VII - Nuevo hogar

Mayo de 2008

Era casi finales de mayo cuando Anthony se mudó a la casa de la familia Spencer. Kay había dormido la noche anterior en su cama negando rotundamente el que estuviera llorando. Le había regalado dos de sus camisetas favoritas para que no se olvidara de él y Elena le había preparado su pastel favorito como despedida.

Esa pequeña celebración, cuando todo el orfanato dormía y solo ellos tres yacían despiertos en la cocina alrededor de un pastel que en letras azules decía "Feliz adopción" Fue uno de los momentos más alegres y dolorosos que Anthony recuerda de su infancia.

La sentencia silenciosa de la separación pesaba sobre las tres cabezas que refugiándose en historias sobre la escuela o travesuras de los demás habitantes de aquellas paredes intentaban negar. Negar el hecho que a la siguiente noche solamente quedarían dos.

Una mujer acostumbrada a ver a los niños marcharse pero que hasta ese momento no sabía lo que era realmente extrañar a uno y un pequeño de cabello arena que no entendía la palabra separación.

Adopción. ¿Cuánta felicidad traía realmente esa palabra?

La mañana siguiente llego tan rápido como puede llegar un nuevo día.

La casa era blanca, con un antejardín bien cuidado y un porche como el de las películas. El señor Luis abrió la puerta y les dejo entrar a la casa más limpia y ordenada que jamás hubiera visto.

Su casa siempre olía a humedad y cerveza, siempre tenía cosas votadas por el suelo y manchas por aquí y por allá. Después, cuando llego al orfanato, pese a la perseverancia de Elena por el orden, el perpetuo caos de juguetes y dibujos infantiles parecía siempre encontrar un lugar. Pero esta casa estaba impecable, todo en tonos blancos y crema que le hacían sentir sucio por solo estar parado hay.

– ¿Te gusta pequeño?

Anthony casi se cae al escuchar la voz tan cerca de él. Por un momento había olvidado que estaba con más gente y la voz ronca de Luis le había asustado.

–Sí señor. Es muy bonita su casa, señor.

La risa resonó por toda la sala. –No, no, no jovencito. Si vas a vivir con nosotros no puedes estarme llamando señor. Yo voy a ser tu papá, pero si es aún muy pronto puedes llamarme Luis.

Anthony se sonrojo como no creía posible. Ese hombre se estaba riendo de él. No le estaba gritando por su error, no le estaba pegando, se estaba riendo. Riendo. Como si todo estuviera bien.

–Está bien señ... Luis. –No iba a llamarlo señor pero tampoco podía llamarle papá. Aun no por lo menos. Luciano era su padre y pese a su comportamiento los últimos años lo seguiría siendo hasta el día en que él se muriera.

Espero que el hombre se disgustara por no llamarle papá, que le molestara el hecho de que pese a haberlo adoptado no le otorgara el título que le correspondía. Pero no, simplemente se volvió a reír y le desordeno el cabello con una mano antes de abrazar a su esposa.

–Me gusta este chico. –La mujer que no había dicho ninguna palabra en todo el camino simplemente sonrió y observo al niño con una mirada muy parecida a la que le daba Mayra años atrás. Una mezcla de cariño y alegría que trajo a su memoria todos los recuerdos de su madre.

Y así avanzo la primera semana, comidas en familia, preguntas a la hora de la cena sobre el colegio o sus amistades, cuentos a la hora de dormir. Era como de pronto entrar en un sueño y no querer despertar.

Pero si la realidad tiene una característica es que tarde o temprano se hace notar.

Era un sábado por la noche, dos semanas después de su llegada cuando la realidad decidió que ya era suficiente tanta fantasía.

– ¿Aun no llega Luis?

–No cariño, mejor te vas a acostar. Tenía trabajo y llegara tarde.

Teresa tenía por naturaleza una voz suave y sumisa. Pero ahora ese tono se veía empañado por un deje de miedo que Anthony no pudo ignorar.

– ¿Está bien?

–Claro que si cariño. Ve a la cama, yo subo en un momento.

Decidió no seguir insistiendo y subió hasta su nuevo dormitorio. Estaba a punto de entrar al cuarto cuando escucho la puerta de entrada azotarse contra la pared.

– ¡Teresa! ¿Dóndeestás?

Su cuerpo se tensó ante la memoria que quería emerger por el conocido ruido.

Se asomó por el borde de la escalera para ver a Luis entrar como un animal furioso a la casa. La ropa desordenada y los ojos inyectados de sangre. Por un momento Anthony vio a Luciano parado en la puerta, afirmándose de las paredes como si cualquier mal paso lo tiraría al suelo.

Perdido en sus recuerdos, incluso desde esa distancia pudo sentir el hedor del alcohol y el tabaco barato.

– ¿Dónde está la pequeña sabandija?

–Está durmiendo Luis. Ven, vamos nosotros también a acostarnos.

Error. El hombre la miro como si le hubiera dicho la peor de las ofensas y antes que Anthony pudiera terminar de digerir la escena Teresa ya estaba en el suelo con una mano en su roja mejilla.

–Tu no me dices que hacer pequeño pedazo de mierda. ¿Quién te crees?

Corrió escaleras abajo cuando vio que se preparaba para darle otro golpe a la mujer en el suelo. Anthony conocía a la perfección la escena. Había vivido sus cinco primeros años de vida en la misma situación.

No permitiría que Teresa pasara por lo mismo que Mayra antes de marcharse.

Y en esa carrera desesperada el pequeño Anthony desapareció. Ya no existía el niño de seis años que cuando tenía miedo bajaba la vista y abrazaba a su oso. Allí se encontraba un joven de alma indomable que sacrificaría incluso su vida por proteger a un indefenso o luchar contra una injusticia.

Las dos caras de una misma moneda. El niño y el adulto. El ángel y el guerrero. Anthony Harper en toda su gloria.

– ¡Aléjate de ella! –Tomo una de las revistas que se encontraban en el mueble al pie de la escalera y la lanzo con todas su fuerzas a la ebria cabeza de Luis.

–Pero miren a quien tenemos aquí. ¿No estabas durmiendo pequeño?

–Luis... por favor... –El rostro de Teresa se veía diez años mayor. La preocupación y el miedo fundiéndose en cada uno de sus rasgos.

–Tranquila Tere, solo le voy a preguntar a nuestro pequeño porque cree que arrojarle cosas a los mayores es bueno.

Teresa temblaba. Anthony podía ver con increíble claridad hacia donde se dirigía esta escena. ¿Es que acaso estaba destinado a vivir una y otra vez la misma situación?

Se confió tanto en la falsa felicidad que le otorgaba esa pareja que no vio las señales. No vio como Teresa se tensaba ante las palabras fuertes o como Luis golpeaba la mesa cuando algo lo disgustaba antes de recordar que él seguía hay. Que ahora eran tres en la mesa. Se controlaban como dos excelentes actores, trasladando el papel que fingían frente a la sociedad al interior de aquella perfecta casa, solo para él. Pero algo debía pasar. Eran las leyes del caos y del azar. Como una ruleta que gira y gira sin que nadie sepa dónde va a detenerse, la máscara de ambos actores cayo justo frente al niño.

–No te tengo miedo. –Y era verdad. Anthony había temido a su padre con el terror más puro que puede sentir un niño, pero el tiempo le había forjado de tal manera que la figura ignorante de Luis frente a él no le causaba nada. Nada más que una sincera preocupación por Teresa quien aún se encontraba tras él. Era increíble que hace dos años temblara ante su padre y ahora se parara sin ningún encogimiento frente a este hombre que estaba aún más perdido que su padre.

Años después, un sicólogo le diría que su fortaleza provenía de su deseo de proteger. En sus primeros años nadie le había sabido cuidar. Era por eso que él había desarrollado esa personalidad. Podía enfrentarse a lo que sea mientras fuera por proteger a alguien. Y era ese también uno de los motivos por el cual incluso en su adolescencia no podía despegarse de Teddy.

Métodos de defensa, le diría el sicólogo en una sesión especialmente difícil.

–Deberías pequeño. Realmente deberías.

La voz corto de golpe su pequeña introspección mental y le arrojo a la realidad con el primer golpe de aquel hombre que por un momento Anthony creyó, redimiría a su figura paterna.

Esa noche, Teresa durmió en la habitación de Anthony. Llorando en silencio intento olvidar por un momento a su marido que dormía en el living de aquella perfecta casa.

Esa noche, por primera vez Anthony se preocuparía de consolar a una persona en vez de buscar consuelo en su fiel amigo oso.

Esa noche sería la primera de muchas noches. Tormentas antecedidas por días de calma.

Tormentas que al día siguiente no serían más que un amargo recuerdo sin cabida en aquella perfecta escena del desayuno familiar.

Tormentas que al igual que muchas catástrofes naturales, eran impredecibles, imparables y dejaban cicatrices que ni el tiempo ni el olvido pueden curar.

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