XXVIII - Accidente
Finales de enero de 2017
En algún momento de su vida, Anthony se preguntó si todas aquellas desgracias que parecían acecharle paso tras paso, día tras día, no era algún tipo de castigo. Algún karma o castigo divino por una vida pasada, por un pecado cometido, por algún error realizado sin que él se percatara.
Por su mente atravesaron de manera rápida todas aquellas personas a las que de una u otra forma había lastimado. Todas esas personas que por solo estar en contacto con él habían de una u otra manera arruinado sus vidas. Un error, una omisión, una debilidad del alma, un pecado y de repente él era el verdugo de todos aquellos muertos que albergaba su destino.
Todo había ocurrido tan rápido que su mente aún no era capaz de procesar la mitad de los hechos.
Eliot había llegado del trabajo, furioso.
Las emociones se arremolinaban en sus ojos como una tormenta en plena formación.
Elisa había descubierto algo.
Que había logrado encontrar y como lo había hecho era aún un misterio, pero Eliot no se arriesgaría. No era un jugador de azar. Era un cazador, un depredador, un animal salvaje que en este momento estaba siendo acorralado. Y no le gustaba.
Las maletas se hicieron antes de que cualquiera tuviese tiempo de pensar. Cinco días. Solo eso se necesitó para que la excusas fuesen dado en los trabajos, los papeles de traslado (falsificaciones realmente impresionantes para el corto periodo de tiempo) fuesen entregado en el colegio y la tranquila vida de la familia Hoffman en los suburbios de Chicago desapareciera sin dejar rastro.
En retrospectiva no había sido la mejor decisión.
Si se hubiesen quedado, si no hubiesen arrancado, tal vez no habrían confirmado las sospechas de Elisa, no le habrían dado motivos a la policía para investigar, no habrían atraído miradas sospechosas sobre ellos.
Pero incluso las mentes más inteligentes tienen un punto en el cual el miedo nubla su juicio.
Aun años después, Anthony no podría recordar con claridad que fue lo que ocurrió.
Recuerda a Eliot subiéndolo al auto, susurrándole al oído que se portara como un buen niño, una sugerencia atrapada a entre una orden y una amenaza.
Se acuerda de cuan nerviosa estaba Sophie, con las manos temblando y el rostro pálido. Recuerda sus ojos perdidos en la noche intentando descifrar que es lo que estaba haciendo con su vida.
Recuerda el temor de no volver a ver a Elisa, la urgencia por escapar de aquel auto y la impotencia al saber que por el momento no podía hacer nada.
Recuerda haber llamado a Marcos. Escondido, bajo las escaleras, justo antes de subir al auto. Recuerda haberle dicho que se estaban yendo. Escapando.
Recuerda el auto en movimiento, la sirena en la distancia, la repentina velocidad de la huida.
El chirrido de los neumáticos al resbalar en el pavimento.
Las imagines amontonándose unas sobre otras en su visión impidiéndole comprender que es lo que ocurría.
El olor a bencina. El olor a cobre, oxido, sal.
El penetrante color rojo.
Sangre.
En sus manos, en su cabeza, en sus piernas y en el brazo izquierdo, retorcido en un ángulo grotesco. Enfermizo.
El rojo en el rostro de Sophie.
En los ojos de Eliot.
Recuerda como lo saco del automóvil, como apenas miro el cuerpo de su esposa que ahora parecía una muñeca rota con los ojos abiertos. El cuello en un ángulo antinatural.
−Vamos, muévete, camina, muévete. Muévete.
Recuerda como lo tomo del brazo sin importarle el grito de dolor. Como el barranco por el que habían caído era lo único que lo separaba de poder volver a Elisa.
Recuerda los ojos enloquecidos.
La sirena acercándose.
Eliot corriendo con él a rastras. Él intentando soltarse.
Recuerda el estallido.
El fuego tan parecido al de diez años antes. El calor abrazador que aun hoy no lo abandona.
Recuerda escapar de Eliot. Empujarlo en un momento de debilidad cuando el ex médico miraba sus opciones de escape.
Recuerda correr.
Llegar a Elisa. Llegar a Elena. Llegar al orfanato.
Nada más importaba.
En su confundida mente no paso la opción de volver a la policía, de buscar ayuda.
Necesitaba a su familia.
Estaba corriendo. Parecía que toda su vida era una eterna carrera por sobrevivir. A estas alturas escapaba incluso de su sombra. Escapaba de las voces que susurraban en cada esquina, de los monstruos escondidos bajo su cama, de las manos que hacían daño sin que él supiera porque.
Estaba escapando.
Las calles de Chicago se volvían difusas en su periferia. Su cuerpo cansado reclamaba descanso. Un solo segundo de paz.
En su espalda quemaba la enorme cicatriz, recordatorio permanente de su pasado. Un pasado que se negaba a soltarlo, que lo aferraba con sus garras oscuras y lo sumía en la desesperación.
Su brazo gritaba de agonía con cada movimiento. Necesitaba llegar a casa.
Observo a las personas pasar a su lado, rostros sin nombre, multitudes apresándolo, ahogándolo. Estaba corriendo entre millones de personas pero se sentía tan solo, tan vulnerable. Se sentía igual que años atrás, el miedo de estar indefenso frente a los demonios que parecían plagar su vida desde su nacimiento.
Veía como la vida transcurría inherente a su huida, como todos parecían ciegos a su sufrimiento. Parecía ser, de alguna retorcida manera, que él era el único desdichado en un mar de rostros sonrientes.
Calle tras calle, corrió perdido entre sus recuerdos, intentado escapar de aquellas pesadillas vividas que se reproducían incluso cuando tenía los ojos abiertos.
Estaba metido en un juego que no quería jugar. Seguía reglas que jamás le habían explicado. Intentaba escapar de su destino pero parecía que todos los caminos le llevaban al mismo final.
Se detuvo por un segundo en un parque, su ya desgastado cuerpo no podía seguir corriendo. Entre la desesperación y el miedo se derrumbó en el suelo.
¿Para qué estaba luchando?
Muchas veces se preguntaba para que seguía adelante. Cuál era el propósito de dar cada día un paso más.
¿Buscaba redención?
Se largó a reír entre sollozos rotos.
Para cualquier espectador hubiera sido evidente lo demencial de aquella risa. ¿Redención? El no tenía derecho a eso. Toda su vida había estado plagada de gente que le decía lo inútil que era. Un estorbo. Un error. Un pecado.
Un niño maldito.
Un niño que desgraciaba a toda persona que le daba aunque sea un segundo de cariño.
Su madre, su padre, sus amigos. Una secuencia de personas que habían tenido tristes finales cuando él había pasado a formar parte de sus vidas.
Pero algo no concordaba. En su mente apareció el rostro sonriente de una mujer.
Su risa decayó lentamente. El rostro femenino se instaló en su frágil psique de una manera cálida.
Redención.
Era ella la única impune a su maldición.
Era ella la única que había luchado por él.
En el fondo de todo, pese a su dolor, pese al calvario que era su vida desde que Mayra se había marchado o incluso antes, Anthony Harper encontró fuerza en lo único que el destino pese a sus múltiples intentos no había podido arrebatarle: una madre.
Podían decirle maldito, podían quitarle todo de su lado, pero al final ella lo redimiría.
Su madre le protegería. Y si ella luchaba, él también lucharía. No permitiría que le quitaran el último rayo de esperanza que iluminaba sus sombras.
Y con la completa certeza de que pelearía contra la misma muerte para volver al lado de ella, Anthony corrió.
Corrió escapando de los ojos dementes de Eliot. Del auto en llamas con el cuerpo ya muerto de Sophie. Del olor a cobre y oxido, del calor del fuego, del color rojo que aún manchaba su cuerpo y su alma.
Corrió ajeno a la policía que lo buscaba en el lugar del accidente. Ajeno a Eliot que en su enloquecida mente lo culpaba de todo.
Corrió al único lugar donde se sentía seguro.
Al orfanato Vicente Miller.
Aun años después, sin ser capaz de recordar que ocurrió exactamente esa noche, recordaría con claridad el rostro de Elena cuando le abrió las puertas del orfanato.
Miedo, dolor, horror.
Y tras todo eso, un abrazo cálido acompañado de lágrimas y la única promesa importante en su vida.
−Respira, ahora estas a salvo.
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