CAPÍTULO 3: La batalla de Puerto Aldea
El rey Jorge III, montado en su fiel corcel de oscuro pelaje, iba al frente de la comitiva. Tras él, los máximos dirigentes de las tropas; y a su lado Lord Mirrel, cuyos soldados se habían unido al ejército siguiendo las instrucciones del monarca.
A menos de media jornada de viaje les aguardaban las tropas de las montañas. Con ellos, Jorge tendría bajo su mando cerca de veinte mil hombres dispuestos a dar sus vidas por defender al reino. Si los informes de sus exploradores eran ciertos, con aquella cifra doblaban a las fuerzas enemigas.
Aquella tendría que ser una victoria fácil.
-En cuanto acabemos con las tropas del rey Francis, mi deseo es que vos y vuestros soldados os quedéis en Puerto aldea velando por su seguridad. Mucho me temo que nuestro enemigo no va a dar la conquista por perdida en una sola batalla, y de seguro intentará tomar de nuevo la ciudad si no incrementamos sus defensas. Confío en que la presencia de tus tropas le haga replantearse un nuevo ataque en el futuro -comentó Jorge, dirigiéndose a lord Mirrel. Por su voz, segura y pausada, podría parecer que le estaba pidiendo su opinión, pero por sus palabras resultaba evidente que se trataba de una orden.
Y desobedecerla tendría un alto coste.
Lord Mirrel asintió.
-Si ese es su deseo no dude que cumpliré con él, mi rey. En cuanto ganemos esta batalla, mis tropas y yo nos quedaremos a asegurar la defensa de Puerto aldea.
No detuvieron su avance hasta bien entrada la noche. Para aquel entonces, las tropas de las montañas ya se les habían unido.
-Dad de comer y beber a todos los soldados -ordenó el monarca mientras le tendía las riendas de su corcel al mozo que se encargaría de sus cuidados-. Aseguraos que todo aquel que lo desee reciba ración doble. Eso compensará la prohibición del alcohol. Mañana entraremos en batalla y es preciso que nuestro ejército esté descansado y bien alimentado. El sitio habrá obligado al ejército de Francis a racionar sus suministros, y con ello las fuerzas de su ejército se habrán visto mermadas. Debemos sacar provecho de esta situación.
Y dichas aquellas palabras, el monarca se retiró. Se encerró en la tienda de campaña que habían montado para él, y no se reunió con nadie. Tampoco hubo nadie que pidiera audiencia pues la estrategia estaba clara. Lo único que debían hacer era descansar.
Sin embargo, Jorge no pegó ojo en toda la noche. Y cuando los primeros rayos de luz se asomaron en el horizonte, fue el primero en prepararse para partir.
Vislumbraron las tropas enemigas cuando el sol todavía seguía oculto en su mayor parte.
-Las tropas de Puerto aldea han sido avisadas, majestad -comentó uno de sus hombres de más confianza-. Han mandado respuesta y nos han indicado que nos darán soporte desde la muralla con su armamento. Catapultas, ballestas y arqueros están listos.
El monarca asintió satisfecho al oír que todo estaba saliendo según lo previsto.
-En ese caso, ya sabéis todos los que tenéis que hacer.
Jorge desenfundó su pesada espada y sintió cómo la adrenalina tomaba plena posesión de su cuerpo al oír el característico sonido del acero al rozar con la piel curtida de la vaina.
Los demás soldados y caballeros no tardaron en seguirle, y pronto un feroz grito de guerra rompió el silencio de la mañana.
Se dividieron en tres grandes fuerzas de ataque. Jorge compartía el mando del centro con su fiel comandante Günter, mientras que el liderazgo del flanco izquierdo recaía en lord Mirrel y el del flanco izquierdo en el líder de las tropas de las montañas.
Así lograron atrapar al enemigo quien, al no esperarse que los refuerzos llegaran en tan pocas jornadas, se vio sin posibilidad de huir. Un gran ejército estaba a sus espaldas, y los infranqueables muros de Puerto aldea frente a ellos.
No había vía de escape posible.
Habían sido unos ilusos, y habían cometido un gran error al confiarse demasiado.
-¡Proteged la retaguardia! Debemos tomar la ciudad y salvar al príncipe antes de que el ejército enemigo logre romper nuestras filas. No podemos retroceder, así que nuestra única salida es avanzar -exclamó alguno de los dirigentes de las tropas del rey Francis.
Jorge sonrió. Eran ya muchas las batallas que había librado contra los soldados del reino vecino, y por ello desde el comienzo estuvo seguro de cuál sería la estrategia que iban a adoptar.
Parte de los soldados enemigos se giraron hacia ellos, y tras unos escasos segundos en los que ambos bandos se quedaron inmóviles aguardando a que diera comienzo la inminente batalla, se desató el caos.
En la vanguardia se oía el entrechocar del acero, y el hedor de la sangre no tardó en hacerse presente.
Desde las murallas de Puerto aldea, las fuerzas de la ciudad comenzaron con su lluvia de proyectiles. Piedras, flechas ardientes, puntas de lanza... Al final, cualquier objeto pesado era susceptible de ser lanzado. Todo era válido mientras sirviera para impedir el avance de los enemigos.
Jorge, por su parte, había desmontado de su corcel y se había deshecho de la capa que le marcaba como soberano. Un yelmo cualquiera, sin más grabados que las abolladuras del uso, cubría su cabeza; el único distintivo de su poder era Rayo de esperanza: la espada que todavía empuñaba.
-Dame tu arma y toma la mía -gruñó con voz ronca a uno de los soldados quien, al reconocer la espada, se lo quedó mirando perplejo- ¿A qué esperas? ¡Es una orden!
El soldado no tardó en acabar el mandato de su rey, y sintiendo cómo la empuñadura del arma se amoldaba perfectamente a su mano, se dispuso a acudir a las primeras filas en las que estaba teniendo lugar la encarnizada.
El aura de aquella espada que había luchado en tantas batallas, le había insuflado el coraje suficiente como para afrontarse a la misma muerte.
-No la pierdas -añadió el monarca antes de que el muchacho desapareciera entre el bullicio y el caos de la batalla-, o lo pagarás con tu vida.
Y dicho aquello, le perdió de vista.
Jorge se abrió paso entre sus propias filas buscando pasar desapercibido, y al verse obligado a dar un par de estocadas con aquella maltrecha espada se lamentó de haberse visto obligado a desprenderse de Rayo de esperanza.
Afortunadamente era un gran espadachín, al fin y al cabo había sido entrenado desde niño para ello, y no tardó en acostumbrarse al liviano peso y descubrió cómo sacarle partido a la mellada hoja.
No le costó demasiado llegar al centro del campamento enemigo, allí donde la tienda real había sido montada.
-¿Tan pronto abandonas a tus tropas, Juler? -preguntó el monarca con sorna al encontrarse con el príncipe heredero montando en un caballo al que apenas lograba controlar.
A su alrededor, cinco caballeros le protegían. Sus capas violetas indicaban que eran miembros de la escolta privada de la realeza.
Desenfundaron sus armas al percatarse de la amenaza.
-¿Qué va a hacer un simple soldado raso contra cinco experimentados caballeros? -replicó el joven príncipe mientras acababa de acomodar las riendas de su caballo.
Y antes de darle tiempo de responder, espoleó su montura y huyó. Estaba convencido de que aquel espectáculo iba a durar poco, y que sus caballeros no tardarían en reunirse con él.
Y estaba en lo cierto, aunque solo en parte.
Aún hallándose en clara desventaja y sin disponer de su siempre fiel Rayo de esperanza, Jorge no tardó en deshacerse de los soldados. Un par de estocadas bastaron para acabar con la vida de los dos primeros, y a pesar de que los tres restantes le resultaron algo más complicados de vencer, logró superarlos sin resultar gravemente herido.
Durante la contienda recibió un par de feos golpes en las costillas, pero apenas fue consciente del dolor. Y si no fuera por la casi insignificante brecha que se había abierto en su labio inferior, ni siquiera estaría sangrando.
Estaba vivo, aquello era lo único que le importaba en esos instantes. Las magulladuras serían un problema para su yo del futuro.
Cuando oyó el relinchar de un caballo cerca de donde se encontraba, no se lo pensó. Corrió en dirección al sonido y en un elegante salto montó en el corcel desensillado.
Un leve golpe con el talón fue suficiente para que el animal comenzara a galopar, y por fortuna no se desbocó cuando el rey se aferró a sus crines para no perder el equilibrio.
Enseguida logró acortar la distancia que le separaba del príncipe, quien persistía en su intento de huida. Juler no destacaba por ser un diestro jinete, y con sus bruscos movimientos a penas conseguía que su corcel siguiera sus directrices.
Jorge, en cambio, no tardó en hacerse con el total dominio de su montura. Al final no necesitó más que una mano para agarrarse al animal; en la otra empuñaba la espada, en cuyo filo comenzaba a secarse la sangre de sus últimas víctimas.
El rostro de Juler perdió todo su color cuando se giró y se encontró con aquel jinete portador de la muerte. No había rastro alguno de sus caballeros, por lo que supuso que les habría vencido en batalla. Entonces tuvo claro que eran pocas las posibilidades que tenía de salir de allí con vida. Su única opción era espolear a su caballo, exigirle el máximo esfuerzo e interponer algo de distancia entre él y su enemigo.
Pero el monarca, que sospechaba de su estrategia, no lo iba a permitir.
Jorge enfundó su espada, liberando así su mano, y sin titubear rebuscó en el interior de su bota izquierda. No tardó en dar con aquello que buscaba.
Eran muchas las ocasiones en las que aquel puñal que su padre le había regalado estando ya en su lecho de muerte le había salvado en batalla; y confiaba en que aquella arma le trajera suerte una vez más.
Apuntó, y sin que le temblara apenas el pulso, lanzó sin desviar la mirada de su objetivo.
La montura de Juler se desplomó cuando el filo del puñal desgarró los tendones de su rodilla posterior izquierda. El príncipe cayó, golpeándose con fuerza contra el suelo y levantando una gran polvareda con el impacto.
-Hijo de puta -gruñó mientras escupía la arena que se le había metido en la boca al caer. Y tras incorporarse, desenfundó su arma y se dispuso a acabar con la amenaza que tenía enfrente.
Jorge había desmontado de su corcel, que había huido al sentirse libre, y empuñaba ya su mellada espada.
El príncipe quiso correr en dirección a su enemigo, pero hubo algo que le detuvo: el brillo de la daga que había herido a su montura llamó su atención. Y tras observarlo con más detenimiento fue capaz de distinguir, entre los múltiples grabados que decoraban su mando, el sello de la casa real.
Tras descubrir la auténtica identidad de su enemigo, entendió cómo se había librado tan fácilmente de sus caballeros. Y entonces tuvo claro que la única opción que tenía de salir de allí con vida, era acabando con la del monarca.
No tardó en oírse el entrechocar de los aceros. Ambos combatientes se sumieron en una danza de fintas y estocadas de la que solo uno podía salir vencedor.
La experiencia en combate jugaba a favor de Jorge, pero Juler le superaba con creces en cuanto a agilidad. Resultaba evidente que iban muy igualados, y que el primero en cometer un error lo pagaría con su vida.
Pero hubo algo que Jorge no previó, y a pesar de que sus sentidos le alertaron de la amenaza, su cuerpo reaccionó demasiado tarde.
Soltó mil maldiciones cuando sintió la sangre escurrirse a través de la profunda brecha que se había abierto en su hombro derecho. Su espada cayó al suelo, pues a causa de la herida se había quedado sin fuerzas para sostenerla.
-Debemos irnos de aquí, mi señor -comentó el soldado que acababa de herir al monarca-. El ejército del rey Jorge está a punto de darnos alcance.
-Hay algo que debo hacer primero -respondió Juler zafándose del agarre de su soldado, quien había acudido en su ayuda ignorando el herido.
El príncipe se acercó a Jorge, cuya mente rozaba ya el límite de la inconsciencia por la gran cantidad de sangre perdida. Tirado en el suelo se retorcía entre espasmos de dolor, luchando por permanecer a toda costa en el mundo de los vivos.
Juler sabía que tenía enfrente la oportunidad de ponerle fin a aquella guerra. Si acababa con la vida del rey Jorge III al rey Francis no le costaría nada hacerse con todos sus dominios y en consecuencia, como su heredero, estos acabarían siendo suyos en un futuro no muy lejano.
Agarró con firmeza su espada. Sus nudillos adquirieron un color blanquecino a causa de la presión ejercida.
Pero antes de que fuera capaz de darle a su enemigo la estocada final, una lluvia de flechas cayó sobre su cabeza.
-¡Salve al rey Jorge III! -gritó Günter. Tras él, una treintena de jinetes apuntaban amenazadoramente al príncipe con sus arcos cargados.
-Debemos irnos, mi señor -insistió el soldado que seguía junto al heredero de Francis. Y aprovechando el momento de distracción de su superior, le agarró del brazo y le obligó a montar en su corcel.
Mientras se alejaba de la batalla, Juler no pudo evitar soltar más de una maldición.
Aquellos soldados habían frustrado sus planes.
-No se preocupe, mi señor -comentó el soldado mientras apremiaba a su montura-. Había perdido una gran cantidad de sangre, dudo que logre sobrevivir.
En esta ocasión, el capítulo está dedicado a xXEulaliaXx
¿Creéis que Jorge saldrá con vida de esta?
¡Nos leemos muy pronto!
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