Operación Torres Caídas, Parte 2

La Princesa Astrid previó de antemano la caída de la Fortaleza de Ymir, incluso mucho antes que el propio ERENOR. Solo necesitaba contar con un número suficiente de personas leales dentro de la fortaleza para controlar cómo se daría su caída, asegurándose de que pareciera un hecho inevitable, sin sacrificar innecesariamente a todos los soldados.

Un ataque de falsa bandera interno, similar al ocurrido en la Academia Queens Victoria, pero planeado desde dentro, anticipando cada posible movimiento... Un plan tan macabro como audaz.

— Disculpa que lo diga, pero tu madre es el ejemplo perfecto de un noble frío y calculador. ¿Quién, si no alguien así, estaría dispuesto a idear un plan tan astuto? —reflexioné, mientras una imagen de la Princesa Astrid, con una sonrisa engreída de oreja a oreja, cruzaba mi mente y un escalofrío recorría mi cuerpo.

— De hecho, lo hizo mi padre, con la ayuda de los asesores militares —aclaró Ludmilla, apartándose ligeramente del mapa, captando de inmediato mi atención—. Mi madre será muchas cosas, pero la belicología y la estrategia militar profunda no son su fuerte, igual que tampoco lo son para mí ni para mis hermanas.

Eso era un contraste notable con lo que había visto en Ludmilla en varias ocasiones. Ella había demostrado actuar con mayor autoridad y rapidez que yo, especialmente durante nuestra época en la academia.

— Nuestra educación, por más que esté destinada a prepararnos para gobernar como futuras Princesas Regentes, deja todo lo relacionado con la guerra a los hombres. Es una tradición arraigada, y nadie se queja... —Ludmilla se detuvo un instante, mirándome directamente a los ojos, como si dudara por un momento—. A ti... no te molestaría, ¿verdad?

Esa tradición sí que era nueva para mí. Nunca había oído hablar de algo similar. Bueno, cabe destacar que la casa Eichernberg es matriarcal, con algunas excepciones, pero matriarcal al fin. Las mujeres llevan la corona y dirigen el Principado. Sin embargo, nunca imaginé que la guerra estuviera fuera de su alcance. Supongo que debe estar relacionado con su percepción familiar, que trasladan y magnifican al gobernar la nación.

Por otro lado, los hombres, guerreros por naturaleza, destacaban en el ejército, liderando con excelencia las tropas. Pensándolo bien, tenía cierto sentido...

— No te preocupes si no lo sabías; de momento, no te afecta en nada —afirmó Ludmilla, recuperando su picardía habitual y sonriéndome mientras continuaba con su explicación—. Mi padre apenas es conocido en el ámbito social. En su mayoría, los padres de mis hermanas también son figuras secundarias... salvo algunas excepciones.

Con cada palabra, mi asombro crecía. ¿Cómo que "los padres de mis hermanas"? ¿Acaso no tenían el mismo padre? 

Recordé la sala del trono; las princesas eran notablemente diferentes entre sí. Si sus padres eran distintos, entonces eran medias hermanas. ¿Eso no iba en contra de la idea de mantener pura la línea de sangre? Reflexionar sobre las tradiciones familiares de Eichernberg daba para largo, pero me di cuenta de que nos estábamos desviando demasiado. Este no era el momento.

— Creo que esta "conversación" queda mejor para otro momento, ¿no te parece, Lumi? —le sugerí con suavidad, intentando redirigir el tema.

— Como quieras... —respondió, con un deje de decepción, recostándose en su asiento mientras me miraba fijamente—. ¿Y ahora qué, Comandante? ¿Te aclaré un poco las ideas?

— Si te soy sincero, estoy bastante confundido acerca de las tradiciones de la casa Eichernberg, pero respecto a lo demás, estoy algo más "lúcido" —admití mientras repasaba el mapa una y otra vez.

Lo más sensato sería organizar una retirada escalonada, trasladando las tropas hacia el interior de las montañas. Pero ahí radicaba el problema más grande: las montañas. Estas se extendían por cientos de kilómetros hacia el interior de la Federación. Retirarse a pie sería una sentencia de muerte, y no teníamos suficientes locomotoras para mover a todos ni puntos de descanso intermedios.

Si optábamos por la retirada, tendría que hacerse en pocos viajes, aunque solo fuera hasta los límites con las praderas del Principado de Eichernberg. Allí podríamos dejar a las tropas y regresar por más...

— Tu madre necesita que esta fortaleza caiga, y yo no quiero ensuciarme las manos más de lo necesario... —murmuré mientras acariciaba mi barbilla, perdido en mis pensamientos—. Destruir la fortaleza... —chasqueé la lengua y golpeé la mesa ligeramente—. ¡¿Cómo demonios vamos a salir de aquí si la destruimos?!

— ¿Ves? Por eso te dije que yo no sirvo para esto —comentó Ludmilla, levantando las manos como si se librara de cualquier responsabilidad—. Mi madre es impulsiva, demasiado, pero es una bestia en la gestión y la diplomacia. Ella solo necesita una chispa para causar un incendio. Si le damos "esa chispa", podremos iniciar una guerra con la opinión internacional de nuestro lado. No será una guerra sorpresa, será defensiva.

— Entonces, tendremos que ir a la reunión —propuse con determinación—. Allí podremos plantear todo... Tú vendrás conmigo, Lumi.

Si Ludmilla y yo logramos comprender a medias el plan de la Princesa Astrid, reunirnos con los demás oficiales y estrategas de la fortaleza nos permitiría desarrollar una estrategia sólida. Era muy probable que juntos pudiéramos afinar los detalles y anticiparnos a cualquier imprevisto.

— ¿Pero no era en dos horas...? —preguntó Ludmilla al instante, mientras hacía un esfuerzo por levantarse del asiento—. Si estas reuniones son iguales que las de la corte, dudo que empiecen antes de la hora establecida.

— No tenemos mucho más que hacer ahora, ¿o sí? —respondí mientras me ponía de pie y me dirigía hacia la puerta—. Además, prefiero quitarme este peso de encima cuanto antes. No soportaría dormirme en los laureles mientras los Imperiales podrían atacarnos.

Probablemente Ludmilla tenía razón al decir que la reunión no comenzaría antes, pero prefería acercarme al lugar con anticipación. No nos costaba nada, y al menos podríamos observar un poco el estado de todo. Con esa idea en mente y sin ninguna objeción por parte de Ludmilla, ambos abandonamos mi oficina y comenzamos a bajar las escaleras con calma, piso tras piso. No había prisa, y correr no cambiaría nada.

Mientras descendíamos, pude observar cómo la mayoría de los muchachos permanecían acostados, algunos aún vestidos con sus sucios uniformes. Por suerte, muchos se habían despojado de las prendas más pesadas a mitad del sueño, dejándolas tiradas junto a las camas. Eran pequeños montones de chaquetas, pantalones y botas.

Sin embargo, había algunas camas vacías, pulcramente arregladas, que destacaban de manera ominosa. Incluso los soldados despiertos evitaban mirarlas directamente, como si el solo hecho de hacerlo invocara recuerdos amargos. Esas camas pertenecían a los que ya no estaban. Los que habían caído en combate y ahora descansaban en la eterna oscuridad.

Un pinchazo de dolor me atravesó el pecho al notar que, en los tres pisos del dormitorio, varias camas permanecían vacías. Nunca me atreví a preguntar el número exacto de caídos; sabía que, por pequeño que fuera el número, ese conocimiento me hundiría en un trance de culpa y miedo. Solo el hecho de saber que ya no estaban era suficiente para sentir el peso de su ausencia. Prefería no añadir más carga emocional que pudiera nublar mis futuras decisiones.

Ludmilla, al notar mi melancolía mientras observaba cada piso, tomó mi brazo y lo cruzó con el suyo, apretándome contra su esbelto cuerpo.

— No te preocupes, Law. No fueron muchos... —dijo con suavidad, tirando de mi brazo para que continuara bajando las escaleras—. Te aseguro que fueron muchísimos menos que en la academia.

— Lo sé, no te preocupes —respondí con una sonrisa forzada—. Hicimos lo mejor que pudimos... Todos lo hicimos, y tendremos que aprender a vivir con ello. Tú lo dijiste: ellos confían en mí. Soy yo el que debe aprender a confiar en mí mismo de nuevo.

Tras dejar atrás los lúgubres pisos del dormitorio, llegamos a la planta baja. Allí, el ambiente era mucho más cálido y vivo, en gran parte gracias al crepitar de la estufa a leña. Alrededor de ella se reunía una fracción de los muchachos del Batallón, comiendo un denso estofado de arroz y verduras. Algunos estaban apoyados contra las paredes, mientras que otros se sentaban donde podían.

Para mi sorpresa, Lars estaba entre ellos, sentado junto a Amaia cerca de la puerta. Ella intentaba darle de comer con una cuchara, fallando torpemente por su ceguera, pero sin rendirse. Cada intento fallido era seguido de una nueva sonrisa y otro esfuerzo. Lars parecía rebosar de alegría, y Amaia también.

Al pasar junto a ellos, decidí aliviar un poco mi pesar dándole un ligero golpe a Lars entre sus orejas lupinas, sacándolo momentáneamente de su dulce ensoñación.

— ¡Bastardo! —gritó de repente Lars, llevándose ambas manos a sus orejas negras para protegerse de un segundo golpe.

— Para que aprendas a no "desaparecerte" —dije con tono burlón, alzando la mano como si fuera a darle otro golpe. Pero Lars, con un rápido movimiento, atrapó mi muñeca.

— Yo también te quiero, Law... —murmuró, conteniendo el impulso de devolverme el golpe—. Además, no es mi culpa que alguien superior a ti me enviara a otra misión... ¡Me congelé ahí fuera!

Amaia, con su ternura característica, dejó el estofado a un lado y tanteó con la mano hasta encontrar la cabeza de Lars. Comenzó a acariciarlo con movimientos circulares, calmándolo.

— No te enojes, Lars... —le dijo con un tono dulce, casi como si hablara a un niño—. Sabes que Lawrence no lo hizo con mala intención.

Tengo que decirlo: Amaia es realmente tierna cuando se lo propone. Y parece que a Lars no le molesta en absoluto. Eso, sin duda, debe ser una de las razones por las cuales ella le gusta tanto. Se cuidan mutuamente, eso es evidente. Quizás haya razones más profundas, pero no está en mí encontrarlas o juzgarlas.

Si fuera capaz de llorar con facilidad, seguramente una lágrima habría caído al ver a mi amigo tan feliz en compañía de alguien como Amaia.

— ¡Aghhh...! —Lars suspiró con fuerza, encogiéndose de hombros ante las palabras amorosas de Amaia—. Te salvas porque está ella, Lawrence...

— ¿No te acuerdas de las veces que tú y yo peleábamos fuera de la base en la academia? —le pregunté, esbozando una sonrisa nostálgica.

— Y siempre te ganaba... —respondió Lars con un suspiro suave, mirándome de reojo—. Fueron años infernales, pero no puedes negar que la pasábamos bien en ese bosque.

¿Cuántos recuerdos habrán quedado sepultados entre esas montañas? ¿Cuántos momentos compartidos se desvanecieron tan rápido...? La vida da tantas vueltas. Nunca se detiene para que podamos disfrutar nuevamente de esos instantes. Todo sigue adelante, y nosotros también debemos hacerlo.

— Algún día... —intervino Ludmilla, apretando con firmeza mi brazo—. Tendrán que contarnos esas historias. Fuimos parte del 4to Escuadrón, aunque fuera solo por un mes. Merecemos saberlas.

— Algún día, Ludmilla... —respondí, dirigiéndole una mirada cargada de promesa antes de relamerme los labios y esbozar otra sonrisa—. Cuando tengamos un momento de paz, yo mismo les contaré todas las historias del Escuadrón. Te lo aseguro a ti y a Amaia.

Por ahora, había una misión que cumplir. Defender la fortaleza o retirarnos. Solo después de lograrlo tendríamos tiempo para recordar y compartir nuestras historias.

— Que así sea, entonces... —dijo Amaia mientras volvía a centrarse en el estofado, hundiendo su cuchara con decisión—. Vamos, Lars, tienes que comer bien para las siguientes misiones...

Con un rápido movimiento, Amaia logró meter la cuchara en una de las hendiduras de la deformación bucal de Lars, aunque gran parte del estofado terminó en el suelo. Lars no se inmutó y comenzó a masticar lo poco que había entrado en su boca. Eran tal para cual.

Tras algunos minutos de charla ociosa con Lars y Amaia, Ludmilla y yo nos despedimos y salimos del dormitorio. El frío de la tarde noche nos golpeó de inmediato, mientras los últimos rayos de sol se ocultaban tras las interminables montañas. Sin embargo, el cielo aún mantenía un cálido y relajante tono anaranjado-rojizo. Ese contraste me llenaba de una extraña sensación de confort en el pecho mientras descendíamos por la nevada calle hacia el patio.

El ambiente en el patio era peculiar. Algunos soldados, al igual que nosotros, estaban absortos observando el cielo, dejando por un instante de lado el caos que nos rodeaba. Los cañones permanecían en sus posiciones, enormes y silenciosos, como gigantes dormidos. Las pilas de casquillos quemados de la mañana seguían amontonadas a su alrededor, dándoles un aire aún más intimidante. Las imponentes Little Berthas parecían prepararse para la próxima orden de abrir fuego.

Mientras avanzábamos por el patio, nos dirigimos hacia la zona de almacenes cercana a las torres del Portón Sur. Fuimos rebasados incontables veces por tranvías de carga y centauros tirando de pesados carros con ruedas de gran tamaño. 

A pesar de haber sido atacados esa misma mañana, el ambiente era extraño. Una calma inquietante lo cubría todo, como si cada tarea se realizara de manera automática, sin emoción, pero con absoluta normalidad.

— Esta calma es más tétrica que la del Palacio... —murmuró Ludmilla, observando uno de los tranvías que pasaba a escasos metros de nosotros.

— No voy a mentirte, Lumi, yo lo prefiero así —respondí mientras mi mirada seguía la campanita dorada del tranvía, que tintineaba al avanzar—. Me da la falsa ilusión de que todo está bien. Bueno, teóricamente, gracias a Bullet, tenemos un margen de un par de días hasta el próximo ataque.

— Habrá que aprovecharlo, entonces... —respondió Ludmilla, con un repentino bostezo mientras estiraba los brazos hacia el cielo como si quisiera alcanzarlo con las puntas de los dedos.

Tenía razón, su comentario era acertado. Esta ventana de tiempo debía aprovecharse al máximo. Además, su actitud positiva en este momento me brindaba algo de tranquilidad. Sé que Ludmilla siempre busca apoyarme, incluso con sus pequeños gestos. Algunos, claro, son más celosos o posesivos de lo que quisiera, pero siempre están ahí.

Con nuestros brazos todavía entrelazados, llegamos al almacén por el cual había pasado la primera vez que subí a una de las torres del Portón Sur. Siguiendo la misma ruta que había recorrido con la Mayor, guie a Ludmilla por el interior del almacén. La entrada al túnel estaba despejada; el estante que solía bloquearla había sido movido.

Nos adentramos en el lúgubre y estrecho pasillo subterráneo. La oscuridad y el olor a humedad eran abrumadores. Unas cuantas ratas correteaban entre los escombros mientras avanzábamos hacia el ascensor.

— Las damas primero —dije al llegar, abriendo la reja del ascensor y cediéndole el paso a Ludmilla.

— Qué caballero, gracias... —respondió con falsa sorpresa, mientras su felina cola se movía bruscamente hacia mí, rozándome como una invitación a entrar.

Una vez dentro, me acerqué al panel de controles. Recordé la combinación de números que debía marcar: "1916". Para mi sorpresa, no hubo respuesta alguna desde la rejilla del tablero, pero la reja del ascensor se cerró automáticamente. Tras un leve sobresalto, pude sentir los cables de metal tensarse, tirando del ascensor y comenzando a subir lentamente, piso por piso.

El silencio nos envolvió. Solo el leve chirrido del ascensor acompañaba el momento, dándole un aire casi solemne al ascenso. Durante unos segundos, nuestras miradas se cruzaron, y una sonrisa picara y fugaz se dibujó en el rostro de Ludmilla...

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