ―Inquirió temeroso.
―No. Debo encontrarlo yo solo...
―Sabes que el señor Julián no te dejará solo en esto... ―Probó con piedad, pero el peliazul se levantó de súbito y echó a los hombros una pequeña bolsa de tela antes de caminar en dirección opuesta al océano. Mas, para sorpresa de su camarada, giró sobre sus talones y le regaló una de sus atesoradas sonrisas para hacer un gesto de despedida con la mano gritándole:
― ¡Sorrento, dile al señor Julián que le agradeceré infinitamente todo lo que su familia ha hecho por mí!
― ¡Espera, Kanon! ―Exclamó el aludido corriendo hacia él y sacó un rollo de billetes del otro bolsillo del pantalón arrojándoselo al gemelo. ―Toma. Yo sé que es muy poco, pero te servirá para algo de comida y hospedaje. ―Palmeó su hombro y asintió dejándolo ir sobre la rocosa playa...
***
La pared fue elemental testigo del estallido furioso. Diversas copas de cristal cortado cayeron, producto de la gravedad, hechas pedazos debido al inesperado ataque de ira por parte de su propietaria. El destino final no era el liso muro, sino su esposo que había esquivado a tiempo cubriéndose la cabeza con las palmas abiertas. Ante la terrible frustración de la mujer, intentó acercársele, pero fue recibido por numerosos golpeteos en su pecho.
― ¡Ya déjame en paz! ―Vociferó él tomando ambas muñecas para impedir más violencia. El amargo llanto femenino se acumuló en las comisuras de sus ojos corriendo libremente y cerrar su garganta con ese molesto nudo. El hombre la soltó en cuanto se percató que ya no forcejeaba. Permitió que resbalara por su cuerpo hasta llegar al gélido piso de cerámica. Pronto, en esa posición, trasladó sus manos cubriendo su rostro desencajado entre balbuceos inteligibles que se convirtieron en crueles reproches.
― ¿Por qué? ¿Por qué te fuiste con ella...? Aquí tienes a una familia que te ama... ¡¿Por qué?! ¡Dímelo!
―Ella me dio lo que tú no pudiste hacer en nueve años. ―Se excusó con pesar mirándola avergonzado. La infelicidad se transformaba a cada instante en aterradora cólera, ésa que le dio fuerzas de incorporarse y la hizo escupir en forma de justificaciones:
― ¡Yo no tengo la culpa de tu falta de comunicación!
― ¿Ah, no? Doña perfecta no tiene ni siquiera la culpa de ser frígida...
― ¿Mamá?
Ambas cabezas giraron al origen de la voz percatándose que dos pequeños rasgos idénticos los veían con tristeza. Los adultos intercambiaron miradas y el padre caminó hacia ellos mostrándoles un gesto de placidez fingida:
―No pasa nada, chicos. Sólo mamá y yo levantamos un poco la voz y...
―Las copas... ―Señaló desconcertado con su manita uno de los gemelos al suelo. Su madre los abrazó brindándoles su calor en palabras:
―Escúchenme, Saga y Kanon: su padre y yo estamos en una conversación muy importante, así es que ahora se van directo a la cama, ¿Entendieron?
―Mamá, ¿Qué es frígida? ―Interrumpió el otro gemelo. La mujer, al borde de reventar en llanto, se contuvo:
―Aún eres muy pequeño para saber eso, Kanon. Tienes apenas ocho años. ―Contestó en desmedida vergüenza... pero, a pesar de haber recibido un insulto de esta índole, -sin estar conscientes los gemelos – se arrodilló a su altura y, para sorpresa de su cónyuge, les sonrió ampliamente.
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