27. El color de Florva

El romero con sus hojas delgadas y de tacto picoso fue un fiel acompañante que se ató a ella y condujo su lengua hasta sitios indoloros. Habían pasado ciento cien años desde lo sucedido y con frecuencia dejaba que las lágrimas recorrieran tranquilas sus mejillas, mientras la extraña taza humeante le cubría con su vapor. Si bien, ahora sin sollozos ni lamentos innecesarios, con el mentón elevado y una expresión serena; tan solo dejaba que sintieran el aire de Sindora y le regresaran su paz donde no podía cambiar su pasado y mucho menos, regresar a él.

Bitzo, por otro lado, ante su acercamiento los últimos años estaba más feliz. Había vuelto a hacer sus actividades favoritas: se le veía creando figuras y juguetes para nuevos juegos, tallando piezas de madera que nunca terminaba y aromas exquisitos que te arrebataban los sentidos. Ese era Bitzo: rojo, apasionado y fugaz; no como el fuego, si no como sus chispas. En ocasiones desaparecía por días y volvía para sentarse sobre la cima de su árbol favorito para observarla desde las alturas, esperando que ella lo notara y le sonriera, diciéndole con la mirada que todo estaba bien, que ya podía regresar a su lado.

Ambos habían trabajado juntos no para superar su pasado, si no para vivir con él y bailar a su ritmo.

Con el bastón de su padre en una mano, el vendaje color hueso en la otra y el miedo inquietándolo por la expectación de lo que sucedería, Bitzo se acercó a la Dama quien descansaba contra el tronco de un árbol luego de pintar un monolito de piedra. Tenía los dedos salpicados de colores, extraídos de flores o frutos cercanos que no estaban dispuestos a mantenerse en un mismo tono y cambiaban al igual que todo lo demás. Lo hacía en un sector del bosque destinado a las figuras de piedra que emergían de la tierra deformes, y donde Bitzo y su padre habían disfrutado construir paredes que nunca se completaron.

Sin mirarlo, ella elevó los hombros y Bitzo estaba segura de que sonreía.

—No creí que regresarías tan pronto.

—Mi intención nunca fue abandonarla por demasiado tiempo —replicó, refiriéndose a su desaparición el día anterior para visitar a Lizzim.

—Me alegra saberlo, cariño.

«Cariño», una palabra que calaba en cada nervio de su cuerpo. La había adquirido recientemente y le explicó, con total tranquilidad, que ella llamaba así a su hija y ahora con Bitzo, había adquirido tal cariño de él que no se veía viviendo sin su presencia. El chico frenó el impulso de recordarle la supresión de la memoria después de la Liberación, incapaz de borrarle su sonrisa.

—Me alegra anunciarle que hoy es la fase Florva. Hoy entrenamos, Dama.

Ella finalmente se volvió, curiosa y su línea visual viajó entre su rostro, el bastón y... el vendaje. Su cuerpo se tensó con este último y su sonrisa se vio perturbada. Bitzo se apresuró a explicarle.

—El vendaje es solo por seguridad, no iremos a ningún sitio.

Al parecer, eso no bastó con tranquilizarla.

—¿Tan cerca estamos? —susurró, ahora con pizcas de miedo repartidas por todo el rostro. Hablaba de la siguiente etapa, de la Liberación.

Bitzo negó repetidas veces con la cabeza.

—Faltan cuarenta años sindoros aproximadamente y diez humanos; tal vez, Dama.

Ella suspiró y se llevó las manos al cabello que se manchó de colores. Luego rio, con una risa nerviosa. Estaba tratando de evitar sus memorias.

—Bien, muéstrame —cedió, levantándose del suelo.

Solo en ese instante Bitzo pudo advertir lo que dibujaba, que más que asombrarlo, lo decepcionó un poco. Eran dedos arrastrados por la piedra formando líneas imperfectas hacia arriba que por más que intentó descifrar lo que eran no logró conseguirlo. Dama siguió su vista y rio.

—¿Qué crees que es?

Pregunta equivocada.

—Hum... ¿ramas?

—Eso también pensé yo, es fuego; un amigo muy antiguo dibujó algo similar para mí, aunque jamás podría hacerlo tan bien como él. —Hizo una pausa y una fuerte nostalgia le alborotó el iris que quitó con una sacudida de cabeza—. Ahora, ¿dónde iremos? ¿Aquí?

—No si queremos que no destruyas las piedras. Vamos al noreste.

La frondosidad del bosque junto a su vegetación fue reduciéndose al aproximarse a su destino. Aquella era un área arenosa de color rojo oscuro a los ojos de Bitzo que impedía el crecimiento que algo más que vegetación adaptada como la familia de las pompa, zarzales traídos de ViFurú con gruesos capullos oscuros imposibles de arrancar y con raíces tan largas que nunca hallaban final. Ese pequeño fragmento desértico de tierra era parte del pueblo de Furú, cual imagen podían observar de forma borrosa a través de las barreras desde ahí.

—¿Así viven ellos? —preguntó ella mirando la arena.

—No, esto es una pobre imitación —se mofó—. Poseen gran vegetación que se acostumbró a la falta de agua terrenal, pero a la abundancia subterránea. Aunque todo es pequeño: los árboles, los frutos, las flores; para concentrar el agua según me explicó mi padre. Son muy graciosos.

—¿Los visitaste? Pensé que era prohibido.

—De niño, sí. Es bello, a su manera, igual que todo. Puedo ir cuando quiera, aunque nunca iría de nuevo sin mi padre —explicó, girando el bastón con los dedos e imitando el movimiento de cabeza de su ama al recordar un pasado escabroso que deseaba perturbar su día.

—¿Cómo son? Los que viven allí, me refiero.

—De piel naranja fuerte, ojos amarillos, cabello rojo y-y tienen armaduras —dijo, riéndose de su recuerdo—. Al igual que aquí y en ViColori, el color de sus características al nacer no cambia de tonalidad por el ambiente ni mucho menos el fuego; pero todo el resto sí, aunque en ViFurú con colores más... ¿cómo decirlo? Aburridos.

—¿Opacos?

—Sí. Ellos lo hacen divertido, son divertidos; les encanta jugar con el fuego y lo exageran todo: risas muy fuertes, se mueven demasiado rápido y tienen saludos grotescos, ¿quieres saber cómo saludan?

Cerrando el puño, Bitzo se paró erguido y lo elevó hasta alcanzar la altura de su cabeza, con fuerza lo dejó caer frente a sus ojos dejando un haz dorado como cola y soltó una fuerte carcajada. Le divertían mucho las imágenes que conservaba de su último viaje.

—Tienen muchos más, todos con el puño y una sorprendente fuerza. Cada uno vive por su cuenta, es una de las principales reglas de Furú: aleuqitam me, espíritu libre —continuó ansioso por contar lo que vio—. ¡Y claro! Están llenos de esas cadenas y piedras humanas. Tienen su propio idioma, aunque saben sindoro, por supuesto. Son extraordinarios, aunque no les agrada los Vigilantes, creen que estamos en el bando de Colori.

—Se parecen al fuego de cierta forma —razonó Dama.

—Depende de lo que usted crea que es el fuego, ama —recalcó el chico y decidió volver a lo que tenían planeado, antes de que cayera el cilo y con él todo su melancólico sentimiento que seguía afectando a Dama—. Bien, ahora podrá usar el bastón y ponerse el vendaje. El bastón era de mi padre y le servía para controlar el brillo que emita o usar su poder a través de él, el vendaje solo es por protección.

Ella observó el último fijamente.

—¿Protección?

—Si no fuera por Sirany, tendría que usarlo siempre y al tener... hum... poderes tan fuertes los Lizzim temen que por error se rompan las barreras y sin el vendaje, sería toda una masacre. No le hará nada, podrá ver con normalidad, se lo prometo.

Dama se acercó y lo tomó con lentitud, sintiendo la piel arder bajo su tela. Se apresuró a ponérselo y Bitzo miró como sus ojos multicolor desaparecían debajo y le mostraban una imagen que lo afectó más de lo que quería admitir. Los recuerdos volvieron al día que la sacó de su reino y la vio derrumbada sobre la áspera sangre de la guerra.

Extendió la mano y el chico le entregó el bastón.

—Estaré sobre ese árbol —anunció señalando un desnudo tronco de ramas delgadas que crecía solitario a su espalda— y la orientaré.

Ella asintió como respuesta.

Ya allí Bitzo estuvo a punto de echarse atrás y dejar el entrenamiento para finales de Aloevy, sin importar lo que Lizzim le reprocharía después, pero no podía; manejar los poderes de una Viglu Yigurú era un trabajo muy complicado que llevaba gran trabajo y tiempo dominar. Después de un silencio de incertidumbre, suspiró y decidió enfrentarse a lo que fuera que sucediera.

—¿Puede ver bien?

—Sí —afirmó, empezando a sospechar de su extraña actitud. Se tensó aún más.

—¿Recuerda cómo le enseñé a dominar un poder imaginario?

—Recordando un momento feliz.

—Ahora... —Su semblante se contrajo, esperando una explosión y con cuidado prosiguió—: Ahora hará lo contrario. Recordará un momento de gran dolor y en lugar de darle su recuerdo a sus manos, le dará su sentimiento y dejará que lo maneje.

Dama se mantuvo estática procesando las palabras de Bitzo hasta que pudo entender a qué se refería y abrió la boca de golpe.

—No lo haré, no quiero hacerlo —exclamó, sacándose el vendaje.

—Por favor, ama, ¡por favor! Tenemos que hacerlo y no hay otra forma.

El que la haya llamado «ama» tan solo empeoró su enojo.

—¡Sabes cuánto me duele y aun así insistes en que lo recuerde!

—No soy yo, son las reglas, si no lo haces no funcionará —explicó él, bajando del árbol y recogiendo el vendaje—. Dáselo a tu mano y deshazte de él, deja que lo use como desee.

—¿Cada vez que usas tu fuego verdadero lo haces? ¿Recuerdas tu momento más doloroso?

—Sí, recuerdo la muerte de mi padre —aclaró con la expresión tensa.

Ella titubeó y bufó a la nada.

—Bien, lo haré.

—Gracias —pronunció Bitzo, aliviado.

—Agradécele a los Lizzim y pégales un puñetazo de mi parte.

El chico soltó una risita y volvió a su puesto en el árbol.

El comienzo fue lo más difícil. A través de los años Dama había esquivado sus recuerdos y tratado de olvidar en lo más profundo de sus memorias, por tanto, hacerlos salir complicó el siguiente paso: el dolor. La emoción debía poseerla primero para luego concentrarla en su poder y aún en el traspaso, el cuerpo se sentía rígido.

Después de varios intentos, ella se echó a llorar y cayó de rodillas sobre el suelo, Bitzo se bajó del árbol y cuando empezó a acercarse, sucedió una de las cosas que tanto temía. En lugar de usar su dolor y enojo, usó su sufrimiento y lástima, y en lugar de canalizarlo en sus manos dejó la invadiera. Una nube de vapor emanó de su cuerpo a borbotones y la cubrió, haciendo que Bitzo retrocediera de tirón, viéndose obligado a crear una barrera de fuego real entre él y ella.

Ese vapor no era tan letal para él como para los humanos, pero traía consecuencias que no deseaba experimentar.

Su padre le había advertido múltiples veces del cuidado que debía tener en esta fase, sobre todo al inicio. El chico lo había subestimado a pesar de todas las ocasiones en que lo vio actuar, pero ya comprendía su insistencia: él no tenía la misma experiencia y un movimiento en falso podía provocar un desastroso final.

—¡Déjalo! ¡Deja que el recuerdo y el dolor se vayan! ¡Deja que fluyan como cauce en paz! —bramó, recordando las palabras de su padre cuando todo se descontrolaba. Nunca fue demasiado bueno para las metáforas como él.

Su llanto se volvió más fuerte y desconsolado, hasta que convirtió en gritos de rabia. Bitzo insistió, ahora demasiado preocupado y cuando todo cesó de golpe y se sumergió en silencio, temió lo peor. Bajando las barreras, buscó a Dama y la encontró acurrucada con el vendaje todavía puesto.

—Déjalo ir, deja que salga en paz —le pidió Bitzo tomándole las manos.

—Merezco tanto morir —murmuró ella.

—Tu hija no diría lo mismo.

La mención de Zalí despertó algo en ella que tantos años había tratado de evitar.

—No sabes qué diría mi hija, no sabes nada.

Él retrocedió sintiéndose herido. Esa voz regresó, la voz de la reina inquebrantable y de fuerte temperamento. La voz de alguien acribillado por la vida que pedía la grandeza entre cenizas, que no halló paz ni respiro un solo segundo. Bitzo no pudo resistirse y conteniendo el aliento, respondió:

—No solo usted ha perdido y sufrido.

Y desapareció, para volver tres días después y encontrarla en el noreste, con el vendaje puesto y unas ondas de colores pálidos rodeándole la mano y zumbando alrededor. Las lágrimas bajaban rápidas por su mejilla por debajo de la tela, pero cuando lo vio aparecer entre los árboles, incluso así le sonrió.

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