9. La leyenda del sol y la luna

Ya con Mina camino a la Gran isla, retomo mi plan de llorarle a Gio para que me deje ir, pero un estruendo nos hace saltar a todos dentro del Velo. ¿Qué pasó? Un soldado se apresura a avisar que no hay de qué preocuparse, que sólo fue un campesino al que se le volcó una carreta repleta de carbón. Eso me deja pensando. Me alejo del jaleo provocado por Mina y echo un vistazo a lo que sucede fuera del Velo.
Es  de noche, pero no hace falta más que una lámpara de gas para ver qué pasa. Una carreta, que está inútilmente sujeta a un caballo moribundo, está volcada en medio de la calle. Ocho soldados intentan alejar a los plebeyos que quieren robar un poco del carbón que cayó de la carreta. ¡Uno no le roba a los suyos, imbéciles!, quiero gritarles. ¡En el Callado los lincharíamos por traidores! El campesino está intentando recoger algo del carbón para devolverlo a lo que queda de la carreta, esto mientras un capataz lo golpea.

Esperen...

¡Es Rubén, el hermano de Sigrid!

Corro hacia él.

—¡Arrodíllate, inútil —le grita a Rubén el capataz, mientras ajusta el látigo en su mano—,  pagarás con sangre lo que me están robando!

¡NO!

Intento acercarme a ayudar a Rubén, pero un soldado me detiene. —¡Suficiente han robado ya! —me reprende. Cree que también quiero robar carbón.

—¡Es mi amigo! —golpeo al soldado para liberarme de él y corro de regreso al Velo a  buscar a Gio. Tenemos que ayudar a Rubén.

Dentro todo está más tranquilo. Baron, Gavrel, Isobel y Gio parecen estar comentando qué hacer con Mina.

—¡Gio! —exclamo, un poco más alto de lo que debiera. Sí, seguro seré una Filia en el siguiente Reginam—. Ayúdame, por favor —le ruego.

Gio me mira sin comprender, al igual que los demás cerca de él. Mi comportamiento no es el adecuado para una sirvienta, pero no me importa. Tengo que ayudar a Rubén. Gio advierte que estoy llamando la atención innecesariamente y me deja guiarlo fuera de la carpa.

—Elena, tienes que tranquilizarte. No puedes entrar a una carpa llena de nobles cual yegua despotricada. Nos vas a meter en problemas.

—Tienes que ayudar a Rubén, por favor —suplico.

—¿Qué pasó?

Le explico todo en lo que observamos la escena.

—Ese hombre lo está lastimando —señalo al capataz que está golpeando a Rubén.

¡BASTA!

Gio mira con horror lo que sucede, pero no da un paso al frente.

—No nos podemos meter, tu amigo evidentemente trabaja para él.

—¡Lo está lastimando, Gio! ¡Tú me ayudaste a mí, haz lo mismo por él... Por favor! —suplico más. Nunca antes le había suplicado a un noble.

—No puedo, Elena —niega con la cabeza—, lo tuyo fue inesperado, fue casual. Eso no volverá a suceder. No puedo...

—¡Gio!

—Yo no me dedico a rescatar campesinos. Soy un modista. Hacer esto me pondría en serios aprietos con la reina.

—¿Qué sucede aquí? —una voz grave y demandante nos hace callar a todos.

Gio prácticamente cae desmayado a mis pies. No lo culpo. El príncipe Gavrel está plantado detrás de nosotros, pero no nos mira a Gio y a mí, se está dirigiendo al capataz y a los soldados. Creo que también me hice pis.

—Alteza —Reverencia del capataz—. Este campesino volcó mi mercancía y por su culpa he sido víctima de robo.

El príncipe Gavrel observa a Rubén, que ya fue golpeado varias veces y está de rodillas junto a su capataz.

—¿La volcó a propósito? —pregunta.

El capataz titubea antes de responder. —No sólo sé, Alteza. Supongo que sí.

—¿Este hombre era consciente del castigo que le esperaba si volcase la carreta?

—Sí, Alteza —dice orgulloso el capataz—. Todos los días repito a estos inútiles campesinos qué pueden esperar de mí.

¡Muérete!

—¿Entonces qué te hace pensar que la volcó a propósito?

El hombre traga saliva. —Alguien tiene que pagar por lo que me han robado, Alteza.

Gavrel se acerca a ojear la carreta y al caballo mientras los demás esperamos.

—Tu carreta está rota, carbonero
—dice.

—Sí, Alteza, este campesino...

—El campesino no tiene la culpa de esto —sentencia—. La madera de tu carreta está húmeda y corroída, y tu caballo luce enfermo y hambriento. Tanto la carreta como el animal te pertenecen, ¿cierto?

—Sí, Alteza. Yo...

—¿Entonces por qué tendría que ser culpa del campesino que tu caballo y tu carreta no resistieran tu mercancía, cuando eres tú el que no cuida de los tres?

Creo que el carbonero se está haciendo pis también.

—Alteza...

—¿Cuánto de tu oro dispones para conservar en buen estado a tu caballo, a tu carreta y al campesino que trabaja para ti?

—Puedo asegurarle, Alteza, que...

—Ponte de pie, campesino —ordena Gavrel a Rubén.

Rubén lo intenta, pero está demasiado adolorido.

—¡Ellos también me pagan mal, Alteza! ¡Me roban y hablan de mí a mis espaldas! —se queja el otro.

—Entonces mi consejo es que te ganes su respeto y no su miedo —El capataz asiente a regañadientes—. Ustedes lleven la mercancía de este hombre a donde él diga —ordena Gavrel a los soldados—. Lo mismo con el campesino que está herido. Y tú, carbonero, le vas a pagar a este hombre el resto del día como si lo hubiera trabajado completo... en resarcimiento por el castigo injusto que le estabas aplicando.

—Sí, Alteza.

—Y eso no fue un consejo, fue una orden —Gavrel da media vuelta, pero se vuelve otra vez—. Una cosa más, sabré si cometiste alguna otra injusticia en contra de cualquier otro que trabaje para ti.

Esa noche, con Garay y otros veinte campesinos, hacemos una fogata en medio de una plantación de maíz. Garay trae con él su guitarra y yo compré cerveza barata, con parte del dinero que recibo de Gio.
Cantamos, bebemos y asamos elotes durante horas. Rubén y su esposa también vinieron. Él ya fue llevado con un curandero.
Aquí estamos todos los que no hemos huido a Roncesvalles.

—¿Cómo estás, Rubén?

—Mejor, gracias a ti —sus ojos brillan agradecidos.

¿Qué?

—No. No. Yo no tuve que ver. En realidad fue... —Garay se aproxima a mí y evita que diga algo más—. ¿Qué pasa? —le pregunto, confusa.

—Fuiste tú, Elena. Tú ayudaste a Rubén.

—Pero yo no fui. Fue...

Garay baja su tono de voz a modo de que esta vez sólo lo escuchemos Rubén y yo.

—¿Qué te pasa? —me pregunta, molesto—. ¿Quieres que vayamos en caravana a besarle los pies a Gavrel Abularach?

Niego con la cabeza. —No. Eso iría en contra de la ideología del partido.

—Já. ¿Ves que no eres tan tonta como pareces?

—¡Oye!

—¿Querías un poco de reconocimiento, no? Entonces aprende a disfrutar tu momento —Garay se incorpora y pide que todos le presten atención—. Amigos. Amigas, hoy Elena se quitó las cadenas de la esclavitud y se atrevió a defender a uno de los nuestros —Todos aplauden—. Ella enfrentó hoy a un capataz, por demás leal a los Abularach, y gracias a ella Rubén podrá descansar esta noche en una cama, en su casa, junto a su esposa y sus hijos.

Todos me miran con admiración. No me queda más que decir...

—Gracias.

Aún así me siento avergonzada de recibir un reconocimiento que no merezco.

—Elena es un ejemplo para todos nosotros —continua Garay—, porque ¡Basta ya!

—¡Basta ya! —repiten todos a coro.

—Todos los días tenemos que enfrentarnos a los Abularach, y a los que les sirven incondicionalmente. El obispo. El encargado del Burgo. El recaudador de impuestos. Los comerciantes. Los médicos. La escuela. Tenemos que recuperar lo que nos pertenece.

—¡Basta ya!

—No debemos olvidar. No debemos olvidar jamás.

—¡Nunca más!

—No debemos olvidar que hace muchos años ellos vinieron con armas y caballos a... —Garay hace una pausa dramática—... civilizarnos.

—¡Nunca más!

—Adorábamos a la Madre tierra y vivíamos agradecidos con ella. Pero ellos, los civilizados, nos dijeron que estábamos equivocados.

—¡Mentira!

—...y nos obligaron a ver el cielo para adorar al Padre sol de ellos.

—¡Basta ya!

—Y mientras veíamos el cielo, adorando a ese Sol que quema, ellos nos robaron la tierra.

—¡La tierra es nuestra!

—Hermanos, el obispo y el Burgo sirven a los hijos del Sol, y nos amenazan con un lago de fuego para poder someternos y guardar silencio.

—¡BASTA YA!

—Nos hicieron sentir culpables y avergonzados de lo que en realidad somos, y nos esclavizaron. Ah, no perdón —se burla—, nos civilizaron.

—¡MENTIROSOS!

—Nos dijeron que la tierra es suya por ser los elegidos, y porque saben de oro y regencia más que nosotros.

—¡Mentira!

—Y no sólo eso. Ellos violaron y siguen violando a nuestras mujeres, para embarazarlas y que nazcan más herederos bastardos como nosotros.
Porque ya no somos aquel pueblo glorioso que vestía plumas de colores y piedras preciosas, señores, señoras. Ahora somos esclavos. Somos los herederos bastardos de aquellos.
Acabaron a propósito con la pureza de nuestra raza para que olvidásemos nuestro verdadero origen, aprendiésemos a mover la lengua como lo hacen ellos, adorásemos a su Sol, pero... viviésemos más modestamente que ellos. ¡Sirviéndoles!

—¡VIOLADORES!

—Porque cogieron mujeres a su antojo, pero la tierra no la compartieron, esa no la compartieron; porque para ellos, los hijos del Sol, la tierra vale más que la sangre, y, por eso la acapararon.

—¡LADRONES!

—Y ahora en sus libros escriben que la obtuvieron limpiamente.

—¡Con armas y caballos!

—¡Y no con el sudor de su frente! ¡Pero nosotros no olvidamos!

—¡NO OLVIDAMOS!

—Esta tierra nos pertenece y vamos a luchar por ella. La vamos a recuperar toda.

—¡VAMOS A LUCHAR!

Thiago se encoge. —Elena, ¿de qué está hablando Garay?

—Es una leyenda, Thiago

—¿Una leyenda cómo la del Príncipe negro?

Rasco mi cabeza. —Más antigua.
—Cuéntamela.

Esa misma noche, antes de dormir, narro a Thiago la leyenda de la tierra, tal como me la narró a mí mi abuelo.

—Erase una vez en el cielo dos estrellas que se amaban. El sol y la luna. Pero no podían estar juntos.

—¿Por qué?

—Sus hijos peleaban y ellos no debían escoger un lado y favorecer a alguno, porque todos eran diferentes. Los hijos del sol tenían la piel blanca, cabellos de oro y ojos del color del cielo.

—¿Y los hijos de la luna?

—Piel, ojos y cabello oscuro, como la noche. Y el mundo estaba dividido en dos partes, para que cada clan tuviera lo suyo; pero los hijos del sol son ambiciosos y un día decidieron tomarlo todo. La luna se asustó, pues sabía que sus hijos no eran viles como los hijos del sol, así que lloró y lloró, hasta formar un mar de lágrimas entre la tierra de sus hijos y la de los hijos del sol.

—Pobrecita.

—Sí. Pero el sol se enojó. Habían acordado no tomar partido y la luna había roto el pacto. Por eso el sol decidió brillar más que nunca e hizo crecer en la tierra arboles fuertes para que sus hijos los usasen para fabricar barcos enormes y monturas para caballos, y con la madera también hicieran carbón y fundieran hierro para forjar yelmos y espadas.

—¿Y después qué pasó?

—Los hijos del sol navegaron por el mar de lágrimas y llegaron hasta donde estaban los hijos de la luna... y todos pelearon.

—¿Quiénes ganaron?

—Ellos Thiago, por eso Garay está tan enojado.

—¿Nosotros somos hijos de la luna? —él se responde solo—. Pero tú tienes los ojos del color del...

—Del mar.

—¿Por qué lloras mucho?

Nunca lo había pensado de esa manera. Sonrío. —Tal vez.

—¿Y qué pasa al final?

Ojalá lo supiera.

—Sólo sé que... la luna al ver a sus hijos derrotados, siguió llorando. Lloró tanto que sus lágrimas formaron ríos y lagos, pero los rayos del sol le quitaron la sal a esa agua, para que los hijos de ambos la usaran. Lo hizo para esta vez ser justo con los hijos de ambos.

—¿A pesar de eso ella no lo perdonó?

—No. Por eso ya nunca se encuentran. Tú los has visto —Thiago asiente con la cabeza—. Él tomó el día y ella tomó la noche, pero los dos lloran. Tú también los has visto llorar.

—¿Cuando llueve?

—Así es.

Thiago se toma su tiempo para pensarlo un poco:

—Es una historia triste.

—Ciertamente lo es.

—Mejor cuéntame otra historia del Príncipe negro.

—Ya es hora de dormir.

—Sólo una más, Elena.

—Está bien —Aunque no se me ocurre ninguna. ¡Ya sé! —. Este era un capataz malo, muy malo. Un día uno de sus campesinos volcó una carreta...

—¡Ay no!

Minutos después Thiago ya se está durmiendo.

—¿Entonces qué pasó? —pregunta, soñoliento.

—El capataz no quería hacer lo que el Príncipe negro mandó, y este decidió cortarle la cabeza.

—¿En serio? —Thiago se incorpora.

—Vale no, pero sí le exigió a este mal hombre que se disculpara con el campesino, e hizo que otros soldados le ayudaran a llevarlo a su casa.

—Wow. Es más valiente que Garay.

Lo pienso un momento.

—Tal vez sólo es más justo. Pero es un príncipe... y los príncipes en el fondo son malos, Thiago.

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¿Será un príncipe justo Gavrel y Elena sólo lo juzga mal?

Se vienen sorpresas :)

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