30. El color de la culpa

Como todas las mañanas, había ido a buscar romero qué triturar y poner a secar. Era una nueva rutina que la obligaba a levantarse y crear un plan para el resto del día, permitiéndole mantenerse activa y distraída de sus persistentes recuerdos que deseaban seguir atormentándola.

Sin embargo, hubo algo distinto ese día.

El color del ambiente estaba más apagado y ella en su plenitud, no pudo explicar por qué. Hacía días que no se sentía tan bien, tan serena y tranquila; incluso con la ausencia de dos días del chico que, para ese entonces, era más que normal. También el sonido: el zumbido del viento que la acompañaba de regreso todos los días, en esa ocasión se le unió el crepitar del fuego, que tan vigoroso como fugaz, se volvía más perceptible con cada paso que daba. Estando lo suficientemente cerca de un árbol de gran tronco donde parecía provenir el sonido, se permitió detenerse y agudizar su oído.

Al captar el llanto, no pensó un solo segundo en revelarse entre los zarzales.

Encontró a Bitzo sentado allí, murmurando una inteligible melodía, abrazando sus rodillas y con la cabeza hundida entre sus manos. Su cuerpo enviaba fuerte espasmos por todo su cuerpo debido a los sollozos y sus brazos se alzaban en llamas a su compás. Parecía tan frágil que a ella le costó decidirse en tocar su hombro.

—Bitzo... ¿qué sucede?

Poco a poco, él alzó su cabeza y la advirtió entre la nubosidad de sus lágrimas. Atesorado de ellas, caían por su mejilla como hollín líquido. Dama pudo notar lo hinchados que estaban sus ojos y lo negro que tenía el iris, capaz de tragarla de un solo bocado. Estaba totalmente demacrado, era evidente que había pasado días llorando y sufriendo en silencio. Ella nunca lo había visto así.

—¿Qué pasó, Bitzo? —quiso saber.

—Yo... eh... —tartamudeó y de pronto cerró los ojos con fuerza y otra sacudida le recorrió por completo junto a un alarido lastimero. Sus siguientes palabras se escucharon apenas audibles entre su enorme pena—. Discúlpeme, no debería...

Se cortó e hizo un ademán para levantarse, pero se arrepintió a medio camino.

—No te vayas, quiero saber lo sucede.

—Mi padre.

Durante los veinte años que llevaba allí, las únicas muestras de sufrimiento que mostraba el chico venían a causa de las suyas. Cuando ella se lamentaba por la pérdida de su hija, venía Bitzo para demostrarle que no estaba sola en su padecimiento. Gracias a esto, había asimilado erróneamente que se debía a su superación la razón de su constante etapa positiva o activa que la sacaba del fondo de su calamidad. Mas, hasta ese instante no fue capaz de advertir su profundo estado de luto.

—Nunca se perdía mi cumpleaños —continuó el chico.

Su semblante parecía querer derretirse por el dolor y verlo así hizo que la culpa creara un nudo en su garganta. Estaba tan ocupada con su propia conmoción que nunca había mirado la suya. Ni siquiera sabía que era su cumpleaños.

—Bitzo, y-yo no...

—No se preocupe, solo sucede una vez cada doscientos años sindoros.

—Quisiera acompañarte.

En su rostro una repentina tensión de mandíbula que desapareció un segundo después, al parecer justo cuando se dio cuenta. Dama creyó haberlo imaginado y cuando él asintió, no esperó en sentarse a su lado.

—¿Quieres hablar de él?

—No —respondió de inmediato.

Se mantuvieron en un silencio incómodo en el que Dama no supo qué hacer. Nunca le habían enseñado qué hacer en casos como aquellos; por lo que se mantuvo tensa en su sitio, con la espalda erguida y la mirada evitando la del chico quien solo observaba el bosque con la tez pálida. Llegado un momento, se le ocurrió una idea y se levantó, extendiéndole la mano.

—¿No quieres aprender a bailar?

No tardó mucho en reaccionar y aceptó su mano sin pensarlo dos veces; algo que generó extrañeza en Dama.

Ambos se dirigieron a las cercanías del lago, en sus áreas despejadas y carentes de árboles. Pararon justo en el medio de lo que parecía un círculo de árboles y ella lo colocó frente suyo, para luego limpiarle las lágrimas con los pulgares y brindarle una amplia sonrisa que, por primera vez, no devolvió.

—Te enseñaré, ¿bien? Es vals, mi favorito.

Le tomó las manos y en cuanto sintió su irregular textura, se deshizo de su agarre de golpe. Bitzo se sorprendió y cuando comprendió lo que había pasado, expulsó una suave risa.

—Son las cicatrices —se resignó a decir. Se sorbió la nariz y ocultó su rostro entre las manos, sin parar de reír de forma extraña y nasal a causa del previo llanto.

—¿Cicatrices? —exclamó, ahora preocupada y le tomó una de sus manos, buscando en sus dedos. Y las encontró, sorprendida no haberlas visto antes.

Unas cicatrices de quemaduras envolvían cada rincón de sus dedos hasta llegar a los nudillos donde se detenían bruscamente. Por su tono de piel, no eran visibles en la lejanía, pero cerca no pasaban inadvertidas.

—¿Qué te...? —empezó, pero Bitzo la interrumpió justo cuando se compuso.

—Al no ser extinguido, el fuego en algún punto se consumirá a sí mismo —espetó, como si lo explicara todo—. Cuando me envuelvan, moriré.

Dama frunció el ceño.

—A mi padre le llegaban hasta los hombros, le faltaban tantos años de vida...

Ella sabía dónde se dirigía esa analogía y antes de que pudiera llegar a las profundidades de una calamidad que ya conocía y que llevaba torturándola por tanto tiempo, tomó sus manos y las alzó en alto.

—Me enseñaron el vals a mis cinco años y desde ahí, el baile se convirtió en mi pasión —dijo, acercando su cuerpo al menudo de Bitzo—. El vals es sencillo, tan solo imítame.

Una sola demostración le bastó la para empezar, gracias a su grandiosa memoria heredada de Furú. Sin embargo, no era capaz de conseguir la misma soltura y elegancia que su ama, quien al bailar parecía ser mecida por el aire. Sin importarle demasiado, continuaron entre risas y una serie de pisadas accidentales hasta que el cilo llegó y solo acompañó su danza.

El color a su alrededor se hizo más fuerte y la noche terminó por llegar, con sus mágicas penumbras y grácil asistencia. Con los cuerpos y manos unidas bailaron hasta que sus lamentos fueron un murmullo enterrado y los muertos que los precedían, solo eran ramas en lo alto; incapaces de tocarlos, con sus largos dedos apuntando al cielo, quejándose con su dios. Su tacto les dio lo que necesitaban para seguir respirando y el olor salado que salía de sus pieles los envolvió en un ensueño idílico.

Sin embargo, junto al amanecer que asomó sus alas en el horizonte también llegó una impetuosa lluvia que acribilló al cuerpo de Bitzo enumerando sus secretos y repasando sus largas mentiras, se mofó de él y su tierno pasado, queriendo extinguirlo por completo. Finalmente, incapaz de soportarlo, se apartó; con un semblante carcomido por el arrepentimiento.

Pero esta vez y no como todas aquellas donde parecía estar a punto de explotar, él se quedó y pidió estar solo. Ella abrió la boca, pero sus chispeantes ojos negros la hicieron enmudecer y le concedió su deseo, prometiendo ser lo que él necesitaba.

Sin saberlo tampoco ese día, Bitzo tan solo se había cansado de mentir.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top