CAPÍTULO 6: La batalla decisiva
-Vístete y no salgas de aquí -ordenó Jorge, adoptando de nuevo el rol de monarca-. Iré a ver qué es lo que está pasando.
-Estás herido -replicó ella mientras tomaba su capa y se cubría el cuerpo con ella-¸ ni siquiera puedes combatir. Deja que los guardias hagan su trabajo y quédate aquí conmigo.
Las palabras de Abigail sonaron a súplica. Conocía a su marido y sabía que no lograría hacerle cambiar de opinión, pero era su deber intentarlo.
-Volveré enseguida, mi reina -se despidió él. Se vistió con unos calzones, tomó su espada desenfundada con su mano izquierda y tras besar una última vez a su mujer salió de su alcoba.
Jorge recorrió los pasillos buscando el origen del escándalo. Eran cada vez más los gritos que se oían, y cuando se percató de que no quedaban guardias apostados en el interior del castillo supo que algo realmente malo había sucedido.
Ignorando la debilidad de su cuerpo comenzó a correr. Su respiración acelerada le recordaba que estaba en baja forma después de varias jornadas sin poder apenas levantarse de la cama. Sabía que aquel sobreesfuerzo le iba a pasar factura en el futuro, pero en aquellos momentos no podía detenerse a pensar en ello.
Palideció al ver la guerra desatada en los jardines de palacio. El rey Francis encabezaba el ataque, con dos de sus hijos apostados a ambos lados protegiendo los flancos. Los cadáveres de los sirvientes se amontonaban sobre la arena teñida de carmín, y a estos comenzaban a sumársele los de los guerreros.
A pesar de que sus solados estaban dispuestos a dar su vida para frenar el avance del enemigo, Jorge supo que estaban condenados.
Günter dirigía el ejército, y los demás miembros del consejo junto a los caballeros de mayor rango le ayudaban en su labor. Pero a pesar de sus esfuerzos, era poco lo que podían hacer. Las fuerzas enemigas triplicaban las suyas. Era cuestión de minutos que los enemigos lograsen penetrar en la fortaleza.
Siendo plenamente consciente de que era poco lo que podía hacer en aquel lugar dado su estado todavía convaleciente, el monarca dio media vuelta y regresó al interior del que todavía era su hogar. Deshizo el camino andado, pero se desvió antes de llegar a la que era su alcoba.
Deseaba ver a Abigail una última vez. Su corazón le pedía que se reuniera con su amada para poder pasar a su lado los que quizás serían sus últimos minutos en aquel mundo, pero su deber se lo impidió.
No era con su esposa con quien debía estar en aquellos momentos.
De un golpe seco el monarca abrió la puerta de los aposentos de sus hijos varones, y cuando estos vieron el rostro descompuesto de su padre supieron que sus vidas estaban en peligro.
-Debemos salir de aquí, hijos -ordenó el rey-. Seguidme. Y tú, Phol, quédate en la retaguardia y asegúrate de que ninguno de tus hermanos se pierda. Toma, lleva esto contigo.
La daga de plata de la que tan solo el rey podía hacer uso acabó en las manos del heredero y este, sintiendo el peso de la responsabilidad recaer en él, endureció su rostro. No era más que un niño pero únicamente lograría sobrevivir si se comportaba como un adulto.
Su padre asintió satisfecho sabiendo que podía contar con el apoyo del mayor de sus hijos.
-¿Dónde está mamá? ¿Y Brida? -preguntó el menor de ellos quien, todavía soñoliento, añoraba la seguridad que le transmitía su progenitora.
-Se reunirá con nosotros en el bosque -mintió Jorge, haciendo un gran esfuerzo para que sus hijos no notaran el dolor que escondían sus palabras. Se había visto obligado a escoger entre salvar a su mujer o a sus hijos, pues era solo un hombre y no podía estar en ambos sitios a la vez, y por mucho que le doliera ya había tomado una decisión. Aquellos niños eran sus herederos, los únicos que podían asegurar el futuro del reino que tanto le había costado mantener en pie, y no podía permitir que murieran.
Además, estaba convencido de que Abigail jamás le hubiera perdonado el que la escogiera a ella por encima de sus hijos. Y él tampoco hubiera sido capaz de perdonárselo a sí mismo.
Independientemente de qué eligiera, el destino de su corazón era quedar fragmentado.
Jorge sabía que las tropas del rey Francis no tardarían en entrar en el castillo, por lo que debía centrarse en sacar a los niños de aquella fortaleza condenada en la mayor brevedad posible. En aquella situación cada segundo era de vital importancia, y no podía desaprovechar ninguno de ellos. Así pues, tras asegurarse de que sus hijos entendían la gravedad de la situación, el rey se aferró con firmeza a la espada y tras salir de la alcoba comenzó a recorrer los pasillos procurando no hacer ningún ruido que pudiera delatar su posición.
A penas entraba luz por los ventanales, y la oscuridad jugaba a favor de los habitantes de palacio quienes se conocían todos los recovecos y podían recorrerlos sin necesidad de prender ninguna antorcha.
Era mucho lo que llevaban recorrido. Habían conseguido descender a los pisos inferiores, dejando atrás el ala de los monarcas y adentrándose en la zona de la servidumbre, y ya casi podían sentir la embriagadora sensación de libertad.
Pero la titilante luz de una llama al final del pasillo les alertó del peligro.
-Quedaos aquí y contad hasta diez -ordenó el padre tras agacharse para quedar a la altura de sus hijos quienes no tardaron en agruparse a su alrededor-, después empezad a correr y no os detengáis. Al final de este pasillo está la trampilla que os llevará al bosque; una vez estéis en él esconderos lo mejor que podáis hasta que pase el peligro.
-¿Qué pasará contigo, padre? -cuestionó Phol, el mayor de los hermanos.
-Os conseguiré algo de tiempo -respondió el progenitor. Había intentado que sus palabras sonaran firmes y seguras, pero no había sido capaz de ocultar el temor que sentía. A sus hijos no se les pasó por alto que aquello era una despedida-. Por favor, prometedme que pase lo que pase no miraréis atrás y no dejaréis de correr.
El monarca no necesitó oír la respuesta en boca de sus hijos, pues por sus miradas tuvo claro que estaban dispuestos a acatar aquella orden aunque fuera lo último que hicieran.
Y tras observar a sus hijos una última vez, Jorge se incorporó y blandiendo la espada se dispuso a acabar con la amenaza aunque aquello le costara su propia vida.
Se llevó una desagradable sorpresa al descubrir quién se escondía tras la luz de la llama.
-Dejé escapar la oportunidad de arrebatarte la vida -comentó el príncipe Juler-, pero no volveré a cometer el mismo error. Te mataré, destrozaré a tus hijos y me follaré a tu esposa antes de hacerla saltar desde lo alto de la más alta torre.
Jorge sabía que lo que el príncipe buscaba con aquello era alterarle para que cometiera errores durante la batalla, y a pesar de que se repitió una y mil veces que no debía caer en su trampa no pudo evitarlo. Tomó la espada con su mano derecha obviando el lacerante dolor de la herida de su hombro, y se abalanzó hacia el príncipe.
Al muchacho no le fue difícil esquivar aquella estocada lanzada sin demasiada inteligencia, y sin perder el tiempo contraatacó.
El rey Jorge soltó un desgarrador grito tras detener el fuerte golpe de su enemigo. La herida de la anterior batalla se había vuelto a abrir, y la venda que cubría su hombro no tardó en quedar empapada en sangre.
Los soldados que acompañaban al príncipe Juler, siguiendo las indicaciones que este les dio, se quedaron al margen del combate.
Este no tardó en decantarse a favor del heredero de Francis. Cada vez que blandía su espada, Jorge se rompía una hebra más de su malherido hombro, y pronto comenzó a notar las repercusiones de la pérdida de sangre. Se sentía mareado y torpe en sus movimientos. La sensibilidad de su extremidad derecha era cada vez menor, y en un último golpe Juler consiguió desarmarlo.
-Acabarás con mi vida, pero mi reino no se doblegará con tanta facilidad -sentenció Jorge.
Y tras sentir cómo el acero de su enemigo travesaba su pecho, para el monarca todo fue oscuridad.
Cumpliendo con aquello que le habían prometido a su padre, los cinco hermanos comenzaron a correr. Era tanta la oscuridad de aquellos pasadizos que apenas veían dónde pisaban, y tuvieron que contenerse para no regresar cuando oyeron el desgarrador grito que profirió su padre y que llegó hasta sus oídos con total claridad.
Cristof, el menor de los hermanos, tropezó con la mala fortuna de torcerse el tobillo en la caída. Y a pesar de que hizo un gran esfuerzo por volver a incorporarse, no fue capaz de dar más que unos pocos pasos antes de volver a caer.
Sentía los pasos de los enemigos cada vez más cerca, y estaba asumiendo ya que había llegado el momento de su muerte cuando sintió los brazos de su hermano Phol alrededor de su cintura, tirando de él para que se levantara.
-Debemos seguir, se lo prometimos a nuestro padre.
-Me duele mucho... -se lamentó el pequeño.
Un suspiro de frustración se le escapó al mayor de los hermanos, y tras guardar la daga en el interior de una de sus botas cargó a su hermano a su espalda y se dispuso a seguir corriendo.
Con el nuevo peso consumía tres veces más energías en cada paso que daba. Sentía sus pulmones arder por el esfuerzo y los pies le suplicaban un descanso; aun así no estaba dispuesto a rendirse.
Pero cuando oyó aquel grito ahogado a su espalda y sintió el cálido líquido que se escurría del cuerpo de su hermano, todo se desmoronó.
Soltó el cadáver lamentándose de tener que dejar allí al pequeño al que había jurado proteger. Las lágrimas comenzaron a recorrer su rostro.
A penas le dio tiempo de ver la flecha que había atravesado la garganta de su hermano llevándose su vida consigo, pues enseguida apareció otra de entre las tinieblas clavándosele a él en el pecho.
Phol pudo ver otras siete flechas surcar el aire por encima de su cabeza antes de que la muerte reclamara su alma.
Sí, lo sé, un capítulo muy intenso. Justo cuando parecía que las cosas comenzaban a volver a su cauce...
Parece que aquí nadie está a salvo.
Ahora solo me queda implorar el perdón de mis lectores (?)
Os prometo que todo esto tiene una razón de ser, y que muy pronto volveré con la siguiente actualización.
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