34. El color del fuego al apagarse
El reloj se detuvo en medio de la noche, mientras Bitzo lloraba desconsolado bajo la copa del árbol favorito de su padre. Había mirado fijamente la aguja del reloj por largos minutos desde su reciente ida al mundo humano, sintiendo cómo con cada segundo que pasaba le era más difícil respirar. Sabía a quién debía enfrentarse y eso era lo que más lo aterraba: la confrontación, después de todo lo sucedido.
Con los ojos cerrados, exhaló un largo suspiro y contó hasta diez intentando recobrar la calma mientras limpiaba sus húmedas mejillas con su enfundado antebrazo, cuya opacidad le impidió ver que ahora, sus ya no caían como líquido transparente y más bien, le embarraban las mejillas de tinta negra. Guardó el reloj en el bolsillo de la casaca de su padre y alisó sus ropas mientras intentaba crear un semblante sereno; logrando solo uno indiferente. Probó levantando las comisuras de sus labios, formando una gentil sonrisa de bienvenida que quedaba bien con su infantil mirada y asintió, convencido de su credibilidad.
Luego, las imágenes de su última ida al mundo humano volvieron y le arrebataron cualquier gesto apacible de una bofetada. Le llevó gran esfuerzo volver a recuperar el aplomo y cuando lo hizo, debió comenzar a contar sus pasos para distraer su mente.
Preparado, alzó los ojos al cielo y bramó las palabras que repasó en su mente hasta el cansancio. Esa sería la única vez que las utilizaría.
—Vigfme pam Yigurú biatrizan —pronunció, dejando que el fuego y el color lo envolvieran; apareciendo en el mundo humano justo después para llevar a cabo la fase de Loron.
Al finalizar, cuando La Dama de Color estuvo a su poder y había logrado que se desvaneciera en sus brazos; la sonrisa de Bitzo se desvaneció con ella. Cargó su delgado cuerpo sobre sus hombros y, tras echar un último vistazo fúnebre entorno, desapareció.
«Perdóneme, perdóneme, ama. No podré servirla ni protegerla como mi ascendencia lo designa. Perdóneme por ser su perdición en lugar de su salvación y utilizarla para mis propios deseos».
Ya en Sindora cedió ante el impulso de escudriñar sus manos en busca de residuos de la sangre de Zalí, encontrando en su lugar restos de luz adheridos por el contacto con su madre.
«Abandonaste el cuerpo, esa mancha ya no es tuya», se intentó convencer.
Fue unas horas después que se dio cuenta que el iris de sus ojos ya no era amarillo, estaban manchados por una oscura tinta; que cuando por fin lloró, ésta se derramaba por su lagrimal y consolaba sus lánguidas mejillas en lágrimas carbonizadas; y el cómo su cabello rojizo se había transformado en mechones azabaches sin brillo al que responder al sol.
Lo que creía eran solo mentiras, razonó él. La sangre de la hija de aquella mujer seguía cubriéndole las manos y lo había penetrado hasta quitarle sus colores más preciados, quemándolo de la única forma posible. No obstante, aún podía crear fuego. Unas dulces, cálidas y reconfortantes llamas naranjas que se desprendían de la culpa al conservar su tonalidad y descubrían sus opacos rasgos en medio de la oscuridad; tan inalterables como siempre.
Allí lo comprendió. Nunca cambiarían, aquellas brasas le pertenecían y no solo eso, Bitzo era su propio fuego. No eran sus chispas (como Dama afirmaría más tarde), ni su tenacidad, su llamarada o enérgica viveza (como su padre siempre lo definió). Ni siquiera su brillante esplendor: era las llamas que le lamían los dedos con su eterna fugacidad, su letal roce y finalmente, su inminente consumición.
Destinado a convertirse en cenizas.
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