11. El color de los recuerdos
Bitzo columpiaba uno de sus pies sobre un árbol de Lía cuando ella despertó y todo lo que había planeado hacer se desdibujó de repente. No se lograba convencer en si imitar a su padre; su experiencia no se podía poner en duda, pero este caso era diferente. Las anteriores no habían sido reinas y mucho menos habían perdido a su hija antes de venir a Sindora. El tercer día de Veniz era del recuerdo, ella recordaría todo y él tendría que sobrellevarlo.
Eso era lo que lo inquietaba: no saber qué hacer. En su mente ya había ideado cada reacción catastrófica y respuesta más adecuada a ella, pero nada podía asegurarle que fuera a funcionar. Que ella fuera impredecible era uno de sus mayores temores que lo persiguió aún en medio de sus alabanzas nocturnas y más tarde, como fruto del zumbido del aire al agitar su pie sobre aquel árbol torcido. Toda la información adquirida por su padre estaba inconclusa y de parte de los Lizzim solo tenía una sólida advertencia: no dejes que en medio de su «delirio» (así lo llamaban) vaya a las barreras.
Ni siquiera lo sucedido el día anterior (el segundo día de Veniz) le servía de gran ayuda. En medio de su propio tormento apenas había recordado su despertar y mucho menos planeado, enfrentó a su ama con un depresivo estado mental y no fue hasta que pidió su ayuda que entró en razón. Esta vez estaba dispuesto a dejar de lado el pasado y entregarse a ella como lo necesitaba: en condiciones para ayudarla y acompañarla como Vigilante del Color.
Cuando bajó del árbol con el bastón de su padre en mano sintió como su cuerpo reaccionaba ante la inseguridad y caminaba despacio, atrasando la hora de llegada. No sabía lo nervioso que estaba hasta ese momento y lo expectante que se sentía ante lo que sucedería ¿ella correría? ¿Se haría daño? ¿Iría a las barreras? ¿Se desmayaría? (una opción más positiva que negativa si pensaba de forma egoísta) o...¿lo aceptaría y tan solo sufriría en silencio?
Por otro lado, la reina aún no había notado su presencia, se revolvía incómoda en la cama y trataba de mirar entre la nube blanca que cubría sus ojos multicolor. Ahora no tenía el vendaje, así que tal vez sus ojos servirían de distracción a su nerviosismo. Pronto podría ver, pronto podría verlo completamente; su visión había entrado en un estado de reposo donde una delgada capa blanca hacía de mediador entre el nuevo ambiente y la antigua composición, pronto se disolvería y sus pupilas se adaptarían.
Ajustándose el chaleco, el chico tomó valor y con una profunda exhalación se aventuró a acercarse hasta el borde del intento ridículo de cama. Abrió la boca y la cerró de golpe, sin decidir sus siguientes palabras hasta que finalmente salieron de forma torpe y apresurada.
—Dis-disculpe, ahora le será difícil levantarse o siquiera ver. Hum... por favor, manténgase en cama hasta que se sienta bien, le prometo que será pronto.
Ella se alejó de su contacto y trato de divisarlo entre el revuelo de manchas de colores.
—¿Quién eres?
—Soy Bit... —se corrigió, recordando su conversación los últimos dos días y prosiguió en contarle su tarea como su acompañante, al igual que las dos veces anteriores.
Ella pareció ni siquiera escucharlo, palpaba todo a su alrededor con desesperación y su respiración se había tornado agitada, tratando de tomar aire desesperadamente. Esta era una de las opciones que Bitzo no había considerado y lo tomó de total sorpresa: morir de asfixia.
—¡Dama! ¡Dama! ¡Reaccione! ¿Se encuentra bien? ¿Puedes respirar?
Ella se volteó hacia su rostro y sin mirar nada en particular le dirigió unas palabras.
—¿Dónde estoy? ¡¿Por qué no puedo ver?!
La pregunta de Bitzo era cómo una misma persona podía tener dos reacciones diferentes ante la misma situación. El día anterior había actuado de una manera tosca y altiva, y ese día estaba absorta en el terror. Sin saber qué hacer, puesto que su tacto parecía perturbarla más, retrocedió y esperó a que su vista se aclare, lo que sería pronto. No moriría de asfixia ni el nuevo ambiente trataría de matarla, tan solo estaba exaltada.
«Además, no puede morir, Bitzo. Las Viglus Yigurú no pueden morir, papá lo dijo», se dijo a sí mismo.
—¡Ayúdame! ¡Ayúdame por favor! —Su voz fue bajando de tonalidad hasta que su vista se aclaró y con dificultad observó los pies naranjas de su Vigilante sobresalir de unos pantalones rotos de lana. Una exclamación ahogada se atascó en su garganta al advertirlos contenida por el rostro ingenuo e inocente del chico—. ¿Q-quién eres?
—Descendiente de Furú, el dios del fuego —explicó Bitzo tratando torpemente de explicar el pigmento en sus pies.
—¿Turú?
El chico negó con la cabeza.
—Se lo explicaré luego, solo debe saber que no le haré daño —dijo él con las manos unidas sobre el pecho. No dejaba de mirarla con fascinación—. Puede... hum... ¿recordar algo?
—Me duele la cabeza. —Acto seguido, una de sus manos llamó su atención y con curiosidad se la llevó a los ojos, sobresaltándose al advertir su tenue brillo—. ¿Qué está pasando? No entien...
—¿Sabe su nombre? —la interrumpió el chico.
Hubo un silencio expectante mientras ella comprendía.
—¿Mi nombre?
Él asintió, impaciente, sabiendo que al recordar su pasado sería mucho más difícil preguntárselo.
—No recuer...
—Debe hacerlo, por favor —insistió.
—Dama... me llamaste Dama.
—Sí, pero ese no es su nombre...
—Llámame así—concluyó.
—Pero...
Sus ojos se expandieron bruscamente y sus labios se entreabrieron. Y justo en ese momento, Bitzo supo que había recordado y más que acompañarla, retrocedió chocando su espalda contra la pared del tipi. Ella se levantó de la cama y como era esperado, cayó sobre la hierba de un golpe seco.
—Mi hija... ¡muéstrame a mi hija! —bramó usando sus brazos para arrastrarse.
—Yo... no...
—¡Muéstrame a mi hija! ¡llévame a ella!
Las lágrimas empezaron a caer nerviosas sobre sus mejillas enrojecidas, el dolor le estaba desfigurando el rostro y Bitzo sintió un ardor recorriendo su pecho. Sus manos parecieron reaccionar a éste y se encendieron en llamas, él lo apagó en cuanto fue consciente y recuperó el aplomo; corrió hacia su ama y la tomó de las manos.
Su voz salió extraña de su boca y no tuvo constancia de lo que decía hasta que finalmente lo dijo.
—Tu hija está muerta —murmulló—. Ahora usted deberá estar aquí por unos años hasta que...
Su expresión pareció paralizarse y Bitzo estaba seguro de que rememoraba el momento de su muerte. Su rostro se contrajo y sus brazos perdieron fuerza, cayendo sobre la hierba.
—La dejé... la dejé sola.
Dicho esto, se hizo un ovillo y con los ojos perdidos en la nada, el chico pudo ver el momento exacto donde toda ella se rompió en un solo chasquido. Hizo un ademán para alejarse y darle la privacidad que necesitaba, pero su ama lo tomó del brazo y ejerció fuerza, lastimándolo.
—Llévame con ella —ordenó con una áspera voz tosca, su rostro se convirtió en una tempestad multicolor.
—No puedo hacer eso...
— Llévame con ella, necesito verla.
—Han pasado tres días, ella ya no está allí —optó por decir.
Su agarre se suavizó y se sintió como si se desintegrara sobre el suelo.
—Llévame con ella, por favor, no puedo moverme —suplicó y la imagen de sus ojos como huracán descontrolado hizo al chico tragar saliva.
—Me encantaría poder hacerlo, ama, pero no puedo.
Creó la primera sonrisa del día, una tímida y cálida curva arqueada nacida como mueca de disculpa. La Dama de Color, conmocionada la observó por un largo instante sintiendo como se le llenaba el pecho de su espesura dulce y se discurrió en él, como si en medio de un ávido invierno le hubieran dado dos segundos de sol. Miró a su hija en esa inocente sonrisa y comprobó que, si entrecerraba lo suficiente los ojos podía verla con su cabello rubio caerle desordenado sobre el rostro.
Tomó de nuevo sus manos, ahora con afecto.
—Entonces llévame contigo.
Bitzo se sintió levitar.
—Ya estás conmigo —susurró.
Yacieron allí hasta que La Dama de Color volvió a su ensueño premeditado, él estuvo contemplándola en medio de una tranquilidad escalofriante; observando como con los ojos cerrados se aferraba a su mano como si su vida pendiera de ella y sollozaba suavemente contra su propio hombro. En algún momento él la acompañó en su llanto silencioso y ambos se apoyaron el uno del otro para soportar el peso de sus flamantes recuerdos acusadores. Y en ese mismo instante lo supieron, supieron que estarían así durante más tiempo que el que Veniz señalaba, estarían así toda su vida; unidos para llenar el vacío del otro, bajo un cielo encapotado, sosteniéndose hasta que alguno cayera.
Y caería.
Un poco tarde, ¡pero se me olvidó! Anuncio de paso que todo lo que están leyendo se editará en las próximas semanas. Se acercan los Wattys y con ellos, la edición que tenía planeada para finales del año. Se editará para bien mis niños.
Opiniones o teorías hasta el momento de la novela, por aquí ---->
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