XVI - Punto cero

Febrero de 2011

Siempre era difícil volver. Era algo que había aprendido con el tiempo. No es que marcharse fuera un gran momento. Pero el volver, el regresar como un juguete en mal estado que es devuelto por sus defectos siempre fue la peor parte.

La primera vez que había vuelto al orfanato había sido traumante. Luis Spencer había reavivado todos los recuerdos que su joven mente albergaba sobre Luciano y los había duplicado con la comprensión que viene acompañada de la edad. Tal vez a los cuatro años no comprendiera a su padre pero a los seis si tenía un mejor entendimiento de lo que significaban los gritos de Luis. O tal vez el verdadero problema es que siempre había entendido los gritos y Luis solamente había reavivado los miedos ya inculcados profundamente en su alma.

Más allá de eso, más allá de los traumas que pudo o no pudo haber generado su estadía con los Spencer, el volver ahora había sido totalmente distinto. Después de todo no era una mala experiencia en sí. No eran golpes o gritos los que arrastraba ahora. Era algo mucho más suave, mucho más sutil. De algún modo era repetir su experiencia con Mayra. El inevitable sentimiento de fracaso, de no poder proteger a la persona que se quiere. De no ser suficiente para la persona a la que se quiere.

Porque si, de una u otra manera había querido a Katia. Y le había fallado. Se encariño de la niña que jugaba a ser mujer, de esa pequeña adolescente que fingía ser su madre como una niña finge con su muñeca favorita. Se encariño de ella al igual que se encariño de Teresa y de Elena.

En el fondo de su mente y pese a todas las barreras que creara para protegerse, su alma de niño siempre buscaría un reemplazo para Mayra. Una persona que le entregara el mismo calor que perdió aquella noche de noviembre en una fría bañera.

Pero al igual que siempre, todos sus sueños terminaban dentro de un basurero, dañados por las expectativas rotas y las pesadillas que plagaban su día a día.

Esta vez no era un recuerdo teñido de muerte como su vida con su familia biológica o manchado de dolor como su estancia en la casa Spencer. Este recuerdo, este error cometido tenía un sabor mucho más amargo, un sabor casi podrido que podía degustar en el fondo de su lengua.

¿Acaso estaba tan dañado que su sola presencia arruinaba la vida de los demás?

Llevaba ya tres días en el orfanato y no había salido de su habitación.

La pregunta girando de manera incesante lo atormentaba en todo momento.

Kay aún seguía enojado con él por no haberle contado lo que ocurría e incluso intentar apartarlo de la situación y Elena, la dulce y maternal Elena, todos los días intentaba conversar y explicarle, hacerle entender, que lo ocurrido no era su culpa.

Pero, ¿Cómo no iba a serlo?

En su mente no existía otra explicación para el divorcio de los Albert e intento de suicidio de Katia que su intromisión en su familia. No entendía que ellos llevaban tiempo distanciándose, que su matrimonio era un capricho de una adolescente y un hombre que no deseaba afrontar su edad. Que su llegada solo fue el punto final a una larga lista de complicaciones que incluía amigos, familia y sociedad.

Que la decisión de Katia era la representación de una mente adolescente que creía que ese era su único medio para detener a su marido.

Que incluso ese final que a él tanto le desagradaba era el mejor pronóstico para una relación marcada por el desastre incluso antes de comenzar.

No. Anthony no entendía. Y en su incomprensión la forma más fácil de sobrellevar todo era culpándose a sí mismo.

Después de todo, había vivido años con gente culpándolo por las cosas más graves e insignificantes, esto era solo otro error suyo para agregar a la bitácora creada en su mente con cada uno de sus fracasos.

Una bitácora demasiado gruesa para un niño de nueve años.

Elena ya no sabía qué hacer. No sabía que decirle al niño para sacarlo del caparazón donde se había vuelto a meter. Incluso Kay había abandonado su enojo y preferido la preocupación por su amigo.

¿Cómo tratar a alguien como Anthony Harper? Un niño que raramente actuaba como uno y tan dañado como un pequeño enfrentado a la negligencia y el abandono puede estar.

Casi se había cumplido la semana cuando Kay logro que por lo menos bajara a comer la cena con los demás.

Error.

Anthony había recibido muchos golpes: físicos y mentales. Directos e indirectos. De adultos perdidos e incompetentes. Pero nunca, jamás, un golpe de una persona de su edad.

Aquella tarde, el golpe lo puso uno de los niños que vivía en el orfanato. Un pequeño de seis años que había llegado junto a su hermana dos años menor. Un joven que en su inconsciencia no supo medir sus palabras.

¿Pero qué niño lo hace? Se dice que los niños son crueles, pero no es crueldad, es una falta de filtro. Una inconsciencia que genera un camino directo desde su mente a su boca sin juzgar si aquellos pensamientos están bien, son correctos o pueden dañar a alguien. No. Un niño jamás hará daño de manera intencional y esa inconsciencia es lo que vuelve sus palabras aún más peligrosas.

La pequeña niña había estirado los brazos para ser cargada. Después de todo Kay y Anthony eran los mayores en el orfanato y a los pequeños les fascinaba ser llevados en brazos. Ser cargados y sentir esa protección que solo un abrazo puede otorgar. Pero antes que Anthony, o incluso Kay, lograran tomar a la niña, su hermano le había alejado.

–No te le acerques Anabel. Ese niño esta maldito. Todas las familias en las que ha estado acaban destruidas.

Anthony observo al niño de seis años, Thomas. Que parecía mirarlo con una mezcla de miedo y odio tan potente que todas sus intenciones de comer se esfumaron.

Si incluso los niños del orfanato se daban cuenta del error que él era, ¿qué más quedaba?

Estaba a punto de volver a subir las escaleras cuando un furioso Kayden apareció frente a él y con el puño cerrado impacto al niño lanzándolo al suelo de antigua madera.

El mundo por un instante dejo de girar.

–Repítelo. Atrévete a repetirlo. –Las palabras salieron forzadas desde la mandíbula apretada y con un tono que prometía la liberación de una tormenta si se atrevía a volver a molestar a su amigo.

¿Que se creía?

¿Que se creían todos? Juzgando la vida de su amigo, de su hermano, sin saber por todo lo que había pasado. Encasillándolo en estereotipos baratos solo para intentar comprenderlo.

¿Un niño maldito? Por favor, eso era una estupidez. Anthony no estaba maldito, simplemente tenía mala suerte, y el cómo su hermano autoproclamado, le protegería.

Se acercó al pequeño con intenciones de dejarle muy claro por qué debía pensar antes de hablar cuando una mano lo detuvo.

–No lo hagas Kay –Anthony se acercó al niño en el suelo y lo levanto sacudiendo el polvo inexistente de su ropa, tomo a Kayden de la mano y marcho hacia la cocina. Sin ninguna palabra, ningún grito ni ninguna alteración en su máscara imperturbable. No pidió disculpas que no necesitaba ni ofreció las suyas pues lo encontró innecesario.

Después de todo, en el fondo de su mente se sentía bien el haber sido defendido por Kay, por mucho que esa defensa fuese o no fuese justificada.

En la cocina una Elena con teléfono en mano soltaba un suspiro que llevaba conteniendo una semana.

Colgó en el preciso momento que los dos niños cruzaban la puerta.

–Cariño, en este mismo momento iba a buscarte. Adivina quién llamo. –Anthony miro casi asustado el alegre rostro de Elena y retrocedió por inercia un paso. ¿Qué había pasado ahora?

–Me llamaron del hospital –Elena siguió con su entusiasmo buscando disipar los miedos del pequeño y esperando que la noticia calmara un poco la nube de dolor que colgaba sobre su cabeza. –Katia está bien, la darán de alta mañana y regresara a vivir con sus padres.

Katia estaba bien.

Katia estaba bien.

Katia estaba bien.

Las tres palabras giraban en su mente una y otra y otra vez. Como si no pudiera entenderlas. Como si no fuera capaz de comprender el significado de tan esperanzadora noticia.

Cayo sobre la silla más cercana como si de pronto lo hilos que habían servido para mantenerlo en pie todo ese tiempo hubieran sido cortados de golpe.

Katia estaba viva.

Una sonrisa casi inexistente escapo de sus labios.

¿Quizás no estaba maldito?

¿Quizás se había alejado a tiempo? Katia estaba viva y nada más importaba.

Sin que nadie se diera cuenta, el hecho de que Katia viviera fue el mayor regalo que Anthony podía recibir. Significaba, en su confusa mente, que de alguna manera, el tiempo con ella no había sido suficiente para arruinar de manera irrevocable su vida, y aunque eso no le devolvía a su marido, lo cual según él era solo su culpa, aliviaba la culpa inmerecida que portaba sus hombros.

Anthony Harper era un niño extraño. No actuaba como un niño y su mente no funcionaba como la de un pequeño debería hacerlo.

Comprendía demasiado bien el significado de la palabra muerte.

Pero aun así, el saber que Katia estaba bien le permitió por solo un instante creer que el mundo estaba bien.

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