20. El color del fuego

—¿Qué prosigue?

—Herrería, Su Alteza Real —le anunció el lacayo memorian de su padre revisando el puñado de papeles en su escritorio.

Ella le agradeció con una inclinación de cabeza y siguió su camino hacia los jardines, herrería estaba al lado de los establos y a la vez, su anterior práctica; su padre los ponía así a propósito. Hace una semana había terminado con la equitación y descubrió de mala forma que aquello no era lo suyo. Tan solo obtuvo un odio al hedor de los caballos y un falso poder que la desanimó más que motivarla; el animal en realidad tenía el poder no escrito de control y no al revés como solía repetir el instructor. Al tiempo, viéndose estancada puesto que nada parecía funcionar, su padre le permitió seguir con la siguiente asignación si primero podía simular un escape a caballo. Diez días después, lo logró.

Con cada práctica su vestimenta cambiaba por órdenes de su padre. En equitación se le había impedido el uso de pantalones y en su lugar un sencillo vestido color marrón la escondía entre los árboles. Ahora, con herrería, vestía un típico atuendo de campesina de doble cubierta: una pieza marrón con un delantal holgado sobrepuesto de complexión completa. Unos zapatos de cuero de cuello alto le aprisionaban los tobillos y unos guantes blancos le resguardaban los dedos de un frío que ya rascaba los huesos; eran molestos, la princesa ya tenía suficiente intentando controlar sus manos como para esconderlas, pero era lo adecuado. Además de ello, destacaba como miembro real por la pequeña lechuguilla que le abrazaba el cuello junto al velo azul que caía desde lo alto de su moño. Éste último era un elemento sagrado como heredera a la corona, por ello su padre jamás permitiría quitárselo, incluso si por su culpa perdía la visibilidad, como en la práctica a caballo.

Habían preparado su ropaje mucho antes de advertirle lo que proseguía, eso también pertenecía a otro de los juegos de su padre.

«Adivínalo, observa», aseverada frente la mayoría de sus preguntas. Sin embargo, al igual que ella, ni su padre sabía cómo vestía un herrero.

La princesa atravesó el jardín y se detuvo frente a dos lirios marchitos, alzó la cabeza y se permitió ver un segundo la soleada tarde. La brisa fría besó sus cálidas mejillas. Eran los inicios del invierno y de repente se dio cuenta que su padre había escogido todo a la perfección: sabía el agobiante calor enclaustrado en la cabaña de los herreros y lo desesperante que podría ser estar allí dentro. Ella sonrió por su dedicación y cómo aún con su dificultad para recordar, podía ser tan metódico y cuidadoso cuando se trataba de ella. Lo único decepcionante venía cuando recordaba por qué lo hacía.

Dos guardias la siguieron en silencio hasta las puertas de la cabaña donde tomaron sus puestos a los lados de la entrada, dejándola libre. Desde lo sucedido con su tío, ella no lograría estar sola a las afueras del palacio una vez más.

Observando la cabaña, se dio cuenta que solo tenía una ventana, probablemente en la parte trasera. Una cabaña como aquella no podía estar sin una, pero para retener el calor imaginaba que debieron de sellarla lo máximo posible.

Una puerta se abrió antes de que el guardia pudiera dejar caer los nudillos sobre la madera y un hombre de canas pronunciadas, ojos demasiado juntos y el rostro arrugado la saludara con una reverencia y una cálida sonrisa. Se presentó como Fortín LaGume y tenía un fuerte acento francés; le anunció la presencia de su nieto que sería su instructor en todo el proceso, pero antes de presentárselo le enseñó los trabajos que allí realizaban: unas grandes vallas con gráciles cortes y curvados ornamentos en forma de árbol estaban a la espera de un retoque de los bordes oxidados y una capa de pintura, unas espadas reposaban incompletas en estanterías y miles de pequeños objetos metálicos estaban esparcidos por toda una mesa junto a extrañas herramientas.

Era un espacio oscuro y desorganizado, olía a carbón y estaba desocupado especialmente para su visita. Un sonido de martilleo replicaba en las paredes producto del nieto de Fortín en algún lugar de aquella cabaña. Para sorpresa de la princesa, el lugar más que transmitirle una agobiante reclusión o una sombría presencia hambrienta; un sentimiento de serenidad le cosquillaba la piel y la hizo querer quitarse los guantes para sentir el carbón lamiéndole los dedos.

Siguieron juntos hasta el punto de origen del repetitivo sonido que se detuvo en cuanto se hubieron acercado lo suficiente. Parado frente al yunque, con el sombrero entre sus dedos salpicados en hollín, un joven de su edad se inclinó solemne y le sonrió con timidez. En cuanto sus miradas colisionaron el rostro del chico pareció iluminarse y ella, inconscientemente, compartió su claridad.

No tardó mucho en advertir lo que parecía un anillo de alianza en su dedo índice, lo que la sorprendió, era tan joven como ella para estar casado y en todo caso, estaba en el sitio equivocado, debía estar en su dedo anular. Dudó sobre si en verdad era cierta su teoría, pero no rechazó del todo la idea.

—Este es mi nieto, la guiará y enseñará todo lo que debe saber de nuestro oficio en mi ausencia —replicó Fortín mirando al joven.

—Mi nombre es Klaus LaGume, Su Alteza Real. —Su voz estentórea la tomó por sorpresa, totalmente impropia de su imagen. Su grave aspereza le recorrió el cuerpo como dedo calloso.

Tenía un aspecto peculiar, unos claros cabellos castaños estaban esparcidos por su cabeza con libertinaje, aplastados un poco en el lugar donde había estado el sombrero. Su estructura alargada la superaba en altura y tenía facciones demasiado emotivas, todo su rostro parecía reaccionar a una misma emoción de forma exagerada. Era de atractivo juvenil, a pesar del hollín que le ensuciaba las mejillas.

—Gusto en conocerlo, Klaus —pronunció ella con una inclinación de cabeza—. No obstante, me gustaría consultar con mi padre... eh... este cambio. No sabía que solo estaría con una persona.

«No titubees al hablar», pareció escuchar a su padre.

—¡Oh! No es necesario, Su Alteza Real; él mismo, lo aprobó. Klaus es el mejor en su trabajo y yo en el mío. Considerando que todo lo que sé ya se lo enseñé, sé que será el mejor guía.

Ella asintió con algo de incertidumbre; pero consciente de lo cuidadoso que era su padre con esas cosas, lo aceptó.

Fortín le habló de manera resumida lo que harían ese día: le enseñarían las herramientas, los atuendos de seguridad y los elementos para practicar su profesión. Sería una introducción de lo que vendría después. Le aseguró la capacidad de su nieto en el oficio: contaba con grandes habilidades artísticas que le permitían destacar con sus particulares figuras, además de su juventud que él ya no tenía para instruirla sin la intromisión de su endeble memoria. Si bien era cierto, su experiencia en comparación era escasa, en resultados lo igualaba.

Terminado su discurso, se despidió de ambos para volver con su esposa enferma (según le comentó era el motivo) y desapareció entre los estantes.

La princesa se volvió para enfrentarse al joven y cuando lo hizo, se encontró con el vacío. Antes de poder sorprenderse siquiera, percibió una sombra a su izquierda y con un sobresalto, halló a Klaus detrás suyo.

—Le recomiendo quitarse los guantes, se le ensuciarán —advirtió, ahora con el sombrero puesto. Su tímida sonrisa había sido reemplazada por una confidente y de gatuna naturaleza. Aquella timidez del inicio ahora era imposible de imaginar en su felino rostro. De pronto, parecía cómodo y confiado en su presencia.

Ella, recuperando la compostura, contestó:

—Por supuesto.

Él la escrutó fijamente mientras tiraba la tela de cada uno de sus dedos para luego subir la cabeza y enfrentarse a sus ojos ocupados ocultos por las pestañas y la posición cabizbaja. La princesa notó su inquieta mirada y cuando alzó la vista para confrontarlo, sintió una ráfaga de viento rozar su hombro y observó a Klaus descolgar un delantal de cuero igual al suyo de un perchero.

Sus movimientos eran tan rápidos que en cuestión de segundos podía desplazarse de un sitio a otro sin hacer el más mínimo ruido. Era inquieto, hiperactivo y parecía odiar la espera.

—También va a ocupar esto —señaló alcanzándole la brillante pieza sin todavía quitarse del todo los guantes.

Esta vez no esperó su aprobación, se dirigió al fuelle y lo presionó liberando una ola de aire que avivó las llamas en la fragua. La princesa no pudo evitar preguntarse si le era posible mantenerse estático más de dos segundos. Él también pareció tener preguntas.

—¿Podría atreverme a preguntarle su edad? —preguntó, sacándola de sus pensamientos y mirándola de reojo. No le temía y la observaba directo a los ojos. Rozaba lo cortésmente permitido.

—Quince. —Hizo una pausa y carraspeó—. Y desearía enfocarme en la tarea de hoy si fuera posible.

La expresión cálida del chico no franqueó en lo más mínimo.

—Dieciséis —repuso él, omitiendo lo último.

La princesa apenas había vislumbrado el poder de sus ojos avellana. El fuego parecía amarlos, pues pigmentaba en ellos dos alegres reflejos dorados que resplandecían vehementemente al mirar sus brasas. Su pálida piel bronceada realizaba un contraste de sutil fantasía junto con ellos. Más que temerosa o irritada por su actitud, se mostró curiosa por saber quién era aquel joven que la trataba con tanta informalidad, rozando el límite del respeto a la realeza con la descortesía.

—Me especializo en elementos decorativos forjados en hierro, acero, plata o bronce, también metal. Aunque prefiero el acero, si me permite comentar. Practico este oficio desde que tengo uso de razón, vengo del reino Jolán y toda mi familia se ha dedicado a la herrería, por lo tanto, es un placer para nuestro apellido que tengamos el honor de instruirla —explicó sacando un pequeño objeto de su bolsillo y extendiéndoselo. Hablaba rápido y con una fugaz r francesa.

Era un escudo de familia, con un yunque siendo el elemento protagonista. Estaba tallado en acero y los bordes eran tan suaves como el vidrio.

—¿Lo fabricó usted?

—Lo hizo mi abuelo, pero me alaga que lo haya relacionado conmigo —repuso resurgiendo aquella gatuna sonrisa que parecía difícil de reemplazar. Bromeaba, lo sabía y no le agradó del todo. Parecía probar sus límites, creyó suficiente una severa expresión de alerta para demostrar su molestia.

De nuevo, no pareció causar efecto.

—Estos últimos días nos estamos dedicando a la fabricación de clavos, se reclaman en masa y escasean. Solo se puede crear uno por minuto, ¿lo sabía? ¿acaso no es interesante? Muchos han llegado a quemar casas solo por conseguir unos cuantos entre las cenizas —mencionó de repente metiendo un tablón de madera en el fuego que, con su comentario, creó destellos en su iris, como si estuviera orgulloso de pertenecer a la historia.

Ella alzó las cejas ante el extraño comentario, pero lo dejó pasar. Klaus se sacudió las manos y le hizo un ademán para que se aproximara a él. Por una extraña razón, ella no dudó en hacerlo, su cuerpo avanzó a pasos lentos sin pedirle su permiso.

—Primeramente, le presentaré todas las medidas de seguridad requeridas para comenzar, Alteza, ¿me permite llamarla con su diminutivo?

Ella asintió procesando sus palabras. Por cómo decía las cosas y su forma de hablar, pudo deducir una buena educación y culto conocimiento, él sabía cómo comportarse ante la realeza, mas parecía no importarle demasiado su utilización. Además, conservaba una postura erguida y conocía la distancia apropiada a la que debía mantenerse, desafiándola con excusas de por medio.

—Bien. El delantal protegerá su ropa de la suciedad y las chispas —señaló para después sacar unos guantes de cuero de su cinturón con una mano y con la otra, giraba unas viejas pinzas de cobre—. Los guantes funcionarán para usar la fragua, el calor puede llegar a quemarle la piel junto a las chispas.

—¿Por qué usted no los utiliza? —preguntó ella poniéndose los suyos.

Él, por alguna razón, aquello le causó gran gracia. Sonrió ampliamente.

—Yo no los necesito —espetó y señaló la fragua con las grandes pinzas—. Aquí se calienta el material que podrá meter con las pinzas y para mantener avivado el fuego deberá presionar el fuelle. Las pinzas, el martillo y el yunque es lo único que necesita para empezar, y el fuego claro, pero no necesita la fragua para tenerlo.

Le hizo una demostración tan rápida que la princesa apenas pudo seguirlo.

—Se supone que debería mostrarle el resto de las herramientas, pero... ¿no cree que sea muy aburrido, Alteza? —añadió, animado.

—Lo que sea adecuado para mi aprendizaje —se resignó a decir. Se llevó las manos a la espalda, incapaz de mantenerlas quietas. Klaus estaba generando una inquietud en ella que no podía identificar. Se obligó a calmarse y alejar las imágenes de su mente. El ambiente que antes le transmitía calma, la estaba asfixiando, mas, por alguna razón, no deseaba irse.

Él se acercó con pasos rápidos y su pulso se disparó, sin embargo, solo la rodeó para dirigirse a la mesa pegada a la pared. La que estaba repleta de herramientas y trabajos inconclusos.

—¿No deseará una demostración de mi trabajo? ¿Mirar acaso será mejor que mis sosas palabras? ¿O desea intentarlo usted? Le aseguro que es una experiencia excitante. Podrá comenzar con el metal, su superficie enrojece tanto como mejillas en invierno y el calor disipa cualquier sentido de la realidad. O... espere, creo que un gran ejemplo sería con el regalo que cree especialmente para usted. Podría replicar su fabricación si le interesa conocer su proceso de creación —hablaba sin parar de moverse, tomó un objeto de plata en la estantería más alta y se dirigió hacia ella, sin despegarle la mirada.

Le extendió la palma y un círculo plateado se reflejó en sus ojos.

—Un anillo.

Él asintió.

—Para el fuego.

La princesa frunció el ceño.

—No comprendo. —Y odiaba no hacerlo.

—Es una alianza, mi familia cree que un vínculo con el fuego alejará sus malas intenciones. La tradición dice que el fuego no lastima a sus amantes, por tanto, la tratará con afecto.

«Así que no es una alianza de matrimonio o compromiso, es una alianza con el fuego», razonó ella recordando el anillo en su dedo índice.

Los delgados dedos de él actuaron de la nada y tomaron los suyos en un agarre súbito. Su piel emanaba un cálido calor. Su abrasador tacto contra su mano congelada aún por encima del cuero impulsó una corriente eléctrica que la hizo retroceder de golpe. El cambio brusco de temperatura y su impulsivo movimiento le nubló la mente.

Su agarre no perduró más de un segundo y él reaccionó de inmediato.

«Nadie puede tocar a una princesa», dijo la voz de su padre en su cabeza como primera respuesta.

—¡Disculpe, Su Alteza Real! No quería asustarla, fue muy inapropiado de mi parte. Tan solo quería confirmar mi acierto en las medidas —hizo una pausa y realizó una reverencia, con una sonrisa amable—. Tenga mis más sinceras disculpas por mis poco agraciados modales. Suelo ser algo impulsivo en mis formas. Mi madre temía esto, nunca he compartido espacio con alguien como usted. No debí...

—No, no debió hacerlo —espetó ella, llevándose las manos a la espalda.

—Si desea prescindir de mis servicios, lo haré sin cuestionarla. —Con esto dicho, le dejó un espacio más que prudente.

Un silencio se interpuso entre ambos y por primera vez desde que llegó, el chico se mantuvo quieto y expectante a su respuesta. Además de su indescifrable expresión, no parecía lamentar haberla tocado, pero sí hablaba en serio cuando le dio la oportunidad de despedirlo. Parecía deseoso de conocerla y la trataba como una persona normal, como sus primos trataban a sus amigos en el espacio deportivo o como Daloph solía comportarse cuando estaban a solas. Nadie nunca le había hablado como un amigo más allá de su familia.

La princesa levantó el mentón y casi sin demasiado esfuerzo, pues sus emociones estaban a flor de piel y pedían protagonismo, dejó de lado la voz de su padre; atrajo sus manos al frente y se quitó el guante derecho, para luego dejarlo flotando delante de sus ojos avellana con una iluminación repentina en cuanto entendió el significado.

—Como desee —replicó, dejando que el escalofrío le subiera por el brazo ante su toque y el metálico roce del anillo subiendo por su dedo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top