3. El color de un presagio eterno

Aquel hombre la sostuvo entre sus brazos, repasando con sus dedos callosos la clara y suave piel de su hija recién nacida. La meció suavemente y sintió como un parte de él era mecido al compás de sus tenues respiraciones. La niña no tardó en abrir los ojos revelando un iris marrón como el color del café tostado. Él sonrió y la acercó a la ventana pegando los débiles rayos del sol de la mañana a sus pequeños iris y como si estos respondieran, brillaron en una tonalidad parecida al oro fundido.

Incómoda por la luz, la criatura se revolvió y su padre la devolvió a la oscura habitación, junto a su madre inconsciente. Antes de entregarla al doctor que lo esperaba, la extendió despegándola de su pecho, como si la entregara a alguien invisible y mirándola embelesado susurró las siguientes palabras, sellando su destino:

—Crece sabia, crece fuerte, crece reina.

Aquella criatura sería la espada de su reino, la que mantendría resguardada sus paredes y dominaría con ímpetu todo lo que osara en bendecir con su palabra. Ella sería su mayor logro y orgullo, una creación nueva que el mundo no estaba preparado en aceptar. Y así fue, tan solo se equivocó en limitarla, ella sería mucho más de lo que nadie pudiera describir.

Años después, encontrándose en la misma situación y en la misma habitación, un nuevo nacimiento falló.

Su padre rodeó la cama y se cubrió el rostro con las manos.

—¿Por qué? —preguntó a la nada, en su murmullo suave que solo él escuchó.

La joven princesa estaba a su espalda, abrazando sus rodillas con los pies descalzos en una esquina poco iluminada. Tenía los ojos quietos, fijados en la cama ensangrentada y las lágrimas le acariciaban las mejillas, siendo su único consuelo. La habitación olía a sangre y a hierbas, ambos tan solo fortalecieron el aspecto funesto del ambiente.

Su madre descansaba con una tranquilidad poca vista en su tez, había quedado inconsciente luego de tener a su hijo, el cual había nacido muerto. Era parte del riesgo, su madre poseía una fragilidad de porcelana y su hija, la futura reina, casi la había matado cuando nació. Esta vez, aún conscientes de que podría morir si lo intentaban, desafiaron al destino porque el reino no podía depender de una sola persona. Sin embargo, falló como volvería a fallar años más tarde.

Ambos, padre e hija esperaron en la habitación por largas horas, apenas conscientes del tiempo y su opresiva presencia. Hasta que ella finalmente despertó, pero no como deseaban o siquiera esperaban.

Ese día fue conocido como el último que su madre vivió, porque de ella no volvería a salir palabra de entre sus labios agrietados. Ni una frase ni nueva expresión rasparía su lengua y se convertiría en daga o tan solo en lamento, como habían estado siendo desde que toda su familia murió por una enfermedad contagiosa de la que ella debió sobrevivir para seguir el legado. Se casó con su padre por ello, un día después de los funerales. Desde entonces su voz solo promulgó miseria, como si no fuera suficiente con la ya vivida.

Al despertar contempló con indiferencia por largos minutos a su única hija viva mientras ella, atormentada, clamaba con sus ojos que respondiera a sus palabras. Le pareció cruel y egoísta su poca sensibilidad y no solo en ese momento, recordó los días en que perseguía a su madre por el jardín o las veces que lloraba desconsolada mientras ella la miraba como desconocida en la puerta de su habitación. Nunca intervino, nunca la consoló, nunca estuvo allí e incluso así aquella joven y futura reina padeció enormemente su inesperada y voluntaria mudez.

Fue tan doloroso que se vio observando un cadáver, el entierro de su madre.

—Eres despreciable —escupió su padre antes de salir de la habitación al enterarse de su nuevo capricho. Allí fue donde su hija tomó la decisión de sepultarla junto a su prematuro hermano y, limpiando sus lágrimas, siguió a su padre. Detrás, solo dejó las cenizas de una mujer desdichada que se obsesionó con la muerte desde que ésta la visitó para llevarse a su familia.

Si bien, aquello no terminaría allí. En su siguiente embarazo su madre pareció volver a la vida al ver a su hijo vivo, respirando pesadamente en su pecho y arrastrando los pies por su camisón. No habló, pero en su rostro se percibía algo más que un martirio obstinado. Fue hasta que el doctor le señaló la débil y endeble respiración de la criatura que su expresión volvió a opacarse.

Como si desde entonces hubiera conocido su destino, se deshizo de él con las comadronas quienes lo cuidaron hasta un año después, cuando murió de neumonía. La joven reina lo vivió desde el rencor, no disfrutó su muerte, pero tampoco la lamentó; de cierta forma sentía que su madre lo había matado.

Su padre, por otro lado, se encontraba esperanzado. Ya había aceptado un nuevo heredero que aseguraría más la difícil situación exterior. El golpe final le terminó por arrebatar sus esperanzas y lo dejó destrozado por largos días donde evitó ver incluso a su hija, una de sus peores acciones contra ella en ese momento. La princesa no puede recordar días más desesperantes, convencida de que su padre se alejaría tanto como su madre y en su soledad, la muerte la reclamaría a ella también. Pasó noches en vela atascando las puertas y vislumbrando el azulado amanecer con las extremidades entumecidas por el frío, creyendo inocentemente que el balcón sería el único camino donde podría entrar. Gracias a ello, enfermó y su progenitor olvidó cualquier desdicha, volviendo junto a su hija.

En este último nacimiento su madre perdió la capacidad de compartir su sola presencia. Se resguardó en su habitación y en la arcilla, creó una infinitud de esculturas con expresiones desoladas. Cedió su vida, amor y delicadeza a aquellos objetos de inmóviles. Sin saberlo, comenzaba a llenar un lago en el que tarde o temprano, se ahogaría.

Desde entonces dejaron de intentar tener otro heredero, su padre puso toda su esperanza en su única hija y cuidó de ella como el único hilo que sostiene su vida. La comprometió de prisa y sus esperanzas decayeron en un nieto, uno que muchos años más tarde ella le concedió.

—Crece sabia, crece fuerte, crece feliz, crece reina —susurró la princesa a su hija con la voz más dulce jamás expulsada de su boca, meciéndola en sus brazos y soplando con suavidad en su frente.

«Zalí» la llamó, que significaba en lengua antigua «nuevo renacer».

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