Capítulo VIII: ¡Eri, Eri!
La tarde de Cáucaso señalaba la mitad de la semana. Y en un cielo anteriormente ocupado por Selena, el sol anhelaba brillar con fuerza. Anhelaba pues por los nortes la neblina evitaba que así fuera.
Además de frío y neblina, en el corazón de los campesinos se instalaba un sentimiento que los hacía más inseguros, el miedo.
En la casa, Roaj, consciente de como los campesinos tornaban a caras más tristes, decidió convertir aquella lúgubre atmósfera en una más amena. Nos había enseñado un juego de reglas bastante básicas y muy divertido:
—Solo podéis hacer un movimiento siguiendo las líneas. A diferencia de otros juegos de mesa, para poder moverte a cierto punto el espacio tiene que estar libre. El juego es simple. Sólo tenéis que alinear las tres piedras que poseéis en una de las líneas diagonales, en la línea horizontal y, con mucha más práctica, en la línea vertical. Nunca en las líneas que conforman el rectángulo.
Sobre el suelo, con una pieza de carbón de la chimenea, creó un tablero que consistía en un rectángulo vertical de una o dos manos de longitud con dos líneas diagonales de vértice a vértice y dos líneas perpendiculares. Una horizontal y otra vertical. Salió un momento afuera dejándonos a todos en la casa expectantes.
—¿A por qué irá?— se preguntó Román, materializando en sonido lo que todos pensábamos—. Este juego desde luego promete— afirmó con una gran sonrisa en sus labios, una sonrisa experta en ocultar miedo.
Cuando volvió, el anciano sujetaba un pequeño cúmulo de piedras en sus viejas manos. Una misteriosa sonrisa ocupó su cara mientras en cada base, donde las líneas diagonales y la vertical se encontraban, ponía tres piedras correspondientes al final de cada segmento. No puso nada en la línea horizontal.
—Román, ¿quieres darle a este viejo carcamal la oportunidad de jugar un juego de niños?— propuso el anciano de iris carmín. Román se lo pensó pero no durante mucho tiempo. Segundos después de asentir con la cabeza se dirigió al lado contrario a Roaj, donde tres pequeños cantos lo esperaban.
La partida resultó ser más rápida de lo expectada, con movimientos rápidos pero eficaces, Roaj se guió a sí mismo hacia la victoria. Consiguió alinear sus tres cantos en una de las líneas diagonales, cerrando completamente el paso a Román.
Tras aquella victoria limpia, las caras de los campesinos se iluminaron un poco dando a ver la buena herencia que sus ancestros les habían dejado, su sonrisa.
Roaj se batió contra cada uno de nosotros. Contra el que se batiera, ganaba.
El anciano de mirada ferviente junto al campesino y su dama se retiraron cuando el sol comenzaba a ponerse. A nosotros los jóvenes se nos concedió la oportunidad de competir entre nosotros hasta altas horas de la noche.
Brew fue el único capaz de mantener un patrón de victorias entre nosotros puesto que nadie más que él conseguía ganar más de una vez. Nuestras partidas eran rápidas y de movimientos delirantes. Más de una vez intenté mover el canto con la misma parsimonia como con la que Roaj movía los cantos pero aquello solo me provocaba más pérdidas que ganancias.
Ya cuando la luna llena se asentó en el firmamento, Román ya nos había mandado a cada uno de nosotros a nuestra habitación. Sin embargo, lo que encontré en la mía no era algo de esperar.
Sobre las agujas de paja encontré una capa parecida a la que llevaría un héroe en su misión más importante. Negra como el cielo en una noche sin luna, de material versátil como las balas de paja pero protectora y agradable como una tarde de verano. Era tan vieja que el polvo se había adherido a la capa, tan vieja que el polvo mismo se había vuelto negro. Poseía una caperuza que destilaba un fuerte olor a mezcloa, una mezcla de líquidos hechos a partir de los ácidos de tripas de vaca capaz de destruir todo tipo de mancha. En efecto, la capa no se encontraba sucia en ninguna parte pero el olor no era agradable.
—Veo que te gusta mi regalo— enunció un sorpresivo Reo tras el marco de la puerta.
Sin evitarlo, por el susto, traté de esconder la capa bajo una montaña de paja y después observé algo avergonzado al propietario de la voz.
—Esta es una de las capas que me encontré cuando era pequeño, la guardé para momentos en los que se necesitaría pero con la llegada de la pubertad lo deseché, a mí me gusta ir más al aire libre— informó pícaramente el apestoso joven acompañado con una sonrisa perspicaz.
—¿Sigues con la idea de salir allá afuera?— consulté mientras me acomodaba la capa.
Sabía cuál era la respuesta, sabía que hoy, yo necesitaría bastante aquella capa.
—En efecto, he hablado con mis hermanos, se lo he contado.
—¿Van a venir con nosotros?— pregunté antes de tirarme sobre la paja, la capa se arrugó y estiró durante mi heroico salto. La capa me hacía sentir más varonil, más mágico, más poderoso.
—Desde luego que no, les he pedido que se inventen excusas si tardamos de más. Sierra está esperándonos en la puerta de detrás de la casa, saldremos por ahí ya para no hacer ruido— explicó Reo, aquello sonaba excitante.
Sumándome al detallado plan de Reo, salimos de la casa por la puerta trasera aquella noche de luna llena. Sierra en efecto nos esperaba con una vela atrapada en una máquina. Era una "apresa-flamas". La máquina consistía en un cubo hecho de cristal alihn, el cristal alihn tenía una propiedad única, absorbía el calor de una llama para crear luz, en vez de reflejar, la creaba, haciendo que todo el cristal brillara sin distinción alguna.
Un "apresa-flamas" en las montañas de Argos solía costearse entre las trece y catorce iotas, dinero suficiente para alimentar a un pobre durante veinte años.
El hecho de que Sierra sujetara sin precaución alguna un objeto tan valioso me alarmaba.
—¿De dónde has sacado eso?— pregunté curioso evitando mostrar lo alarmado que estaba.
Hace minutos que nos habíamos adentrado en las eripancráceas y no había rastro de nada excepto lo potente que podía ser la luz de la luna cuando estaba llena. El frío era mínimo gracias a mi capa, sólo mis pies estaban desnudos.
—Lo encontré en el pasadizo que conduce a mi habitación, la trampilla se abrió fácil y solo tuve que cogerlo.
—¿Como supiste cómo funcionaba? —interrogué aún más curioso—. Lo pregunto porque parece tener un mecanismo bastante complicado— rectifiqué para no aparentar nada más que curiosidad.
—Te estoy diciendo que lo encontré, cuando lo vi ya brillaba de esta manera— dijo un tanto molesta Sierra—. Ya no me preguntes más, te estás poniendo muy pesado.
—Perdón— musité.
Aquello era extraño, las velas no tenían fuego infinito y para abrir el cubo necesitabas experiencia con su mecanismo. Ni yo sabía como abrirlo. Decidí no hablar más sobre aquello, no llegaría a ningún punto dado.
Seguíamos caminando y no había ni rastro de sucesos extraños, lo único molesto era la potente luz de la luna. Tan cercana como lo estarían los sentimientos si fueran visibles.
Desprevenidos como las gotas de agua al caer, nos asustamos cuando comenzamos a escuchar ruidos extraños.
Cij, cij, cij.
Tenebroso como el ulular de los vientos al chocar contra árboles grandes, el sonido avanzaba, aumentaba su número y por tanto su volumen.
Como siempre no había graznidos pero por primera vez desde que llegué al campo vi trazados en el firmamento lejano unas figuras iguales de oscuras que la capa que llevaba a mis hombros. Volaban, poseían alas y se movían como pájaros así que no dudé su realeza.
Poco a poco noté que me alejaba involuntariamente del grupo así que apeé más rápido para llegar a Reo y Sierra. Me encontraba asustado como lo estaría un gato tras haber visto un perro. Una sensación odiosamente latente, el miedo, me devoraba lentamente.
—¿Qué venimos a buscar?— pregunté tras escuchar por décima vez aquel tétrico sonido.
—Vine a sondear este maldito campo, ahora tengo el propósito de encontrar algo que te cierre la boca— su voz escupía irritación así que decidí dar por terminada mi conversación.
Sierra no hizo más que reírse ante mi repentino silencio. No la seguí el juego y me centré en el paisaje alrededor nuestra. Infinito. Las eripancráceas eran infinitas y aquello era irrefutable. Cuanto más caminábamos, más perdido me sentía.
Menos yo me encontraba.
Repentinamente, un sonido cortante como el más afilado cuchillo tajó el silencio. Me crispó tanto que podía sentir los pelos de mi cuerpo erizarse. Sierra, en cambio, sujetó en alto el apresa-flamas alumbrando con más fuerza nuestro alrededor. Reo se limitó a andar, no parecía estar asustado pero yo sabía que el miedo debía estar carcomiéndole por dentro.
Cij, cij, cij. El tambaleo de las eripancráceas imitaba aquel sonido tan tenebroso, aún así yo tenía bien claro que las plantas no eran el sujeto que lo producía. Algún ser debía estar detrás de todo esto.
Detrás de nosotros.
Pese al miedo, di la vuelta con lentitud intentando fijar mi mirada en cualquier objeto u ser móvil. Estaba tan cagado que cuando me encontré con dos bolas llenas de un amarillo hambriento me asusté y caí hacia atrás. Al pestañear todo se desvaneció, aquello era mi mente jugándole una mala pasada a mi cuerpo. A mis ojos, que al igual que mi mente, perdían la cordura.
Me levanté rápido del suelo y me sacudí, al darme la vuelta ni una mota de luz aparecía. Me encontraba perdido y aquello no era gratificante. No grité para no causar un revuelo en aquella calmada noche pero para ser sincero, no grité por miedo a que la leyenda del campo fuese cierta.
Sin dudarlo, comencé a andar sin rumbo. Mucho mejor que ser agobiado por el constante sonido tétrico.
Pronto, por no decir desde el principio de mi camino me perdí. Las eripancráceas se erguían detrás mía, no había más al frente. Sentí que había llegado a una especie de final así que me di la vuelta para ver si alcanzaba a notar la luz del apresa-flamas de Sierra.
—¿Donde crees que vas?— preguntó una voz cercana.
Repentinamente, una gran mano me agarró el hombro. Impidiéndome escapar.
—Me ha dado un gran susto el no verte cerca— dijo una preocupada Sierra que alzaba el apresa-flamas para observar mejor mi rostro.
—Lo siento— me disculpé un tanto avergonzado por haberme extraviado.
—No hay tiempo para disculpas— sonó detrás mía Reo—. Algo lleva mucho tiempo persiguiéndonos.
—¿Qué?— consulté mientras sentía el pavor recorriendo mis venas.
—Los shaed ya han tomado forma. Hay que escapar.
Ya era tarde. Las pisadas detrás nuestra eran mucho más sonoras que nuestra mismísima respiración agitada al correr. Incluso yo podía sentir lo atrapados que estábamos, que a pesar de correr sin luz alguna, me hacía camino entre las eripancráceas con Sierra y Reo.
—¡Reo, Reo!— grité mientras los perdía. Ellos eran mucho más rápidos que yo.
—¡A prisa!— escuché a cierta distancia mía. Con más esfuerzo los llegaría a alcanzar.
Si me hubiese esforzado más en no desmayarme al correr en las prácticas con Roaj, quizá no me hubiera cansado tanto momentáneamente. Quizá hubiera seguido teniendo energías. Quizá.
—¡Reo!
Agraciada fue mi dicha cuando sentí los brazos de mis amigos sujetarme entre los dos para que no parara de correr.
—Niño, eres bien pesado— dijo con una amplia sonrisa mientras me empujaba a correr junto a él.
Sierra en cambio sujetaba alzada la apresa-flamas que poco a poco iba perdiendo fuerza. Los jadeos eran continuos y el cansancio ya me había dado un buen golpe. Incluso mantener los ojos abiertos me costaba. En un pequeño claro decidimos unánimemente descansar. Estábamos tan conectados que en cuanto llegamos allá nos tumbamos al mismo tiempo en el lecho herboso.
—El apresa-flamas está fuera de servicio— informó Sierra tras observar el recipiente donde la vela se encontraba.
La oscuridad de la noche había cobrado vida, era imposible ver siquiera la luna. El frío era asesino e incluso yo, gracias al sudor tan copioso que impregnaba mi cuerpo, lo podía sentir. Y a gran escala. Tiritaba al sentirme congelado.
—Necesitamos luz— clamé mientras me resguardaba en mi capa—. Y calor. Si creas luz nos ayudarías mucho— aconsejé a Reo mientras recobraba el aliento.
—Estoy muy cansado, si lo hago ahora moriré instantáneamente.
—Intenta absorber energía del campo— insistí.
—No sé cómo se hace eso, ¿que quieres que toque cada eripancrácea y me ponga a gritar?
—Podrías intentar— respondí algo dubitativo.
—¡Eri, eri!— recitaba Reo mientras posaba sus manos misticamente sobre las plantas. Sonrió al ver lo estúpida que había llegado a ser mi proposición.
Sin comerlo ni beberlo, algo nos golpeó y aturdió.
—¿Eri, eri?— preguntó Reo justo antes de caer desmayado por la bestia que se iba a hacer un gran festín de nosotros.
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