26. El color de los celos

Eloé e Hyla caminaban cerca de las barreras cuando éste primero atisbó una sombra deslizarse por el rabillo del ojo. Volteándose se encontró con la espalda de un adolescente Bitzo de trece años que se escabulló entre los árboles en un paso apresurado hacia la dirección contraria a ellos. Su caminar era veloz, pero atropellado y su padre que conocía a su hijo como propia extremidad, sabía que estaba enojado.

Que seguía enojado.

Lo estaba desde hacía semanas o al menos eso creía. Su semblante cambiaba y era tan inestable como el clima en Sindora. Unos días era trastornado y otros, su padre creía que ardería en fuego ante una mínima interacción. Sin embargo, lo dejó pasar asociándolo con su etapa madurativa y de transición entre la niñez y la adultez que normalmente atisbaba en el mundo humano; mas los días seguían pasando y su estado solo empeoraba. Le dio su tiempo de acercarse y compartirle sus inquietudes, como siempre lo había hecho, pero a ese punto Eloé ya no creía que lo haría.

Con un ademán, le pidió a Hyla que lo esperara. Desapareció frente suyo y se materializó frente a Bitzo quien casi choca contra su pecho.

¡Valba! —exclamó el chico al perder el equilibrio recuperándolo con ayuda de un árbol.

—Vey te enseñó a decir eso, ¿cierto? —le reprochó su padre, posicionando su bastón frente suyo y tomándolo con ambas manos. Las yemas encendidas de sus dedos se reflejaron en el brillante dorso metálico.

«Valba, insulto proveniente de ViFurú y adoptado por ViColori. Una maravilla de palabra, la dices y se te derrite en la lengua», le explicó Vey alguna vez al chico.

Bitzo se abstuvo a responder y trató de rodearlo.

—Tengo que hacer otro frasco para Galpy.

Galpy, el estrafalario amigo de Bitzo quien aprovechaba su anonimato en la venta de metales en ViFurú para comercializar las creaciones aromáticas del chico con la fragancia del lago Quitbo y su combinación con los aromas que encontraba atractivos; dándole la originalidad que nadie más tenía.

—Ayer le entregaste tu última creación —repuso su padre, entrometiéndose de nuevo en su camino y obstaculizándole el paso.

—Quiere otra —se resignó con decir, con la voz opacada y volvió a intentar rodearlo, esta vez lográndolo.

Eloé suspiró y decidió ir directo al grano.

—Bitzo, detente. —Él lo hizo—. ¿Qué te sucede? Puedes decírmelo.

Hubo un corto silencio antes de responder.

—Nada.

—Mírame, soava —le pidió.

Su antiguo apodo provocó en su hijo un vestigio de nostalgia y conmoción que lo hizo voltearse. Soava era el diminutivo de Soavantane o «amor de vida», usado por toda Sindora para demostrar su cariño. Una clase de «cielo» o «cariño» para los humanos, según había escuchado Bitzo.

Enfrentó el rostro de su padre con una clase de cariño y serenidad que solo él conseguía transmitirle sin importar la circunstancia, mas no duró demasiado. El hechizo se rompió cuando, sobre su hombro, el chico advirtió con toda claridad la figura de Hyla mirándolos expectante con su larga cabellera pelirroja delineando el contorno de su menudo cuerpo y una flor de Lía... metida detrás de su oreja. La expresión de Bitzo experimentó una brusca transformación y toda la ira que acumuló por las últimas dos semanas consumió sus tranquilas facciones con el objetivo de quemar todo lo que se le atravesara.

Eloé notó el cambio con sorpresa y escrutó con atención como su cuerpo reaccionaba junto a él, formando pequeñas llamas que le resbalaban por los dedos.

—¿Qué sucede? —reiteró tomándole del brazo sobre la tela.

—No pasa nada, quiero irme.

—¿Por qué? Soava...

Déjame, gander —repuso, zarandeando el brazo para zafarse de su agarre.

El rostro sereno de Eloé dio pasos a la angustia, se volteó hacia La Dama de Color y movió la cabeza, advirtiéndole lo que estaba a punto de pasar. Bitzo lo divisó entre sus cabellos y abrió de los ojos de golpe, entendiéndolo al instante; justo en ese momento vio necesario usar su otra mano para alejarse del contacto de su padre, mas los dedos no llegaron a tocar los suyos cuando ambos se desintegraron en la nada con el sonido del bastón de Eloé golpeando la tierra.

Se transportaron en lo alto de un valle, una gran parcela de tierra desértica a la que ambos solían visitar para mirar la nieve. Una nieve inexistente en Sindora.

—Voy a regresar —advirtió Bitzo, alejándose de él con el rostro todavía sonrojado por el enojo.

Eloé sonrió retador ante sus palabras.

—En ese caso tendré que traerte de vuelta.

—No puedes hacer esto todo el día.

Una chispa blanca destelló en su iris, su sonrisa se amplió y de sus yemas, la luz se intensificó. La mirada de desafío le iluminó el rostro con un aura juvenil.

—¿De verdad crees que no? —repuso—. Te traeré aquí hasta que hablemos, Bitzo.

Él se cruzó de brazos y desvió la mirada, sin la intensión de hablar. Eloé suspiró y dejó que la serenidad lo inundara.

—Te permito irte si así lo deseas, pero no quiero seguir así contigo, soava —musitó extendiendo uno de sus dedos iluminados hacia el chico, le dibujó un pequeño espiral de colores que flotó en el aire hasta llegar a su pecho donde se disolvió con tristeza—. Deseo saber lo que sucede, así podemos arreglarlo juntos y volver a nuestra vulaevalot.

Nuestra sinfonía, una frase en sindoro que se refería a un pasado bueno. A eso se debía el espiral de colores pasteles que hacía en su infancia en los momentos más inoportunos, con el único objetivo de sobresaltarlo y se prendiera en fuego, su usual reacción automática para cualquier amenaza.

Bitzo pareció ceder ante su hipnótica voz melosa y se dejó caer con los pies cruzados en la afilada hierba, mucho más dura que la de Sirany.

—Hyla —murmulló tan bajo que Eloé fue incapaz de escucharlo, pero sí advirtió cómo se encendieron sus mejillas.

—Espera —dijo, acercándose y tomando asiento frente suyo. Debajo de su cuerpo apareció una aureola blanquecina similar al intenso color holográfico de una Viglu Yugurú que lo rodeó y acarició sus piernas enfundadas en el pantalón debido a su poder. Bitzo trató de no prestarle atención—. Ahora, dímelo.

—Es por Hyla. —Abrió y cerró la boca como pez fuera del agua y el rubor de sus mejillas no hizo solo más que aumentar, parecían estar a punto de encenderse en fuego.

—¿Y... qué pasa con Hyla? —cuestionó Eloé. Más que impacientarse, dejó que las cosas fluyeran a su tiempo y no le quitó sus ojos amables de encima, abierto a cualquier cosa.

Bitzo arrancaba pedazos de césped cuando murmuró:

—La quieres.

La expresión de su padre sufrió un súbito golpe de energía que lo hizo tartamudear.

—¿P-perdón?

Alzando la mirada para descubrir su reacción, Bitzo captó el momento exacto donde escondió su emoción y recuperó su falso entusiasmo. La tonalidad de la iluminada aureola a su alrededor seguía siendo igual de pálida y reluciente que momentos atrás, mas el color de su rostro perdió color. Ahora lo observaba inmóvil.

—¿Qué quieres decir?

El chico se cansó y dejó que las palabras salieran a trompicones, sin analizarlas demasiado. La rabia volvió a florecer en su interior y la sintió agria sobre su lengua.

—Te olvidaste de mí desde que ella llegó. Las buscas y la miras como me mirabas a mí y como no has visto a ninguna otra Viglu Yigurú, siempre quieres estar a su lado y escucharla, tanto que ya no me escuchas a mí. Me dejaste de lado y... no te siento, ya no te siento —exclamó con un nudo en la garganta que cedió al llanto—. No dejas de mirarla y de... de... sonreírle. La quieres, la quieres tanto como me querías a mí o más, mucho más. Te acercas más de lo que me dijiste era permitido y tratas siempre de tocarla, de tocarle la mano o tomarla de los dedos; me dijiste que eso hacían los humanos cuando gustaban de otra persona. ¡Y ahora siquiera quieres escucharme cantar! ¡Ya ni siquiera has vuelto a escribir tus canciones! ¡Me olvidaste, padre! ¡Por ella! ¡Por una mujer que no volverás a ver en tu vida después de la Aloevy y que ni siquiera respeta nuestra naturaleza! ¡Corta las flores! ¡Corta nuestras flores para colocárselas en el cabello!

Su airada voz pasó rápidamente a los gritos y fuertes sollozos que sacudieron su delgado cuerpo en paulatinos escalofríos donde el fuego le llameaba tenuemente el contorno de su piel, acompañando su sentimiento. Enmudecido, Eloé lo observó con los ojos muy abiertos y bajó la mirada, incapaz de verlo llorar. Bitzo siguió, ahora cubriéndose la cara con las manos.

—No quiero perderte, no quiero que me abandones por ella y cuando termine su tiempo en Sindora, vuelvas a mí —vociferó—. No puedo... no podría soportarlo.

—Bitzo... —murmuró su padre de la forma más suave posible y aproximó la mano a su pierna, tomándole la rodilla. Esperó a que Bitzo reaccionara a ésta para aproximarse o alejarse a su deseo; pero no lo hizo, así que se permitió acercarse más—. Yo no...

—¡No me mientas! —reaccionó de golpe, esperando aquella respuesta—. ¡Siempre me mientes! ¡Y lo haces para que no me sienta mal! Ya descubrí por qué nunca me dejaste ir a ViFurú: pensabas que no podría soportar su odio y me dijiste que era prohibido. Otra mentira más, padre ¡otra! No me mientas ahora y dime la verdad.

El semblante de su padre se oscureció ante la culpa y la pesadumbre que hurgaban en sus facciones. No era la primera mentira que había descubierto y mucho menos la última. A pesar de su remordimiento se mantuvo firme a su principio; donde su hijo vivía lo que el no pudo vivir y la dolorosa verdad no inquietaba su inocencia.

—Esas mentiras, Bitzo, son para protegerte.

—No quiero que me protejas —espetó, levantándose del suelo y confrontándolo con el rostro contraído por la desesperación—. Dímelo, dime la verdad, dime lo que sientes por ella, dime si ya no me quieres, dime si quieres que me vaya, pero no me digas otra mentira.

Eloé negó repetidas veces con la cabeza.

—Jamás, jamás podría abandonarte. La quiero, pero nunca la querría más que tú. Nunca en mi vida he querido algo tanto como te quiero a ti, Bitzo. Si he mentido lo he hecho por eso, entiende mi sufrimiento al saber que sufrirás, entiende mi desdicha al saber que puedo provocar la tuya. —Como viento, las palabras le rozaron la lengua y salieron apresuradas—. No sé cómo puedes tan solo pensar en eso, no comprendo cómo pudiste verme capaz de hacer algo así.

—Estabas tan lejos que dejé de sentirte —dijo el chico con las mejillas atestadas de lágrimas abrazándose por la cintura. Se refería a su estela, la que navegaba entre ellos y se vinculaba a Sirany, una intrínseca sensación de estadía donde notaban la presencia del otro. A la que en realidad, descubriría años después que era otra de sus mentiras.

—Siempre estuve ahí, Bitzo y siempre estaré contigo.

—Déjala —espetó el chico con el iris ardiente—. Entonces déjala.

Y allí fue cuando su padre comprendió, ese era su objetivo desde el inicio: que escogiera entre ambos. Eloé retrocedió, incrédulo.

—No tengo que dejarla para quererte, ya te quiero.

—Si de verdad me quieres la dejarás.

—Las cosas no funcionan así, Bitzo —explicó con el ceño fruncido—. Perdona mi ausencia, no volveré a apartarte así, pero no haré lo que me pides. No decidiré entre ambos.

—Está prohibido enamorarse de ellas, tú lo dijiste.

Eloé se detuvo en seco y junto a él, todo a su alrededor.

—¿Piensas decírselo a Lizzim? —preguntó con voz queda, alargando las sílabas.

—¡Claro que no! —exclamó Bitzo, aterrorizado—. Jamás te haría algo como eso.

—Pensé que... —pronunció con un alivio sobrenatural que le relajó los músculos—. No estoy enamorado de ella, solo la quiero y no puedes decidir a quién puedo querer. Soy feliz a su lado, Bitzo.

—¿No eras feliz en el mío? —cuestionó.

—Por supuesto que sí.

—¿Le mientes a ella también?

Aquella fue la gota que derramó el vaso y Eloé, quien nunca había perdido la paciencia a su lado, no fue capaz de contener su parte de Furú; la misma que hervía con abundancia en la sangre de su hijo.

—¡Suficiente, Bitzo! ¡Suficiente! No tienes una sola idea de todo lo que está pasando, de todo lo que hago por nosotros y de todo lo que pasa con Hyla, de lo que hay que...

Un fuerte sonido lo interrumpió y lo hizo callar, a su lado una robusta figura apareció y se interpuso entre ambos, mirando a Eloé directo a los ojos.

—Den —lo nombró. Era un miembro de Lizzim.

—El mismo, Vigilante —dijo con su monótona voz.

Bitzo reaccionó hasta ese instante sacudido por un incipiente temor que le mordió los huesos.

—Den yo... —se apresuró, corriendo a lado de su padre y tomándole el brazo.

—No te preocupes muchacho, no estoy aquí por su ridícula conversación. Necesito a tu padre venga conmigo —anunció llevándose los dedos a la barbilla.

Antes de verlo desaparecer su padre le dirigió una dulce sonrisa arrepentida que Bitzo sintió no merecer. Hasta ese momento no había advertido lo inflados que tenía los parpados o el agotamiento que lo había llevado a gritarle, cuando él nunca le había gritado a nadie.

Cuando finalmente su rostro se desvaneció, el chico sintió un vacío sabor a culpa que lo hizo echarse a llorar. No fue consciente de la magnitud de sus palabras hasta días más tarde cuando sucedió el evento que lo cambiaría todo.

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