XI - Esteban Miller

Septiembre de 2001

El hijo primogénito de Elisa Miller nació en Chicago el 11 de Septiembre del 2001, a la misma hora que la coraza impenetrable de New York caía en mil pedazos. Un parto de 12 horas, un holocausto de un minuto. El nacimiento de una vida. La pérdida de miles.

Dos extremos distantes del destino, el principio y el final de todo.

Sin embargo... dos acontecimientos marcados por la tragedia, por el horror y por la imborrable cicatriz en la sique humana.

El niño era demasiado pequeño, débil, de enormes ojos y piel transparente.

No lloro. No hiso ningún sonido pero aun así su nacimiento parecía ser el grito inicial de una guerra.

Por un segundo todos temieron que aquel frágil cuerpo naciera muerto. Que todo el esfuerzo por traerle al mundo se viera truncado por órganos débiles y un alma pequeña.

Pero si había algo que el niño tenía desde antes de nacer era un alma tan fuerte como la de un guerrero.

Un alma luchadora, salvaje, protectora. Un alma tan antigua que parecía no pertenecer a un niño.

Corrieron con el recién nacido para entregarle la primera atención médica.

Las enfermeras se gritaban unas a otras, la desesperación brotando de cada voz. Sonidos en todas partes. Provenientes de cada cuerpo en esa sala excepto del pequeño en quien todos centraban su atención.

La madre desesperada preguntaba entre llantos por su hijo. ¿Estaba vivo? No lo había escuchado llorar y lo único que veía era la carrera frenética de médico y enfermeras.

Pasaron minutos, horas tal vez en que Elisa seguía postrada en aquella sala de operaciones, con la vista perdida en el techo y todos los sentidos alerta intentando escuchar el llanto de su niño.

12 horas de parto que parecieron segundos comparados con la espera a que alguien se dignara a decirle que sucedía con su hijo.

– ¿Señora Miller?

Antes que la enfermera le digiera cualquier cosa Elisa ya estaba desesperada preguntando por su bebé.

–El niño está siendo atendido por el doctor Hoffman, tiene que tener paciencia.

¿Paciencia? ¿Esa mujer estaba bromeando? Acababa de ver como se llevaban a su hijo. Un bebé que no había llorado, del cual nadie le decía nada y ¿esa mujer venia ahora a pedirle paciencia?

Que se fuera al infierno.

–Quiero ver a mi hijo. Tráigame ahora mismo a mi hijo.

–Señora, por favor. El doctor está haciendo todo lo posible por salvarlo.

– ¿Salvarlo?

La enfermera se movió nerviosa como si hubiera hablado demás y de pronto no supiera donde meterse. –Su hijo venía con un paro cardiorrespiratorio. El doctor lo logro estabilizar pero aun no sale de la zona crítica, portador guarde la calma y tenga fe. El doctor Hoffman es una eminencia en este hospital.

–No. Está mintiendo. Mi hijo está bien. Todos los exámenes salieron bien. –Intento sentarse pero el cansancio y la desesperación fueron una buena droga para inmovilizar todos sus músculos.

–Por favor señora Miller. No miento. A veces los exámenes no muestran todo lo que nosotros desearíamos.

Elisa quería llorar. Su hijo se estaba muriendo, quizás estaba muerto en ese momento y lo único que hacia esa mujer era decirle que tuviera paciencia.

–En un momento vendrán paramédicos para llevarla a la sala de recuperación, a penas tengamos información del niño le diremos inmediatamente. Se lo prometo.

– ¡No quiero paramédicos, quiero a mi hijo!

–Señora Miller, su hijo estará bien. La sacaran de aquí y antes que se dé cuenta tendrá al niño en sus brazos.

Elena se desinflo como un globo, mirando a la mujer que parecía tan desesperada por tratar de calmarla como ella estaba por ver al niño. Finalmente se dejó caer con un pesado suspiro y observo a la pálida enfermera frente a ella. –Esteban. –Dijo en un suspiro tan suave que si no fuera por lo cerca que se encontraban ahora la enfermera no le hubiese escuchado.

– ¿Estaban?

–Mi hijo. Se llama Esteban.

–Es un hermoso nombre Señora Miller. Apenas estabilicen a Esteban le avisare personalmente. Por favor, sé que es difícil, pero intente estar tranquila. Por su hijo.

Tranquila. Como si eso fuese fácil.

Cerro los ojos sintiendo las lágrimas descender por sus sienes hasta perderse en su cabello.

Esteban.

¿Dónde estarás Esteban?

¿Sabrás acaso que tu madre yace en una cama de hospital contando los segundos para verte?

¿Sabrás que este mundo lleno de gritos donde llegaste es un mundo maravilloso solo porque estas en él?

¿Seguirás vivo?

La aterraba la posibilidad de perder a su niño sin siquiera enterarse. De esperar como una inútil y recibir la noticia de que su hijo había muerto.

La aterraba la posibilidad de perder una de las pocas cosas buenas que aún tenía en su vida.

Elisa Miller, 20 años. Madre soltera de un niño que aún no sabía si estaba vivo y hermana menor de una de las mujeres más devotas y abnegadas que conocía, rezo a dios y a todos los dioses de otras culturas que había conocido en sus viajes para que le devolvieran a su hijo sano y salvo. Para que le permitieran remendar su loca adolescencia con esa vida que por nueve meses había llevado en su vientre.

Los paramédicos llegaron sin que ella se percatara y en una bruma derivada del cansancio y la anestesia para el parto fue transferida a una estéril sala de hospital.

El reloj ocasionaba un molesto tic-tac acompañado del suave murmullo de los pacientes que se lograba colar del pasillo y las habitaciones contiguas.

No supo cuánto tiempo realmente había pasado cuando la enfermera sin nombre que le había acompañado después del parto entro a su habitación.

Lo supo de inmediato.

De alguna manera el aura de aquella joven mujer con delantal blanco era tan opaca como un día nublado. Su corazón tembló y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Vasto solo una mirada para confirmar las peores sospechas de Elisa y el grito proveniente de aquella confirmación se escuchó en todo el hospital, saliendo por cada puerta y recorriendo las calles de Chicago como el lamento de un animal herido.

Clarissa, la enfermera sin nombre, había conseguido su pasantía en aquel hospital luego de años esforzándose en la universidad, prácticamente aniquilando su vida social y viviendo pegada a sus libros. En su mente de estudiante soñadora ella podría cambiar al mundo convirtiéndose en la mejor matrona de su generación. Traería al mundo a las nuevas generaciones y cambiaría radicalmente el concepto de parto que se tenía en Chicago.

Trabajaba dura, y se esforzaba cada día, hasta que su gran sueño llego: seria ayudante en un parto real.

La emoción corría por sus venas y no podía esperar para saber cómo sería aquel hermoso niño que llegaría al mundo.

La paciente se llamaba Elisa Miller, 20 años, madre soltera con un estado de salud impecable. Nada debería haber salido mal. Todo pronosticaba un parto que si bien fue largo terminaría con la emocionada madre sosteniendo por primera vez a su hijo.

Pero al mismo momento en que el doctor Hoffman había tomado al niño comenzaron los gritos. Una enfermera con años en aquel hospital le pidió que fuera al lado de la primeriza madre y no se alejara.

Todo era un hervidero de gritos e instrucciones dirigidas al aire que la joven Clarissa no lograba terminar de entender.

Logro tranquilizar a la joven madre e intento conseguir un poco de información de las esquivas enfermeras.

¿Había el doctor Hoffman cometido un error en el parto?

Lo dudaba, él era uno de los mejores obstetras del hospital, pero también estaba el detalle que él no era el médico de Elisa. Había tomado el caso en una emergencia pues el obstetra encargado había sufrido una emergencia familiar.

Corrió por los pasillos, hasta que se encontró con la misma enfermera que le había encargado tranquilizar a la señora Miller.

Incluso antes de preguntar instruía la respuesta.

Esteban Miller no había sobrevivido al choque de entrar por primera vez en el mundo real.

Todos los sueños de amor, madres con sus hijos y bebes rosados saludando al mundo con su llanto se derrumbaron como cristales rotos a su pies.

Muerto.

El niño había muerto incluso antes que su madre le viera y ahora era su responsabilidad decirle a la mujer lo que había pasado.

De alguna forma estaba segura que Elisa Miller supo del fallecimiento de su hijo incluso antes que ella entrara en el pequeño cuarto.

El grito desgarrador de la mujer fue precedido por un silencio tan absoluto que uno podía creer que escuchaba los murmullos de las concurridas calles de Chicago.

No supo que más decirle a aquella mujer que guardaba luto frente a ella de una manera tan silenciosa. De la joven que exigía ver a su hijo y la miraba casi con odio cada vez que le pedía paciencia no había nada.

Frente a ella Elisa Miller era una estatua que respiraba lentamente como única señal de vida.

A varios metros de aquel cuarto, en una oficina privada de aquel hospital, un hombre rubio observa en los brazos de su mujer a un diminuto bebe dormido por suaves sedantes.

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