Creer en Dios

El sonido irritante de mi despertador me trajo de regreso a este mundo, a mi aburrida y monótona realidad. Aún llevaba mi pijama cuando decidí subir las escaleras en dirección al campanario y, como todas las mañanas, disfruté de una taza de café mientras observaba la ciudad durmiente.

Estuve ahí hasta que los primeros peatones se hicieron ver en la plaza central, principalmente jóvenes de las escuelas aledañas, quienes llevaban portentosos uniformes que desentonaban con sus decaídos semblantes. La iglesia estaba abierta, sin embargo, las personas habían dejado de venir hace mucho. Las cosas ya no eran como antes, todo por culpa de la pandemia.

La catedral no iba a cerrar, pero era posible que me transfirieran a una capilla de menos recursos para "aprovechar" mejor mis "cualidades". Cuando se trataba de la misión, el trabajo nunca faltaba, mucho menos ahora que la pobreza se había multiplicado. Sin embargo, esas cosas ya no me importaban como antes (o eso quería pensar), esa vieja pasión estaba muerta.

El servicio en la comunidad era, para mí, un trabajo remunerado, nada más.

Al principio, creí que Dios me había llamado por el camino de la santidad, con su palabra como guía y Cristo como mi acompañante incondicional. Sin embargo, la vida y el tiempo me demostraron que la realidad no era lo que yo esperaba. El sufrimiento de las personas destrozó mis convicciones, el cual empeoró por mi soledad incoercible.

Cada día, cientos de niños padecían condiciones de frío extremo en las calles de la desolada Buenos Aires, a merced de la mortalidad del cuerpo. Estaban expuestos a la perversión de las personas, las malas miradas, la victimización compasiva de los pudientes que, desde sus ostentosos sillones, hablaban sobre la pobreza mientras disfrutaban de un dulce batido en la comodidad de sus hogares. Claro, no les menciones pasar por una villa jamás, antes prefieren ponerse en bolas y bailar en público.

Quizá, lo peor de la pobreza no era el padecimiento, sino la realidad cruda, aquella que los condenaba día a día, la mirada de las personas, los comentarios compasivos que, en verdad, escondían asco y repulsión con la pena como coartada. Sin embargo, nada se comparaba con el hecho de vivir, tener que aceptar que, aún con todo el esfuerzo del mundo, salir de la miseria era difícil en extremo y, para algunos, un sueño imposible.

No solo eso, también había que soportar a los "compasivos" que colocaban al pobre en lugar de un perrito callejero, uno que no es capaz de aprender por su cuenta, de esforzarse, de estudiar, trabajar, de soñar. Claro, no olvidemos a los genios que argumentan que el necesitado cae en desesperación y deja de lado su humanidad, toma un arma (quien sabe con qué dinero) y sale a matar gente, robar y golpear personas para sobrevivir. Sí, claro.

Ser pobre, para esos hombres, es sinónimo de no ser una persona.

Al final, tanta supuesta "compasión" terminaba por denigrarlos y ellos, en silencio, callaban ante la incomprensión de las personas. Claro, era curioso, los pobres resultaban ser más empáticos que los clase media que twitteaban sobre ellos, esos que vivían repitiendo el eslogan "debemos ponernos en su lugar". Y no, así no funciona. Si no lo vives, nunca lo entenderás.

Por desgracia (o quizá suerte, quien sabe) mi ignorancia sobre estos temas murió el día que, como ayudante de un cura, tuve que vivir por tres años en una villa miseria, donde asistí al padre en un taller de música que formaba parte de un complejo programa de rehabilitación. Ahí vi más de lo que hubiera querido y, aun así, serví por mucho tiempo más.

Frente a toda la calamidad, me surgieron dos preguntas.

La primera, como podrás imaginar, es... ¿Por qué las personas aman opinar tanto sobre lo que no saben, lo que no viven, lo que no entienden? ¿Por qué las opiniones de esta gente son respetables? ¿Acaso una opinión sin fundamento vale algo? Ninguna de ellos hubiera soportado la cruda realidad detrás de cada una de esas casas, quizá, antes de aceptar los hechos, hubieran enloquecido ante la barbarie y la miseria.

Quizá, hubieran declarado su odio a la humanidad, tal y como yo hice, por ser la causante de las barbaridades que ahí se dan, al mismo tiempo que la normaliza y, desde su indolencia, también se da el lujo de opinar, como si no tuviera nada que ver con el ciclo.

La segunda, es aquella que me costó más admitir en su momento, pues no solo he declarado mi odio por la humanidad, sino que había negado, en secreto, la existencia de Dios tal y como lo conocía.

Aquel ser que tanto ama a los niños, el mismo que los deja morir de frío en las noches más crudas del invierno, el mismo que los deja fallecer a causa del hambre en la triste soledad de Buenos Aires, el mismo que no aplica la justicia que, en teoría, se reserva.

"Mía es la venganza", dice en su palabra, pero, en mi opinión, la mejor venganza es aquella que se aplica por mano propia, porque solo uno sabe cuándo detenerse, solo uno sabe cuándo el otro ha sufrido lo suficiente. ¿Por qué? Porque nosotros lo hemos padecido, no él.

Yo lo he visto todo, lo he enfrentado todo, lo he padecido todo, he compartido el sufrimiento de los pobres e incluso lo viví en carne propia, de hecho, me he visto obligado a condenar maleantes en nombre de la justicia terrenal, porque la divina nunca llegaría.

Nadie más que yo, y los que han visto lo que yo vi, pueden opinar lo contrario. ¿Por qué? Porque yo tengo la razón.

Debes pensar que es muy hipócrita de mi parte ejercer mi rol como cura de una catedral mientras declaro mi guerra a Dios en secreto, sí, tienes razón, pero... ¿Acaso no somos todos unos mentirosos? ¿Acaso no somos amantes de la paz hasta que alguien la destroza? ¿Nunca le deseaste la peor calamidad a alguien? ¿Nunca sentiste ira o impotencia al no poder hacer nada ante una realidad horrible?

Si en algo tiene razón la biblia, es en algunos proverbios, pues las personas guardan la manía de mirar la paja en el ojo ajeno, ignorando que en el suyo tienen un tronco entero.

Aquellas palabras resonaban en mi mente mientras recordaba la confesión del último muchacho que había venido a la catedral, hace cerca de dos días.

Ese joven padecía un terrible mal de amores, había pecado, o eso pensaba él. Lo cierto es que todo en esta vida es pecado, incluso respirar, la naturaleza del hombre es pecaminosa, todo lo que haga será pecado, y, sin embargo, las personas se preocupan por esos detalles y viven condenando mientras ignoran el hecho de que juzgar también es pecado.

En el final, no solo todos se arrodillan ante la muerte, sino que, de existir Dios como nos lo han enseñado, la salvación depende de uno mismo, de creer, nada más.

Volviendo con el muchacho, él me comentó una cosa muy interesante: al parecer había lastimado a un amigo (llamémoslo Ricardo, como el comandante). Al parecer, su novia le estaba siendo infiel con ese joven y, para colmo de males, al ser descubierta in fraganti admitió que nunca lo había amado, sino que se había acercado a él para estar con Ricardo.

Con el corazón roto y despechado, él hirió a su amigo (no me dijo como, pero, por su conmoción, supongo que no se trató de un simple puñetazo) y a su expareja. Al ver lo que había hecho, escapó del lugar y no volvió a toparse con ellos.

Él se repetía una y otra vez lo mismo: no merecía ser feliz. El amor no existía para él, su vida había sido un sinfín de penurias y soledad, esa que todos desean, pero que, a la hora de la verdad, esquivan e incluso evitan.

Ese chico también dijo haber olvidado algo en la catedral la última vez que vino de visita y que por eso estaba de regreso, pero que, al no recordarlo con precisión, decidió confesar su pecado para pedir absolución. También añadió que, con suerte, yo le haría recordar. Sin embargo, no creo haber sido de gran ayuda para él.

Lo que él necesitaba era un psicólogo, no un cura. Aun así, decidí absolverlo de sus pecados y dejarlo ir. Nunca más regresó.

Recuerdo en el rostro de ese joven me desconcertó en gran manera: estaba pálido, sus ojos eran negros, como el mismísimo abismo. Su mirada perdida y oscura me trajo malos recuerdos, todos relacionados con la cocaína y la gran cantidad de vidas que se cobró por curiosidad o por la fuerza. Esa mirada, la de la muerte y la locura.

Aun así, no hice caso a esos detalles y dejé pasar ese episodio como algo anecdótico.

No era la primera vez que alguien con esas características llegaba a la catedral, de hecho, mi antecesor, el padre Cornelio, me había comentado sobre "personas perdidas" que venían a la iglesia a buscar consuelo y, luego de ser perdonados, no volvían nunca más. Por lo visto, su extraña advertencia se estaba haciendo realidad.

¿Qué eran ellos? Era difícil para mí saberlo con claridad, pues, aunque mi opinión sobre Dios era controvertida, sí creía en los seres del más allá. ¿Cómo no creer en ellos? Es muy difícil no encontrar a alguien que no haya vivido situaciones extrañas que no pueden ser explicadas de forma lógica. Hay quienes piensan que negar a Dios es sinónimo de deshacerse de todo lo demás, sin embargo, no necesariamente es así.

Negar la figura del padre omnipotente y amoroso solo por despecho hacia la realidad es algo que haría un niño, uno que no vive en el mundo que quiere y, como resultado, lo niega para protegerse a sí mismo en lugar de hacer algo por cambiarlo o comprenderlo. Los verdaderos pensadores cuestionan, piensan, no se dejan llevar por las emociones. Si bien creía que el Dios que me presentaron no existe, sí creo que, tal vez, ahí fuera hay algo parecido a eso, pero no como nosotros lo imaginamos.

Por otro lado, la imagen de Cristo si representaba un ideal para mí, más allá de la clásica discusión sobre su existencia en el pasado, se trató de un hombre recto, amoroso, que vivió y murió por los demás, que se opuso ante la opresión de algunas leyes judías y que buscó terminar con las diferencias entre las personas, sea romano o samaritano, todas eran iguales ante él.

No obstante, como todo ideal, me resultaba inalcanzable, tanto, que bajé los brazos y me rendí en la eterna lucha por la perfección.

Sí, aquella mañana pensé en todo lo que había vivido, las personas que había visto sufrir, las muertes que no pude evitar.

El viejo sueño de traer esperanza al mundo estaba muerto, se había ido junto con la paz que da la ignorancia. A pesar de que la iglesia era todo lo que tenía, estaba pensando en dejarla con seriedad.

En ese momento, bajé la vista y, mientras planeaba mi pronta renuncia, me crucé con la indiscreta mirada de una anciana canosa y elegante que, inmóvil frente a la catedral, esperaba con paciencia el inicio del servicio.

Su piel lucía blanca, como la de un muerto, y su mirada oscura reflejaba algo que no podía comprender. Su cabello estaba desordenado, pero sus rulos le daban un toque de elegancia que su atuendo señorial acompañaban con armonía.

Ella no dejó de mirarme en ningún momento, por lo que me vi obligado a regresar al interior para darme un baño y olvidar toda esa confusión por un instante. Cuando abriera las puertas, esa mujer ya no estaría y yo no sería el hombre que luchó contra la muerte y perdió, el que ya no creía en Dios a pesar de todo. Cuando abriera las puertas, sería el cura de la ciudad, ese que todos recuerdan por sus historias y mensajes de esperanza.

Habré tardado cerca de una hora en terminar mis preparativos y, convencido de que la anciana se había ido, salí para abrir las puertas de la catedral. Sin embargo, ella seguía allí, con su mirada clavada en mí. Recuerdo que tragué saliva y, nervioso, rogué a cualquier cosa en el cielo por mi seguridad, pues lo último que deseaba era comenzar el día con un escándalo a las puertas de la iglesia. No obstante, ella me agradeció y entró sin decir ninguna palabra más.

Por curiosidad, decidí ir hacia donde ella estaba, pero no hallé nada fuera de lo normal. La mujer yacía frente a la cruz, sentada en uno de los asientos mientras lo observaba fijamente.

—¿No es una imagen un poco...cruda para todo el mundo? Míralo con atención, la sangre cae de su frente, entre sus costillas se ve una herida mortal y los tornillos atraviesan las palmas de sus manos y pies. Parece propio de un libro de terror.

—Puede ser—le respondí con una sonrisa—, no deja de ser una estatua de un hombre agonizante y crucificado. Si él no fuera cristo y, en su lugar, fuera cualquier otro, sin duda sería muy extraño.

—¿Te imaginas ver una crucifixión real? Estoy segura de que nadie aguantaría los gritos, la sangre, el olor a muerte. Sin embargo, nos parece normal ver imágenes de un muerto en todas partes.

—Desde chiquitos estamos acostumbrados a esto, supongo que es por eso.

Ella sonrió y noté un atisbo de calma en su mirada, como si hubiera dicho lo que necesitaba escuchar.

—¿Podés ayudarme, muchacho? —preguntó ella—Me olvidé algo en este lugar y tengo que recuperarlo, pero no sé qué era.

—Oh... ¿y cómo se supone que puedo ayudarla?

—Hablando, estoy segura de que recordaré si continuo aquí, junto a usted.

No sabía con exactitud cómo podría ayudarla, pero, por lo visto, también cabía la posibilidad de que se tratara de una persona muy rara que solo quería hablar. Debía seguirle el juego, así terminaría lo más rápido posible.

—¿Qué hizo la última vez que vino a la catedral? —inquirí—Quizá eso sirva...

—¡Ah! Qué recuerdos, esa tarde Flavio se quejó mucho, pero lo hice venir para rezar unas plegarias. Ya sabés, él nunca creyó en Dios, sí en lo sobrenatural y paranormal. Él decía que, tal vez, las cosas no eran como nosotros pensábamos.

Sorprendido ante nuestro gran parecido, no pude evitar sonreír. Además, me sentía muy identificado con esa forma de pensar.

—¿Y quién es Flavio? —se me ocurrió preguntar.

—Mi esposo—respondió la anciana—, siempre fue terco, pero ese día aceptó venir. Ahora que lo pienso, ese día usted dio la misa.

—¿Ah sí? ¡Entonces no fue hace tanto! —le respondí—Oh...bancá*, no...

—Fue antes de la pandemia, jovencito, antes de todo este horrible desastre—me interrumpió—. Él te escuchó ese día y, aunque no me acuerdo el tema de la prédica, puedo asegurarte de que tocaste su corazón.

Si bien el sentimiento de ser un hipócrita siempre estaba presente, en esta ocasión pasó completamente por desapercibido. Me sentí orgulloso, de mí mismo y de mis capacidades como orador, aunque, a decir verdad, me hubiera encantado saber de qué había hablado ese día.

—Me alegra mucho, espero poder ver a su esposo por aquí más adelante—le respondí.

—No, muchacho, eso ya no es posible. Él murió durante la primera ola, no pudo soportarlo.

Guardé silencio por un instante. Era cierto que todas las congregaciones habían experimentado pérdidas, principalmente ancianos, sin embargo, por alguna razón, aquella noticia llegó al fondo de mi corazón aún sin tener lazos afectivos con él. Quería conocer a ese hombre, pero ya no era posible.

Seguro sus charlas eran interesantes en vida, posiblemente tenía tantas historias (o más) como yo sobre aquello que lo llevó a no creer. Siempre hay un gran motivo detrás y, al menos a mí, me interesaba conocerlos, más que nada para poder ampliar mi perspectiva.

—Usted tiene un nosequé* que me recuerda a él—me comentó la anciana—, quizá es la mirada...los comentarios, quien sabe.

—¿De verdad? Es bueno saberlo, por lo que usted dice, él fue un buen hombre.

—Era un terco, pero, si quitamos ese pequeño defecto, es la mejor persona que conocí jamás—continuó—, no existe la perfección, pero él estaba bastante cerca.

—Parece que lo querías mucho—le respondí.

—Lo amo mucho—admitió, con una sonrisa en su rostro—, pronto me reuniré con él, pero antes tenía algo que hacer...

—Usted vino a buscar algo—le respondí.

—Tienes razón, ya recordé a quién vine a buscar—aseveró con determinación—. Vine a buscarlo a usted.

Guardé silencio ante aquella afirmación y, tan pronto como intenté apoyar mi mano sobre ella, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su cuerpo emanaba un frío semejante al de un congelador, y, tan pronto como alcé mi vista, me topé una vez más con aquellos ojos sobrecogedores, tan oscuros como el mismísimo abismo.

—¿Se arrepiente de algo, padre? —me preguntó, con una mirada tan profunda, que incluso podía ver mis pecados a través de ella.

Tragué saliva, ¿era aquello un demonio? ¿Un espíritu? ¿Un ángel? ¿Había llegado la hora de mi castigo? Finalmente Dios, tras años de rebeldía, había decidido presentarse ante mi para enseñarme su justicia, aquella que negué durante tantos años. ¿Por qué deseaba torturarme de esta forma? ¿Acaso era otra muestra de sadismo típica del antiguo testamento?

Como si pudiera olfatear mi temor, aquella anciana sonrió y desvió su mirada hacia la imagen de Cristo, cruzó sus manos y cerró sus ojos para rezar en silencio. Aunque podía escapar del juicio (o lo que estuviera por pasar) aprovechando ese breve instante, la curiosidad me llevó a quedarme en ese lugar, junto a la mujer que, por lo visto, traía la muerte con ella.

—He orado por sus pecados, padre. Ahora, todas sus obras contra el altísimo y sus pares le son perdonadas. Vaya y no peque más.

Incrédulo, la observé ponerse de pie, pero, antes de poder detenerla, una mano helada me detuvo en seco. Sin embargo, cuando voltee para ver a mi captor, no logré ver a nadie, solo la belleza inmaculada de la virgen y el niño Jesús. Porque, hay que admitirlo, todas esas esculturas están muy bien hechas.

La anciana caminó con lentos pasos hacia las puertas de la catedral y, antes de retirarse, volteó hacia mí para preguntarme una cosa más:

—¿Hay algo que hubieras deseado hacer? Sé sincero, lo sé todo.

Tragué saliva, ¿acaso mi momento había llegado? ¿Era esta la absolución que precedía a la muerte purificadora? Si era así, entonces debía ser sincero, al menos, por una vez en mi vida. Tenía que decirle la verdad.

—Hubiera...querido salvar más gente—admití.

—¿Y por qué no lo haces en vez de estar aquí dentro con todas estas...comodidades? —preguntó—¿O acaso lo olvidaste? Cristo no tenía donde apoyar su cabeza, y sin embargo tu...

—Yo...lo sé—mascullé con culpa—. Sonará cobarde, pero...no soporto el dolor, no puedo aguantarlo. No puedo tolerar ver como las personas se pierden a pesar de todos mis esfuerzos, y no me refiero al evangelio. Para mí, es más importante cambiar la vida de alguien, que hacerle entender la biblia y sus pasajes. Es más importante dar un plato de comida, escuchar las palabras del afligido, ayudar al necesitado, dar un techo, a eso me refiero. No soporto ver que, aunque lo hago todo por salvar a las personas, sus vidas...igualmente se pierden.

La anciana regresó hacia mí y, tras tomar mi antebrazo con su mano helada, fijó sus ojos en los míos.

—Todos mueren, Caleb, acéptalo.

Sabía mi nombre. Era imposible, nunca lo usaba. Sin embargo, viniendo de ella (un ser no-humano), todo era posible.

—Lo sé..., pero no lo soporto, no quiero que mueran.

—¿A cuántos has salvado, Caleb?

Alcé mi vista, no tenía la respuesta exacta, sin embargo, solo pensar en ello hizo que se me dibujara una sonrisa en mi rostro.

—No lo sé, pero son muchos.

—¿Acaso no disfrutas de salvar personas, Caleb? —insistió.

—Por cada 9 que mueren o encuentran un destino peor, solo uno halla el buen camino y cambia su vida, nadie llora por los otros, salvo yo. No puedo ignorarlos y fingir como que no existen.

—Pero lo intentaste con todos ellos, ¿no es así? ¿Hiciste todo a tu alcance?

Asentí con la cabeza y, complacida, sonrió.

—Entonces valió la pena—aseveró.

—Ya no quiero hacerlo, ayudar implica perder a varios en el proceso, nunca se puede salvar a todos.

—Si no quieres hacerlo, entonces... ¿por qué sigues aquí? ¿Por qué te aferras a algo que ya no significa nada para ti?

Si bien deseaba contestarle, no tenía la respuesta para su pregunta. Sin importar qué tanto buscara en mis memorias, en mis sentimientos, no podía encontrar la solución al problema.

Ayudar a los demás siempre fue mi pasión, desde joven, traer esperanza a los desafortunados que no tuvieron las mismas oportunidades que yo se había vuelto una forma de vivir durante mis años mozos, sin embargo, en cuanto enfrenté la realidad que se escondía más allá de los límites de mi ciudad, me di cuenta de que la tierra era el verdadero infierno.

¿Por qué seguía ahí entonces? ¿Por qué aún no había renunciado? ¿Por qué debatía tanto una idea decisión sencilla de tomar?

En ese momento, alcé mi vista a la belleza del lugar en el que residía, contemplé el blanco techo y los grabados en él. ¿Era por costumbre? No podía imaginarme en otro lugar que no fuera ese. Estaba mal acostumbrado, era cierto, sin embargo, tal vez el deseo de ayudar a los demás no había muerto del todo. Sin embargo, admitirlo era más difícil de lo que aparentaba.

—¿Puedo preguntarte algo? —inquirí.

Ella aceptó y, sin decir nada, me observó mientras el sol se colaba detrás suyo. Sin embargo, su sombra nunca se proyectó hacia el interior de la catedral.

—¿Acaso Dios espera algo de mí? El...¿tiene una misión para mí?

La anciana me observó con incredulidad por un par de segundos y, al notar que mis palabras eran veraces, decidió responder.

—¿Justo vos me vas a preguntar eso? ¿Vos, que le has declarado la guerra y te has puesto en su lugar?

—Sí...digamos que tampoco me ha ido muy bien jugando a ser Dios—admití—. Salvé a muchos, perdí el doble, también hice cosas malas, pero...no me arrepiento de nada. Sé que traje el bien, sé que hice lo correcto.

Ella guardó silencio por un breve instante y, para mi sorpresa, no sabía la respuesta a mi pregunta.

—¿Entonces? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Qué quiere de mí?

—Nada—aseguró—, yo creo que él no quiere nada de ti, ni de nadie. ¿Por qué él esperaría algo de nosotros?

—¿Eso significa que no le importo? ¿Nunca le he importado? ¿Y todos los demás? ¿Qué pasa con los que han muerto?

—Ellos están mejor ahora—se apresuró a responder—. Y, en primer lugar, ¿por qué habrías de importarle? Mejor aún, ¿por qué nosotros deberíamos importarle a él? Somos tan egocéntricos que nos creemos tan importantes como para merecer su atención, ¿pensaste en eso?

—Sí, bueno, lo sé—admití—. No somos...nada. Pero la gente muere, sufre todo el tiempo en una vida que no pidieron vivir, pero que él les concedió, es injusto.

—La injusticia es la naturaleza de esta vida, la maldad es parte de este mundo, no todo es culpa de los demonios o de Dios, los principales causantes de todo lo que pasa aquí, somos nosotros mismos. Piensa, detrás de cada vida, hay alguien que decidió concederla. El fin del pecado solo llegará cuando la humanidad sea erradicada. y, aunque no lo creas, sí le importas.

Guardé silencio y, confundido, pregunté, casi como un grito:
—¿Y qué se supone que debo hacer?

—No lo sé, es tu vida, te pertenece. Aunque la hayas dedicado a él, la última decisión siempre será tuya y nadie, salvo Dios, podrá juzgarte. Y créeme, no es tan severo como dicen.

—¡¿Cómo puedes estar tan segura de eso?! —exclamé indignado—¡¿Acaso eres un ángel para asegurar algo así?!

Ella negó con la cabeza y, antes de retirarse, sentenció:

—Si fuera tan severo, yo no estaría aquí, frente a ti.

Frente al portal de la catedral, una luz más brillante que el sol comenzó a relucir. La figura de la anciana aún se vislumbraba con nitidez, sin embargo, esta vez no estaba sola. Junto a ella, un anciano casi calvo la esperaba, con su mano extendida en dirección a su amada y, a su diestra, estaba de pie un joven cuyo rostro nunca olvidaré, no por como su apariencia, sino porque yo lo conocía.

—Te estaba esperando, amor.

—¿Ya terminaste, mamá?

—Sí, ya podemos irnos.

Y dichas esas palabras, la luz se desvaneció y, con ella, la figura de aquella familia feliz.

Desesperado, corrí hacia mi habitación y busqué el baúl en el que guardaba las cartas que había conservado de mi tiempo sirviendo en las villas. Tan pronto como lo encontré, busqué el sobre que aquella anciana me había entregado en su visita hace más de cuatro años, pues había recordado lo que ella había venido a hacer ese día.

Ese sobre contenía un regalo, un agradecimiento por lo que había hecho por Camilo, su hijo, uno de los muchos muchachos que no pude salvar. Él tenía un problema con la cocaína, podría decirse que era adicto (o que su consumo era muy problemático, según el punto de vista) y, aunque hicimos todo lo humanamente posible por él, no fue posible salvarlo, pues, falleció en el refugio de rehabilitación tras un infarto agudo al miocardio.

No tuvimos oportunidad de salvarlo, pues lo hayamos muerto en su cama. Él llevaba más de tres meses limpio, pensé que lo lograría. Sin embargo, la vida es cruel, el cuerpo frágil y las circunstancias injustas.

Su madre me había buscado, pero, al tratarse de un recuerdo que deseaba olvidar, escondí aquel sobre en lo más profundo del baúl.

La carta estaba firmada por ella: Azucena Díaz y llevaba escrita una leyenda que destrozó mi alma en cuanto la volví a leer.

"Gracias por ayudar a mi hijo cuando todos le dieron la espalda".

Con mis ojos llenos de lágrimas, abrí el sobre y, en su interior, encontré dos fotos. La primera era una bella imagen de una mujer joven y alegre, acompañada por un hombre elegante y de buen parecer. Entre ambos, un niño sonreía mientras sostenía un trofeo en su mano derecha.

La segunda foto, me tenía a mi como uno de los protagonistas, pues me hallaba junto al flamante Camilo, quien sostenía un papel que ponía con letra elegante "dos meses limpio".

Sonreí al recordar al muchacho y, tan pronto como pude tranquilizarme, coloqué ambas fotos en el velador de mi habitación.

—Pero lo intentaste con todos ellos, ¿no es así? ¿Hiciste todo a tu alcance?

Asentí con la cabeza y, complacida, sonrió.

—Entonces valió la pena—aseveró.

—Ya no quiero hacerlo, ayudar implica perder a varios en el proceso, nunca se puede salvar a todos.

—Si no quieres hacerlo, entonces... ¿por qué sigues aquí? ¿Por qué te aferras a algo que ya no significa nada para ti?

Si bien deseaba contestarle, no tenía la respuesta para su pregunta. Sin importar qué tanto buscara en mis memorias, en mis sentimientos, no podía encontrar la solución al problema.

Ayudar a los demás siempre fue mi pasión, desde joven, traer esperanza a los desafortunados que no tuvieron las mismas oportunidades que yo se había vuelto una forma de vivir durante mis años mozos, sin embargo, en cuanto enfrenté la realidad que se escondía más allá de los límites de mi ciudad, me di cuenta de que la tierra era el verdadero infierno.

¿Por qué seguía ahí entonces? ¿Por qué aún no había renunciado? ¿Por qué debatía tanto una idea decisión sencilla de tomar? ¿Por qué lo que antes era mi pasión, ahora era un simple trabajo que me daba de comer, uno que ni siquiera podía disfrutar?

En ese momento, alcé mi vista a la belleza del lugar en el que residía, contemplé el blanco techo y los grabados en él. ¿Era por costumbre? No podía imaginarme en otro lugar que no fuera ese. Estaba mal acostumbrado, era cierto, sin embargo, tal vez el deseo de ayudar a los demás no había muerto del todo. Aun así, admitirlo era más difícil de lo que aparentaba.

—¿Puedo preguntarte algo? —inquirí.

Ella aceptó y, sin decir nada, me observó mientras el sol se colaba detrás suyo. Sin embargo, su sombra nunca se proyectó hacia el interior de la catedral.

—¿Acaso Dios espera algo de mí? Él...¿tiene una misión para mí?

La anciana me observó con incredulidad por un par de segundos y, al notar que mis palabras eran veraces, decidió responder.

—¿Justo vos me vas a preguntar eso? ¿Vos, que le has declarado la guerra y te has puesto en su lugar?

—Sí...digamos que tampoco me ha ido muy bien jugando a ser Dios—admití—. Salvé a muchos, perdí el doble, también hice cosas malas, pero...no me arrepiento de nada. Sé que traje el bien, sé que hice lo correcto.

Ella guardó silencio por un breve instante y, para mi sorpresa, no sabía la respuesta a mi pregunta.

—¿Entonces? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Qué quiere de mí?

—Nada—aseguró—, yo pienso que él no quiere nada de ti, ni de nadie. ¿Por qué él esperaría algo de nosotros?

—¿Eso significa que no le importo? ¿Nunca le he importado? ¿Y todos los demás? ¿Qué pasa con los que han muerto?

—Ellos están mejor ahora—se apresuró a responder—. Y, en primer lugar, ¿por qué habrías de importarle? Mejor aún, ¿por qué nosotros deberíamos importarle a él? Somos tan egocéntricos que nos creemos tan importantes como para merecer su atención, ¿pensaste en eso?

—Sí, bueno, lo sé—admití—. No somos...nada. Pero la gente muere, sufre todo el tiempo en una vida que no pidieron vivir, pero que él les concedió, es injusto.

—La injusticia es la naturaleza de esta vida, la maldad es parte de este mundo, no todo es culpa de los demonios o de Dios, los principales causantes de todo lo que pasa aquí, somos nosotros mismos. Piensa, detrás de cada vida, hay alguien que decidió concederla. El fin del pecado solo llegará cuando la humanidad sea erradicada. y, aunque no lo creas, sí le importas.

Guardé silencio y, confundido, pregunté, casi como un grito:

—¿Y qué se supone que debo hacer?

—No lo sé, es tu vida, te pertenece. Aunque la hayas dedicado a él, la última decisión siempre será tuya y nadie, salvo Dios, podrá juzgarte. Y créeme, no es tan severo como dicen.

—¡¿Cómo puedes estar tan segura de eso?! —exclamé indignado—¡¿Acaso eres un ángel para asegurar algo así?!

Ella negó con la cabeza y, antes de retirarse, sentenció:

—Si fuera tan severo, yo no estaría aquí, frente a ti.

Frente al portal de la catedral, una luz más brillante que el sol comenzó a relucir. La figura de la anciana aún se vislumbraba con nitidez, sin embargo, esta vez no estaba sola. Junto a ella, un anciano casi calvo la esperaba, con su mano extendida en dirección a su amada y, a su diestra, estaba de pie un joven cuyo rostro nunca olvidaré, no por como su apariencia, sino porque yo lo conocía.

—Te estaba esperando, amor.

—¿Ya terminaste, mamá?

—Sí, ya podemos irnos.

Y dichas esas palabras, la luz se desvaneció y, con ella, la figura de aquella familia feliz.

Desesperado, corrí hacia mi habitación y busqué el baúl en el que guardaba las cartas que había conservado de mi tiempo sirviendo en las villas. Tan pronto como lo encontré, busqué el sobre que aquella anciana me había entregado en su visita hace más de cuatro años, pues había recordado lo que ella había venido a hacer ese día.

Ese sobre contenía un regalo, un agradecimiento por lo que había hecho por Camilo, su hijo, uno de los muchos muchachos que no pude salvar.

Él tenía un problema con la cocaína, podría decirse que era adicto (o que su consumo era muy problemático, según el punto de vista) y, aunque hicimos todo lo posible por él, no fue posible salvarlo. Una noche, él falleció en el refugio de rehabilitación tras un infarto agudo al miocardio.

No tuvimos oportunidad de salvarlo, lo hayamos muerto en su cama. Él llevaba más de tres meses limpio, pensé que lo lograría. Sin embargo, la vida es cruel, el cuerpo frágil y las circunstancias injustas.

Su madre me había buscado, pero, al tratarse de un recuerdo que deseaba olvidar, escondí aquel sobre en lo más profundo del baúl.

La carta estaba firmada por ella: Azucena Díaz y llevaba escrita una leyenda que destrozó mi alma en cuanto la volví a leer.

"Gracias por ayudar a mi hijo cuando todos le dieron la espalda".

Con mis ojos llenos de lágrimas, abrí el sobre y, en su interior, encontré dos fotos. La primera era una bella imagen de una mujer joven y alegre, acompañada por un hombre elegante y de buen parecer. Entre ambos, un niño sonreía mientras sostenía un trofeo en su mano derecha.

La segunda foto, me tenía a mí como uno de los protagonistas, pues me hallaba junto al flamante Camilo, quien sostenía un papel que ponía con letra elegante "dos meses limpio".

Sonreí al recordar al muchacho y, tan pronto como pude tranquilizarme, coloqué ambas fotos en el velador de mi habitación.

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*Bancá: sinónimo de "esperá" (con esa acentuación en #argentino, en español marca #RAE es "espera"), importante la acentuación porque "Banca" (sin el acento) es una palabra que hace referencia a un asiento (nadie lo usa para eso porque nosotros le decimos "Banco" o "Banquito", supongo que en alguna provincia si se le puede llegar a decir así) o que refiere a un conjunto de empresas (generalmente bancarias, por eso es "Banca" ahre).

*Nosequé: simplemente eso (aunque ya nadie dice "noseque" existiendo el "coso", palabra bien repudiada, en especial por la gente del siglo anterior).


Extras:

*Ahre: simplemente ahre

*Coso: ¿Qué significa coso? (o qué no significa)


Curiosidad: originalmente este capítulo terminaba con el protagonista del capitulo anterior llegando a la catedral y diciendo que "había olvidado algo" y el cura flashea que es otro fantasma, pero resulta que se olvidó un martillo en el campanario. Sin embargo, decidí sacarlo porque sentí que le quitaba seriedad al capítulo.

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