10. El color del miedo

Erguida e impaciente, la joven princesa tiró su cabello platinado y quitó su mirada necia de la puerta de su padre para volver a Daloph que tejía sobre una de las sillas afelpadas con una calma desesperante.

—Deja de preocuparte, solo están hablando —espetó su prima demasiado alto de lo que debería, leyendo sus inquietos pensamientos sin siquiera subir la mirada.

Que la haya leído tan fácilmente hizo que ella empezara a tranquilizar su cuerpo y relajar las extremidades, debía comportarse como reina aún en momentos como esos. Enderezó más la espalda y ató sus piernas con una cuerda mental, relajó el rostro y endureció las facciones; tal y como su padre le había enseñado.

—Mi padre estaba preocupado —susurró lo suficientemente bajo para que los guardias no la escucharan, recordando la presión de su mandíbula la última vez que vio a su padre entrar al despacho real—. Sé que hay algo.

—Es nuestro tío y hermano de tu padre, no nos hará nada.

Siguió tejiendo y la princesa no pudo comprender su indiferencia. Arturo, rey de Catsuk y hermano de su padre había llegado de improvisto con una sonrisa distinta a una cordial y apacible. Su rostro, joven e infantil demasiado pequeño para su débil cuerpo había sido revestido por una seguridad ciega y unas duras esferas negras como ojos; sus modales habían quedado en segundo plano y caminaba como si vagara sonámbulo por los pasillos.

Llegó con una actitud altiva, vistiendo un traje demasiado colorido. Cuando pasó a su lado y vio a su sobrina por primera vez sus ojos se iluminaron y su expresión pareció paralizarse en la nada, como si pudiera ver a través de su cuerpo; sin embargo, solo fue un breve relámpago que desapareció de su rostro cuando chocó con el de su padre y en su lugar lo reemplazó una pícara mueca soberbia.

Definitivamente, ya no era el adolescente con actitud desinteresada e incapaz de dar una orden años atrás.

—¿No lo notaste... diferente? —preguntó ella a su prima.

—Sí, como todos ustedes. —La miró de reojo y suspiro— Supongo que, como todos, el reino los cambió.

La princesa resistió un impulso de respuesta y en su lugar, volvió sus ojos a la puerta de ébano decorada con hilos de oro. Por más que agudizara el oído le era imposible escuchar nada y la opción de escucharlos a escondidas era tan vulgar que la desechó tan pronto como llegó. Un año atrás lo hubiera considerado y aquel pensamiento la hizo enorgullecerse de su cambio. Aunque las formas habían sido desafortunadas.

Al pasar unos diez minutos, su padre salió acompañado de su hermano quienes siguieron su camino hacia la salida con los guardias a sus espaldas. Su tío antes de perderse en la esquina observó a su sobrina fijamente con una fehaciente seguridad que le heló los huesos. Con diferencia al anterior encuentro, una sonrisa misteriosa nació en su rostro y se apagó en la lejanía.

Supo que su padre regresaba cuando Daloph dejó el tejido, se sentó derecha y pareció interesarse por las baldosas cuadradas. Los tres se quedaron en silencio mientras escuchaban el martillar de las herraduras de caballo sobre la acera de afuera y no hablaron hasta que éstos desaparecieron.

—¿Qué sucedió, papá? —se animó la princesa, impaciente.

—Una orden de armas se dirigirá a Catusk el martes, necesito que estés al tanto.

Su hija se levantó, atónita y Daloph levantó la cabeza de golpe con una exclamación muda.

—¿Por qué?

—Siéntate. —Ella obedeció—. Armas a cambio de paz.

Cualquier indicio de control sobre su cuerpo se esfumó en la princesa, su espalda se inclinó y sus ojos quedaron fijos al suelo, un nudo se enroscó en su estómago y jaló de ella desde la garganta. Estaba aterrada.

«Guerra, guerra, guerra», pensaba.

—Daloph, déjanos solos.

Sin pensarlo dos veces y con una velocidad solo digna de su prima, tomó sus cosas y se fue por el pasillo.

—Cálmate y compórtate como reina —repuso y al no haber respuesta, sus siguientes palabras salieron bruscas de su boca—. ¡Princesa de Melsian!

Ella reaccionó con una expresión pavorosa que le carcomió toda la seguridad resguardada unos minutos atrás. Sentía la catástrofe sobre su propia sangre, recorriendo cada espacio descuidado y enfriando sus extremidades.

—Ven, vamos a mi despacho, aquí no.

Una parte de ella se liberó en cuanto entraron y con los ojos como grandes bolas blancas se sentó frente al escritorio de su padre sin medir modales o controlar su comportamiento, pidiendo más información.

Su padre suspiró.

—Derecha —le pidió señalando su espalda y solo le pidió eso, comprendiendo su estado y prometiendo corregirlo después—. Tiene un reinado entero propuesto a invadirnos para tomar nuestras tierras, son demasiados y nosotros, tan pocos. No quiso negociar ni aceptar ninguna otra cosa que armas. Y yo no supe que más hacer...

Se detuvo un segundo y se dirigió hacia el hilo blanco que colgaba del techo en la esquina de la sala para llamar a su lacayo, ante la pronta presencia de alguien ajeno a la familia cambió de opinión acerca de su hija; se volteó para ordenarle la compostura correcta y adecuada para su estatus. Confirmándola, la tocó y el sonido de una campana sonó a la lejanía.

—Pero... si le entregamos las armas quedaremos en una peor posición —cuestionó ella con las manos en el pecho.

—Lo estamos con o sin ellas, debes conocer la dimensión de Catusk, son demasiados —aseveró—. Manos a los costados.

Obedeció.

—Con una buena estrategia podríamos tener una oportunidad —debatió ella.

—¿Querrías correr el riesgo?

Ella debió ordenar sus palabras y bajar el tono antes de pronunciarlas.

—Padre, es un riesgo, no una sentencia —masculló, más suave de lo que deseaba, algo que su padre aborrecía.

—Voz firme, sin oscilación. El respeto es suficiente —corrigió y se pasó las manos por el cabello aplastado—. Necesito a mi lacayo.

—¿Qué quieres recordar?

—Algún evento histórico parecido a este.

Ella negó la cabeza, volviendo a sus memorias revueltas en medio de una tormenta de pensamientos.

—No... no recuerdo ninguno.

—Quiero cerciorarme —suspiró y se sentó, mirando a la nada—. Si no les damos las armas sería una declaración de guerra, ante la poca cantidad de hombres y campo apto para una emboscada, estaríamos perdidos...

—Tendríamos una oportunidad, conozco varias estrategias que podríamos utilizar, no podemos darles tanto poder —interrumpió ella inclinándose hacia él y volviendo como resorte al darse cuenta. Ahora, más que atemorizada, estaba frustrada por la indulgencia de su padre.

—Si le entregamos las armas, habrá tregua o paz. Es una posibilidad remota, pero no conozco sus intenciones, no quiso mencionarme cuál era su propósito; podría querer invadir otro reino.

La mirada apática de su tío volvió a su mente para asustarla.

—Tenemos las armas, la herrería, los hombres capacitados y el terreno podemos usarlo a nuestro favor —citó atrayendo el mapa doblado de Melsian— Podemos hacer algo, que luchen o mueran por su objetivo.

—Ya tomé una decisión y no, no correré el riesgo —replicó él mirándola a los ojos con una seguridad inquebrantable. La activa movilidad de su hija se detuvo y, consciente que no lograría convencerlo, regresó el mapa a su sitio. Su padre nunca la había amonestado por dar su opinión, al contrario, la instaba a ello; pero esta vez, su certeza no permitiría que ella se entrometiera. Moviendo la vista hacia la puerta espetó—: Pero de algo tengo certeza: él regresará, a pedir más armas o declarar la guerra, pero regresará.

Algo cambió en ese momento en ella después de comprender sus palabras y le permitió a su cuerpo temblar, tomó una expresión torva y sostuvo sus manos sobre el regazo. Su padre ni siquiera lo notó, pero en aquella menuda adolescente una decisión había sido tomada a partir de la aceptación de su destino. Como princesa no podía hacer mucho más, pero como reina su decisión los llevaría a la guerra junto a su arrogancia y astuta habilidad estratégica.

El lacayo de su padre interrumpió el momento con un sobre repleto de papeles con cada cosa que su padre debía mantener presente e inolvidable en su mente, pues éste con el tiempo había perdido la capacidad para recordar o memorizar nueva información con eficacia. Ambos recorrieron épocas y reyes hasta llegar a la temida resolución: no había errores cometidos porque en realidad no hubo acto semejante. Lo que significaba que a partir de allí, ellos escribían su propia historia.

En aquella silla real, la princesa se mantuvo inalterable y aceptó la entrega de armas, los interrumpió para señalar las consecuencias y posibles acciones que tomarían después: cercar el área, flanquear la zona con patrullas diarias, construir edificios en lugares estratégicos con el único motivo de estropear una emboscada y conseguir personas confiables para descubrir sus intenciones. Con la mente despejada su padre le agradeció su contribución y se reunió con los miembros del consejo real para tomar la decisión definitiva con su memorian (como llamaba él a su lacayo de los recuerdos) a su espalda. Era común consultar primero a su hija antes que al Consejo en busca de certeza.

Ella se retiró a sus aposentos con el mapa de su padre escondido en las medias, lo calcó sobre el papel y trazó lo que sería más tarde: las posibles estrategias que pondría en práctica en su reinado apenas iniciasen el primer ataque. El miedo no había desaparecido ni desaparecería, lo demostraban sus erráticas manos cada día al amanecer, pero decidió abrazarlo con la misma ternura que a su fantasmal soledad la cual, con resignación, ya había aceptado hacía mucho tiempo atrás.

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