CAPÍTULO 8: Celebrando la victoria

Aviso: este capítulo tiene escenas violentas y contenido sexual explícito. Si no deseas leer este tipo de escenas, puedes saltarte la segunda parte del capítulo (a partir del separador de texto) pues no contiene información imprescindible para el desarrollo de la trama.

Francis sonreía, victorioso, frente al cuerpo sin vida de su mayor enemigo. El rey Jorge no era más que un simple cadáver al que habían despojado de todas sus ropas.

-Estoy orgulloso de ti, hijo -sentenció el monarca tras acercarse a su primogénito y darle una palmada de aprobación en su espalda.

Juler asintió satisfecho y contempló de nuevo su obra. El cuerpo de Jorge había quedado tan magullado que estaba casi irreconocible. Miles de tajos, hechos ante y post mortem, decoraban su cuerpo; aunque a juzgar por su desfigurado rostro, era este con el que más se habían ensañado. Los ojos inyectados en sangre, los pómulos hinchados y parte de la piel de su frente desgarrada eran solo los rasgos más significativos, y ocultaban una gran multitud de otras muchas pequeñas y superficiales heridas que demostraban que el autor de esa obra no había tenido ninguna piedad.

Con la elegancia y la seguridad dignas de un rey, Francis tomó una de las dagas que pendían del cinto de su hijo y se arrodilló frente al cadáver que seguía tendido en el suelo del salón del trono.

Apoyando el afilado acero en la garganta del difunto, el monarca fue trazando una fina línea recta rasgando la piel hasta llegar a sus partes nobles que habían dejado al descubierto tras la contienda con el objetivo de acabar con la poca dignidad que pudiera quedarle al antiguo rey. Y sin permitirse un solo instante de titubeo, cortó sus testículos de una limpia tajada.

-Jorge jamás tuvo los cojones que se necesitan para gobernar un reino. Ahora todos podrán saberlo -anunció Francis con voz frívola mientras se incorporaba y le tendía a su hijo el necrótico órgano-. Fuiste tú quien acabó con su vida, así que te corresponde a ti hacer con este trofeo aquello que te plazca. Encárgate también de deshacerte del resto del cuerpo, así como de los cuerpos de sus hijos y de su esposa.

Dos soldados tomaron el cadáver en cuanto el rey dejó de hablar, y lo sacaron a rastras del salón del trono. Juler se fue con ellos dispuesto a cumplir con la tarea que le había sido encomendada.

Por su parte, Francis no tardó en sentarse en el trono. Al fin había logrado hacerse con aquello que tanto ansiaba. El poder que ostentaba le resultaba excitante y embriagador, y ahora que lo había conseguido no estaba dispuesto a soltarlo.

Pero fue poco lo que le duró la dicha.

-Padre -saludó un muchacho irrumpiendo en el salón del trono. De tez blanquecina y con una larga melena rubia Eradwin, cuatro años menor que su hermano Juler, era la viva imagen de su madre-, hemos buscado a la princesa tal y como ordenasteis pero no hemos logrado dar con ella. Hemos encontrado en uno de los salones una ventana abierta y las cortinas desgarradas, por lo que sospechamos que alguien puede haber huido con ella.

-¡Joder! -gritó Francis completamente desquiciado.

Y con esas simples palabras, gran parte de la felicidad que tanto le había costado conseguir se esfumó.

-¿Quién estaba a cargo de la vigilancia de esa zona del palacio?

-Me temo que nadie -replicó Eradwin con voz temblorosa. Intentaba que sus palabras sonaran firmes, pero era complicado mantener la compostura frente al rey cuando eran malas nuevas las que se traían. En ese estado el rey era impredecible, capaz de hacer cualquier cosa para aplacar su ira, y ni siquiera el ser su hijo podía mantenerle a salvo de uno de sus arrebatos-. Considerasteis que no era necesario destinar hombres a asegurar el ala de los maestros, pues esta suele estar vacía por las noches, y es por ello por lo que no había nadie allí montando guardia.

Después de aquello se hizo el silencio. Francis sabía que había sido un fallo suyo, y dado que no había nadie a quien pudiera castigar debería centrarse en enmendar sus errores.

-Moviliza a todas las fuerzas del orden de cada una de las aldeas de este reino -ordenó finalmente el monarca-. Las instrucciones son claras: se les dará a los aldeanos la oportunidad de entregar a la princesa sin que se tomen represalias contra ellos, y se recompensará a aquellos que den pistas de su paradero siempre que resulten ser de utilidad. Si al día siguiente la princesa sigue sin aparecer, se procederá al registro de todos los hogares y se castigará a todo aquel que se descubra que ha estado encubriendo al enemigo.

Eradwin le regaló a su progenitor una breve reverencia, haciéndole saber con aquel gesto que había entendido sus indicaciones, y se dispuso a salir para poder comenzar a cumplir con las órdenes impuestas. Sin embargo, la voz de su padre a su espalda le hizo detener su avance.

-Antes de irte, haz llamar a tu madre - ordenó el rey.

Solo entonces Eradwin pudo retirarse.

Por su parte, Francis se dedicó a juguetear con el cetro de mando mientras aguardaba la llegada de su esposa. Puesto que no podía castigar a ninguno de sus soldados, debía buscar otra manera de descargar sus frustraciones.

Sophie conocía perfectamente a su marido, por ello cuando su hijo le informó del interés de Francis por verla, la mujer supo enseguida qué era lo que el rey esperaba de ella.

No se hizo de rogar y acudió enseguida a la llamada del monarca. Dos de sus doncellas iban con ella.

-¿Deseabais verme, mi rey? -saludó Sophie al llegar al salón del trono mientras le dedicaba a su marido una elegante reverencia.

Francis no se molestó en devolverle el saludo, y ni tan solo se levantó del trono. A penas se percató de la presencia de las dos muchachas que acompañaban a su esposa.

-Quítate la ropa -se limitó a ordenar. Su mirada, rebosante de lujuria, no se apartó del cuerpo de su mujer.

Sophie se estremeció al oír aquellas palabras. En los últimos meses la guerra había sido la mayor preocupación de su esposo, por lo que eran casi inexistentes las ocasiones que el matrimonio había tenido para estar juntos. Y la reina añoraba el contacto de su marido.

Francis siempre había sido un hombre complicado de satisfacer. Tenía unos gustos muy peculiares, pero estos jamás supusieron un problema para Sophie quien, desde su noche de bodas, se mostró dispuesta a cumplir con todos ellos.

La mujer sabía que aquella iba a ser una ocasión muy especial, pues Francis llevaba soñando con aquel trono desde que tenía uso de razón y ahora que lo había conseguido estaría deseando celebrar su victoria. La excitación de la reina aumentó al imaginarse aquello que su marido tendría preparado para ello, y siguiendo sus órdenes no tardó en despojarse de sus ropas.

El monarca se deleitó contemplando sus grandes pechos, de rosadas aureolas, y con su mirada fue repasando todo su cuerpo hasta posarse en su monte de venus cubierto de vello.

Sintiendo la erección crecer en el interior de sus pantalones, el rey se incorporó y se acercó a su mujer. Fue entonces cuando se percató de que tenían compañía. Su excitación entonces fue mucho mayor.

-Siéntate en el trono y abre tus piernas -le susurró el monarca a su mujer cuando llegó a su lado.

Sophie obedeció enseguida, y mostró sin ningún pudor la húmeda cavidad que aguardaba a ser llenada.

Francis desabrochó sus pantalones, y acarició su erección por encima de sus calzones. Sentía los latidos de su miembro reclamando ser liberado, pero desoyó sus súplicas y desviando la mirada de su mujer la posó sobre una de las muchachas.

-Tú -la llamó, pues desconocía cuál era su nombre, y no le importaba lo suficiente como para molestarse en preguntárselo-, arrodíllate frente a tu reina y haz que disfrute. Por tu propio bien, espero que te esmeres en la tarea.

La doncella bajó la cabeza, avergonzada, y con pasos inseguros se acercó a su señora. Se arrodilló frente a ella, quedando su rostro a la altura de su vagina, y tras tomar una bocanada de aire recortó la distancia que separaba su boca de su objetivo. Sintiéndose de lo más torpe comenzó a recorrer con su lengua los pliegues exteriores, y a pesar de que al comienzo le costó acostumbrarse al sabor férreo de los fluidos, acabó gustándole lo suficiente como para aumentar la intensidad de sus movimientos.

La reina soltó profundos gemidos de placer cuando la muchacha se recreó en la zona del clítoris. Y cuando la doncella se apartó dando por concluida su tarea, viscosos fluidos cubrían su rostro y Sophie la contemplaba con mirada aprobatoria.

Desde el fondo del salón, Francis contemplaba aquella escena. Sin poder aguantar más la presión que ejercía su miembro se habría librado ya de sus calzones, y se masturbaba con suavidad sin apartar la mirada de la cara de gozo de su esposa.

-Ven -gruñó, dirigiéndose a la sirvienta que tenía a su lado, cuando no pudo seguir aguantando-. Agáchate y abre la boca.

Al principio la muchacha se mostró reticente, pues una gota de semen resplandecía en la punta del duro miembro del monarca. Estaba confundida: por un lado deseaba complacer a su señor, pero por el otro temía no ser capaz de cumplir con aquello que se esperaba de ella.

Perdiendo la paciencia, Francis la agarró del pelo haciendo que se agachara y sin darle tiempo siquiera de tomar aire, penetró su boca. De golpe y hasta el fondo, sin importarle que a la joven le sobreviniera una arcada con la intrusión.

Francis sentía el glande rozar las paredes de la garganta de la muchacha. Y cuanto mayor era su excitación, más bruscos eran sus movimientos. Paró cuando la reina profirió un gemido de absoluto placer. Solo entonces liberó a la doncella, dejándola en el suelo con las lágrimas surcando su rostro, y se acercó a Sophie.

-¿Has quedado satisfecha? -preguntó el rey mientras introducía dos de sus dedos en el interior de su esposa, moviéndolos en círculos.

Ella asintió, sintiéndose incapaz de pronunciar palabra alguna, y al obtener su respuesta Francis se detuvo.

-Puedes retirarte -sentenció el rey dirigiéndose a la doncella que había estado dándole placer a su mujer-. Has hecho un buen trabajo.

La muchacha se retiró, agradecida de poder irse, y dejó tras de sí a la pareja junto con la otra sirvienta.

-Eres la única persona a la que dejaría sentarse en mi trono, Sophie -comentó el rey mirando a su esposa. Su miembro, todavía erecto, apuntaba hacia ella dejando claro que aquello todavía no había terminado-. Pues mis triunfos son también tuyos.

Francis tomó entonces a la reina y la hizo ponerse a cuatro patas, con ambas manos aferrándose firmemente al trono que le servía de punto de apoyo.

Y entonces, sin más demora, la penetró.

-Así recordaré tus gemidos cuando esté aquí sentado durante mis audiencias privadas -gruñó un satisfecho Francis sin dejar de moverse a un ritmo constante.

Las embestidas fueron ganando intensidad, y cuando el monarca se sintió al borde del éxtasis llamó a la muchacha que permanecía todavía arrodillada en el suelo.

Esta se acercó a la pareja temiendo aquello que pudieran pedirle.

El monarca dejó de moverse cuando la doncella llegó a su lado. Sacó su miembro del interior de su mujer. Estaba cubierto de viscosos fluidos.

-Límpiala -pidió él, pero la joven se negó a obedecer.

Las lágrimas volvían a recorrer sus mejillas. Quizás fuera aquello lo que hizo que Francis mostrara clemencia.

-Está bien. Tu reina te enseñará cómo debe hacerse.

Dándose por aludida Sophie se agachó frente a su marido, y sosteniéndole la mirada comenzó a lamer su miembro sin importarle su fuerte sabor.

El rey asintió complacido, y después de tomar el rostro de su mujer para que esta se detuviera, se acercó allí donde había dejado sus botas. Extrajo de ellas un pequeño puñal y se lo tendió a su esposa.

-Quiero que la mates -sentenció el monarca, atrapando a la joven entre sus brazos para impedir que escapara.

Esta se retorcía intentando zafarse del agarre, pero todo esfuerzo por soltarse era imposible pues el rey no estaba dispuesto a dejarla marchar.

Sophie no se extrañó ante aquella petición, pues no era la primera vez que su marido le daba unas instrucciones parecidas. Y ella, deseando complacerle, no dudó en acercarse a la doncella quien había empezado a gritar suplicando piedad.

La reina clavó el puñal entre sus dos pechos.

Y como iba siendo ya costumbre, Francis se corrió cuando el cuerpo de la joven cayó al suelo: inerte, sin vida.

Antes de vestirse la pareja se abrazó contemplando su obra.

Blanco sobre rojo.

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