Operación Torres Caídas, Parte 7
Tras un tortuoso viaje a pie, ambos logramos llegar hasta los andenes. Allí, un gran tren blanco estaba siendo cargado con varios vagones de pasajeros y de carga. A pocos metros, Bullet y la mayor Grant parecían estar terminando de hablar.
Cuando nos acercamos, el tren desfogó una inmensa cantidad de vapor, derritiendo casi por completo la nieve de los andenes. Estaba listo para partir.
— Entrégale esto... —pidió Bullet a la Mayor, dándole un pulcro sobre blanco que sacó de su chaqueta—. Si no puedes, pídele a Lucius o a Jimm que lo hagan, por favor.
— ¿Debo celebrar acaso? —respondió la Mayor con una sonrisa irónica mientras guardaba el sobre en su uniforme—. Es una de las pocas veces que me dices "por favor".
— No me hagas arrepentirme, Grant —dijo Bullet, dirigiéndole una sonrisa pasivo-agresiva. La miró fijamente, indicándole que no era el camino que debía seguir.
— Sé que me vas a extrañar... —comentó ella en un tono que mezclaba su usual autoridad con un matiz bromista—. Pero volviendo al tema: tres días y medio de ida...
— Tres días y medio de vuelta —completó Bullet, despidiéndose con una tosca venia militar—. Disfrute de su viaje, Mayor... y más le vale traerla sana y salva.
El tren volvió a desfogar vapor con un potente "¡Psssss!", indicando su inminente partida. Bullet se alejó unos pasos, mientras la Mayor Grant se acercaba a la puerta del vagón de pasajeros, agarrando con fuerza la barandilla y comenzando a subir.
Con un ligero chirrido mecánico, la locomotora hizo girar sus enormes ruedas negras, las cuales rechinaron y echaron chispas al comenzar a avanzar fuera del andén. Bullet, observando cómo el tren se alejaba, repitió la venia militar. Esta vez, la Mayor Grant le devolvió el saludo antes de desaparecer entre las nubes de vapor.
El enorme convoy de vagones abandonó el andén, dirigiéndose directamente hacia el Portón Norte. Una vez el tren se perdió en la distancia, Bullet se acercó a nosotros con una sonrisa burlona, mirándonos de arriba abajo.
— ¿No se aguantaron las ganas, tortolitos? —comentó con sorna al vernos a medio abrazar—. Lo que es la juventud hoy en día... ya no hay valores.
— ¡Si tú y yo tenemos casi la misma edad! —le gritó Ludmilla sin soltarme ni un segundo, aferrándose a mí con fuerza—. ¡Además, lo que hagamos Lawrence y yo no te interesa!
— Qué miedo... —se burló Bullet, moviendo los dedos como si fingiera asustarse—. No los critico ni nada, solo me divierto. ¿Acaso está mal, "Princesita"?
Los ojos de Ludmilla hirvieron en ira ante la insolente respuesta de Bullet. Intentó zafarse de nuestro abrazo para ir a golpearlo, pero el frío había entumecido nuestras extremidades, impidiéndome soltarla con facilidad. Mis brazos estaban completamente dormidos, atrapándola conmigo. Por más que ella luchara, no logró liberarse.
— ¡Suéltame, que le pego! —gritó, rosando de forma infantil la cólera mientras se agitaba furiosa—. ¡Alguien tiene que ponerlo en su lugar y esa seré yo!
— ¡Lumi, tranquila! —exclamé, esforzándome por contenerla y apresándola aún más entre mis brazos—. ¡Y tú, Bullet, no la molestes! —le ordené como si fuera uno de mis soldados—. ¡Ella no te hizo nada!
— Cálmense, por el amor a la Diosa. No es para tanto, "sensibles"... —chasqueó la lengua con fastidio y se dio la vuelta, comenzando a caminar por el andén—. ¡Vayan a su dormitorio antes de que se congelen! —nos advirtió, señalando una de las calles laterales del patio.
Dio unos pasos más antes de que una ventisca lo envolviera, haciéndolo desaparecer de nuestra vista.
— La próxima vez lo mato, te lo juro, Law... —murmuró Ludmilla, aún indignada, refugiándose en mi pecho como si eso le permitiera calmarse.
— Haz lo que quieras, Lumi... —respondí, apretando un poco más mi abrazo sobre ella mientras comenzábamos a caminar en dirección a la calle que señaló Bullet—. Pero en algo tiene razón: será mejor que volvamos antes de que nos congelemos, no quiero que te enfermes, Lumi.
Cruzamos el patio blanquecino bajo la luz de la luna y nos adentramos en una calle de piedra que subía con una ligera pendiente. Las ventanas de los edificios a nuestro alrededor iluminaban el camino con su luz amarillenta, proveniente de lámparas de aceite tras los cristales.
El ambiente ligeramente más acogedor me hizo olvidar momentáneamente el abrasador frío, permitiéndome disfrutar un poco más de la compañía de Ludmilla hasta que llegamos a la puerta del dormitorio. Allí nos esperaban Ana y Lu; esta última terminaba de armar un deforme muñeco de nieve con la escasa cantidad acumulada frente al edificio.
— Capi... Ludmilla... —nos saludó Ana con torpeza mientras sostenía una gran cantimplora de la que emergía un humeante líquido marrón—. Tomen café, por favor... deben de tener frío.
— Agradezco el gesto, Ana, pero ambos estamos bien —respondí por los dos. Ludmilla no dijo nada, así que asumí que no le molestaba.
— Oh... —asintió Ana, algo desilusionada. Cerró y guardó rápidamente su cantimplora en el cinturón y añadió—: Pero asumo que tienen frío... Pasen, la mayoría ya se acostó a dormir. Hay gachas de arroz en la olla.
Rápidamente abrió la puerta para nosotros y, al instante, un agradable calor nos envolvió. Lu, sin embargo, seguía empecinada en terminar su muñeco de nieve. Sonreía de oreja a oreja mientras su cabello enrulado y rojizo se mecía con las ligeras corrientes de viento que atravesaban la calle. Inconscientemente temblaba de frío, pero aun así logró juntar una gran bola de nieve, levantándola con ambos brazos por encima de su cabeza y dejándola caer con fuerza sobre el endeble cuerpo del muñeco.
Con un golpe seco, colocó la bola a modo de cabeza y con sus dedos dibujó una cara sonriente. Satisfecha con su obra, se alejó unos pasos y, tras observarla por unos segundos, nos mostró ambos pulgares en señal de aprobación.
— Te quedó bien, Lu... —comentó Ana con orgullo, levantando los pulgares también.
— Es verdad, Lu. Si tuviera dinero, te contrataría como mi artista personal —agregó Ludmilla con una sonrisa.
— ¡Gracias! Ana y yo tuvimos que paliar suficiente nieve, pero me conformo con esto... —respondió Lu, frotándose las manos ansiosa mientras poco a poco comenzaba a sentir el frío calar sus huesos. Un escalofrió recorrió su cuerpo, sacudiéndola sin perder en ningún momento su sonrisa.
Sin perder tiempo, Ana volvió a sacar su cantimplora y se la acercó a la cara, ofreciéndole calor con una fraternal sonrisa. Ludmilla y yo hicimos lo mismo, desistiendo de nuestro abrazo antes de entrar.
Al entrar al dormitorio, nos encontramos con la mayoría de los ocupantes ya acostados. Las gruesas mantas de lana y frazadas los cubrían hasta la cabeza; algunos ya dormían, mientras que otros, aún con algo de energía residual, nos saludaban con la mirada al pasar. Al fondo de la sala, cerca de la estufa, una olla burbujeaba, emanando un dulce aroma a miel y leche. Una chica de rasgos lupinos revolvía el contenido intermitentemente mientras lavaba decenas de boles en una cubeta con agua.
Cuando nos vio entrar, detuvo todo lo que estaba haciendo y, apresurada, comenzó a servir gachas en un bol. Su nerviosismo era evidente: olvidó dónde había dejado el cucharón y luego pareció dudar sobre qué bol estaba limpio. La presencia de Ludmilla y mía probablemente la abrumaba.
Por más veces que les explicara que no debían ponerse nerviosos conmigo, que no importaba si cometían errores o si algo no salía como esperaban, seguían sintiendo la necesidad de actuar con extrema corrección hasta que lograban forjar una confianza sólida.
Las Gemelas, asumiendo el rol de intermediarias, se acercaron a la joven para calmarla y explicarle la situación. Una vez lo hicieron, la chica sonrió avergonzada y nos ofreció un segundo bol de gachas, pero lo rechacé y se lo entregué a las Gemelas como recompensa por su "arduo trabajo". Felices, lo aceptaron y se sentaron a comer, mientras Ludmilla y yo terminábamos nuestras gachas y nos dirigíamos al tercer piso.
Allí nos esperaban las puertas de nuestras respectivas habitaciones.
— Hoy fue un día agotador... —suspiré mientras estiraba los brazos, sintiendo cómo cada una de mis vértebras tronaba. La cicatriz en mi pecho tiró con un ligero escozor.
— Sí... —asintió Ludmilla distraídamente, observando su puerta con cierta indecisión.
— ¿Qué te pasa? —le pregunté al notar su actitud—. ¿No quieres dormir?
— No es eso... —negó con un ligero movimiento de cabeza, haciendo que su abundante cabello rubio se meciera—. Es que mi habitación ya "está ocupada" —murmuró, señalando una tela roja colgada del pomo de la puerta—. Es un código, un arreglo entre ella y yo.
Se descalzó, avanzó lentamente hasta la puerta y tomó la tela con delicadeza antes de entregármela.
Al principio no comprendí su significado, pero al extenderla sobre mi mano y tocarla con la otra, noté que tenía pequeñas protuberancias redondeadas a lo largo de la superficie. Se repetían a intervalos regulares.
Dándome una idea de su posible propósito, le devolví la tela a Ludmilla. Ella la tomó, y tras esbozar una leve sonrisa, quizás por algún recuerdo asociado, la hizo una bolita y la lanzó contra la puerta con impecable puntería. Cayó justo sobre el pomo, desplegándose con suavidad.
— ¿Quién diría que algún día me tocaría usarlo en mi contra...? —murmuró con una mezcla de orgullo y resignación, rascándose la nuca—. La niña ha crecido...
— ¿A qué te refieres con eso? —pregunté con desconcierto, aún sin captar del todo la situación.
Ludmilla soltó un suspiro y bajó la voz.
— En el Palacio... cuando me disponía a disfrutar de los placeres carnales, colgaba esta tela en el pomo exterior de mi puerta —explicó con naturalidad—. Era una señal para no ser molestada y tener privacidad... No es de mi agrado que me "oigan".
— Oh... ya veo —asentí con una mueca, comprendiendo de inmediato el "profundo significado" de aquella tela—. Y ahora ella...
— Sí, con Lars... —añadió con evidente cansancio, completando mi frase—. Parece que alguien va a tener que compartir su cama conmigo esta noche... —insinuó, girándose hacia mí con una mirada juguetona mientras avanzaba hasta la puerta de mi habitación—. Trátame bien, ¿sí? —pidió en un tono sugestivo mientras comenzaba a desabrochar lentamente los primeros botones de su camisa blanca.
Los recuerdos del incidente en el ascensor volvieron a mi mente como una avalancha. La sensación de su cuerpo, el calor de su piel, la mirada desafiante de Bullet cuando nos interrumpió... Todo se superpuso a mi razonamiento, generando un conflicto interno. Estaba claro lo que iba a suceder. Ludmilla me estaba dando su consentimiento, pero la intrusión de Bullet en aquel momento había dejado una huella en mí, un resquicio de duda, de miedo a ser encontrados...
¿Qué pasaba si alguien volvía a aparecer? ¿Qué haríamos si eso ocurría? Era mi habitación, sí, pero...
— ¡Aghhh! ¡Mierda! —exclamé entre dientes, mordiéndome el labio con fuerza mientras la miraba fijamente.
La razón luchaba contra el deseo, pero el calor creciente en mi cuerpo comenzaba a inclinar la balanza.
— Que la Diosa y la Princesa Astrid me disculpen... —murmuré con resignación, sintiendo cómo la excitación se apoderaba de mí, cegando lentamente mi razonamiento.
— Regalada y en bandeja de plata... —susurró Ludmilla con voz aterciopelada, abriendo lentamente la puerta de mi habitación.
El umbral oscuro parecía engullirla conforme se adentraba, pero antes de desaparecer, giró el rostro y me dedicó una última mirada provocadora.
— Te espero adentro... No tardes... —susurró con un tono dulce e hipnótico.
La puerta se cerró tras ella, y en ese instante, el deseo suprimió cualquier vacilación que me quedara. Sin debatirme más, avancé con paso firme hacia la oscuridad, atravesando el umbral con decisión y cerrando la puerta tras de mí con un golpe seco...
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