CAPÍTULO 30: Amistad
Brida había quedado con reunirse con Clotilde a la hora de comer y aprovechando que todavía quedaba algo más de una hora para ello y que no había nada más que pudiera hacer deambulando por los pasillos, decidió aprovechar para asistir a uno de los muchos espectáculos que tenían lugar intramuros.
Escogió una obra de teatro que estaban representando en la sala que habitualmente era el taller de costura y aunque eran bastantes los asistentes, encontró un asiento libre en una de las últimas filas.
La protagonista estaba acabando de pronunciar su monólogo final cuando alguien tocó suavemente el hombro descubierto de Brida. La muchacha se sobresaltó, y al ver quién era aquel que reclamaba su atención se incorporó y salió de la sala sabiendo que él la seguiría.
A pesar de que era mucha la gente que transitaba por los pasillos tendrían allí mayor intimidad para poder conversar con relativa libertad.
—¿No te quedas hasta el final de la función? —preguntó Ervin, manteniendo una prudencial distancia para evitar rumores indeseados.
—Sé cómo acaba, me leí la obra hace ya varios años. Y volví a leérmela más de una vez desde entonces. Fue uno de los primeros libros que mi padre me regaló.
—¿Por eso la mirabas tan ensimismada a pesar de saber todo lo que iba a pasar?
Brida asintió.
—Despierta en mí buenos recuerdos. Todavía me costaba leer cuando me regalaron el libro y como no dejaba de preguntarles a mis padres el significado de todas las palabras que no entendía, al final acababan leyéndomelo ellos mismos. Mi madre hacía el papel de la protagonista y mi padre se encargaba de interpretar a todos los demás. Se esforzaba mucho en emplear distintos tonos de voz para que yo pudiera distinguir de qué personaje hacía. Al final esto se acabó convirtiendo en una especie de tradición familiar y cuando nacieron mis hermanos, yo me uní a mis padres en la lectura de la historia.
—Se ve que tus padres te quieren —comentó Ervin en un tono de voz que Brida no supo interpretar. Se notaba que aquellas palabras escondían más de lo que pudiera parecer a simple vista y aunque no estaba segura de ello, la muchacha hubiera jurado reconocer en ellas cierto atisbo de rencor—, aunque no me sorprende. De tener una hija como tú, creo que yo también sería incapaz de no quererla.
—¿Una hija como yo?
—Responsable, atenta, educada, dulce, inteligente, bella —listó el príncipe—. ¿Debo seguir enumerando todas tus cualidades o con estas te es ya suficiente?
—¿A caso tengo más? —respondió Brida, intentando con ello ocultar sus nervios —Más de la mitad de los adjetivos que has pronunciado no los reconozco en mí.
—Si me obligas a enumerar todas tus virtudes, será la hora de comer y todavía no habré terminado.
—Vos sois el príncipe. Yo no soy más que una mera doncella por lo que no tengo potestad para obligaros a nada, majestad —replicó Brida, haciendo uso del voseo a sabiendas de que aquello molestaba a Ervin—. Aquí, el único que tiene autoridad para dar órdenes es usted.
—No necesitas ordenarme nada, Brianna —continuó él, ignorando la provocación de la muchacha. Y olvidándose de que estaba en mitad del pasillo, a ojos de cualquiera que por allí pasara, recortó la distancia que les separaba para añadir: —Basta con que me lo pidas.
Y aunque una parte de ella le suplicaba que aceptara la cercanía del hombre, su sensatez se acabó imponiendo y se apartó.
Ervin sonrió, pues no se le había pasado por alto el atisbo de deseo que por un momento se había reflejado en los ojos de la muchacha.
—¿Por qué has venido a buscarme? —preguntó Brida al fin, intentando con ello redirigir la conversación hacia aguas más tranquilas.
—Quería pedirte que fueras mi pareja en el baile de mañana —soltó él, a bocajarro.
—Lo lamento, pero me veo en la obligación de rechazar tu propuesta —respondió Brida, muy a su pesar. La oferta de Ervin la había tomado por sorpresa y aunque en el fondo deseaba aceptar, sabía que no debía—. Deberías ir con la hija de un importante noble, o con una viuda adinerada. ¿Qué pensarían de ti si te vieran aparecer con una simple doncella?
—Ese es mi problema —sentenció el príncipe—. Estoy cansado de que los demás decidan por mí. ¿Quién mejor que yo mismo sabrá qué es lo que me conviene? No quiero asistir a ese baile si no es contigo, Brianna.
La arrolladora sinceridad de Ervin dejó a la muchacha descolocada. Era la primera vez que el hombre le hablaba con tanta seriedad. El príncipe solía acompañar siempre sus palabras de una coqueta sonrisa y alguna broma para aligerar la formalidad del ambiente, pero en aquella ocasión había dejado a un lado todos aquellos adornos demostrándole a Brida que su proposición no era ninguna broma.
—Por más que quisiera acompañarte, me es imposible —continuó la doncella, desviando la mirada de los ojos de Ervin por primera vez en todo lo que llevaban de conversación. Deseaba fervientemente poder aceptar, pero había algo que se lo impedía—. Debo servir a la reina mañana.
—Si ese es el único impedimento, puedo encargarme de ello —intervino él, tomando con dulzura la mano de la muchacha. Sabía que aquel contacto era el único que se podía permitir en aquellos momentos sin despertar murmullos entre los invitados que les contemplaban con curiosidad—. Tú sólo dime que quieres ir conmigo al baile y yo me ocuparé de todo lo demás.
—Sería para mí un placer asistir al baile contigo, Ervin —acabó sincerándose Brida. Una parte de ella seguía pensando que aquello no era una buena idea, pero decidió rendirse ante lo evidente. Era inútil seguirse engañando a sí misma. Le gustaba Ervin y aunque sabía que llegaría el día en el que tendrían que enfrentarse el uno al otro, ¿qué había de malo en aprovechar las oportunidades que se le presentaban para estar con él hasta que ese día llegara? Al fin y al cao, su odio era para el ya fallecido Francis y para su primogénito Juler —Aunque debo advertirte que soy una pésima compañera de baile.
—Ya te he dicho que yo me encargaría de solventar todos los problemas —comentó el príncipe, ilusionado. Había recobrado la sonrisa que le caracterizaba, así como el tono medio burlesco que empleaba para conversar con ella—, incluida tu nula capacidad para el baile.
Y dicho aquello, Ervin soltó la mano de Brida y se fue dispuesto a hablar con quien fuera necesario para que le concedieran a la muchacha el día libre.
—¡En ningún momento he dicho que fuera nula! —exclamó Brida, sin moverse, mientras veía al príncipe partir.
Él levantó la mano en señal de despedida, así como para demostrarle a la muchacha que había oído sus últimas palabras.
Eran conscientes de que serían el centro de atención de todas las miradas y que probablemente protagonizarían los cotilleos de la corte durante varias jornadas, pero en aquellos momentos eso no les importaba.
Sólo querían disfrutar en paz de la compañía del otro.
Y aunque Brida sabía que aquella especie de cuento de hadas tenía fecha de caducidad, estaba dispuesta a aprovecharlo mientras durara.
Quizás estuviera cometiendo un error al acercarse tanto al enemigo, pero iba a correr el riesgo. Si se equivocaba ya encontraría la manera de ponerle solución.
Cuando Brida llegó a su alcoba, Clotilde estaba acabando de cambiarse. El sencillo vestido que había llevado para atender a la reina descansaba ahora encima de su cama y unos ropajes mucho más elegantes cubrían su cuerpo. Cuando Brida entró, se estaba peleando con su pelo, intentando recogerlo en un complicado entramado de trenzas que se entretejían las unas con las otras.
—¡Al fin! Pensaba que te habías olvidado de mí.
—Déjame que te ayude con eso —se limitó a responder Brida al percatarse de que su amiga estaba teniendo problemas con su peinado.
Las diestras manos de la mayor de las doncellas no tardaron en concluir la tarea. Eran muchas las horas que Brida había invertido en peinar a su madre o a su hermana; y más recientemente, a la reina.
—Dada la gran cantidad de invitados, en palacio se han visto obligados a habilitar nuevos comedores y a repartirnos entre ellos. Nos han asignado el salón Bridgh, en la planta baja —explicó Clotilde.
Aquel pequeño salón, de escasa luz y viejos muebles, era en el que comían habitualmente los sirvientes y de vez en cuando los esclavos que se habían ganado con su trabajo el derecho a una comida decente. A ningún noble importante se le había asignado el salón Bridgh. Allí solo estarían las doncellas, los escuderos y los que en la corte se conocían como nuevos ricos, un apodo despectivo para aquellos comerciantes o mercaderes que en los últimos años habían reunido una gran suma de dinero, pero que la mayoría de las veces acababan arruinados en unos pocos meses.
Brida maldijo internamente. Una de las muchas cosas que había aprendido en sus meses de estancia en la corte era que las personas se mostraban más dispuestas a hablar cuando tenían el estómago lleno y los sentidos aturdidos por el alcohol.
Había esperado poder aprovechar la comida para cotillear las conversaciones de los varones de alta alcurina, pues aquel era uno de los escasos momentos del día en los que se mezclaban hombres y mujeres, pero resultaba evidente que en aquel ambiente sería poca la información de provecho que podría reunir.
Y aunque sabía que, si quisiera, podría acudir a Ervin para que la invitase a comer con él en el salón imperial, no tardó en desechar la idea. No le apetecía estar cerca de Juler y le sería difícil justificar que le dieran permiso también a Clotilde. Además, si los nobles sospechaban de su cercanía con el príncipe heredero, se asegurarían de no mantener conversaciones imprudentes cuando ella estuviera presente.
Por el momento era mejor pasar desapercibida.
No le quedó más remedio que conformarse y caminar rumbo al salón Bridgh junto a su amiga. Habían llegado ya a la planta baja cuando una voz que no tardaron en reconocer les hizo detenerse.
—¿Se puede saber a dónde vais huyendo de mí? —inquirió Azahar desde el final del pasillo. Su marido, Paulo, estaba a su lado.
Tras recortar la escasa distancia que les separaba las tres amigas se fundieron en un reconfortante abrazo. No se habían vuelto a ver desde el día de la boda en el que ni siquiera pudieron llegar a despedirse y aunque no tardaron en habituarse a su nueva rutina estando separadas, se echaban de menos.
Azahar estaba radiante. Había ganado un par de kilos que le favorecían a la cara y que contribuyeron a realzar sus pechos y en su postura se percibía que estaba mucho más relajada. Se había librado de parte del peso de la responsabilidad que cargaba sobre sus hombros a causa de la presión de su familia por encontrar un buen marido, y ahora en su rostro brillaba una hermosa sonrisa. El matrimonio le había sentado de maravilla.
Paulo, su marido, mantenía su elegante porte y su jovial actitud. Y aunque estaba deseando saludar a su alcahueta, el muchacho aguardó pacientemente hasta que las tres amigas se separaron.
—¿Ibais a comer? —inquirió el hombre tras las salutaciones iniciales.
Ambas jóvenes asintieron, pero fue Clotilde quien habló.
—Estábamos camino al salón Bridgh.
—¿El de los sirvientes? —se escandalizó Azahar— Eso no puede ser, no lo vamos a permitir. ¡Vosotras dos tenéis que venir a comer con nosotros! Echo muchísimo de menos teneros cerca y dado que Paulo se pasa todo el día hablando de su gran amiga Brianna, estoy convencida de que hará todo lo posible por hacer que os permitan entrar.
—¡Yo no soy el único que habla de ella! Eres tu quien se refiere a ella como nuestra alcahueta —intervino el esposo, ligeramente avergonzado. Y dejando a un lado el tono humorístico, añadió: —Estoy de acuerdo con Azahar, debéis venir con nosotros al salón Lidrik.
—No estamos en la lista —contestó Brida, apesadumbrada. El salón Lidrik estaba inmediatamente por debajo del salón imperial en el que comía la realeza junto a sus conocidos de más confianza. Muchas de las familias importantes se reunían en aquel segundo peldaño de la cúspide social y por lo tanto era mucho el interés que tenía la doncella en poder asistir al mismo salón que sus dos amigos.
—Eso dejádmelo a mí, os aseguro que no será un problema —sentenció Paulo. Era tanta la convicción de sus palabras que la tres muchachas no tardaron en contagiarse de su optimismo.
Juntos ascendieron hasta la segunda planta y, efectivamente, cuando llegaron al salón Lidrik no les pusieron a las dos doncellas impedimento alguno para entrar.
A los ojos de Brida, Paulo era un muchacho tan corriente y cercano que se le llegaba a olvidar la gran influencia que tenía su familia.
De esta manera, los cuatro amigos tomaron asiento y comieron mientras se dejaban arrastrar por la alegría de su trivial conversación.
Y aunque Brida estuvo pendiente de ellos durante toda la comida, una parte de ella se mantuvo alerta por si captaba alguna información que pudiera serle de utilidad. Sin embargo, no llegó a oír nada que fuera de su interés.
—No deberías beber —susurró Paulo al oído de su esposa cuando esta pidió al copero que le sirviera algo de vino.
Azahar asintió y soltó la copa. Aunque el objetivo de su marido no había sido que llegaran a oírle, las caras sorprendidas de las dos amigas demostraban que la intensidad de las palabras de Paulo había sido mayor de lo que él había pretendido.
—Estoy intentando quedarme en cinta —explicó Azahar al saberse descubierta— y el médico nos ha dicho que es mejor que no beba nada más que agua.
El rostro de Clotilde se iluminó, presa de la ilusión, y no tardó en levantarse de su asiento para correr a abrazar a su amiga. El de Brida, en cambio, era una mezcla entre alegría y confusión. Conocía el secreto de su amigo y no comprendía cómo tenía intención de embarazar a su esposa sin yacer con ella.
—Ya te contaré —susurró Paulo, esta vez sí sin que nadie más que Brida oyera sus palabras. El muchacho había captado el asombro en la mueca de su amiga.
Así, con aquella promesa en el aire, apuraron los dulces que un par de sirvientes habían llevado a la mesa, hasta que Dharlyn les interrumpió.
—Disculpad mi intromisión —saludó—, pero debo hablar con Brianna.
La doncella no precisó que especificaran que se trataba de una conversación privada. Se despidió de sus amigos con la promesa de regresar en cuanto terminara y siguió a la institutriz hasta aquella pequeña sala que antaño usaran para su formación.
—La reina Jimena ha expresado su deseo de que se te conceda el día libre mañana —anunció—. En su lugar, la atenderás el último día. Ha elogiado tu habilidad para los recogidos y en vista de que quiere causar una gran impresión en la ceremonia de clausura, ha pedido que seas tú quien la peine ese día.
Brida no respondió. Se limitó a asentir para que Dharlyn supiera que le habían quedado claras las instrucciones y después de aquello se retiró.
Una sonrisa decoraba su rostro mientras recorría los pasillos de vuelta al salón.
Ervin había cumplido su promesa.
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