El doctor Navarro
Por aquellos años atravesaba una situación delicada en todo sentido: había perdido mi trabajo y mi exmarido, cansado de su monótona vida de casado, decidió partir en busca de un futuro mejor (para él).
Me dolía haber desperdiciado mi juventud en pos de un amor fugaz, uno que comenzó rápido y terminó de la peor forma posible. Lo que más lamenté, por aquellos tiempos, fue abandonar mis estudios en la prestigiosa ciudad de Buenos Aires. Justo después de traicionar mis sueños, llegó mi amada hija, la muestra de amor (o eso creí) que mi exesposo había esperado por tanto tiempo. Quién lo diría, él traicionaría a sus amados retoños en pos de su amargo egoísmo.
Raquel y Dante, mis dos pequeños, eran muy inocentes para comprender el crudo momento que nos tocaba vivir, de hecho, la mayor aún esperaba el dulce reencuentro que su padre le había prometido con cruel frialdad.
Ella solía sentarse junto al portón del apartamento que alquilaba por esos años, se dejaba caer sobre el respaldo y cantaba canciones que aprendía en las misas de los domingos hasta quedar dormida. Al otro día, Raquel lloraba con amargura al ver que su padre no había regresado, sin embargo, siempre volvía al mismo lugar. Pero ese hombre era el menor de mis problemas. No podía pagar el alquiler, me quedaba el mes de garantía y algunos ahorros para conseguir unos días extra, pero, en el fondo, sabía que mis hijos y yo terminaríamos en la calle, a merced del frío y los peligros que acechaban en la oscuridad.
Al borde de la desesperación, busqué en diarios y tablones de anuncios, aquellos que se lucían en algunas estaciones de autobuses. En su mayoría se trataban de propuestas indecentes, claro, disfrazadas como elegantes empleos en mansiones lujosas o en la capital. Ama de llaves, mucama, lavaplatos, la lista era larga, pero el hecho de que ser mujer y joven fuera un requisito me dio mala espina. Además, necesitaba algo seguro (en todo sentido), pues mis pequeños me acompañarían a donde fuera. No obstante, mi angustia era tal que, dado el caso, hubiera tomado cualquier propuesta. Nunca, en ninguna circunstancia, permitiría que mis hijos durmieran en la calle.
Fue entonces cuando, entre el montón de propuestas indecentes, una llamó mi atención.
El hombre que firmaba se identificaba como "Doctor Navarro", un médico inmunólogo que trabajaba en la Ciudad de Buenos Aires. Al investigarlo, descubrí que, además, era docente de la UBA, consultor de una importante sociedad médica y científico del CONICET. Se trataba de un personaje ilustre por aquellos tiempos, poseedor de numerosos premios y, además, escritor de brillantes artículos académicos.
El doctor Navarro estaba solicitando una ama de llaves para vivir en su mansión y trabajar a tiempo completo, con el beneficio de tener cobijo, alimento y todas las comodidades necesarias que su hogar pudiera ofrecer.
La última cláusula llamó mi atención: dado el caso, estaba dispuesto a hospedar una familia completa. Sin embargo, había un gran obstáculo: el candidato en cuestión debería presentarse ante él en su oficina para ser entrevistado.
En ese instante, me vi poseída por la avaricia y propiné un manotazo al papel que se lucía en aquel tablón, lo guardé en mi bolsillo y me inmiscuí entre las calles de Retiro en lo que agradecía a los cielos por darme aquella señal. Sin embargo, no permitiría que nadie más fuera con el doctor Navarro.
Al otro día me duché de forma meticulosa, me arreglé de la mejor manera posible y me puse mis prendas más caras, esas que solo utilizaba en eventos importantes. Llevé conmigo los aros que usé en mi boda y el colgante que mi expareja me había regalado durante nuestra luna de miel. Odiaba esa ropa, pero era lo mejor que tenía.
Dejé a mis hijos a cargo del casero, un buen hombre en todo sentido, no obstante, y por desgracia para mí, sus gustos iban más allá de las mujeres.
El consultorio del Doctor se hallaba en un gran complejo de apartamentos muy cerca del Congreso, atendido por una recepcionista veinteañera que lucía el cabello a los hombros y ostentaba un perfume que, sin duda alguna, debía ser caro.
—Veo que usted ha venido por el anuncio del doctor Navarro—pronunció aquella mujer tan pronto como pude presentarme—. Espere un momento, lo llamaré.
La conducta anticipatoria de la muchacha me resultó extraña, ¿acaso me veía mal? Por lo visto, eran ciertos los rumores sobre los porteños, de algún modo podían oler la pobreza cuando se acercaba a sus puertas.
—El doctor saldrá a recibirla dentro de poco.
De inmediato, ella se inmiscuyó en sus tareas y, con una mueca de asco, me miró de reojo mientras sostenía el teléfono con su mano derecha. Clavé mis ojos en el suelo de inmediato, intimidada por la presencia de aquella muchacha malhumorada. ¿Sería igual el doctor Navarro? Era muy molesto pensar que, por accidente, había terminado en el consultorio de un clasista (como casi cualquier porteño). No obstante (y por suerte) estaba equivocada.
Un hombre alto salió a recibirme. Llevaba una gran bata blanca consigo, tan inmaculada que ni siquiera lucía una mísera arruga. Su peinado, pulcro y elegante, me indicaron de inmediato que no estaba tratando con un hombre cualquiera.
El doctor Navarro se quitó los anteojos y, tras observarme por unos segundos, mostró una sonrisa en su rostro, señaló el camino a su consultorio y me invitó a pasar con amabilidad.
Yo seguí sus instrucciones al pie de la letra, pero no sabía qué creer al respecto, parecía ser un buen hombre, no como su recepcionista quien, para esos momentos, se había vuelto la segunda dueña de todo mi odio.
El doctor me permitió presentarme y me pidió exponer mis motivos para ser aceptada, no se anunció ni dio preámbulo alguno. Por lo visto, deseaba terminar con la situación lo antes posible.
Yo decidí hablar con la verdad, mi objetivo era buscar su lado humano y, por suerte, él escuchó cada una de las palabras que había reservado para ese momento.
—Comprendo su situación, señorita Rossi. Debe saber que, por mi parte, no tengo ninguna razón para negarle el trabajo, pero no conoce todos los detalles de la tarea que voy a encargarle.
Sin importar lo que él fuera a decirme, no me negaría. Ya podía mandarme a La Pampa con las ovejas y yo no rechazaría la oferta. No obstante, resultó ser mucho más sencillo de lo esperado.
—Tengo una mansión en las afueras de la ciudad, cerca de Balcarce. El trabajo es duro, tendrá que encargarse del mantenimiento del lugar. Acepto que viaje con sus hijos, de hecho, yo mismo le ofrezco matricularlos en un colegio privado aquí, sea en capital, o en una ciudad cercana a la mansión, le cubriré todos los gastos.
—Doctor, es muy...amable, pero no puedo aceptarlo.
—Señorita, el trabajo de ama de casa es muy demandante, más en una mansión como la mía. Además, no le he dicho todo. Le ofrezco techo, alimento, la matrícula de sus hijos, incluso la universitaria si se queda lo suficiente, de hecho, si lo desea puedo financiar sus propios estudios. A cambio, no recibirá una paga que... sea considerada "justa".
—¿De cuánto estamos hablando? —pregunté.
—Bueno...de absolutamente nada—respondió—, le daré una tarjeta de débito para que usted use a su antojo, de vez en cuando depositaré algo. Sin embargo, no será de forma mensual, no sé si me explico, a lo sumo semestral, sin aguinaldo, sin estar en blanco...
Callé ante su propuesta, necesitaba más detalles. Eran demasiadas prestaciones a cambio de pocas consecuencias, trabajar en negro era el menor de mis problemas en ese momento.
—¿De cuánto sería la paga semestral? —pregunté—No quiero sonar pretenciosa, es que, si no gano nada, no podré irme nunca, y yo, bueno, deseo poder darle algo a mis hijos, no solo salidas al parque o juguetes. Me gustaría algún día ser profesional, conseguir un hogar...no podré hacerlo sin un sueldo. Aún con todas sus... prestaciones.
El doctor sonrió y, de inmediato, me dio la respuesta que necesitaba.
—Usted ganará tanto como merezca, señorita, no puedo darle números porque este país es un sube y baja, pero...suponiendo que la economía sigue siendo como ahora. Usted obtendrá cerca de cinco mil pesos cada seis meses.
No necesitaba más debate, acepté la oferta y me embarqué en lo que, en teoría, era el mejor trabajo que podría tener en mi vida.
Pronto, mis hijos conocerían la gran mansión del doctor Navarro, aunque él no tardó en enviarlos a un internado cristiano no muy lejos del lugar.
El magnificente hogar de aquel hombre era sostenido por una hilera de columnas marmoleadas y aproximadamente tres pisos se elevaban sobre la planta baja. Lucía un hermoso jardín delantero y en el patio de atrás se alzaban elegantes árboles y arbustos frutales. Además, no era la única empleada hospedándose en ese sitio.
El doctor se marchó, pues solo frecuentaba su hogar durante sus vacaciones junto con sus hijos adoptivos, quienes estudiaban en la misma escuela donde ahora residían los míos. Eran dos: Guadalupe y León, la primera tenía quince años, el segundo diez.
El tiempo pasó rápido y, aunque al principio escondía el miedo típico de los primeros días, los empleados de la mansión resultaron ser más que simpáticos. De hecho, no tardé en unirme al club de los viernes por la noche, donde jugábamos truco y chin chon entre nosotros y, en ocasiones, con los lugareños.
Sin embargo, al poco tiempo descubrí ciertas irregularidades en la casa. Las habitaciones del tercer piso eran inaccesibles, pues las llaves que daban a los pasillos que se desplegaban por fuera del gran salón estaban, en teoría, extraviadas.
Mis sospechas se acumulaban, sin embargo, no presté atención hasta que llegaron las vacaciones de invierno y el doctor Navarro regresó a su mansión. Mi trabajo era dejar todo impecable para su llegada, en especial su habitación.
No obstante, por alguna razón, las llaves de su cuarto no se hallaban junto al montón, sino que estaban en posesión de Juan, el jardinero de la casa.
—Será mejor que no digas nada, ¿entiendes? —insistió—No importa lo que veas, no preguntes a nadie.
Y, aunque sentía miedo de lo que pudiera encontrarme, la realidad estaba muy lejos de lo que mi mente había maquinado. La habitación del doctor navarro era el típico aposento matrimonial, con una cómoda y un velador a un costado de la cama, un gran ropero, un espejo junto al tocador y mucho polvo en todas partes.
Sin embargo, sobre su armario yacía oculta una foto muy particular. En ella pude ver una versión más joven del doctor, acompañado por una mujer de largo cabello negro y ojos alegres. A su diestra, una niña sonreía con la pureza de la inocencia. La pequeña guardaba un parecido asombroso con la elegante dama junto al juvenil Antonio Navarro, sin duda debía tratarse de su madre.
No era necesario ser un genio para darse cuenta de las cosas: esa mujer era la esposa del doctor y esa niña, sin duda alguna, era su hija. Sin embargo, ninguna de las dos se hallaba en la mansión y, por lo visto, nadie del personal parecía conocerlas. Claro, salvo el jardinero, quien había previsto que yo vería tales detalles.
Para mi sorpresa, la estadía del doctor en la mansión sería corta, pues debía dar unas conferencias fuera del país y, como era de esperarse, tenía que viajar a Ezeiza. Con amabilidad, me agradeció por cuidar de su casa y me presentó a sus hijos adoptivos: León, un muchacho con su cabello tan negro como la noche y ojos apagados, y Guadalupe, una jovencita rubia, bien parecida y elegante, casi una princesa. Ambos me agradecieron por mi trabajo con sinceridad, pero no duraron mucho entre nosotros. Estaban cansados y decidieron retirarse a sus habitaciones.
A la mañana siguiente, el Doctor fue el primero en despertarse. Para mi sorpresa, se lo veía alterado, nervioso, como si algo lo hubiera incomodado. Tan pronto me vio, marchó hacia mi movido por la ira.
—¿Qué le hizo a mi cuarto?
No respondí, las palabras no salieron de mi boca. Sin embargo, eso pareció enfurecer más al doctor Navarro.
—¡¿Va a decir algo?! ¡Qué ha hecho!
—Mi trabajo, señor... ¿Se encuentra bien?
—He perdido algo muy importante ahí dentro, usted... ¿Acaso cambió alguna cosa de su lugar?
—Encontré un marco viejo con una foto casi podrida en su interior, la humedad estaba comenzando a corromperla—mentí—. Decidí limpiarla y guardarla dentro de su armario, lo siento si lo he molestado...
Arrepentido, él tomó distancia una vez más y desvió su mirada por culpa. Podía entenderlo, pero nada justificaba el mal momento que me había hecho pasar.
—Lo siento mucho, señorita, lo lamento en verdad. Esa imagen... le agradezco lo que hizo. Es todo lo que me queda de mi esposa, ella me dejó hace tanto tiempo...
Aunque estaba furiosa por su violenta reacción, no pude evitar conmoverme al verlo tan mal. Era muy obvio el contraste con mi realidad, tan distinta a la suya. Mi marido vivía la gran vida lejos de su familia, solo para sentirse joven una vez más. Mientras tanto, Antonio Navarro, un hombre que lo tenía todo en la vida, seguía sufriendo por un amor que la injusticia le arrebató.
El doctor no era mi tipo, en absoluto, sin embargo, en ese momento sentí envidia. Hubiera deseado conocer a alguien como él en el pasado, no por el dinero, sino por el valor que le daba a su familia. Aquella discusión terminó con unas acaloradas disculpas y una despedida fugaz, él viajó de regreso a la capital mientras yo enfrentaba un nuevo desafío: los cuatro habitantes que se habían sumado a la casa.
Por suerte para mí, los hijos del doctor eran tan ilustres como él, se trataba de jóvenes educados y pulcros, excelentes ejemplos para mis hijos que, al verse rodeados por tales influencias, terminaron por copiar sus buenas costumbres.
El asunto que envolvía a la esposa e hija del doctor desaparecieron por un tiempo, al menos hasta que las vacaciones terminaron, los jóvenes se fueron y las lluvias de primavera llegaron.
Un día, a eso de las dos de la mañana, alguien comenzó a gritar afuera de la mansión. Los empleados no tardaron en salir a ver de quien se trataba, sin embargo, ninguno hizo nada al respecto, al menos hasta que yo llegué al lugar.
—Es él—masculló el jardinero.
Aquel muchacho gritaba una y otra vez el mismo nombre: Rosa. Repetía con ahínco un mensaje de esperanza: había regresado para sacarla de la mansión. Confundida, abrí la puerta y me topé con un joven bien vestido, empapado y tembloroso a causa del frío y la lluvia. Le indiqué que podía entrar, no dejaría que se quedara ahí fuera, además, por alguna extraña razón, los empleados lo conocían.
Nadie se opuso a mis acciones, de hecho, Juan se apresuró y trajo una toalla y ropas nuevas para envolver al hombre que, en poco tiempo, se presentó ante mí como Leandro Giménez, un muchacho que decía ser abogado a pesar de lo joven que se veía. Alegó estar recién recibido, también pronunció su objetivo sin tapujos: llevarse a Olivia de ese lugar.
Al principio pensé que se referiría a la hija de algún empleado, sin embargo, tan pronto como mencionó el nombre completo de su amada, supe que algo andaba mal.
Leandro Giménez buscaba a una mujer llamada Olivia Navarro que , según sus palabras, era la hija del doctor.
—He cumplido con mi promesa, además, ella y yo somos mayores. Tenemos derecho a seguir nuestras vidas.
Yo no sabía qué responder, pero, por lo visto, el resto del personal sí conservaba una idea formada al respecto.
—No encontrarás a Olivia en este lugar—le respondió Valeria, la cocinera de la mansión.
—¿Qué dicen? ¿Acaso ella olvidó nuestra promesa?
Ellos guardaron silencio por un momento, pero la respuesta no se hizo esperar mucho más.
—Ella ha muerto—sentenció el jardinero.
Incrédulo, aquel muchacho explotó en carcajadas ante las palabras de Juan, sin embargo, el silencio de los empleados reforzó el mayor de sus temores. Aunque él preguntó lo que había pasado, nadie accedió a darle una respuesta y, tan pronto como pudieron, le recomendaron ir a dormir y regresar a Buenos Aires lo antes posible. Alegaron que el doctor podría volver en cualquier momento (lo cual era mentira) y no se alegraría al verlo en la mansión.
Lejos de resignarse, Giménez intentó interrogar a los empleados, pero ellos, en vez de responder a sus dudas, fueron regresando a sus habitaciones sin darle las respuestas que había demandado. Por fin, él se rindió y decidió ir a su cuarto, donde lloró amargamente durante bastante tiempo. Sin embargo, yo ya tenía suficiente de ese asunto, necesitaba descansar, no me interesaba el chisme de lo que ocurría en la casa.
No obstante, mientras caminaba hacia mi cuarto, el abogado me detuvo en seco en medio del pasillo. Se lo veía abatido, confundido, intentó interrogarme, pero se rindió en cuanto supo que yo había llegado hace tan solo seis meses.
—Ella era todo para mí—balbuceó—, hice esto... exclusivamente por Olivia. El doctor dijo que no dejaría ir a su hija con un don nadie, con alguien sin futuro. Yo... quería demostrarle que no era así.
—No imaginé que él sería tan estricto—admití.
—Su esposa murió hace mucho tiempo—respondió—. Recuerdo que Olivia mencionaba varias veces que... no sé, algo había cambiado en él desde que ella se fue. Dijo que él la miraba distinto, no sabía si para bien o mal, pero... No lo sé, le daba miedo.
—Quizá le recordaba a su esposa—teoricé—, ambas se parecían mucho.
Él asintió con la cabeza y aceptó que, en algún momento, sospechó lo mismo que yo.
—Déjeme pedirle un favor—masculló—, entiendo que ha muerto. El mundo es injusto y... sé que tal vez no quieran hablar de eso, pero... ¿Podría dejarme ver su habitación una vez más?
Su pedido era extraño y, teniendo en cuenta que eran casi las tres de la mañana, incluso podría decirse que era un gran atrevimiento.
Sin embargo, era evidente que, si me negaba, él vagaría por los pasillos, probando cada puerta hasta hallar el cuarto de su amada (el cual, sin ningún problema, podía ser alguna de las habitaciones para huéspedes). Accedí, siempre que fuera bajo mi supervisión, no obstante, pronto me daría una gran sorpresa. Él sabía a donde ir.
Giménez me llevó hasta la puerta de uno de los pasillos bloqueados del tercer piso y, de su bolsillo, sacó una llave dorada que giró sin problemas en cuanto él la introdujo en su lugar. Intenté interrogarlo. Él me explicó que Olivia se la había obsequiado años atrás y que, ahora que ella no estaba más, no pensaba usarla sin autorización, más que nada porque todos en la mansión lo conocían y, por ende, lo podían demandar.
—¿Por qué la cierran así? —preguntó, antes de abrir la puerta.
—No lo sé, nadie en esta casa tenía la llave.
—Qué raro, se supone que había varias copias...
Y, dichas esas palabras, él abrió la puerta.
Tan pronto como el madero cedió, un fuerte hedor putrefacto poseyó el ambiente. Mis piernas temblaron y un escalofrío recorrió mi cuerpo, sentí que me iba a desmayar, algo muy malo había ocurrido ahí dentro. Era peor que un matadero, por mucho, de hecho, era como si el pesado aroma de la muerte y la miseria se hubieran concentrado en un solo punto.
Caí de rodillas, mientras intentaba mantener a raya mis arcadas. Sin embargo, el joven abogado no se movió de su sitio. Al principio pensé que el hedor lo había noqueado, no obstante, pronto me di cuenta de que sus preocupaciones eran otras.
Desesperado, él tomó aire y se internó en aquel pasillo hediondo, encendió una luz y reveló el horrible paisaje que ocultaba el tercer piso de la mansión. El suelo estaba cubierto por una sustancia amarronada que se pegaba a las botas del muchacho con cada paso que daba y las paredes mostraban salpicaduras de aquel fluido pestilente. Pude observar charcos de líquido en algunas esquinas, los cuales lucían una fina película grasa en su superficie, como si de aceite industrial se tratara.
Al poco tiempo pude tolerar mejor aquel hedor, sentí que era similar a huevos podridos y que, por lo visto, aquellas sustancias que impregnaban los pasillos eran, o debían ser, el desecho de algún animal o, en el peor de los casos, de una persona.
Las paredes lucían escrituras erráticas, unas pocas fueron hechas con lapiz o lapicera, sin embargo, la mayoría estaban pinceladas con aquel engrudo amarronado. Algunas resultaban imposibles de comprender, no obstante, otras eran demasiado claras para ser obra de una persona desequilibrada. Para ese punto, ya era evidente lo que había sucedido allí.
—No puede ser... —masculló el abogado—. Debemos llamar a la policía, pero debemos ser cautelosos—susurró y, acto seguido dejó caer su mano sobre el pomo de la puerta—. Olivia... ¿estás...?
Temerosa, retrocedí un par de pasos y, antes de que él pudiera abrir aquel portón, me centré en una columna de mensajes que yacía escrita a mi diestra.
Por favor, alguien ayúdeme.
Tengo hambre, necesito comer.
Intenté escapar, me he cortado los brazos
¿Qué te hice Dios? ¿Por qué me haces esto?
¿Dónde estas...?
Dijiste que volverías
Amor...ayúdame
Me siento sucia, necesito agua
Sangra...mucho
Agua
Ayúdenme
Necesito
Comida
Pica, arde...
Comida
Sucio, rico.
Rico, sucio, rico.
Comida, pica, sucio, rico.
En ese momento, lo entendí todo.
Lo que estuviese del otro lado de la puerta, no quería verlo. De hecho, aquel muchacho no debía salir del tercer piso de la mansión.
Tan pronto como él echó a correr hacia el interior de aquella habitación, yo volteé en dirección al recinto exterior y, tan pronto logré salir, eché llave a la puerta, pues el muchacho había cometido la imprudencia de no llevarla consigo.
Tan pronto como di el portazo, el joven volvió espantado a la salida y, con furia loca, comenzó a golpear el madero con toda la fuerza que podía ejercer.
—¡¿Qué le han hecho a Olivia?! —gritó—¡Ábranme, asesinos!
Sus alaridos se perpetuaron por un largo tiempo, sin embargo, no podía abrirle la puerta. Si él salía de ahí, todos sabrían lo que el doctor Navarro había hecho y, en consecuencia, perdería mi trabajo. Mis hijos dejarían la escuela, a sus amigos, su futuro.
Mi oportunidad de volver a comenzar estaba en riesgo, la decisión era difícil, sin embargo, aunque deseaba hacer lo correcto, no podía permitírmelo. Si abría esa puerta, mi vida se terminaba. Era imposible que los demás trabajadores no supieran lo que había en el tercer piso. Estabamos implicados, todos éramos cómplices.
Una mano helada se posó sobre mi hombro y, tan pronto giré en dirección a ella, noté que Juan me observaba con una expresión sombría.
—¿La viste?
No respondí a su pregunta, sin embargo, para él mi respuesta era más que evidente. No debí volver, debí quedarme en mi cama, no debí hablarle, no debí hacer nada.No debí enterarme nunca lo que se escondía detrás de aquel portón.
Y vos... ¿También la viste, no?
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