CAPÍTULO 7: Mujeres guerreras

Abigail comenzó a impacientarse transcurridos diez minutos. Jorge todavía no había regresado a su alcoba, por lo que el estruendo que habían oído debía haber sido algo grabe. De haberse tratado de una pelea entre los sirvientes, o de algún ladronzuelo que hubiera entrado en las cocinas, su marido hubiera dejado a algún soldado a cargo de la situación y él habría vuelto a su lado.

Sabiendo que era poco lo que podía hacer allí encerrada, la reina se cubrió de nuevo con su capa y se dispuso a regresar a sus aposentos. Allí podría cuidar de Brida, y así al menos se sentiría útil.

Le sorprendió no ver, al salir, los guardias apostados frente a la puerta; y el profundo silencio que reinaba en los pasillos no hizo sino más que acrecentar la sensación de peligro.

Sin ser apenas consciente de ello Abigail comenzó a acelerar el paso, dando grandes zancadas, y cuando llegó a su alcoba y cerró la puerta a su espalda no pudo evitar soltar un suspiro de alivio.

Dolma, quien hasta entonces había permanecido en una mecedora con la pequeña en brazos cantándole una nana, miró a la reina sin poder ocultar la sorpresa de su rostro.

-Majestad -saludó la joven dejando a la princesa en su cuna-, ¿sucede algo? Tiene usted mala cara. ¿Desea que le prepare una bebida caliente?

-Estoy bien -respondió ella sintiéndose mucho más tranquila acompañada del silencio y la calma que reinaba en sus aposentos.

Sin embargo, la sensación de que algo iba mal seguía latente en un recóndito lugar de su ser.

Confiando en que aquello la ayudara a mantener la calma, la monarca se acercó a la pequeña que permanecía sumida en un profundo sueño y la tomó entre sus brazos. La acurrucó en su pecho y se permitió aspirar su característico aroma.

Pero la paz que la embriagó con aquel simple gesto se vio pronto interrumpida por los desesperados golpes que se oyeron al otro lado de la puerta.

Fue Dolma quien acudió a atender la llamada, aprovechando así para darle a su señora algo más de intimidad para estar con su hija.

-Majestad -interrumpió la sirvienta, claramente alterada, al regresar a su lado-, debemos irnos cuanto antes. El castillo está siendo atacado.

Dos guardias, con sendas espadas desenfundadas listas para el ataque, acompañaban a la asustada muchacha.

Abigail no necesitó que se lo repitieran, y a pesar del pánico que sintió logró mantener la cabeza fría. Desde pequeña la habían instruido para que estuviera lista para cualquier posible escenario, encontrándose entre ellos el que el castillo fuera atacado, y por ello sabía cuán importante era mantener las emociones en un segundo plano y actuar según lo que dictara la lógica.

Aseguró con más fuerza a la pequeña entre sus brazos, vigilando que no despertara, y tras tomar un objeto de su cómoda se dispuso a seguir a los guardias que aguardaban para llevarlas al exterior y ponerlas a salvo. Dolma las acompañaba.

-Será mejor desviarnos e ir por los pasillos laterales -comentó uno de los guardias-. Los enemigos han entrado por el ala de la servidumbre, por lo que escapar por allí será imposible. Nuestra única opción es ir por las aulas de los maestros y la biblioteca, y confiar en que no se hayan molestado en ir hacia esa zona dado que esta se encuentra desocupada por las noches.

La reina asintió, mostrándose conforme con el plan del soldado, y sin dejar de acunar a la princesa se dispuso a seguir recorriendo los pasillos intentando hacer el menor ruido posible.

El viento llevaba hasta ellos los desoladores gritos de dolor de los heridos en la encarnizada que estaba teniendo lugar en los jardines, e incluso el hedor de la sangre llegó a grabarse en sus fosas nasales, pero aquello no afectó a Abigail quien con una determinación digna de admiración no se amedrantó y siguió andando con pasos firmes y seguros.

Tras ella, la seguía Dolma. Las lágrimas recorrían su rostro y cada paso que daba le suponía un gran esfuerzo. No podía evitar que su mente divagara acerca de todo cuanto podía estar sucediendo en la batalla que estaba teniendo lugar no muy lejos de donde ellas se encontraban.

El crujir de la madera les puso en alerta, y siguiendo las instrucciones de los dos guardias detuvieron el avance.

Los hombres se adelantaron dispuestos a investigar el origen del sonido, y las dos mujeres se quedaron escondidas en la seguridad de las sombras rezando por que la pequeña no despertara. Su llanto delataría su posición y las dejaría vulnerables frente al enemigo.

El característico sonar del entrechocar de los aceros les demostró que algo no iba bien.

-Nos han encontrado -susurró Abigail. Y dichas aquellas palabras, le tendió la pequeña a Dolma quien la tomó con manos temblorosas y sin comprender qué era lo que su señora tenía pensado hacer-. Necesito que te lleves de aquí a la princesa. Retrocede hasta el Salón de las copas y abre la ventana de la esquina, la que tiene la cristalera en tonos rojizos. Toma una de las cortinas y ata con ella a la pequeña a tu espalda; asegurate de que quede bien sujeta. Podréis deslizaros por la hiedra que cubre la pared.

-Deberías ir vos, majestad. Brida necesita tener a su madre.

La reina negó con la cabeza, y con semblante triste se dispuso a contestar.

-Estoy demasiado mayor, muchacha, y mi agilidad ya no es la que era. Además la planta no lograría sostener mi peso y acabaría despeñándome y golpeándome contra el suelo en una mortal caída. -Y al ver el rostro asustado de la muchacha, añadió: -Pero no temas, podrá con tu peso y el de la princesa. ¡Ahora ve! Los enemigos están cerca, se oyen las pisadas frenéticas y hace ya bastante que no escucho el repicar del acero. Nuestros guardias deben haber caído.

-¿Y qué haréis vos? -cuestionó Dolma hecha un mar de lágrimas.

Estaba aterrorizada, las piernas le temblaban y a duras penas era capaz de sostenerse en pie. No se veía capaz siquiera de salvar su propia vida, ¿cómo pretendía la reina que fuera capaz de proteger también a la princesa?

-Intentaré conseguiros algo de tiempo -respondió Abigail mientras sacaba del liguero de su pierna una fina daga plateada-. Y llévate esto contigo. No es mucho, pero os servirá para esconderos hasta que todo se calme. Mi marido, alguien de la corte o yo misma iremos a buscaros en cuanto sea seguro regresar. Hasta entonces, cuida de mi niña. Y pase lo que pase no le reveles a nadie su identidad. Por su seguridad, y por la tuya propia, es mejor que no se sepa cuáles son sus orígenes.

Una bolsa de terciopelo acabó en uno de los bolsillos del deshilachado vestido de Dolma, quien todavía superada por la situación no se molestó en comprobar su contenido. Y entonces, siguiendo las instrucciones de la monarca, la muchacha deshizo el camino andado rumbo al Salón de las copas.

La reina no se permitió mirar atrás, y enseguida enjugó la lágrima que comenzó a escurrirse por su rostro resiguiendo sus delicadas facciones.

Los tres enemigos no tardaron en darle alcance, y estallaron en carcajadas al verla aferrándose con fuerza a su única arma.

-¿Pensáis derrotar a tres caballeros con una simple daga, majestad? -cuestionó con sorna uno de ellos mientras recortaba la distancia que le separaba de su presa. Con aquellas palabras dejó claro que sabía perfectamente que aquella a quien tenía en frente no era otra más que la esposa del rey Jorge.

Con la espada todavía goteando la sangre de su última víctima el soldado se acercó amenazadoramente a la reina, pero uno de sus compañeros le agarró del brazo impidiéndole seguir avanzando.

-Tenemos órdenes de llevarla viva ante el rey -le recordó aquel que la había detenido. Este había enfundado su espada, y a pesar de que parecía el más joven de los tres también se le veía el más sensato. Se notaba que únicamente acataba las órdenes de sus superiores, sin ensañarse con sus enemigos y sin disfrutar con el derramamiento de sangre.

No podía decirse lo mismo de su compañero, por cuyos poros supuraba la ira más pura y en cuya mirada se reflejaba cómo disfrutaba con el sufrimiento de sus víctimas.

-En ningún momento dijo que tuviéramos que llevarla entera -sentenció, zafándose del agarre del joven.

Y antes de que el tercero de ellos pudiera intervenir, aquel que acababa de hablar se acercó a la reina espada en mano dispuesto a librarla de la carga de alguna de sus extremidades.

Sin embargo ella fue más rápida, y regalándole a los tres soldados una última sonrisa acercó la daga a su garganta y la rebanó de un corte limpio y certero.

Su cuerpo se desplomó contra el suelo, y la sangre que manaba a borbotones de la herida enseguida se llevó consigo todo rastro de vida.

El esfuerzo de los soldados por detener la hemorragia fue inútil.

La reina Abigail había muerto.

Dolma corría por los pasillos sin saber de dónde sacaba su cuerpo las fuerzas suficientes como para no desfallecer. Sentía su corazón latir desbocado en el interior de su pecho, y hacía rato que había dejado de escuchar su mente, guiándose por meros impulsos.

La pequeña que tenía entre sus brazos era el único motivo por el que no se había rendido todavía.

Solo cuando logró llegar al Salón de las copas se permitió descansar unos breves instantes. Necesitaba recuperar el aliento. Estaba agotada por la carrera, y a pesar de que había permitido que el alivio la embriagara en cuanto cerró la puerta del salón tras de sí, sabía que aquella pesadilla todavía no había llegado a su fin. Había tenido suerte de poder llegar hasta allí sin ser vista, pero era solo cuestión de tiempo que las encontraran.

Debía escapar cuanto antes.

Aprovechando que Brida todavía dormía, la muchacha la dejó sobre una de las mesas que había dispuestas por toda la estancia. Y siguiendo las instrucciones que le había dado la reina, se acercó a la ventana de rojiza cristalera y la abrió.

Se le escaparon un par de lágrimas de felicidad cuando el frío viento del exterior azotó su rostro. Allí estaba su libertad, tan cerca, a tan solo unos pasos.

Le tentaba la idea de dejarlo todo atrás y escapar. Sería mucho más fácil llegar hasta el exterior sin la carga extra que suponía la princesa, pero no podría vivir en paz con el remordimiento de haber dejado tras de sí a la pequeña sentenciándola a una muerte segura. Era una carga demasiado pesada para su consciencia.

Además, había dado su palabra y estaba dispuesta a cumplirla a cualquier coste.

Se alejó de la ventana sin molestarse en cerrarla, y después de echarle a Brida un último vistazo para asegurarse de que seguía allí donde la había dejado, tomó una de las cortinas y comenzó a tirar de ella.

La tela se resistía a romperse, y por unos instantes Dolma temió no ser capaz de hacerse con un pedazo lo suficientemente grande como para poder envolver con él a la princesa.

Sin embargo no desistió, y gracias a su esfuerzo el tejido comenzó a rasgarse.

Cuando tuvo entre sus manos un trozo de las medidas que consideró adecuadas, corrió hacia la pequeña y tras hacer un fardo con ella lo ató con fuerza a su espalda. Solo cuando estuvo absolutamente segura de que el nudo no se iba a deshacer, se encaramó a la ventana y fue palpando la pared en la oscuridad hasta dar con la hiedra de la que Abigail le había hablado.

No le fue difícil dar con ella. Y sintiendo que al fin había un leve atisbo de esperanza para ellas, comenzó a deslizarse por la planta hasta que pisó tierra firme.

No se detuvo a pensar en la importancia de aquello que acababa de conseguir, pues no había tiempo para ello. Simplemente se limitó a correr, cruzando el extenso bosque y deseando llegar a alguna aldea en la que poderse resguardar.

Las joyas que la reina le había dado tintineaban en el bolsillo de su vestido, y la princesa ya despierta permanecía en silencio en el fardo que cargaba a su espalda.

En aquellos momentos a Dolma le hubiera gustado ser también un infante para así poder permanecer ajena a todo cuanto había sucedido aquella fatídica noche.

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