XXIV - Infierno personal
Noviembre de 2006
Lo primero que sintió fue el calor. En cualquier casa no habría sido algo para extrañarse y no habría alterado a sus habitantes. Pero Anthony, el pequeño Anthony que estaba acostumbrado a las noches de frío, a los temblores de madrugada, a las frazadas húmedas y las paredes llenas de moho, el calor desconocido fue suficiente para alertar todos sus sentidos de niño de cinco años.
Levanto suavemente a Teddy y le hizo un gesto de silencio. Bajo sus pequeños pies al frio suelo y camino lentamente hasta la puerta abriéndola lo más despacio que podía. La antigua bisagra soltó un lastimero quejido que por un segundo dejo al pequeño sin respiración antes que la casa volviera a su silencioso sueño.
Lo primero que sintió fue el humo. La casa olía igual que la habitación cuando su papá entraba con sus cigarros pero mucho más fuerte. El aire se encontraba viciado, la vista era dificultosa y pese a la perseverancia del niño por guardar silencio no pudo evitar toser cuando el denso aire dificulto su respiración.
Se acercó a la escalera y observo como la oscuridad normal del primer piso se veía consumida por un tono rojizo. ¿Su papá había vuelto a dejar todas las luces encendidas?
Se quedó largo rato observando la escalera, preguntándose que abría abajo, que estaría provocando ese bonito color y el calor que por primera vez embargaba la casa.
Si su padre descubría que se había levantado se enojaría. No le gustaba su papá enojado. Asustaba a Teddy. Pero la curiosidad era grande y él quería saber que sucedía.
Tomando una firme decisión, tan firme como puede ser la decisión de un niño, bajo el primer escalón. Luego otro. Y otro. Cuando iba a mitad de la escalera la toz lo volvió a embargar y sus ojitos lloraban por el molesto humo.
Termino de bajar y observo con atención. Nada parecía fuera de lo común. Las latas de su papá estaban en el suelo y sobre la mesa, el sillón estaba vacío y la televisión encendida sin volumen en un canal de deportes. Todo era como cualquier otra noche si se descontaba el molesto humo y ese tono rojizo que parecía embargarlo todo y venir desde la cocina.
Miro a Teddy y en silencio le pregunto qué hacer. Podían volver a la pieza o podían ir a la cocina y correr el riesgo de que su padre estuviera allí.
Si se hubiera devuelto, si le hubiera ganado el temor por su padre, tal vez la vida de Anthony Harper habría terminado esa noche en un apacible sueño. Si su curiosidad no hubiera sido tan grande, tal vez no habría descubierto cual era el secreto de ese color rojizo que años después lo perseguiría en su subconsciente con un leve olor a humo.
Pero Anthony era un niño, y los niños son de naturaleza curiosa. Incluso aquellos que han sido forjados bajo el temor tienden a demostrar curiosidad en los momentos más inoportunos.
Fuera para bien o para mal, la vida de ese pequeño niño se decidió en los tres metros que le separaban de la cocina. Tres metros que sin él saber cambiaron para siempre el cómo estaba escrita su historia.
Si alguien le preguntara después de aquel día a Anthony cuál era su imagen del infierno, su descripción seria la cocina de su casa aquella noche de noviembre.
Fuego.
En eso se resumía el misterioso color rojizo, el insoportable humo y el atrayente calor.
Fuego.
Llamas que devoraban los muebles. Lenguas rojizas que lamían las paredes. Fuego que cual demonio escapaba del paño que irreconocible se encontraba incendiado sobre la cocina encendida.
Tenía miedo. Y sin mediar consecuencias. Olvidando el temor que le ocasionaba el hombre y agarrándose al instinto primario más fuerte que un niño puede tener, Anthony grito aterrado pidiendo a su padre.
Cayo al suelo tosiendo, el pesado aire corto a la mitad el grito de ayuda. Anthony estaba asustado. Teddy estaba asustado. Y el fuego parecía reaccionar ante su temor elevándose en formas amorfas que lo consumían todo.
Un leve quejido, una toz reseca y una mano apenas reconocible se movían detrás del mesón que impedía que Anthony estuviera en completa exposición del fuego.
No debería haber intentado descubrir que era el quejido. Pero estaba asustado. Necesitaba a su padre. Y tal vez en su inconsciente siempre supo que aquel leve gemido venia de su progenitor.
Gateo rodeando el mesón con Teddy firmemente refugiado en sus brazos. Esperando encontrar a su padre al otro lado, inconsciente de borracho pero con la suficiente fuerza para sacarlo de ahí y protegerlo.
Lo que estaba al otro lado no era Luciano.
Era una masa negruzca, calcinada, que emanaba un olor pútrido a alcohol y piel quemada que en algún momento habían conformado a un hombre.
Los ojos de Luciano estaban abiertos. Empañados de horror, dolor y la conciencia de que esa era su muerte.
Su cuerpo se retorcía pero su garganta inundada de humo y quemaduras ya no era capaz de proferir los gritos que su mente anhelaba.
Movió el brazo para agarrar lo más cercano a él, el rostro de su pequeño hijo, dejando en su estela una marca de sangre y carne carbonizada que perseguirían al pequeño durante toda su vida.
Anthony grito. Intento moverse pero el miedo era demasiado. Ese monstruo, porque definitivamente esa cosa ya no era su padre, quería matarlo, quería llevarlo con él al infierno.
Como pudo retrocedió y antes de darse cuenta estaba en el jardín, corriendo desesperado por Doña Jacinta.
Ayuda, ayuda, necesitaba ayuda, su padre estaba en alguna parte de esa casa y el monstruo en la cocina le iba a matar.
Golpeo con sus pequeños puños la puerta hasta que la anciana mujer salió.
– ¿Que...?
–Ayuda, por favor, ayuda. Mi papá. La casa. S-señora por... Por favor.
Jacinta miro al mocoso sucio y llorando en su puerta. Realmente no comprendía lo que le decía entre tantos llantos y gritos. Era un malcriado, todo culpa de la inútil de Mayra. Jacinta sabía que Luciano había hecho lo posible por educar al mocoso desde que su esposa había muerto, pero que se puede hacer cuando los genes vienen malos.
Quito la vista del niño aun llorando sin importarle que ahora estuviese tosiendo en el suelo para mirar a su casa vecina. Lo que la recibió en vez de la vista de la bonita casa blanca fue la representación del mismo infierno.
Llevo su mano al pello ahogando un grito y luego tomo al niño de los hombros, sacudiéndole para que le mirara. – ¿Dónde está tu padre?
–Yo... Ayuda por favor–. Apenas se podían entender las suplicas entre los convulsivos sollozos.
–Respóndeme mocoso, ¿dónde está tu padre? ¿Dónde está Luciano? ¡Respóndeme!
– ¡Adentro!–Anthony logro gritar asustado de la mujer que lo sacudía fuertemente. – Esta adentro, en la cocina, hay fuego. Hay mucho fuego.
Si, porque pese a su negación Anthony sabía que esa cosa amorfa que se retorcía en agonía en el suelo de la cocina era su padre.
Jacinta corrió por el teléfono, sin importarle si el niño la seguía o no y llamo a la policía.
–Buenas noches, soy Amanda, de la policía de Chicago. ¿En qué puedo servirle?
–Necesito hablar con el comisario Leiva.
–Si me informa de su situación puedo ayudarla señora. ¿Me podría decir su nombre?
–No necesito su ayuda, necesito al comisario Leiva. Dígale que le habla Jacinta Riquelme, lo llamo urgente, es por Luciano.
–Espere un momento por favor.
Jacinta realmente quería estrangular a esa tal Amanda.
Casi cinco minutos después. – ¿Jacinta?
–Marcos, la casa, la casa de Luciano se quema. – los sollozos escapaban de la anciana mujer en una grotesca pantomima del niño que aún lloraba en su puerta.
– ¿Fuego? ¿De qué hablas Jacinta? Por favor más lento. ¿Dónde está Anthony?
¿Por qué se preocupaba por el mocoso en vez de por Luciano? El niño debería ser quien este atrapado dentro de esa casa. Jacinta estaba segura de que esto de alguna forma era su culpa.
–Está conmigo, la casa se está quemando Marcos, ardiendo en llamas. Y Luciano. ¡Marcos, Luciano sigue adentro!
–Voy para allá.
El golpe del teléfono al ser colgado resonó en el odio de la mujer quien desesperada corrió a la puerta para ver la casa casi desaparecer entre las llamas.
–Ayuda. – la voz fue tan diminuta, tan rota y tan débil que solo logro enojar aún más a Jacinta.
Tomo al niño del pelo escuchando su grito adolorido. –Esto es tú culpa mocoso. Si algo le pasa a tu padre será toda tu culpa, al igual que cuando la inútil de tu madre se fue. Solo traes desgracias. – Lanzo al niño al suelo quien la miraba horrorizado.
¿Era su culpa?
¿El color rojo, el calor y el monstruo de la cocina eran su culpa?
¿Su madre se había ido por su culpa? Ciertamente su padre se lo decía con bastante frecuencia ¿Se marcharía también su papá?
No quería quedarse solo. No le gustaba estar solo.
Pasaron otros veinte minutos para que Marcos junto a la compañía de bomberos pudieran llegar a lugar.
Veinte minutos en que la casa prácticamente se derrumbó sobre sus cimientos, demasiado debilitada por el fuego.
Veinte minutos en que Anthony lloro en el suelo, refugiado junto a una maceta, intentando hacerse lo más pequeño posible.
Veinte minutos en que Luciano Harper murió calcinado por sus propios demonios e idiotez.
Al niño lo tuvieron que sedar. Ataque de estrés post traumático dijeron los doctores.
Marcos lo mantuvo seguro en sus brazos durante todo el proceso. Sabía que al final de aquella odisea el niño estaría bajo el amparo de algún orfanato. Después de todo no tenía más familia que Mayra y Luciano. Y ahora ambos estaban muertos.
Se necesitaron casi doce horas para apagar el incendio y sacar los restos de Luciano de aquella casa. Jacinta lloraba en los brazos de un policía más preocupada por el hombre muerto que por el niño ahora huérfano.
A Anthony lo llevaron al hospital, para asegurarse de que la ingesta de humo no hubiese sido grave. Por algún milagro el niño no portaba ninguna quemadura.
Días después, Marcos recordaría todo aquello y se preguntaría que paso dentro de aquella casa. Daría vueltas en la cama recordando la cara de Anthony después de despertar, con los ojos vacíos y la voz ausente preguntándose si su padre había muerto.
Días después se preguntaría como es que aquel niño de cinco años había tenido la fuerza para pararse frente a él y decirle que no necesitaba que le acompañaran al orfanato.
Pasarían años antes que Marcos Leiva tuviera siquiera una mínima comprensión de cómo es que funcionaba la mente del pequeño Anthony Harper.
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