II - Comienzos

10 años antes

Noviembre de 2006

La vieja casa le hablaba, le susurraba entre crujidos de madera vieja y bisagras oxidadas. Suspiraba al compás de una canción perdida y dormitaba entre el tiempo y la memoria.

La antigua morada parecía alzarse entre los restos de las pequeñas viviendas como un enorme gigante entre un montón de enanos.

Esta era una de las pocas zonas de Chicago que no había sido invadida por grandes edificios y magnánimas corporaciones. Era solo una simple y confortable zona residencial.

Frente a la imponente edificación, Anthony sostenía fuertemente en sus delgados brazos a Teddy. El pequeño oso estaba muy asustado de la gran casa que se imponía amenazante frente a ellos. Anthony no. Los niños grandes no se asustan de casas grandes y desconocidas, pero Teddy era solo un peluche, uno bastante pequeño, y los peluches pequeños se asustan fácilmente, es por eso que él debía estar siempre cerca.

De alguna manera, la relación de aquel pequeño con su peluche era el único lazo que tenía el pelinegro con la realidad. La única relación afectiva que a sus cinco años podía comprender.

Sus ojos verdes y los ojos de botón observaron nuevamente la casa.

—Soy un niño grande —se susurró—. Los niños grandes no tienen miedo. —Volvió a pensar.

Pero extrañamente entre más se repetía eso, más asustado se ponía Teddy. Tal vez porque no le gustaba esa nueva casa. Tal vez porque el edificio parecía tan triste y solitario como el mismo niño aferrado a su oso, o tal vez solo extrañaba a mamá.

Tal vez el miedo del pequeño oso era una representación de los propios miedos del niño que inconscientemente evitaba pensar en ese ser de cabello rubio y vestido blanco.

«Los niños grandes no lloran.»

Ese era su mantra, una triste sentencia viniendo de alguien tan pequeño.

Cuando le contaron que viviría en una nueva casa, soñó muchas veces cómo sería, en unos sueños era de chocolate, en otros tenía juegos por todas partes, y en otros era completamente de algodón. A Teddy le gustaba el algodón.

Pero esa casa no era de algodón y estaba asustando a Teddy. A él ya no le asustaban las casas grandes que parecen vacías. Pero a los peluches sí, les da mucho miedo.

Lo abrazó más fuerte.

En su pequeño mundo de fantasía, Anthony era el único protector de aquel maltrecho juguete. Era su responsabilidad protegerle de las casas grandes, las habitaciones vacías, las noches oscuras y las pesadillas.

La puerta se abrió con un leve crujido, un leve olor a pastel emergió de la abertura desentonando con el día gris y el peluche asustado. De sus oscuras profundidades se asomó una bonita señora. Tenía delantal como el que ocupaba su mamá para cocinar y unos lentes graciosos que no dejaban ver sus ojos. La señora parecía una madre, incluso más que la de él.

—Oh cariño, disculpa la demora. Eres Anthony, ¿cierto? —La señora-mamá se arrodilló para quedar a su altura.

Señaló al peluche esperando que le reconociera.

—Él es Teddy.

—Oh. Hola, Teddy.

Ella sonrió y sacudió suavemente la manito de felpa antes de acariciar su cabello.

Dio un paso atrás asustado. No le gustaban los toques. Incluso a esa corta edad su mente comprendía que no todos los toques eran bondadosos y ante la incertidumbre su inconsciente generaba recelo como un método de protección.

—Perdón cariño. —Se paró lentamente antes de tomar los pequeños bolsos—. ¿Quieres pasar?

La miró antes de asentir. La señora-mamá no sabía que no le gustaban los toques así que estaba bien; además, a Teddy le gustaba.

La casa de apariencia vacía, en realidad no lo estaba. Dentro estaban varios niños, algunos más grandes, otros más pequeños y dos que parecían tener su misma edad. Al entrar, todos los niños se detuvieron y los miraron fijamente. Los más grandes tomaron a algunos de los pequeños en brazos. Parecía una parodia de él con su osito de felpa. Siempre tenía que cargarlo porque los peluches no pueden caminar solitos. Tal vez a esos niños les pasa lo mismo, o tal vez les gusta ser cargados.

A él no le gusta. Él es un niño grande.

—Niños, quiero presentarles al nuevo miembro de nuestra pequeña familia. —La señora-mamá hablaba fuerte, pero su voz era suave y no daba miedo—. Ellos son Anthony y Teddy. Desde hoy vivirán con nosotros.

Una oleada de aplausos retumbó en la gran sala provocando que se escondiera detrás de la señora-mamá. No le gustaban los ruidos fuertes.

Aplausos. Llantos. Gritos. Risas.

Parecía que de alguna manera todo ruido superior a un susurro provocaba que su pequeño y delgado cuerpo temblara. En el fondo de su mente, entendía que aquellos niños bulliciosos no le generarían ningún mal, pero una cosa era la realidad y otra muy distinta los miedos que ya a esa edad tenía arraigados.

Una niña de su misma edad se acercó tambaleándose en sus pies. Ella era de los niños que se encontraban en brazos de los mayores.

—Hola, An-tho-ny, yo soy Aleska Erison...Eri...Eri... ¡Erickson! —sonrió como si hubiese logrado algo muy importante.

Él no entendió, pero le devolvió de todas formas una tímida sonrisa. Le faltaba un diente y hablaba gracioso. Separaba su nombre como si le costara pronunciarlo, aunque el de ella era aún más raro.

—Él es Teddy —señaló a su oso como lo había hecho con la señora-mamá. No le gustaba que lo ignoraran.

Incluso a esa edad se percataba de las muchas cosas que no le gustaban.

Aleska se acercó y le acarició suavemente la cabeza a Teddy. Eso estaba bien, a Teddy no le molestaba que lo tocaran.

La señora-mamá le mostró el resto de la casa, le presentó a los otros niños y le contó cosas que él no entendía, sin embargo, asentía a cada frase para no causar desagrado. ¿Existe algo más molesto que un niño tonto que no comprende lo que le dicen? Lo dudaba. En el poco tiempo que estuvo con su padre, y de alguna manera parecía un muy largo tiempo a pesar de sus cinco años, su padre siempre le recalcaba que él era tonto: lloraba, preguntaba por su mamá, siempre tenía hambre y frío. Él no quería que la señora-mamá le dijera tonto, así que siguió asintiendo a todo.

La señora-mamá en realidad se llamaba Elena, aunque Anthony discrepaba en eso, tenía más bien cara de Lucía, como la señora que atendía el kiosco de dulces en el parque donde lo llevaba su mamá a jugar, pero no se atrevió a decirle su opinión. Muchas veces era mejor guardar silencio.

La señora-mamá le mostró su habitación. Un espacio tres veces más grande que el cuarto donde dormía en su antigua casa, sin ventanas rotas, sin basura en el suelo y sin ese olor penetrante a humedad que tan cotidiano era en su anterior cuarto.

La compartiría con Aleska y un niño de cabello rubio llamado Kaydan. Todos tenían nombres un poco raros.

Kay, como le gustaba que le llamaran al niño rubio, le presentó su oso, se llamaba Bob, era más oscuro que Teddy y tenía los botones de distinto color.

A Teddy le gustó.

A la hora de la cena, la señora-mamá sirvió puré con carne picada. A mamá no le gustaba la carne, nunca la cocinaba. Recordaba que papá siempre se enojaba por eso aunque él no entendía porque. Cuando su madre se fue, papá solo cocinaba carne: unos trozos grasos que olían a quemado y le dejaban un sabor rancio en la boca.

A Teddy le gustó la carne que preparó la señora-mamá.

No habló mucho. Los niños se presentaban y él les señalaba a Teddy cuando parecían olvidarle. Dos intentaron abrazarlo, aún se pregunta por qué, pero la señora-mamá inmediatamente los aparto. Ella había entendido algo importante: no le gustaban los toques.

Lo estaba protegiendo.

«Proteger». Esa palabra que usan los grandes cuando te quieren mucho.

Recordaba que su mamá la ocupaba mucho, después la empezó a decir menos, hasta que un día ya no la volvió a decir.

Él protegía a Teddy porque era suyo. Tenía que protegerlo.

Pero él no era de la señora-mamá. Era de su mamá, aunque ella ya no estuviera. Así que la próxima vez que un niño intentó tocarlo se alejó antes, así la señora-mamá no tendría que protegerlo y no creería que era de su propiedad.

Él era un niño grande y sabía cuidarse. A sus cinco años de edad, Anthony Harper comprendía que la primera persona que tenía que cuidar de él era él mismo.

La señora-mamá ponía esa mirada que ponen las madres cuando saben que uno se ha caído y no les dice. No entendía por qué puso esa mirada si él podía protegerse. Bueno, protegerse a él y a Teddy por supuesto.

Al llegar la noche, se acostó en una cama solo con Teddy.

Era raro, esa cama tenía muchas tapas y el colchón era blando. No olía a humedad, la cama no sonaba cuando se movía, las tapas no estaban rotas.

La señora-mamá entró y se acercó a la cama de Kay, lo arropó y le dio un beso, luego le dio uno a Bob. Hizo lo mismo con Aleska.

Se tensó esperando que le arropara, pero ella no lo tocó.

—Cariño, ¿te molestaría si te tapo? A Teddy puede darle frío.

La observó por un largo momento antes de arropar él mismo a Teddy. Era un niño grande y no necesitaba que le arroparan.

Ella puso una sonrisa que no parecía eso, más bien parecía que quería llorar y no podía. Se parecía a mamá cuando papá salía a caminar o a él cuando tenía pesadillas y actuaba valiente para no asustar a Teddy.

Se preguntó si la señora-mamá también tenía pesadillas en las noches.

—Está bien cariño, ten dulces sueños. —Encendió la luz de noche y dio una última mirada desde la puerta antes de salir de la habitación.

Esperó durante mucho rato mirando el techo a que algo pasara. Espero el ruido al que estaba acostumbrado. Esperó que las sombras crecieran, que los monstruos salieran de debajo de la cama, pero nada. Lo único que se sentía era la casa crujir lentamente hasta sumirse en un suave sueño, al igual que los nueve niños y la mujer que vivían bajo ese techo.

Anthony sabía que aquella noche era un antes y después en su vida, aunque algo le decía que pasarían varios años antes de que su vida fuera un motivo de orgullo y felicidad.

Cuando por fin cayó dormido no tuvo pesadillas. Por primera vez en mucho tiempo soñó con besos cálidos y madres que arropan a sus pequeños.

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