πέντε
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MI GRITO se escuchó hasta en el lugar más recóndito de Roswald, kabiba.
Me quedé sentada como si hubiera un resorte detrás de mi almohada que me impulsara hacia arriba y, por un instante muy muy pequeño, llegué a pensar que no me pasaba nada, qué sólo había sido un sueño, que realmente mi pierna no me ardía como si estuvieran retorciendo un cuchillo dentro de ella.
Pero siempre termina siendo igual, ¿sabes?
Quise creer que no moriste por mi culpa.
Ahora quiero creer que mi pierna no sangra.
Se suponía que sólo era un sueño, ¿verdad? O una visión o cualquier otra cosa que escapaba de mi comprensión. Se suponía que no me pasaría nada... Pero de mi pierna lo único que sale es sangre.
Me aprieto la herida, justo en el centro del muslo, e intento mantener la calma y aguantarme varios gritos de dolor. Entonces alguien enciende la luz y tengo a cuatro cabezas rodeando la amaca —de la cual no me he caído milagrosamente— en la que estoy sentada.
—Por todos los dioses del cielo, ¿qué te ha pasado? —dijo June. O tal vez fue Saphira. No lo sé.
Todos mis sentidos desaparecieron y mis ojos, conteniendo las lágrimas que amenazaban con caer, sólo eran capaces de enfocar mi herida y mis manos de sangre. Sangre, sangre y más sangre. Roja y oscura que se iba impregnado en mis manos durante cada segundo que pasaba, como una segunda piel.
La misma sangre que te mató, mi querida kabiba, y la misma que manchaba mis manos, aquella vez invisible pero igual de real para mí.
Las Guardianas e Ilaria no tardaron en reaccionar. La reina de Rosward salió disparada por la puerta en cuanto logró mantenerse estable en el barco para avisar a alguien más. Aeryn me dio la mano para que la apretara, ayudándome a contener las lágrimas y algún que otro quejido, mientras que June ya empezaba a rebuscar en su bolsa alguna clase de remedio para echar a mi herida.
Saphira se quedó paralizada durante tres segundos que parecieron minutos. Entonces, frunció el ceño y empezó a describir la herida en voz alta y clara para que June la pudiera escuchar.
Sólo captaba algunas palabras como «extraño, no se está curando, sangre, sangre, sangre».
Saphira me agarró la pierna y el simple contacto de sus dedos con mi piel hizo que me dodiera muchísimo más la herida. No me molesté en contener un grito de dolor.
—No lo entiendo —admitió—. ¿Por qué no se está curando?
—¿Cómo se ha hecho la herida? —preguntó June, en la otra punta de la habitación y sin de jar de rebuscar cosas en su bolsa—. Una espada maldita, veneno de basilisco... ¿Tal vez con un cuchillo cubierto de baba de...?
—¡Pero si no se ha movido de aquí en toda la noche! —replicó Aeryn—. ¿Cómo quieres que alguna de esas cosas le haya provocado esa herida?
Le apreté un poco más la mano a Aeryn, y entonces las miradas de ella y Saphira se volvieron a posar sobre mi.
—Tuve un sueño —les empecé a contar—. Era todo muy extraño. Estaba en Ryn, creo, y Rayen también aparecía...
Y ese fue el único momento en el que June separó la vista de su bolsa y me miró.
Por sus miradas, Aeryn y Saphira parecían estar a punto de decirme de una manera sutil (o lo que ellas entendían por sutil) que estaba empezando a delirar. June dejó su bolsa de lado y se acercó hasta mi.
—¿Estás segura de eso?
Aeryn y Saphira fruncieron el ceño.
Y luego aparecieron Ilaria y el rey Caspian. Detrás de ellos entraron Lucy, la cual llevaba una manta sobre sus hombros, y Edmund, que abrazaba a su hermana con un brazo.
Había demasiada gente en una habitación tan pequeña, y a June pareció no hacerle gracia este hecho.
La repetició de los hechos volvió a ocurrir, esta vez de una manera más pesada.
Caspian, Edmund y Lucy gritaron al ver su herida. Sin saber cómo, lograron hacerse hueco alrededor de la amaca para mirarme fijamente. Las preguntas también volvieron a surgir.
—Pero... ¿Cómo es posible?
—¿Qué narices le ha pasado?
—¿Cómo se ha hecho eso Gadea?
June reaccionó e hizo que los demás se hicieran a un lado. Llevaba en el puño unos polvos negrosque no tardó en echar en mi pierna. Al principio el contacto resultó muy desagradable, pero inmediatamente el dolor cesó casi por completo, aunque la sangre continuaba saliendo.
Y la pregunta que todas las Guardianas nos hemos hecho volvió a mi mente. ¿Por qué la herida no empezaba a curarse?
El pelo rubio le tapó la cara, y se lo apartó casi de un manotazo para poner sus manos sobre mi herida cubierta de polvos negros. Apretó sus manos y sentí que veía las estrellas en ese instante.
Y ocurrió, kabiba. Salió luz de sus manos. Rompió la norma más importante que regía Roswald, tal y como lo hice yo un día.
Hizo magia.
Y gracias al cielo que nadie más se dio cuenta.
—Es polvo de obsidiana —me indicó June—. Adormece el dolor. Y también todo tu cuerpo.
Con un solo gesto de brazos logró que se apartaran todos para dejarle espacio. Enrolló una gasa que abarcaba todo mi muslo y acababa justo un centímetro por encima de la rodilla. Con delicadeza puso una mano en mi espalda e hizo que me recostara.
—Descansa, cuando despiertes te encontrarás mejor.
Asentí, ya medio adormecida por causa de la obsidiana, y me dejé llevar entre el vaivén del Viajero del Alba.
Mi herida había parado de sangrar. Ya no sentía nada; ni dolor o miedo. Sólo una calma que me envolvía como los brazos de la madre que nunca tuve.
«Todo está bien», me repetí de nuevo. «Nadie ha visto cómo June curaba mi pierna realmente. Todo estará bien».
Y tal vez, si hubiera aguantado un poco más con los ojos abiertos, hubiera podido llegar a notar el ceño fruncido del rey Caspian.
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Ese día, el Reino de Cristal brillaba de una manera mágica y cautivadora. Los habitantes de Roswald festejaban con dicha y alegría el solsticio de verano, pero su felicidad no era causada por haber guirnaldas en los edificios y puestos ambulantes con los objetos más extraños que pudieras llegar a imaginar.
Ese día también se celebraba un hecho jamás visto, pues era el decimosexto cumpleaños de Rohana, la tan querida princesa heredera por los hijos e hijas del gran fénix, que coincidía el mismo día que su festividad más importante.
Roswald no era llamado el Reino de Cristal por cualquier motivo absurdo y carente de sentido. La ciudad estaba repleta de vidrios decorativos, minerales y pequeños diamantes sin demasiado valor en cada fachada, barandilla y árbol que pudieras llegar a encontrarte. Desde siglos atrás tienen la creencia de que destacarán a ojos de los dioses por el efecto que hacen todos estos elementos con la luz del sol.
¿Dónde estaban los dioses el día de tu muerte?
Algunos realmente pensaban que era un mito, otros lo creían firmemente, pero ninguno se quejó al ver los arcoíris que se formaban en las plazas, o de las motitas de luz que aparecían al atardecer.
Por eso el día del solsticio de verano es tan importante para nosotros. Porque es el comienzo del buen tiempo y de las horas largas y cálidas de luz. Porque el sol simboliza una promesa cálida y reconfortante.
Y justo ese día naciste tú, kabiba, sin ser consciente de que dieciséis años después la gente se encontraría apelotonada en la plaza central para poder verte.
Dos años después llorarían por tu pérdida.
Vestías un vestido azul claro, como las aguas de la cala de Frey a primeras horas de la mañana. Una capa negra caía hasta tus pies y con sólo una sonrisa lograste que te aclamara todo el pueblo.
«¡Que viva la princesa Rohana!», gritaban algunas voces.
Los comentarios sobre ti se podían escuchar en cada una de las conversaciones de los aldeanos y nobles allí presentes. Hablaban sobre lo especial que eras, sobre todo lo que lograrías.
Te nombraron Rohana la Sabia a los cinco años.
Escribieron cantares sobre ti cuando tenías uno.
Eras la joya del reino, y yo no podía sentirme más afortunada de haber sido la elegida para ser tu guardia personal hasta que te nombraran reina. Entonces me convertiría en una Guardiana y moriría luchando en tu nombre, tal y como June y Saphira y Aeryn harían. Tu hermana no tendría que pelear por una corona que nunca pidió...
Me detesto a mi misma cuando recuerdo todas la veces que me llamaste hermana. Las veces que llamaste hermana a la persona que poco después te traicionaría.
Pero ninguna de nosotras eramos conocedoras de lo que iba a suceder ese día.
—Los poderes ancestrales del grandioso reino de Roswald —leí en el libro—. ¿Dónde has encontrado esto?
—La biblioteca real. He pensado que podríamos...
—No.
Mi respuesta fue rotunda, casi cortante, pero lo único que hizo fue que sonrieras.
—Pensaba que las Guardianas no le temían a nada.
Pero yo aún no era una Guardiana.
Suspiré, y las dos sabíamos que ya habías ganado esa discusión.
—Todo estará bien —me prometiste.
Todo estará bien, dije el día que te perdí.
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