Capítulo único
Aquel miércoles por la tarde, el museo Caraffa se encontraba especialmente concurrido. Los jóvenes estudiantes de arte se movían de un espacio a otro, aquella exposición de artistas emergentes londinenses había captado el interés de la Córdoba docta. Por ello, entre esos muchos jóvenes bohemios, se encontraba un variopinto grupo de académicos y ensayistas de arte.
El más conocido, tal vez, fuera el doctor Martín Hernández. Hombre que se encontraba a mitad de su cuarta década de vida, con una larga trayectoria a sus espaldas en crítica especializada y recuperación de patrimonio nacional. Las muchas canas que ya decoraban su cabello eran difíciles de apreciar, ya que sus cabellos rubios platinados sabían ocultarlas con envidiable destreza.
Pasada una hora desde su llegada, ya se había tomado el tiempo de contemplar con detenimiento las obras de dos artistas especialmente talentosos en la composición de las obras. Replicaban casi a la perfección las composiciones del arte litúrgico del siglo XVII, con elementos contemporáneos de su generación. Le parecían no menos que interesantes, pero no llegaban a despertar su asombro. Por lo que sus pies se movieron hasta la siguiente sala, una que en su entrada tenía un pequeño cartel morado en letras doradas rezaban el nombre del artista: Arthur Kirkland.
—Supongo que primará el color... —murmuró para sus adentros.
Al entrar y ver los primeros cuadros, el doctor confirmó su hipótesis. Los paisajes en ellos destacaban por el uso de paletas excepcionalmente extravagantes. Todos gritaban "riqueza, poder, recursos". Eran una representación casi palpable de la monarquía silenciosa actualmente operante. Nadie hubiera considerado interesante el pintar edificios corporativos tecnológicos, pero este artista había encontrado en ellos la metáfora más acertada sobre el poder en nuestros tiempos.
—Dígame, cuánto cuesta esta obra. —preguntó al joven curador parándose frente a un cuadro de dimensiones modestas donde podía observarse una simple oficina de Google, pero la paleta de colores que iba desde el violeta intenso al dorado más brillante, hacían destacar sus vidrios de una manera casi poética. Además de eso, le llamaba poderosamente la atención como el resto de edificios a su alrededor habían sido pintados con colores baratos, de esos que se encontraban en cualquier tienda básica para artistas amateurs.
—Dudo que se la venda, doctor Hernández. —respondió el joven hombre con toda seguridad. -Le dije que usted vendría, yo sabía que no se perdería algo así.
—Usted está en lo cierto. Pero no estoy entendiendo. -dijo Martín bastante confundido.
—El artista, Arthur, es una fan de su obra crítica. Siempre se jacta de cómo se basó en ella para elegir temas muy transparentes, pero no por ello menos complejos. —le explicó sacando su celular-. Dijo que si usted apreciaba una de sus obras, con gusto se la obsequiara en persona, ya que se encuentra ahora mismo en la ciudad.
El curador de la exposición del misterioso artista londinense guardó su teléfono tras un rápido mensaje, y dejó entre sus manos la tarjeta de presentación de Arthur Kirkland. Martín, aún bastante desconcertado, se guardó aquella tarjeta en el bolsillo interno de su saco negro. Luego continúo con su recorrido analítico y meticuloso, compró unas obras más y tomó unos cuántos apuntes que necesitaría para escribir una reseña adecuada para el diario La voz del interior.
Al cerrar el museo, aprovechó para hablar con los curadores, grabar unas entrevistas y tomar unas cuantas fotos sin ningún tipo de estorbo. Cuando dieron las ocho de la noche, Martín se encontraba exhausto, sentía que su cabeza le iba a explotar, pero prefería terminar todo en el mismo día, así luego podía tomarse aunque sea una mañana para sí mismo.
—Veamos, qué onda con este Arthur Kirkland. —murmuró sentando en una cervecería cercana a la ciudad universitaria. Marcó el número de la tarjeta y a los pocos tonos fue atendido por una voz melodiosa y juvenil—. Soy Martín Hernández, docente de la Universidad Nacional de Córdoba, me informaron de que usted tiene pretensiones de conocerme para regalarme unas de sus obras en persona. —se presentó sin reparar en que la otra persona podía bien no hablar español, pero al cabo de unos segundos cayó en cuenta de eso, pero antes de disculparse y traducir su presentación, del otro lado llegó la respuesta:
—Si, así es. ¿Será que usted tenga ahora la noche libre? -preguntó en un español increíblemente fluído para ser inglés.
—Claro. ¿Quiere que le pase la dirección del bar donde me encuentro?
—No, yo le pasaré los datos de mi hospedaje por mensaje de texto. Venga pronto, lo estaré esperando. Buenas noches.
Martín bajó el teléfono celular de su rostro genuinamente confundido, más ni un poco asombrado; porque si hay algo que uno aprende de trabajar con artistas, es que algunos de ellos pueden llegar a ser particularmente excéntricos.
Sin posibilidades de refutar, no le quedó más que pagar la cuenta y tomar un taxi hasta el alojamiento del artista que, aunque quisiera negarlo, estaba captando toda su atención. Al llegar, se encontró frente a un hotel bastante viejo, oculto entre las angostas calles cercanas a la terminal de autobuses de Córdoba. Demasiado blanco, pensó entrando al lugar. La recepción iba a tono con la fachada del edificio, demasiado rústica y sobrecargada con cuadros y sillones de tapices tan horrendos, que dañan la sensibilidad de cualquiera con una pizca de inclinación estética.
Se acercó a la recepción y solicitó que se anunciara su presencia al hombre que se hospedaba bajo el apellido Kirkland. La joven señorita que le atendió, rápidamente cumplió con su demanda y le indicó el camino hasta la habitación 5A. Subió por el ascensor y al salir solo tenía que girar hacia su derecha, y la última puerta del pasillo era la deseada; y no hubo forma de perderse, porque dicha puerta se encontraba abierta a su espera.
—Permiso... —dijo en voz baja como temiendo perturbar el ambiente.
—Pase, lo esperaba con ansias. -respondió esa juvenil y dulce voz desde el interior de la habitación.
El doctor, sin muchos miramientos, decidió aceptar la invitación y cerrar la puerta tras él, pero al encontrarse al joven artista sentado al borde su cama con un deshabillé púrpura brillante que dejaban al descubierto sus torneadas piernas, se arrepintió. ¿En dónde se había metido?
—Usted no se da una idea de lo feliz que me hace su presencia. Lo he admirado por mucho tiempo. —enunció con un tono de voz particular, Martín percibía el cómo enfatizaba cada una de sus palabras. De alguna manera, se animaba a decir, estaba tratando de seducirlo. Necesitaba estar alerta porque, desgraciadamente, sería muy fácil caer ante un joven con semejante figura, de piel tan blanca como el plomo y unos ojos tan verdes que parecían pintados con arsénico.
—Debo decir, que me halaga mucho. —respondió pegando su espalda a la puerta de la habitación. No podía describir del todo aquella situación, pero el muchacho, desde esa relajada posición, parecía más una fiera a punto de atacar que a un artista serio que recibía a un experto para la evaluación de su trabajo. ¿Cuáles eran sus verdaderas intenciones? ¿Era lo que se imaginaba o solo estaba traicionando por la edad y el poco afecto que había recibido en los últimos años?
—No tiene que mentir. Estoy seguro de que le dicen cosas así a diario. —replicó con un tono algo infantil. Llevó su mano derecha hacia sus rubios cabellos y los hizo hacia atrás dejando su cara al descubierto. Así fue como Martín llegó a observar las cejas pobladas que decoraban ese rostro juvenil, y pensó que eran los trazos perfectos que enmarcan una mirada venenosa que merecía toda la atención de cualquier presente.
—Puede ser. —soltó un poco nervioso.
No podía creer que su corazón se estuviera acelerando, era un hombre grande y ya había visto la belleza en todo tipo de cuerpo. ¡Dios santo! ¡Él escribía sobre ello! ¿Por qué no podía controlar ese torbellino de emociones que le provocaba ese artista emergente sentado enfrente suyo? Creía sentir aquello que experimentó de niño frente a un Carvallo, la primera obra que volcó su corazón y se apoderó de su mente.
—Su trabajo es exquisito. —agregó tras convencerse a sí mismo de que debía relajarse. Arthur era solo muchachito jugando con las bondades de su edad.
—Lo he pulido a base de sus críticas a otros artistas de nuestros tiempos. —confesó levantándose de la cama y acercándose lentamente hacia su cuerpo.
—¿Por qué? —inquirió curioso.
—Porque desde que lo ví en Inglaterra, me prometí que algún día yo sería quién captara toda su atención. Usted no sabe cuánta envidia tuve de ese Rosetti que observó con tanto deseo. —dijo a centímetros de su rostro.
—¿Me conoces? —preguntó un poco exaltado.
—Si, en la Galería Nacional de Londres. Yo tenía quince años, estaba allí por recomendación de mi profesor. —relataba mientras sus manos se alzaban para descansar en los hombros ajenos—. Caminando por las salas lo encontré a usted, su perfil resaltaba entre todas esas obras de Rossetti, no podía apartar mis ojos de usted. Pero usted nunca volteó a verme ni por un segundo, su mirada tan verde como el jardín del Edén, sólo tenían tiempo para esa mujer que se peinaba en la privacidad de su cuarto. Me prometí que lo obligaría a observarme, yo también soy una obra para su deleite. —susurró sus últimas palabras sobre sus labios dispuesto a terminar la distancia entre ambos cuerpos, pero Martín se zafó de él y fue hacia el otro lado de la habitación notablemente agitado.
—¿Quince años? Yo fui a esa exposición a finales de mis treinta. ¿Cuántos años tienes? ¡Eres un niño!
—Tengo veintitrés años, no soy ningún niño. —respondió firme.
—Tengo cuarenta y cinco años. No puedes estar así frente a un hombre de mi edad. Voy a retirarme antes de que hagas cosas de las que te arrepientas.
—¿Arrepentirme? Martín, luego de verte hablé con todo el mundo para saber quién eras. Al saber que eras argentino, estudié español día y noche hasta dominarlo a la perfección. Leí cada uno de tus trabajos, pasé noches sin dormir para entenderte. Pinté y pinté con tu foto junto a mi cama. Estos ocho años no he pensado en otra cosa que en este momento. —dijo el muchacho extranjero con tal sinceridad que Martín creyó incorrecto estar a la defensiva.
Se sentó al borde de la cama y se quedó en silencio por un largo rato, no podía negar que todo lo que estaba ocurriendo lo emocionaba en sobremanera. Y se sentía horrendo por ello, pero a la vez le parecía la composición más perfecta, porque el arte era eso, escándalo. Arthur era un artista innato, no sólo sobre el lienzo, sino con su vida misma.
Elevó su mirada y observó al inglés en detalle. Descubrió que no solo había cubierto su cuerpo con una tela del color de la realeza, sino que su cuello se encontraba decorado con piedras preciosas, verdes esmeraldas y rojos rubíes. Además de que unas finas cadenas de oro vestían sus muñecas y un labial rosa viejo cubría sus finos labios. Martín solo podía pensar en que se encontraba en presencia de una composición digna de sus pintores favoritos. Podría escribir páginas y páginas analizando en detalle cada una de las elecciones del artista, pero en vez de eso estiró su mano y lo convocó a su lado.
—Eres increíble. —le susurró al oído cuando se halló sentado junto a él.
Arthur se mordió el labio inferior conteniendo la emoción que deseaba explotar en ese momento, arruinaría el temple de su obra. No podía poner en palabras lo orgulloso que se sentía de sí mismo, había conseguido la mirada que por tantos años había deseado, aquella cargada de admiración, de deseo y placer. Ahora podía soltar esa envidia hacia Rossetti, hacia Carvallo, hacia Rafael y hacia todos aquellos que podían ostentar de haber robado la atención de ese argentino de porte elegante, un porte digno de un dios griego tallado en mármol.
—¿Puedo tomarte unas fotos? —preguntó tentado a deslizar su mano por uno de los muslos que se dejaba entrever por la apertura lateral de la prenda.
—Solo si luego prometes intervenir la obra. Es lo que más deseo. —se confesó bajando el deshabillé de sus hombros para resaltar las joyas sobre su piel desnuda.
Martín asintió algo dubitativo, pero estaba dispuesto a cualquier cosa por tener unas fotografías de ese cuadro humano. Se levantó de su lugar y tomó, de uno de los bolsillos de su saco, su celular; además del acople para la cámara. Luego, pasó al menos media hora captando la surreal belleza del inglés. Aunque, más que fotos, desea salir corriendo de allí y volver con uno de los tantos lienzos en blanco que tenía abandonados en su departamento, para comenzar a bocetar con carboncillo una imagen lo suficientemente fiel al encanto que emanaba tan solo la mirada arsénica del menor. Pero aquellas pretensiones desaparecieron de su mente, cuando el muchacho decidió acomodarse en el centro de la cama y abrir sus piernas, como preparado para recibir al amante que pronto cruzaría la puerta.
—Creo que es momento de intervenir la obra. —susurró el joven inglés con un tono de voz más ronco, aunque sin perder esas notas dulces y refrescantes.
—Si... —logró pronunciar dejando su cámara a un lado.
Se quitó el saco y desabrochó los primeros botones de su camisa color salmón. Arthur se inclinó ligeramente hacia él y, tirando de su camisa, lo guio encima de su cuerpo. Sus manos, juguetonas, acariciaban los rubios cabellos de la nuca de Martín. Ambas miradas verdes, de distintas tonalidades, se quedaron largo rato admirándose la una a la otra. El doctor fue el primero en terminar la distancia entre sus rostros.
El primer beso fue lento, tímido, casi como si el mayor tuviese miedo de dañar una obra de cristal. Pero el londinense nunca había sido un artista con una técnica especialmente lenta, por lo que pronto apretó sus labios contra los ajenos y los obligó a abrirse para que sus lenguas tuvieran su ansiado encuentro, y danzar en un compás que él mismo determinó. Aunque Martín era el mayor y era, por ende, quién debiese controlar la situación, fue el menor quién lo comenzó a guiar a través de su cuerpo. El reconocido doctor de años de experiencia, se debió limitar a dejar besos y marcas donde le indicaba el artista emergente.
Agitado volvió a su posición inicial, el inglés se encontraba extasiado y no le permitió recuperar el aliento, lo tiró contra la cama y se subió sobre su ingle. Podía sentir como aquel bulto que rozaba contra sus glúteos estaba desesperado por salir de su encierro de telas finas y negras. Divertido, se movió sobre él. Martín gruñó enloquecido, aquel jovencito lo tenía totalmente a su merced. Arthur estaba más que informado de aquello, por lo que se relamió los labios y abrió el deshabillé para dejar su cuerpo desnudo a total contemplación.
—Mierda... —murmuró con voz ronca.
Martín, simplemente, no podía creer lo hermoso y celestial de la figura ajena, parecía la obra de un auténtico renacentista, coronada por ese rosado pene erecto y húmedo que reclamaba por las atenciones de un hombre mayor. Y deseaba cumplir con aquella demanda, pero fue Arthur quién lo obligó a quedarse recostado
—Eres como una escultura griega. Necesito ver esos detalles de mármol que ocultas bajo estas aburridas ropas de intelectual. —enunció el inglés con esa voz que podría manipular al hombre más frío de la tierra.
El doctor no pudo hacer más que acceder a sus demandas, se dejó quitar la camisa revelando un abdomen marcado, al igual que unos brazos grandes y fuertes. Martín no era alguien que descuidara su salud, por lo que hasta la fecha frecuentaba un gimnasio al menos tres veces a la semana. El pequeño inglés dejó salir un gemido inconsciente de sus labios al ver su cuerpo, era más de lo que había imaginado. Sin perder demasiado tiempo y, viendo que su gemido repentino había hecho crecer más el bulto debajo de su trasero, comenzó a besar y lamer cada rincón de ese perfecto abdomen. Pero la paciencia de Martín llegó a su fin, y recuperó el control dejando debajo de él a un muy excitado inglés, a quien tuvo que sostener las muñecas por encima de la cabeza para tener aunque fuera por un momento quieto y a su merced.
Con su mano libre apretó uno de los muslos que sostenían sus caderas como si fuera a tener pretensiones de separarse en algún momento, algo que le parecía prácticamente ridículo. Comenzaba a percibir que el veinteañero quería dárselas de maduro, pero estaba asustado, desconfiado y ansioso.
—Che, relajate, yo no me voy a ir, ya me provocaste demasiado como para que me arrepienta. —susurró sobre la curvatura de su níveo cuello.
Al escuchar esas palabras, Arthur se sintió descubierto, verdaderamente desnudo, y la vergüenza golpeó a su puerta. Sus ojos se cerraron con fuerza y giró su cabeza hacia un costado como si hubiera alguna forma de esconderse. Martín no podía negar lo bien que se sentía provocarle aquellas sensaciones, por lo que lamió su cuello con más descaro que antes, hasta dejar una marca roja que cualquiera podría ver, incluso a metros. El agarre de las piernas de Arthur se aflojó y aprovechó para separarse y deshacerse de sus propios pantalones y, especialmente, de su bóxer. Su erección había comenzado a palpitar dolorosamente debajo de aquellas telas.
El joven artista al ver el pene erecto de su mayor se relamió los labios con deseo, y se arrodilló en la cama para luego inclinarse hacia él, dejando su trasero levantado para deleite de su compañero.
—¿Puedo? —preguntó Arthur tomando con su diestra aquel falo palpitante y con la otra se apoyó en el colchón para sostenerse en aquella posición, que desesperaba el corazón de cualquiera. La voz del inglés se había cargado de tal inocencia que por un instante se alejó demasiado de la figura sexual que pretendió ser en un principio.
—Lo que vos quieras... —respondió apoyando su siniestra sobre el manto de rubios cabellos europeos.
Arthur sonrió por aquella respuesta, nunca había estado tan excitado como en aquel instante. Se masturbó incontables veces con las fotos del doctor Martín Hernández en diferentes exposiciones y debates de arte contemporáneo, pero tener el pene de él entrando y saliendo de su boca hacían a sus fantasías simples sueños húmedos de un niño precoz.
Su propia erección comenzaba a doler, quería ser tomado cuánto antes, por lo que detuvo su vaivén para buscar un lubricante en la mesa de luz junto a la cama, pero al darse vuelta y dejar su trasero al descubierto del mayor, este se agachó y comenzó a morder y lamer sus glúteos con una hambre casi bestial. Con manos temblorosas y sin poder dejar de soltar pequeños gemidos de dolor y placer, continúo con su misión de obtener ese líquido que haría todo más fácil, no quería esperar los lentos efectos de la saliva, quería tener a Martín Hernández invadiendo su interior ahora mismo.
—Toma, por favor. Prepárame. —le rogó entregando el pequeño pote rosa que rezaba en su etiqueta "lubricante dilatador de efecto caliente".
Martín se sonrió satisfecho, entendía su deseo y que no estaba dispuesto a esperar demasiado por él. Arthur se acomodó en la cama, recostó su parte superior y abrazó una almohada para contener los muchos gemidos que querían escapar de lo profundo de su garganta. El líquido había comenzado a entrar en su interior ayudado por el dedo anular del mayor.
Sus mejillas de un rojo cadmio, delataban todo lo que su boca contenía. Por ello es que no quería despegar su rostro de la almohada. Pero Martín, al introducir el segundo dedo, lo obligó a darse la vuelta para poder devorar sus labios mientras movía sus dedos en forma de tijera para dilatar más pronto su interior. Los besos del argentino eran tan profundos y ahogados, que la saliva de ambos hacían puentes entre sus bocas e hilos de ella caían por sus mentones.
—I'm ready —murmuró moviendo sus caderas, los anchos dedos del mayor ya no eran suficiente, necesitaba algo más grande que pudiera llenarlo por completo.
Martín, acatando los deseos del ángel británico, sacó sus falanges de su interior, y tomó su erecto pene para guiarlo hasta la rosada entrada de esa ahora desordenada obra inglesa, pero que aún así, no dejaba de ser perfecta y de lo más hermoso que sus ojos habían podido apreciar.
—Hurts... —gimoteó cuando la punta del pene de Martín se encontró en su interior. Dolía más de lo que había imaginado, pero a la vez, estaba increíblemente satisfecho y quería más, sin importarle esas pequeñas lagrimillas que asomaban en los bordes de sus ojos. El mayor tomó en consideración su queja, por lo que dejó de avanzar y se inclinó a chupar, lamer y mordisquear sus pequeños pezones. Aquello robó unos cuántos gemidos agudos de entre los labios londinenses, a la vez que su interior se contraía apretando el glande del doctor.
—Pibe, no me voy a controlar si haces eso... —gruñó Martín cerrando sus puños sobre las sábanas a los costados de la cabeza de Arthur.
—Entra... más profundo... —le pidió agitado.
Martín se enderezó y tomó las piernas del inglés para colocarlas sobre sus hombros. Estiró su diestra y alcanzó una de las almohadas de la cama para acomodarla debajo del trasero de Arthur, quería que este estuviera lo más cómodo posible. Antes de proceder, le recordó que podía detenerlo si lo sentía necesario. El menor asintió y Martín, finalmente (y con más cuidado de lo usual), comenzó a meter el resto de su pene.
—Oh, my god, it hurts! —exclamó tras un fuerte quejido.
—¿Es tu primera vez? —cuestionó un agitado Martín, aquella duda había estado rondando por su mente desde la primera queja que el inglés expresó.
—No... consoladores... me metí varios... —respondió con la voz entrecortada por el dolor en sus partes bajas—. Eres más grande que... los consoladores que utilizaba. —agregó sumamente avergonzado, tanto que debió tapar sus rostro con ambas manos.
Martín, aunque quiso contenerse, dejó escapar una breve carcajada. Arthur apretó sus labios frustrados, tanta era la pena que, incluso, llegó a olvidar el dolor. Algo que no pasó por alto para el mayor, así que lentamente comenzó a moverse. Y pronto fue la vergüenza la que dejó de importar, el placer era lo único que dominaba cada uno de sus cinco sentidos.
¿Habría algún color que fuera lo suficientemente intenso para representar lo que estaba sintiendo en ese preciso momento? Imposible, se respondía así mismo. No al menos con colores artificiales, necesitaría de algún mineral tóxico o radiactivo para conseguir una intensidad aceptable en sus trazos. Hermoso, pero mortal. Aunque valía la pena pagar un alto precio por dejar constancia de cómo el pene del hombre que tanto había deseado entraba y salía de él. Si haberlo tenido en su boca había sido una sensación increíble, tenerlo en su interior era una sensación irreal, inexplicable.
—Ah! There! —casi gritó cuando Martín golpeó su próstata.
A ese primer gritó le siguieron otros tantos, el mayor continúo embistiendo el mismo punto, pero no le alcanzaba solo con tener a ese muchachito de piel de porcelana gimiendo su nombre en un perfecto acento inglés, sino que soltó sus piernas y las hizo enredarse en sus caderas para así llegar a sus labios y dejarlos rojos sangrantes por tantos besos prolongados y asfixiantes. El menor aprovechó la cercanía para clavar sus uñas en su ancha y dura espalda; también se tomó la libertad de gemir en su oído, lo que provocó un aumento en la velocidad y profundidad de las penetraciones. Su pene comenzó a ser apretado por los vientres de ambos, y el pene de Martín fue apresado por las húmedas paredes del recto de Arthur.
No pasó mucho tiempo antes de que ambos llegaran a su clímax. Martín terminó dentro del joven artista emergente, y este terminó sobre el marcado tórax del mayor. Ambos corazones se encontraban latiendo de forma irregular y sus pechos subían y bajaban de manera errática. Arthur, con las pocas fuerzas que le quedaban, tomó un corto beso de los enrojecidos labios de Martín.
—Creo que intervine demasiado la obra... —comentó divertido.
—No, aún no lo suficiente... —respondió el inglés advirtiéndole de la larga noche que tenían por delante. Martín, como buen crítico y también artista, no podía negarse a terminar un cuadro que debía ser entregado antes de que saliera el sol.
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Nota: soy muy lenta para escribir y corregir, al último medio me harté, así que cuando pueda volveré a corregirlo. En fin, espero les haya gustado, estoy apenas experimentado con la shipp. <3
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