τέσσερα
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LA CARA de Caspian estaba tan cerca de la mía que estuve a punto de golpearle en cualquier parte de su cuerpo por el susto. Me seguía agitando los hombros hasta que se dio cuenta de que estaba completamente despierta.
—Lucy y Aeryn han desaparecido.
Me senté de golpe y apreté con fuerza los ojos por causa del mareo que estaba sintiendo al haber hecho un movimiento tan brusco en cuanto me acababa de despertar. Miré hacia mis dos costados alternativamente, como si fuera una broma y mi compañera fuera a aparecer de entre la maleza de un momento a otro.
Cuando estuvimos en pie Ilaria, Saphira, June y yo rodeamos una huella gigantesca que había grabada en el suelo.
Me contuve para evitar soltar un sollozo de la desesperación. La culpa volvió a inundarme una vez más y mi cabeza parecía no querer dejarme tranquila.
Si me hubiera quedado yo haciendo la guardia Aeryn seguiría aquí. La misma que se preocupó por mí al resultar herida por la espada de Eustace y luego se culpó por no haber sido ella la que se interpusiera entre la espada e Ilaria. Esa Aeryn que nunca me preguntó que ocurrió el fatídico día de tu muerte, kabiba mía.
Fue como si alguien rebuscara en lo más profundo de mi ser y arrancara un órgano imprescindible con el que no podía vivir. La diferencia es que aún continuaba respirando.
Apreté tu anillo que continuaba guardado en mi capa. Lo recorrí con mi dedo, casi pudiendo sentir el grabado que tenía de un fénix. Agarré la espada de Aeryn, que se encontraba en el suelo, y no tuvimos que decir nada para seguir la dirección de las huellas.
Fuimos adentrándonos en la isla, y de repente Edmund paró de golpe.
—Mirad, es la daga de Lucy.
Y de repente, como si hubiéramos activado alguna clase de interruptor que contiene una trampa, varias lanzas salieron disparadas hasta la tripulación que había desembarcado. Por fortuna, lo único que hicieron fue enterrarse en la tierra sin dañar a alguien.
Algo empezó a atacarnos, kabiba. Un enemigo invisible al que no podíamos hacerle frente. Mi mente rebuscó entre mis recuerdos y pensé que podría tratarse de alguna clase de conjuro. Pero, según tenía entendido, la última vez que alguien hizo magia en Narnia fue el propio Aslan al ayudar a derrotar al ejército telmarino.
Podríamos utilizar la magia de tu anillo, pero al intercambiar una rápida mirada con June y Saphira las tres llegamos a la conclusión de que no podíamos arriesgarnos a exponernos de esa manera. Si alguna de nosotras muriera por no desvelar uno de los secretos más antiguos e importantes de Roswald sería una muerte digna, kabiba.
Blandí mi espada y la de Aeryn, pero a pesar de mi condición como Guardiana me era complicado defenderme. Recibía golpes de nuestros enemigos invisibles, y cuando yo quería atacar por donde me habían golpeado ya no quedaba rastro de ellos.
De vez en cuando las tres le echábamos un ojo a Ilaria, pero dudo que pudiéramos ir a ayudarla cuando ni nosotras mismas podíamos quitárnoslos de encima. June fue la más inteligente de las tres. Al principio pensaba que se había rendido, pero un segundo después me reprendí a mi misma por pensar en eso.
Sin embargo, no tardé en entenderla. Se quedó quieta con los ojos cerrados y, cuando percibió alguna clase de movimiento cerca de ella metió la mano en su capa y con una rapidez asombrosa le lanzó uno de sus polvos. Eran de un azul casi radiactivo, y supe que simplemente se trataban de unos polvos inofensivos, pero que lograban hacer su función; que su enemigo fuera lo más visible posible.
Sólo logró que le cayera en una de las piernas, pero ya era algo. Pero, cuando pensaba que iba a contraatacar, lo único que hizo fue salir corriendo con un grito.
—¡Es una bruja! ¡Me ha lanzado alguna clase de hechizo! ¡Socorrooo!
Los demás no tardaron en unirse al coro de gritos.
— ¡Ayudaaaaaa! ¡Creo que a mí también me ha dado! ¡Ahhhhh!
De la confusión dejé de estar en posición defensiva y me pregunté por qué reaccionaban de esa manera. Y entonces sentí la magia que rodeaba cada lugar de la isla. Los atacantes invisibles dejaron de serlo, y poco a poco fue materializándose una inmensa mansión.
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Resumiéndolo todo mucho, los atacantes invisibles eran en realidad Pufflepuds, y eran invisibles porque habían sido hechizados para protegerlos de lo que hay detrás de la Bruma.
El mago desplegó un mapa del océano sobre el centro de la sala e Ilaria, los reyes de Narnia y el gran ratón Reepicheep (y Eustace) se colocaron alrededor de este.
June, Aeryn, Saphira y yo dábamos vueltas alrededor de ellos, escuchando partes de la conversación y vigilando al mismo tiempo.
—Esta es la fuente de sus problemas... La Isla Negra. Un lugar donde el mal acecha. Puede adoptar cualquier forma, hace realidad tus sueños más tenebrosos. Busca corromper toda bondad... llevarse toda la bondad de este mundo. Hay que romper su hechizo.
Hubo algo que me llamó la atención. En un libro abierto por una página al azar estaba dibujado un fénix, el símbolo de Rosward. El resto de guardianas también se dieron cuenta al ver que había dejado de andar quedándome estática en mi sitio.
Las cuatro intercambiamos una mirada.
Las otras tres continuaron andando, como si no hubieran visto nada, y yo me acerqué hasta quedar frente a ese libro.
—Esa espada que tienes... Hay seis más como esa.
—¿Las ha visto?
—Sí.
—Los seis lores, ¿pasaron por aquí?
—Así es.
El fénix estaba dibujado con trazos de tonalidades rojas y naranjas, y justo arriba estaba escrita la R de Roswald con varias florituras. Bajo había unos versos escritos en Arcano antiguo, la escritura principal que se utilizaba en Roswald y se había ido perdiendo con el paso de los siglos.
Con la última llama del fénix oscuro,
la corona de Roswald caerá por segunda vez en la historia.
Los ángeles no podrán velar más por las Guardianas,
y cuando el fuego se convierta en cenizas,
el reino de Cristal renacerá como un diamante.
—¿Hacia dónde se dirigían?
Rocé la página con mi mano, las cuatro volvimos a intercambiar una mirada, y arranqué la página guardándomela en el bolsillo de la túnica.
—Para romper el hechizo deben seguir la Estrella Azul a la isla de Ramandu. Ahí deben colocar las siete espadas en la mesa de Aslan. Sólo entonces se liberará su verdadero poder mágico. Pero tengan cuidado, están a punto de ser puestos a prueba. Hasta que pongan la séptima espada, el mal tiene ventaja. Y hará todo lo que pueda para tentaros.
»Sean fuertes. No caigan en la tentación. Para vencer el mal exterior primero tienen que vencer el interior.
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Me encuentro tumbada en el suelo. No siento nada; ni frío ni calor, ni dolor o angustia. Es como si me encontrara suspendida en el aire, pero no es así, ya que hay cuatro paredes blancas que me rodean.
Llevo la misma ropa y peinado. Mi espada continúa en su cinto y tu anillo entre los pliegues de mi capa. Miro hacia todas partes, y entonces aparece ella. Es como si fuera un sueño del que no fuera digna de tener, kabiba.
Rayen está tal y como la recuerdo. Lleva un vestido blanco que le llega hasta los pies y unos guantes de una tela tan bonita que parece que vayan a desaparecer con solo rozarlos. Tiene el pelo perfectamente peinado, sin un solo pelo fuera de lugar, y sus ojos muestran serenidad y aplomo. En sus brazos descubiertos se le pueden ver sus característicos tatuajes dorados con runas antiguas que lleva desde que tengo memoria.
Entonces yo me preocupo por mi aspecto y me doy cuenta de que, a pesar de que sea improbable que esto se trate de algo real, me importa la impresión que pueda llegar a darle a Rayen.
No dudo en inclinarme ante ella.
Rayen se ríe, y es lo único que necesito oír para saber que esto no puede ser irreal. Su risa continúa siendo la misma; melodiosa y acompasada. Casi puedo escuchar el sonido de las fuentes de fondo mientras me encontraba en palacio con ella.
Puso sus manos sobre mis hombros y un escalofrío recorrió mi cuerpo.
—Nunca cambiarás, Gadea. Levántate, no tienes nada por lo que rendirme respeto.
—¿Dónde estamos? —le preguntó, con cautela—. ¿Esto es real?
Sonrió con serenidad.
—Es una buena pregunta, Gadea, siempre se te dio bien hacerlas. ¿Tú dónde crees que estamos?
—Fuiste desterrada, Rayen.
Fui impulsiva al decir eso, lo sé, pero al volver a estar en su presencia pareció que se me olvidara todo lo que me rodeaba.
—¿Ya has olvidado tu entrenamiento? —me preguntó, con una sonrisilla danzando por sus labios—. No formules otra pregunta hasta que no te hayan contestado a la anterior. Te lo repito; ¿dónde crees que estamos?
Vuelvo a mirar lo que me rodea, y entonces lo reconozco. Aparecen figuras y caras de ángeles por las paredes, y el sitio está cargado de tanta magia como tres veces Roswald.
—Esto es Ryn, ¿verdad?
—Exactamente.
Las leyendas y los mitos que estuve escuchando durante tanto tiempo eran reales, kabiba. Me encuentro en Ryn, el lugar de las cerraduras y candados, donde las puertas se abren y se cierran cada vez que alguien muere y nace. Y entonces mi segunda pregunta se contesta pero otra viene a mi mente: ¿qué hago yo aquí?
—Esto sólo es una visión, Gadea —me contestó, como si me hubiera leído la mente—. Tu mente está aquí pero tu cuerpo continúa en el Viajero del Alba. Estás aquí para que te entrene.
—Mi entrenamiento acabó hace años.
Frunció el ceño, y sin hacerme caso desenvainó su espada. Tuve que esquivar su estocada y paré otra sacando mi propia espada.
—He tenido una visión sobre ti. —Volvió a intentar golpearme mientras yo retrocedía—. Las Guardianas siempre pelean en serio, Gadea, no te contengas.
—No quiero hacerte daño.
Y entonces de su garganta salió una carcajada mucho más siniestra que hizo que me estremeciera.
—Mi querida protegida, recuerda que yo fui la que te entrenó. Hay muchas cosas que aún no sabes —dijo, con solemnidad—. Cosas más importantes que forjar amistad con los reyes de Narnia.
—Necesitamos su ejército para volver a recuperar el trono.
—Oh, ¿estás segura? —Su pregunta me confundió aún más cuando tiró su espada al suelo—. ¿Ya lo has olvidado, Gadea? Somos rápidas como el viento, letales como la magia...
—Y peleamos con la fuerza de mil ejércitos —completé por ella.
Rayen asintió, satisfecha. Me recordó a las veces que lo hizo mientras me entrenaba. No eran muchas, claro, pero sólo cuando ella me daba su aprobación podía sentirme satisfecha.
—¿Sabes qué es lo que diferencia a Ryn de Roswald? —No esperó a que contestara—. Aquí la magia no está prohibida.
Cerró los ojos durante un instante y juntó sus manos. Dentro de ellas salió un destello, dorado y resplandeciente, y entonces, como si le estuviera dando forma con sus propios dedos, se fue materializando una barra de unos dos metros de largo, rebosante de magia y energía dorada que se encoge y expande.
—Ya has hecho magia antes, ¿me equivoco?
Bajo la cabeza, siendo incapaz de mentirle.
—No hay de lo que avergonzarse. Ahora tendrás que utilizarla y saber pelear con ella. Y para eso; primero tienes que aprender a controlarla.
—No lo entiendo —le dije—. La magia está prohibida por algo, ¿por qué debería utilizarla ahora?
Ella se rio y yo la escruté con el ceño fruncido. Tal vez tú hubieras podido comprender qué es lo que esperaba de mí en ese momento, kabiba mía.
—Porque ahora vuestras vidas dependerán de que la utilicéis.
Rayen tenía el semblante afable. Tenía arrugas por varias partes de su cara, pero su figura continuaba siendo igual de imponente que antes. Es de esas personas que se ven mejor a los sesenta que a los veinte (aunque la edad de Rayen no roza ni los sesenta).
—Y entonces por qué soy la única que está aquí —pregunté con escepticismo—. Las Guardianas somos como una sola, ¿recuerdas?
—No necesito que me recites las inscripciones de sangre, Gadea. Tú eres la primera que no debería olvidar que si una Guardiana faya todas lo hacen. —La luz de la barra que tenía entre las manos le iluminaba el rostro, haciéndola lucir casi celestial—. Tu primera parte del entrenamiento está por comenzar.
La barra casi me roza el brazo, y creo haber sido capaz de llegar a percibir el calor que desprendía. Rayen fue acercándose hasta mí con aplomo mientras volvía a intentar golpearme. Mi mano se deslizó hasta mi cinto, donde debería de encontrarse mi espada, pero mis dedos lo único que rozaron fue el aire.
Rayen pareció divertirse ante la situación.
—Todas las Guardianas saben utilizar las armas convencionales, por supuesto, pero siempre hay tres que suelen tener predilección hacia otro tipo de cosas. —Explicó, con serenidad y acercándose más a mí. Y siempre hay una que tiene más habilidad con la espada.
»Esa eres tú, Gadea —continuó diciendo—. La magia no es algo que puedas moldear a tu antojo. Lo que hace es canalizar lo que eres, y para defenderte o luchar no puedes empezar a lanzar bolas de energía por doquier. Tu arma es la espada, y tienes que aprender a materializar una para poder defenderte.
—Ya.
—Guárdate el sarcasmo, nuca trae nada bueno.
Respiré profundamente antes de volver a esquivar su golpe. Ella sonrió.
—Está bien. ¿Cómo lo hago?
—Cierra los ojos, no te atacaré mientras los tengas cerrados. —Eso no hizo que me sintiera mejor. Para Rayen, el "no te atacaré mientras tengas los ojos cerrados" equivale a "te daré en el estómago con mi barra mágica lo más fuerte que pueda en cuanto abras los ojos. Bua ja ja". Decidí hacerle caso y guardarme el comentario—. Ahora siente la magia entre tus dedos, como una suave brisa o la corriente de un río. Ninguno de los dos los puedes atrapar con las manos, pero sí que los puedes sentir.
Le hice caso, sentí la energía de la que me hablaba e intenté moldearla con mis manos tal y como había hecho ella con su barra. Imaginé en mi mente cómo se formaba una espada entre mis dedos, pero continuaba sin sentir nada sólido.
—Y no lo harás —dijo—. Tu espada no pesa ni una pluma y no lo hará nunca. La magia es confianza y control a partes iguales. Para controlarla hay que entrenar con ella, y para confiar primero tienes que creer que ocurrirá.
Asentí sin abrir los ojos y me concentré más.
«Cuando abra los ojos habrá una espada», me dije. «Cuando abra los ojos habré materializado una espada».
Y lo hice, pero no fue como esperé.
La espada era simple, sin ningún grabado o floritura, pero lo que más destacaba era su color rojo. La cara de Rayen pareció dejar entrever algo de sorpresa, pero reaccionó mucho antes que yo dando una estocada.
Sujeté la espada por la parte del filo con la otra mano para parar el golpe. Las dos armas soltaban chispas rojas y doradas y todo a nuestro alrededor pareció detenerse.
Mi mano ardía y al mirar a Rayen dudé.
Entonces, la espada desapareció.
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