7. El color de dos prometidos
El reloj de pie inglés cortó el silencio con su estruendoso sonido grave. Eran las cuatro. El rey y la joven princesa lo observaron más tiempo del necesario, intentando despejar de sus mentes de lo que estaba por venir; su padre pensando en el mínimo error posible por cometer aquella noche y su hija, conteniendo la emoción de conocer a su futuro esposo y tratando de no hacer muecas por el dolor de sus extremidades.
El día anterior había pasado doce horas sentada en un estado estático total, una forma que tenía su padre de enseñarle a mantenerse quieta y erguida todo el tiempo. Sus manos habían temblado lo suficiente como para que fueran amarradas a sus extremos y su espalda tironeaba fuertes latigazos cada vez que se inclinaba. Le daban de comer y solo había descansos para ir al baño. Nunca el tiempo en su infancia había pasado de forma tan lenta y tortuosa como aquel día. Si bien, ya no se movía como antes por el miedo de repetir el ejercicio, debía sostener sus manos atrás de su espalda para ocultar su errático movimiento inmanejable. Su padre siempre fue fiel creyente que al reprimir su hiperactividad la eliminaría, hasta años más tarde, después de su muerte, su hija se dio cuenta que aquello tan solo lo empeoraba y le dejaba terribles secuelas.
El carruaje llegó cinco minutos más tarde y de él bajaron un rey lejano, su hijo del medio y su madre. Los tres vestidos formalmente con uniforme real, del que resaltaba el escudo de la familia cubriéndoles casi todo el pecho y una pequeña lechuguilla abrazando sus cuellos. Era un vestuario mucho más extravagante y al descubierto que los suyos, lo que a la futura reina le pareció inapropiado.
No sabía si su padre la felicitaría o amonestaría por ese pensamiento.
El que le comentaron que sería su esposo era mucho más bajo que ella, tenía el cabello cuidadosamente echado hacia atrás y una nariz chata destacando en sus alargadas facciones. No era alguien desagradable, pero no llenaba ni por asomo los estándares que la princesa había creado desde que anunciaron su compromiso. Incluso así, no demostró su decepción ni dejó percibir un atisbo de indecisión. Sonrió ampliamente y realizó una reverencia.
Siguieron por el palacio hasta el gigante comedor de nogal, mientras los adultos hablan la joven contempló al príncipe sin disimulo, escrutando cada detalle de su pálida tez y cabello castaño e instó el choque de sus miradas solo para ver el color de sus ojos, pero aquel niño evitó la mirada de todos los presentes y cabizbajo, jugaba con la tela de su vestuario.
No habían pasado diez minutos cuando la intimidante mirada de su padre y su mano callosa se impregnó en su espalda para comprimir su movimiento (ademán de advertencia enseñado el día anterior) y la obligó a desviar su línea visual del macilento niño.
—Estoy seguro de que se llevarán bien —comentó el rey de Ulah, observando a su hijo y luego a la joven princesa.
—Concuerdo, tienen un parecido extraordinario. Ante la similitud solo queda comodidad, ¿no cree? —dijo el rey de Melsian, volteándose hacia su hija quien instantáneamente creó una sonrisa educada.
La realeza asintió como respuesta con una amarillenta sonrisa despertando sus facciones inmóviles.
—¿Cuántos años tiene la futura reina? —preguntó la madre del niño, inclinando su enorme peluca blanca hacia su dirección.
—Ocho años —respondió ella con la voz serena que su padre le enseñó a formar.
—¡Oh! Felipe tan solo es un año mayor.
Eso ellos ya lo sabían y era una de las principales fuentes de indecisión de su padre, creía vehementemente que una reina no debía ser menor que un príncipe consorte, mas al ver la poca cantidad de candidatos disponibles debió conformarse con un año de diferencia.
La cena llegó y con ella, un tumulto de palabras indiscretas hacia los prometidos, como si no estuvieran allí. Al final pensaron conveniente dejarlos a ambos conocerse y caminar por el jardín con la criada de la princesa como acompañante, mientras el resto compartía su recién descubierto gusto por las pinturas antiguas en la galería real.
Ante la cercanía y mayor libertad para mirar sin interrupciones, la joven princesa pudo escrutar a su prometido como si de pequeñas pinceladas se tratara. Notó lo incómodo que se sentía con su presencia y, puede, hasta de su propio vestuario. Tenía moretones y hematomas rodeando sus muñecas por debajo de las mangas y uno en específico, grande, detrás de su oreja sobresaliendo solo cuando el viento azotaba su cabello y dejaba al descubierto el área. Más tarde se daría cuenta que uno más se añadiría en el otro lado consecuencia de su mudez y tímida indiferencia.
—¿Conoce los lirios? —preguntó ella, tratando sin éxito que levantara la mirada. Insistía en verle los ojos.
—Sí —masculló él, apenas lo suficiente alto para que lo escuchara. Su voz era mullida y quebradiza. Ella suspiró.
—¿Quiere verlas? Tenemos muchas, el suelo de Melsian es de gran agrado para ellas. —Ahora, su padre hablaba por ella a través de su boca.
El joven príncipe aceptó con un leve movimiento de cabeza.
Se acercaron al principal y más grande arriate real, colmado de explosiones blancas con pistilos amarillos que daban al jardín un ambiente de serenidad y, años después, de soledad. El aroma los embriagó de un dulce meloso que les subió por las fosas nasales y les recorrió los brazos en un frío escalofrío. Más que mostrar interés por las flores, el príncipe bordeó el perímetro del arriate fijándose en los prolijos cortes que hacían un perfecto círculo en el centro del área. A su acompañante le irritó tal gesto, pero contuvo sus palabras.
—¿Qué le gusta hacer? —dijo en su lugar, deslizando el dedo meñique por un pétalo caído. Él, para su sorpresa, respondió de forma automática.
—Montar a caballo.
No era necesaria una confirmación posterior para saber que aquella respuesta, al igual que las preguntas que formulaba la princesa, eran todo producto de sus padres.
«Yo lo odio», se contuvo en decir ella, desviando la atención hacia el control de sus inquietas manos. Odiaba montar, el olor acre que expulsaba la montura y la sensación falsa de poder que, en realidad, decaía meramente en el caballo le eran insoportables; unido a ello su incapacidad por manejar bien las manos que no le permitía mantenerse arriba con soltura.
—¿Le gusta el ajedrez? —se aventuró a preguntar, haciendo que el chico se incorporara y estuviera a punto de mirarla antes de reaccionar y esconderse de nuevo en las penumbras.
Él asintió y se irguió para acompañarla a los siguientes arriates, estos eran más pequeños y con menos representación floral. Solo eran arbustos bien cortados con iris opacas de color violeta desgastado, sin olor alguno. Más que serenidad, esta zona del jardín transmitía un sentimiento de pérdida.
—El ajedrez es de mis pasatiempos favoritos, espero algún día pueda jugar conmigo —añadió, con una sonrisa entusiasta soltando el agarre de sus manos por la espalda. Un destello burbujeante se instaló en sus ojos ante el solo pensamiento de compartir el ajedrez con su prometido.
—Por supuesto —murmuró viéndose interesado ahora por sus zapatos.
—Humm... ¿cómo es la vida en el palacio real? —repuso, sin saber qué más decir.
El chico tardó en contestar y cuando lo hizo se apretó la tela de su chaleco a botones.
—Exquisita.
Hastiada y frustrada, la futura reina levantó la vista y visualizó la lejanía de su criada, suficiente para formular una pregunta inapropiada y ésta no la escuchara. Confirmándolo, tomó aire y se inclinó a la altura del chico, expulsando sus palabras con rapidez.
—¿Puede mirarme?
La sorpresa se expandió sobre su rostro en un color rojizo, sonrojándolo.
—¿P-perdón?
—No he podido observarlo en toda la noche, me gustaría mirarlo —replicó.
Se irguió y esta vez, en lugar de señalar un próximo camino en dirección contraria a su persistente mirada, alzó la cabeza y sus facciones fueron por fin reveladas de manera auténtica y no bajo las sombras cabizbajas. Sus pequeños ojos azules transmitían, además de la repentina sorpresa e incomodidad, una lúgubre expresión melancólica y afligida. Rápidamente, volvió a su postura previa y arrastró los pies hasta las aguas tranquilas de un cercano estanque.
—Se lo agradezco —susurró ella, realizando una sonrisa triste que él no llegó a ver.
Pasaron el resto del tiempo en silencio, observando las verdosas aguas y las algas flotantes. La princesa había notado nuevas peculiaridades: el chico mordía sus uñas y le tranquilizaba el roce de la ruda tela por sus manos, tenía un ligero tic en la ceja izquierda y prestaba atención a los detalles más que el conjunto completo. Ella puso todo su esfuerzo por descubrir nuevas características, sabiendo que su padre se las pediría al día siguiente, poniendo en práctica todo lo que le había enseñado acerca de buscar la vulnerabilidad y con ello, evitarla; pero se había cansado y no disfrutaba hacerlo cuando podía soñar con su futuro compromiso. Además, solo deseaba divertirse y él era un niño como ella, no uno de los hombres que su padre la obligaba a escrutar.
Pronto, una mano alzada les alertó de su regreso. El chico hizo un ademán de ida, mas al ver que su acompañante no se movía, decidió esperarla.
—Odio los peces —se resignó con decir ella y sin despegar la vista de las aguas, se encogió de hombros y pensó:
«Espero juegue bien al ajedrez».
Y partieron.
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