18. El color del compromiso

La gélida brisa nocturna azotó sus pálidos rostros y los condujo a un viejo recuerdo de su niñez donde se encontraron a ellos mismos intentando conocerse entre palabras de sus padres. Decidieron ir por el mismo camino de aquel día de otoño, con una distancia moderada el uno del otro y la misma criada vigilándolos en la lejanía.

Aunque las circunstancias eran las mismas, ellos eran enteramente diferentes. El príncipe vestía un conjunto más discreto que el de su niñez, hablaba con un voraz tono lo suficiente fuerte para no ser débil y la soltura de sus movimientos denotaba una mayor seguridad. Si bien, lo más importante de todo ello era la visibilidad de su rostro (mantenía la frente en alto, el cabello ya no obstaculizaba los secretos en su aspecto y una tenue sonrisa amable les daba color a sus facciones estáticas) conservaba un poco de su timidez, pero ya no inseguridad.

Ella, por otro lado, llevaba el vestido real y como único dato digno de mención se encontraba su velo, que caía de un color blanco proclamando un pronto compromiso. Sin embargo, la seriedad de su rostro reemplazó la actitud energética e impulsiva que algún día en su niñez dominó sus facciones. Sus manos eran más fáciles de controlar y sus palabras eran directas, sin titubeo ni llevadas por la irascibilidad; caminaba con los pies (tal vez) muy unidos, pero nadie podía negar la imposición transmitida cuando estaba cerca. Ya no había entusiasmo en sus gestos, ahora eran tan meticulosos y tensos como los de su padre.

—Es un gusto volver a verlo, Alteza Real —repuso ella una vez estuvieron lejos de la escucha de su criada. La molestaba referirse a él con su propio tratamiento, siendo un tercer heredero de la corona, mas trató de que su voz no expresara tal fastidio

Las comisuras de la sonrisa de su prometido se elevaron más.

—Por favor, llámeme Felipe.

Ella asintió, sin devolverle el gesto de confianza.

—Como desee —espetó, cordialmente.

En silencio avanzaron hasta el arriate más cercano, bordeado de los arbustos de su infancia. De antemano, tan solo unos días atrás la princesa había ordenado que fueran cortados con formas más extravagantes con un principal protagonista: los círculos. Por tanto, ahora su alargada área cubierta de iris era acompañada por elegantes círculos gigantes o una pirámide de ellos. Todo con un solo objetivo que no tardó en ver cumplido; ahora su prometido se había inclinado a tocar el corte de sus hojas y con los ojos brillantes, envueltos en una visible satisfacción y maravilla le hizo saber los fantásticos jardineros que tenía.

Rememorando el mismo escenario que en su infancia no pudo evitar enorgullecerse por su observación. Ahora el oficio de su futuro marido era la ebanistería; pulía y daba forma a partes específicas de los muebles creando piezas de alta calidad y distinción por su galante diseño. Eso también evidenciaba su inclinación por los detalles más que su complemento.

—¿Conserva su gusto a la montura de caballos? —preguntó ella acariciando un lirio con las yemas de los dedos.

—En realidad, deberá disculpar mi pequeña mentira, solo monto para la caza —explicó siguiendo con ella el siguiente arriate—. Mi madre creyó buena idea comentárselo.

Ella asintió, ya lo sabía.

—¿Desde hace cuánto caza? —deseó saber.

—Desde la infancia, es el pasatiempo favorito de mi padre.

—¿Usted lo disfruta?

Se llevó las manos a la espalda, pareció titubear.

—En ocasiones.

Tiempo después, descubriría que en realidad solo era un observador. Lo que realmente disfrutaba era lo que venía después de la caza; el desollamiento. Desde ese entonces su esposa relacionaría sus mentiras con el escondite de sus dedos tras la espalda, como si ellos fueran los culpables de todas sus acciones.

—¿Y-y usted conserva su gusto al ajedrez? —preguntó él, para la sorpresa de su acompañante.

—Naturalmente —afirmó, permitiéndose la primera sonrisa del día—. Si no estoy equivocada teníamos una partida pendiente.

Que trajera aquel recuerdo a colación pareció hacerlo sentir incómodo, trató de ocultarlo desviando su atención a su traje y fingiendo acomodar su vestimenta perfecta. Su intento fracasó, ella lo notó, mas decidió ignorarlo.

—Sería un placer, me encargaré de los preparativos —titubeó—. Hace mucho no lo juego, pero tengo el presentimiento que de igual manera me ganaría.

«Sonríe, sé amable y controla tu carácter al menos hoy, querida», recordó las palabras de Daloph y sonrió. Su padre le había comentado algo similar, solo que, a diferencia de su prima, él creía que su mejor cualidad era su carácter sin contar las ocasiones donde traspasaba la delgada línea entre la severidad y la grosería. Su disfrute u orgullo a esto último era algo que no terminaba de comprender de alguien que promulgaba la tolerancia ajena.

Ella deseó comentar algo más antes de tocar el tema de conversación que debía discutir. Podía hacer referencia a aquel comentario inapropiado en su infancia pidiendo observar su rostro, pero la actitud previa de su compañero la hizo retractarse. Continuaron juntos por el césped bien cortado hasta llegar al pequeño lago. Un agua verdosa casi les lamía los pies y vestigios de vida animal se hallaban en sus bordes: excrementos o tan solo huellas pequeñas de zorros. Unos zarzales inestables se arremolinaban en uno de sus extremos y le daba al ambiente un aspecto melancólico.

Si bien es cierto, el lago en su infancia fue una principal fuente de alegría y vivacidad en medio de la meticulosidad de su padre con el resto del jardín; ahora el lago estaba empezando a secarse y su opaco color, a ocultar los secretos en tierra. No sabía si había peces aún, probablemente en su zona más profunda: el centro, pero tampoco deseaba saberlo. No era grande, pero tampoco era tan pequeño para tener la certeza.

La princesa miró alrededor algo conmovida por aquella imagen, respiró profundo y se aseguró que la criada estuviera bastante lejos de ellos. Confirmándolo, se volvió hacia su prometido y empezó lo que llevaba preparando hacía días sin dar más rodeos:

—Antes de nuestro casamiento deseo concretar unos detalles personales.

Su súbito nerviosismo fue evidente, se llevó el brazo al pecho y los sostuvo allí expectante.

—Si no desea acatarlas, prefiero que lo comente previo a nuestra boda. —Esperó a que asintiera con la cabeza y prosiguió—. Primeramente, deseo su no involucramiento en aspectos diplomáticos y decisiones gubernamentales como príncipe consorte. No permitiré que mi mandato sea puesto en duda con consejos o opiniones no solicitadas... Disculpe mis abruptas palabras.

—N-no se preocupe —dijo, con voz indecisa. Se notaba algo atemorizado. El ambiente se volvió espeso.

«Sonríe, sé amable y controla tu carácter al menos hoy, querida», pensó de nuevo con la voz de Daloph recriminándola. Sacudió la cabeza y continuó:

—Por otro lado, nos veremos solo en las comidas y saldremos dos veces al mes donde podemos compartir nuestra compañía, eso será en mis días disponibles que habremos agendado con anterioridad. Mis semanas son atareadas, creo que es la mejor manera de mantener nuestro contacto. Además, no permitiré muestras de afecto en público y sin mi permiso ni... quejas con respecto a este acuerdo, si acepta lo tomaré como palabra de honor y no habrá vuelta atrás.

La incomodidad se unió a su expresión. El rostro de su futuro esposo era un huracán de emociones.

—Por último... —siguió, en esta parte tuvo especial pudor, pero se esforzó por no demostrarlo y mantener el tono de voz—... nuestro matrimonio no se consumirá hasta que yo lo determine y ambos estemos de acuerdo. Sé que mis peticiones son algo... complicadas, por ello acepto cualquier relación ajena o externa que desee contraer. Sin embargo, estas deben ser discretas y de mi previo conocimiento, además solo podrá mantenerlas después de dar a luz nuestro primer primogénito. Al igual que yo deseo mantener mi libertad, no le quitaré la suya; aunque, en mi caso, no aspiro involucrarme con nadie más.

Como pez fuera del agua, su comprometido abrió la boca para cerrarla de golpe y así en dos ocasiones más. Estaba confundido, avergonzado y muy nervioso. Ella salió a su rescate.

—No debe responder ahora, nuestra boda es en un mes —explicó—. Espero su respuesta en una semana.

Se resignó tan solo a asentir, ella le devolvió el gesto, como la firma de un contrato invisible.

Creyendo terminados los quince minutos de reunión que su padre les había asignado, ella se dio la vuelta con un nudo en el pecho, pero un roce suave en su brazo atrajo de nuevo su atención a su prometido. Había intentado agarrarla del brazo para detenerla, pero se arrepintió en la mitad de su acción y solo dejó el leve toque de sus pieles.

—Espere —murmuró rebuscando algo en su casaca.

—¿Sí?

—Le hice un presente —advirtió recuperando la seguridad en su voz—. Espero no sea atrevido por mi parte, le prometo que lo hice para usted con mis mejores intenciones.

Finalmente, de su chaleco surgió un objeto marrón que, al abrir la mano, la princesa detectó que era pálida madera. Era pequeño y sus detalles le daban forma a un pez. Ella se echó a reír.

«Espero que ese príncipe sea pesquero, te lo mereces por ser tan grosera conmigo», recordó quejarse Daloph por su firme decisión de no comentarle detalles de su futuro marido. Ella le respondió sin una pizca de ironía que ningún príncipe sería pesquero. Ante ese recuerdo, no pudo contener una sonrisa divertida.

—¿Fue demasiado inapropiado? —cuestionó, sonriendo incómodo.

Dándose cuenta de su poca cortesía, dejó de reír y aceptó el obsequio escrutándolo con cuidado, apreciando sus bien pulidos bordes.

—Disculpe, Su Alteza. Quiero decir; Felipe, disculpe —se corrigió—. Solo me sorprendió que recordara nuestra conversación. La figura es hermosa, tenga mis más sinceros agradecimientos.

Él asintió, satisfecho por su obra. Ambos regresaron en un ambiente tranquilizo, sintiendo la calidez de su compañía que más tarde disfrutarían sin inconvenientes. Desde ese momento, ella supo que escucharía cada palabra que saliera de su boca y como compañero, sería de su agrado; olvidando el hecho de que poco a poco conocería su verdadero ser y con ello todas sus imperfecciones y deseos más ocultos.

Porque los lirios son blancos hasta que sol sale y revela las manchas en sus pétalos.

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